Esta es una expresión que se ha extendido mucho en el ámbito de las ciencias sociales, aunque con numerosas y diversas significaciones según el énfasis que cada investigador ha puesto en sus varios elementos de juicio: la solidaridad, la distribución, la igualdad, la justicia social, la equidad económica, la producción, la productividad. Quiero decir que la significación de ella depende en gran medida de la distinta perspectiva, punto de vista o circunstancia de cada político, sociólogo, antropólogo o investigador que afronta el tema.
El propio concepto de cultura es enormemente impreciso. No es fácil definirlo. Bien dice el izquierdista intelectual inglés Raymond Williams, en su obra“Key Words”, que ella es una de las dos o tres palabras más complicadas del idioma. Etimológicamente proviene del latín colere que significa “cultivar” —en el sentido agrícola de la expresión—, tarea en la cual interviene el hombre para transformar el entorno natural y hacerlo producir. De allí arrancó, por analogía, la noción de culturapara significar, con respecto al ser humano, el conjunto de sus ideas, conocimientos, estudios, concepciones del mundo, actitudes, convicciones éticas y estéticas, prejuicios, conductas, hábitos, comportamientos, costumbres, estilos de vida, relaciones interpersonales, lenguaje, trama social, vinculaciones con la divinidad, religiones, inventos, descubrimientos, creaciones artísticas, relaciones productivas y económicas, vinculaciones con la naturaleza, cultivo de la tierra —cultivar tiene la misma raíz etimológica latina que cultura—, elaboración de herramientas y muchas otras relaciones e interrelaciones.
La imprecisión del término cultura se contagia, como es lógico, al concepto de interculturalidad, que se emplea con muy diferentes connotaciones y que, en el curso del tiempo, se ha tornado cada vez más complejo y polisémico por la variedad de significados que se le atribuyen.
La palabra culturalidad no está registrada en el diccionario castellano. Sin embargo, la expresión interculturalidad ha ganado mucho terreno en las investigaciones sociales. Ella —que es una noción antes que un concepto— significa la presencia de más de una cultura sobre un mismo espacio territorial y la interrelación, el diálogo y la coexistencia respetuosa y tolerante entre ellas dentro de una determinada realidad social multicultural.
La noción de interculturalidad se refiere a la interrelación de las diversas culturas que habitan en el mismo territorio —cohabitan—, al amparo del mismo sistema jurídico, y a la necesidad del diálogo, tolerancia, convivencia y respeto entre ellas para formar una comunidad igualitaria. Es el reconocimiento de la otredad —o sea de la condición de ser otro— con sus diferentes maneras de pensar, creer, sentir, actuar y expresarse.
La interculturalidad no es el sincretismo ni el mestizaje entre las culturas sino la coexistencia de ellas, el respeto a sus valores, la tolerancia a sus diferencias y la interactuación de ellas, que se penetran recíprocamente sin pretensiones de dominación. Afirmó el antropólogo ecuatoriano Claudio Malo que “la interculturalidad no se limita al reconocimiento, respeto y eliminación de discriminaciones, implica un proceso de intercambio y comunicación que parte de los patrones estructuradores de cada cultura superando el prepotente prejuicio de que la verdad es patrimonio de tal o cual cultura y que, como poseedora, tiene la carga de transmitirla a otras”.
La interculturalidad no significa el desconocimiento de las diferencias entre las culturas. Todo lo contrario: parte del reconocimiento de la diversidad cultural y se enriquece con ella para implantar un régimen sinérgico de igualdad, tolerancia e inclusión sociales.
En este sentido, ella es una respuesta a las diferencias étnicas, culturales, filosóficas, religiosas, ideológicas, éticas, linguísticas e idiosincrásicas dentro de una sociedad pluricultural. La segregación —y su doctrina social: el segregacionismo— conspira contra ella. Y con frecuencia las religiones —con su alto grado de intolerancia hacia otros credos— están en la raíz de los conflictos interculturales.
Pero el reconocimiento de las diferencias étnicas en la sociedad no debe llevar al olvido de las diferencias económicas. La interculturalidad, como filosofía política, plantea también exigencias de justicia social a favor de los sectores discriminados y empobrecidos de la población. Por eso algunos pensadores la vinculan con la ideología del socialismo democrático. Y no es una mera coincidencia que las víctimas de los regímenes segregacionistas sean preferentemente las que con mayor fuerza invoquen la interculturalidad: las mujeres, los negros, los indios, las minorías religiosas, los inmigrantes, los homosexuales y los miembros de otros grupos minoritarios, en defensa de la igualdad de derechos y contra las inequidades de las que son víctimas.
