Si se habla simplemente de “intervencionismo” se entiende con esta expresión la indebida injerencia de un Estado en los asuntos internos de otro, que en su expresión más extrema conduce al <imperialismo. Y la historia está llena de acciones de este tipo. Pero si se habla de intervencionismo estatal se quiere denotar la tendencia a promover la participación de la autoridad pública en el proceso de la economía, ya para asumir la gestión directa de determinadas áreas de la producción, ya para alentar o desalentar ciertas actividades según su conveniencia social, ya para restituir la libre competencia cuando ésta se ha perdido por la acción monopolista, ya para utilizar el sistema tributario y la seguridad social como instrumentos de distribución del ingreso, ya para cortar abusos del poder económico privado o para orientar la economía de un país en determinada dirección.
En casos extremos, la intervención estatal puede llegar a la estatificación de los instrumentos de producción —tierras, minas, aguas, bosques, fábricas, almacenes, servicios— como en las experiencias marxistas de las décadas pasadas.
Hay una muy amplia gama de posibilidades en el campo del intervencionismo estatal, que va desde la tenue regulación del proceso económico y la utilización de los instrumentos tributarios, monetarios, crediticios y cambiarios para asignar recursos a las actividades productivas que interesa impulsar o para desalentar a otras que no son socialmente importantes o que son negativas, hasta la estatificación de los medios de producción, la planificación centralizada y la supresión del derecho de propiedad privada, tal como se experimentó en los regímenes marxistas.
Entre esos dos extremos se abre un rico abanico de posibilidades que pueden aplicarse de acuerdo con las condiciones de cada país. Pero la historia de las ideas económicas se ha movido por espasmos. De una tesis ha saltado a otra bruscamente, sin escalas intermedias. Se ha ido del intervencionismo estatal de los tiempos del absolutismo monárquico —con el >mercantilismo como teoría económica— a la inhibición total del >laissez faire liberal, y de éste a la estatificación marxista, para volver al abstencionismo estatal al socaire de los vientos neoliberales que han soplado en épocas recientes. La verdad económica, naturalmente, se ha escabullido en medio de esos bandazos.
Se pueden señalar diversos grados de responsabilidad estatal en el manejo de la economía, que van desde la inhibición total del Estado ante a la vida económica de la sociedad, propugnada por las doctrinas liberal y neoliberal, hasta la estatificación de todos los instrumentos de producción y la gestión directa de ellos por el Estado, como sostiene el >marxismo, pasando por las diversas posibilidades intermedias que ofrece el sistema de <economía mixta defendido por el >socialismo democrático y por la >socialdemocracia, que propugnan la combinación de la planificación estatal con las libres decisiones de los agentes económicos privados, la creación de espacios de acción para el Estado y para los particulares y el compartimiento de responsabilidades de los dos sectores en el desarrollo de un país.
Pero a comienzos de este siglo, al compás de las postulaciones neoliberales, vino la moda de afirmar el “fracaso” de la intervención estatal con el fin de alentar la entrega de la conducción de la economía a las llamadas “fuerzas del mercado”, sin recordar los méritos de la intervención reguladora del Estado, que fue capaz de superar la honda crisis mundial de los años 30 del siglo pasado causada por los excesos del sistema de libre empresa, de reconstruir Europa desde los escombros de la Segunda Guerra Mundial, de impulsar el desarrollo científico y tecnológico y de abrir una era de progreso y prosperidad en muchas áreas del planeta.
En la perspectiva histórica y en la dimensión actual de los acontecimientos, no hay noticia de economías fuertes con Estados débiles. Los grandes hechos económicos del presente y del pasado se deben principalmente a las acciones estatales: desde el descubrimiento de América hasta el viaje del primer hombre a la Luna.
La desmedida libertad económica conduce tarde o temprano —pero más temprano que tarde— a la opresión de amplios sectores sociales bajo el poder de minorías altamente situadas en el escalafón económico. Y en tales circunstancias es la ley la que los redime, como afirmó alguna vez el teólogo y político francés Jean-Baptiste Lacordaire (1802-1861). La libertad entre desiguales, en efecto, conduce a la injusticia. En esas condiciones la intervención del Estado resulta ineludible para detener la iniquidad social que afecta a quienes tienen menos defensas.
No puede el Estado renunciar a su función de asignar recursos para el desarrollo equilibrado ni a su responsabilidad de dirimir en la constante disputa entre intereses encontrados en el seno de la sociedad. Si lo hace y se cruza de brazos, como postulan los neoliberales, no hay que sorprenderse de que se produzca un agudo proceso de concentración de la renta y el avasallamiento de los grupos de exiguos ingresos.