Palabra rusa tomada del latín intelligentia y acuñada en Rusia por el novelista Pedro de Boborykin, alrededor del año 1860, para designar al grupo intelectual de elite compuesto por elementos de la nobleza rusa que habían cursado sus estudios en las universidades europeas y que rodeaban y asesoraban al zar.
Por extensión, se habla hoy de intelligentsia para señalar a un grupo de personas de alta preparación en cualquiera de las ramas de los conocimientos científicos y tecnológicos, situadas en el gobierno o en cualquier otra organización social, que son las que generan las ideas e inspiran la toma de sus decisiones, aunque no siempre están en la visibilidad pública.
A pesar de que se trata de un reducido grupo de personas bien calificadas intelectual y culturalmente y, en muchos casos, con influencia determinante sobre el poder, este concepto no tiene las connotaciones peyorativas de <camarilla o de <conciliábulo. Se parece más al de <elite.
La intelligentsiya puede adoptar una de tres posturas frente al poder: participación en el gobierno para respaldar con ideas la tarea de quienes lo ejercen; la crítica al poder, que a veces va hacia el rechazo revolucionario del orden social existente; o el retiro hacia la “torre de marfil”, es decir, la indiferencia absoluta o casi absoluta frente a la política. A lo largo de la historia no ha sido raro que los gobernantes se rodeen de intelectuales y artistas para dar un halo de prestigio y esplendor a su gobierno. Tampoco que los intelectuales hayan abrazado la causa revolucionaria. Las grandes revoluciones europeas fueron alentadas por los sectores disconformes de la intelligentsiya. La >Revolución Francesa no sólo que fue preparada por una constelación de intelectuales, que anticiparon las grandes ideas de la transformación, sino que fue liderada por hombres de pensamiento, como Maximilien de Robespierre (1758-1794), Georges-Jacques Dantón (1759-1794), Louis Antoine León de Saint-Just (1767-1794) y Jean-Paul Marat (1743-1793).
La >Revolución Bolchevique igualmente fue precedida por un amplio trabajo de intelectuales y de pensadores que sembraron las ideas del cambio social. El refugio en la “torre de marfil”, que es otra de las posiciones, a veces tiene una dosis de oportunismo: el intelectual renuncia a sus pronunciamientos públicos —renuncia incluso a levantar su voz de protesta contra la opresión y la injusticia— para no poner en peligro las posibilidades que el <establishment le ofrece para el desarrollo de sus propias capacidades.
En todo caso, la relación entre la intelligentsiya y el poder, vale decir, entre los intelectuales y los políticos no es fácil. Ellos se mueven en senderos diferentes. La figura del líder político es muy difícil de definir. Envuelve atributos disímiles: vitalidad, magnífica fisiología, capacidad de trabajo, imaginación, valentía para afrontar riesgos, serenidad para arrostrar los grandes honores y las grandes angustias del poder. La política demanda un mínimo de pragmatismo que con frecuencia falta en el intelectual. Éste a menudo reprocha al político su falta de ideas. Son relaciones escabrosas. Si el intelectual hace desbordes de imaginación, obtiene palmas; pero si el político hace lo mismo, fracasa irremisiblemente. Políticos e intelectuales son, en muchas materias, tipos humanos antagónicos.