La interculturalidad se opone, por tanto, al >racismo, la >xenofobia, la intolerancia religiosa, la injusticia social, la inequidad económica y otros tipos de segregación.
La interculturalidad —aunque la palabra aún no aparecía— es una preocupación que viene de atrás. En la Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales reunida en México D. F. en 1982, se declaró que “todas las culturas forman parte del patrimonio común de la humanidad. La identidad cultural de un pueblo se renueva y enriquece en contacto con las tradiciones y valores de los demás. La cultura es diálogo, intercambio de ideas y experiencias, apreciación de otros valores y tradiciones, se agota y muere en el aislamiento (…) todo ello invoca políticas culturales que protejan, estimulen y enriquezcan la identidad y el patrimonio cultural de cada pueblo; además, que establezcan el más absoluto respeto y aprecio por las minorías culturales, y por las otras culturas del mundo. La humanidad se empobrece cuando se ignora o destruye la cultura de un grupo determinado”.
Y se agregó: “hay que reconocer la igualdad y dignidad de todas las culturas, así como el derecho de cada pueblo y de cada comunidad cultural a afirmar y preservar su identidad cultural, y a exigir su respeto”.
Dos décadas después la Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural, suscrita en París el 2 de noviembre del 2001, reafirmó que “la cultura adquiere formas diversas a través del tiempo y del espacio. Esta diversidad se manifiesta en la originalidad y la pluralidad de las identidades que caracterizan a los grupos y las sociedades que componen la humanidad. Fuente de intercambios, de innovación y de creatividad, la diversidad cultural es tan necesaria para el género humano como la diversidad biológica para los organismos vivos. En este sentido, constituye el patrimonio común de la humanidad y debe ser reconocida y consolidada en beneficio de las generaciones presentes y futuras”.
En el documento se manifestó también que “en nuestras sociedades cada vez más diversificadas, resulta indispensable garantizar una interacción armoniosa y una voluntad de convivir de personas y grupos con identidades culturales a un tiempo plurales, variadas y dinámicas. Las políticas que favorecen la integración y la participación de todos los ciudadanos garantizan la cohesión social, la vitalidad de la sociedad civil y la paz. Definido de esta manera, el pluralismo cultural constituye la respuesta política al hecho de la diversidad cultural. Inseparable de un contexto democrático, el pluralismo cultural es propicio para los intercambios culturales y el desarrollo de las capacidades creadoras que alimentan la vida pública. La defensa de la diversidad cultural es un imperativo ético, inseparable del respeto de la dignidad de la persona humana. Ella supone el compromiso de respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales, en particular los derechos de las personas que pertenecen a minorías y los de los pueblos indígenas. Nadie puede invocar la diversidad cultural para vulnerar los derechos humanos garantizados por el derecho internacional, ni para limitar su alcance”.
El internacionalista y diplomático ecuatoriano Jaime Marchán, en su trabajo “Derechos Culturales” (2011), incorporado al “Diccionario Iberoamericano de Derechos Humanos y Fundamentales” de la Universidad de Alcalá, sostiene: “nadie puede invocar la diversidad cultural para vulnerar los derechos humanos garantizados por el derecho internacional ni para limitar su alcance. El reconocimiento de las especificidades culturales diferentes no puede ser justificación para el relativismo cultural que socava el sistema de valores comunes en el contexto de los derechos humanos, la base misma de la comunidad internacional y de la familia humana”.
Un proceso espectacular de interculturalidad se inició en la República Popular de China a partir de la reversión de la colonia inglesa de Hong Kong a la soberanía y jurisdicción del imperio asiático el 1 de julio de 1997 y el consiguiente compromiso del gobierno de Pekín de aplicar allí durante cincuenta años la política de “un país, dos sistemas” —según la imaginativa fórmula enunciada por el gobernante chino Deng Xiaoping en 1984— para alejar el peligro de un éxodo humano, industrial y financiero que pudiera producir la bancarrota de Hong Kong y afectar gravemente el proceso de reforma y apertura que instrumentaban las autoridades de Pekín.
La interculturalidad se propuso viabilizar sin mayores tensiones la coexistencia, dentro del territorio chino, del autoritario régimen político comunista de partido único con el desarrollo industrial abierto de Hong Kong, de corte capitalista-occidental.
Junto con la península de Kowloon, la isla de Lantau y sus pequeñas ínsulas vecinas, Hong Kong fue desde el año 1841 —cuando Inglaterra estableció allí sus bases navales— un enclave colonial británico en la costa suroriental de China. Y, bajo la administración inglesa, se convirtió con el paso de los años en uno de los principales centros financieros del mundo. Pero el 1 de julio de 1997, en impresionante ceremonia celebrada en el gran palacio de las convenciones de Kowloon a la que asistieron personalidades del mundo entero, se arrió la bandera inglesa y se izó la de China como símbolo de la transferencia de Hong Kong. Y, desde ese momento, se constituyó en la avanzada de la liberalización económica de China, donde se establecieron nuevas y grandes empresas de naturaleza privada, sometidas a un poderoso mecanismo de libre mercado, que contribuyeron a hacer de Hong Kong uno de los principales núcleos financieros del mundo.
Se produjo entonces la cohabitación entre el fuerte dirigismo estatal chino, manejado por sus autoridades políticas comunistas, y la estructura hongkonesa de la propiedad privada regida por las fuerzas capitalistas del mercado.
La Región Administrativa Especial de Hong Kong, con su parte continental y su gran cantidad de islas, tiene una extensión territorial de 1.102 kilómetros cuadrados y 7’200.000 habitantes, según cifras del 2013. Dentro de ella, la metrópoli de Hong Kong se caracteriza por su ultramoderna arquitectura. Es la ciudad del mundo con mayor número de rascacielos —cuatro de los quince edificios más altos del planeta están allí—, concentrados alrededor del distrito central de Admiralty, donde funcionan las oficinas del gobierno local y se desenvuelve la intensa zona financiera, comercial y turística.
En realidad son tres los principios que han regido el gobierno y la administración de Hong Kong a partir de su reintegración a China: 1) un país, dos sistemas; 2) la administración de Hong Kong por los hongkoneses; y 3) un alto grado de autonomía. Lo dijo Hu Jintao, a la sazón Vicepresidente de China, en un discurso de julio de 1999 con ocasión del segundo aniversario de la recuperación del enclave: “Hong Kong sigue manteniendo sin cambios su sistema social y económico, su estilo y su condición de puerto libre y centro internacional de las finanzas, el comercio y el transporte marítimo (…). Los compatriotas de Hong Kong, que han adquirido una conciencia sin precedentes de ser dueños de sus propios destinos, han participado activamente en la administración de los asuntos de Hong Kong”. Y concluyó que, en ejercicio de esa autonomía, Hong Kong tenía su propio régimen económico y financiero y su moneda propia.
Sin embargo, la interculturalidad sino-hongkonesa se vio seriamente afectada durante las multitudinarias jornadas de protesta que los ciudadanos de Hong Kong promovieron a partir del domingo 28 de noviembre del 2014 —y que duraron 75 días— para exigir al gobierno de Pekín el pleno ejercicio del sufragio libre. En uso de su relativa autonomía política, centenares de miles de ciudadanos del pueblo hongkonés, al grito emblemático de “¡sufragio universal, ya!”, se tomaron las calles céntricas de la ciudad para pedir al gobierno de Pekín que cumpliera su compromiso del sufragio universal y directo para la designación del jefe del gobierno local y que profundizara su autonomía política.
En la era de la revolución digital y de la globalización es fácil ver que en la nueva diagramación del planeta el intercambio cultural entre Occidente y los pueblos no occidentales es absolutamente asimétrico, dado que es inmensamente mayor el volumen de conocimientos e información que sale de Occidente que el que éste recibe de Oriente. De modo que casi han llegado a ser sinónimas las palabras “modernización” y “occidentalización”. Y hoy más que ayer el conocimiento científico y tecnológico es el factor de dominación internacional e intercultural más importante y, al mismo tiempo, la mayor amenaza que soporta la interculturalidad en el ámbito global.
Comentan los escritores norteamericanos Alvin y Heidi Toffler, en su libro “La revolución de la riqueza” (2006), que ”la producción de arte y entretenimiento forma parte de la economía del conocimiento, y Estados Unidos es el mayor exportador mundial de cultura de masas, que incluye moda, música, series de televisión, libros, películas y juegos de ordenador”. Eso les permite ejercer una gran influencia sobre la población mundial con sus valores y desvalores. “La influencia de esa basura es tan poderosa —comentan los esposos Toffler— que en otras sociedades se teme por la supervivencia de las raíces autóctonas”.
Es tan amplia y determinante esa influencia, que en un lugar tan lejano como Tombuctú en África occidental —según relatan los Toffler—, mientras que los habitantes nómadas conducen sus recuas de asnos al mercado, vestidos con sus turbantes, túnicas y velos “que esconden todo menos los ojos”, los adolescentes negros, blancos y morenos visten a la usanza occidental: con “pantalones de chándal oscuros, zapatillas deportivas de alta tecnología y anchas camisetas de baloncesto sueltas, con los nombres de equipos como los Lakers”, en tanto que “las chicas llevan tejanos ceñidos, deportivas y sudaderas”. Y añaden que, gracias a la televisión por cable que esparce por el mundo las usanzas y estilos de vida estadounidenses, “los jóvenes de Tombuctú descubrieron el rap hace un par de años, pero ahora es su música favorita”.
Por cierto que el intercambio cultural no es un fenómeno nuevo. Existió siempre. La historia del hombre —desde la época de las cavernas a nuestros días— está marcada por la transmisión de elementos culturales entre los grupos y las civilizaciones. Gran parte de lo que llegó a llamarse “civilización occidental” tuvo su origen fuera de su ámbito geográfico. Muchos de los elementos culturales provinieron del Oriente Medio y de Asia. Los primeros sistemas de impresión, el papel, el compás, la brújula magnética, la pólvora, los altos hornos para el fundido del hierro, el reloj de agua, el arado de hierro, los telares de arrastre para la seda, el torno manual de hilar, los juncos para navegar, la ballesta, la catapulta vinieron de China. El juego de ajedrez es originario de la India. Varios de los conceptos matemáticos llegaron del mundo árabe. Los números arábigos fueron superiores a los romanos y se impusieron en Occidente. Los árabes tomaron el cero del sistema matemático de la India entre los siglos V y VI de nuestra era y lo llevaron a Europa, aunque fueron los mayas los primeros en usar el cero en el siglo IV antes de la era cristiana. Esa fue una gran revolución en las matemáticas porque hizo posible concebir las cantidades negativas.Los árabes inventaron también el álgebra —del árabe al-yabra—, como parte de las matemáticas. La conquista de España por los moros, en el siglo VIII, llevó a Europa los más avanzados conocimientos del Oriente, especialmente en geografía, astronomía, matemáticas, geometría y medicina.
Sobre estas bases se levantó la cultura occidental.
Pero en la hora actual el flujo cultural lleva la dirección inversa. Hay una “occidentalización” de la cultura mundial. Países de Oriente, poseedores de viejas y fortísimas culturas tradicionales —como China, Grecia, India, Japón, algunas naciones árabes—, sufren la tremenda penetración de la cultura de Occidente que se expresa no sólo en las altas manifestaciones de la tecnología electrónica sino aun en las formas cotidianas de vida. Todo el “know how” de su producción tecnológica de punta es occidental y occidentales son en gran medida sus actuales formas de organizarse, ordenar la vida de la gente, edificar, alimentarse, vestirse.
No puede separarse “lo moderno” de “lo occidental” en términos de ciencia y tecnología. La tecnología moderna es occidental. De allí que no es posible que se modernicen las sociedades orientales sin que al propio tiempo se “occidentalicen”, ya que junto con la tecnología penetran otros elementos culturales. Esto resulta inevitable. La tecnología es portadora de valores culturales. Tanto es así que incluso dentro de los propios países europeos —en los que la american way of life ha ganado terreno— hay la preocupación específica de la “norteamericanización” de su cultura, dentro del proceso de homogeneización de los valores, conocimientos, costumbres y estilo de vida de todos los países enlazados por los sistemas planetarios de comunicaciones por satélite. Y esos usos y valores se irradian a sus respectivas colectividades en virtud de la imitación y el contagio, que son los factores más importantes de sociabilidad.
Otro factor determinante es la migración, favorecida por el extraordinario desarrollo de los transportes y la información que han alcanzado escalas planetarias. El polítólogo italiano Giovanni Sartori (1924-2017), en su libro “La Tierra explota”(2003), se refiere a la emigración descontrolada de los pueblos musulmanes hacia los países del norte, donde establecen guetos hostiles a las reglas de las sociedades desarrolladas que los reciben. En una entrevista publicada por el diario “El País” de España en mayo del 2003, habló de “las enormes dificultades que existen para integrar a inmigrantes musulmanes en sociedades democráticas abiertas, porque rechazan la separación iglesia-Estado y porque su única fuente de autoridad reconocida está en la mezquita y en el imán”. Y, aunque no cree que el choque de civilizaciones desemboque en guerras, no deja de anotar que “el mundo islámico seguirá siendo un mundo hostil a nuestra civilización y que, si pudiera, intentaría someternos”.
En realidad, los inmigrantes islámicos forman en las zonas periféricas y pobres de las ciudades europeas barrios enteros musulmanes —que son verdaderos guetos, manejados por fanáticos religiosos— en los que se difunden religión, prácticas y costumbres islámicas. Allí los matrimonios son endogámicos. Desde sus mezquitas se lanzan mensajes antioccidentales. Y al interior de esos barrios impera de facto la sharia, o sea la ley islámica, y a ellos no ingresan los mandatos legales del Estado anfitrión ni sus autoridades nacionales. Todo lo cual socava no solamente la cohesión social de los países europeos sino que también conspira contra la interculturalidad.
Pero la hostilidad hacia los inmigrantes —agudizada por los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, el 11 de marzo del 2004 en Madrid, el 7 de julio del 2005 en Londres— no solamente viene de los xenófobos y racistas tradicionales sino también de otros sectores de la opinión pública europea que se han manifestado contra la apertura migratoria hacia los musulmanes, que son los inmigrantes más distantes en términos culturales, religiosos e idiosincrásicos.
No hay duda de que el islamismo, en sus radicales interpretaciones, es una religión pero también una ideología política de tendencia teocrática y fundamentalista, que señala reglas de comportamiento social. Por esta razón, la inmigración musulmana no se ha asimilado ni incorporado a los países receptores sino que ha creado en ellos sociedades paralelas y subculturas. Sus integrantes consideran que su lealtad con el Islam es mucho más importante que su lealtad con el país que los recibe.
Y, por supuesto, si se produjera la asimilación, se impondrían los patrones culturales de la mayoría dominante en el país anfitrión y la aceptación de sus reglas, idioma, mentalidad, costumbres y estilo de vida. De modo que la sociedad inmigrante dejaría de ser lo que ha sido.
El 4 de agosto del 2013 el presidente Vladimir Putin, en su discurso al parlamento, se refirió a las tensiones que en Rusia causaban las minorías islámicas y dijo: “¡En Rusia vivid como rusos! Cualquier minoría, de cualquier lugar, que quiera vivir en Rusia, trabajar y comer en Rusia, debe hablar ruso y debe respetar las leyes rusas. Si ellos prefieren la ley sharia y vivir una vida de musulmanes les aconsejamos que se vayan a aquellos lugares donde esa sea la ley del Estado”. Agregó: “no toleraremos faltas de respeto hacia nuestra cultura rusa”. Y concluyó: “las tradiciones y costumbres rusas no son compatibles con la falta de cultura y formas primitivas de la ley sharia y de los musulmanes”. Los miembros del parlamento ruso, levantados de sus asientos, respondieron con una larga ovación a Putin.
En lo que a América Latina se refiere y, concretamente, a los países que tienen altos componentes indios —México, Guatemala, Bolivia, Perú, Ecuador, Paraguay—, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha contribuido a estudiar sus condiciones de pluriculturalidad y de interculturalidad. En el año 2010 publicó el libro “Desafíos interculturales del desarrollo”, en el que recoge significativas experiencias de los pueblos indígenas y su gobernación democrática, y en el 2013 publicó “Ciudadanía intercultural”, que contiene una serie de estudios de investigadores y líderes indios de la región sobre estos temas.
Al respecto, el antropólogo Claudio Malo escribió que, “en el caso de América Hispana, especialmente en regiones en las que se habían desarrollado sólidas e importantes culturas indígenas, se dio una aculturación asimétrica en la que la cultura dominante española logró imponer un muy alto porcentaje de sus rasgos a los grupos indígenas que fueron dominados y casi a la totalidad de los mestizos que se incorporaron a la cultura dominada. El idioma y la religión son componentes especialmente importantes en una cultura, y los que vinieron de España se impusieron en los estados globales. No han desaparecido todas las lenguas que hablaban los habitantes de América antes de la llegada de los europeos pero —quizás excepto el caso de Paraguay— se mantienen utilizadas por grupos minoritarios en los ámbitos doméstico y comunitario”.
En la I Cumbre Continental de Mujeres Indígenas reunida en la ciudad de Puno, Perú, en mayo del 2009, a la que asistieron centenares de delegadas de veintidós países latinoamericanos con el propósito de “generar un espacio de encuentro de las mujeres indígenas” y de fortalecer “la lucha de los pueblos y la construcción del poder para el buen vivir”, se reemplazó el nombre de América Latinapor el de Abya Yala. Y lo mismo se hizo en la II Cumbre Continental de Mujeres Indígenas del Abya que tuvo lugar en el poblado de Piendamó, Colombia, durante el 11 y 12 de noviembre del 2013, a la que concurrieron mil mujeres indias provenientes de Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Perú y Venezuela con el propósito de “analizar y evaluar los modelos de desarrollo que se están implementando en el Abya Yala” y hacer frente a “la expansión del extractivismo y saqueo de nuestros territorios” ya que “la invasión que empezó hace más de quinientos años en Abya Yala aún no ha terminado”.