Las Constituciones de los Estados suelen conceder a los legisladores inmunidad parlamentaria para rodearles de la independencia y libertad necesarias en el ejercicio de sus funciones. En virtud de ella, los legisladores gozan de irresponsabilidad legal por sus opiniones y votos emitidos en el >parlamento y, en consecuencia, no pueden ser enjuiciados en tiempo alguno en razón de ellos, y además tienen inviolabilidad respecto de los delitos comunes que cometan, por lo que no pueden ser detenidos ni enjuiciados penalmente más que con autorización del <congreso, salvo el caso de delito flagrante.
Dos son, por consiguiente, los elementos de la inmunidad parlamentaria:
1) la inviolabilidad de los legisladores por sus opiniones y votos en el curso de las deliberaciones, y
2) la prohibición de que ellos puedan ser detenidos o procesados por causa de delito sin la previa autorización de la cámara a la que pertenecen.
En estos términos la inmunidad asegura la libertad de las discusiones parlamentarias y la independencia de los legisladores —senadores y diputados— en el ejercicio de sus funciones. La inviolabilidad de ellos por sus opiniones emitidas en la cámara significa que no podrán ser arrestados ni encausados por delitos de injuria o calumnia en razón de los discursos, exposiciones, mociones, informes y votos dentro del recinto legislativo. Algunas legislaciones extienden esta inviolabilidad a las opiniones emitidas por los legisladores fuera de la sala de sesiones, sea en forma oral o escrita, por los medios de comunicación o en forma privada. Tampoco podrán ser arrestados ni encausados por la comisión de delitos fuera de su función parlamentaria a menos que la cámara lo autorice, salvo el caso de delito flagrante.
Esto garantiza la independencia del parlamento, que podría verse afectada por persecuciones judiciales, arrestos o detenciones de sus miembros. Esta garantía, más que una prerrogativa individual, es un arbitrio para defender la separación e independencia de los poderes del Estado, en los términos del clásico esquema divisorio que caracteriza a la forma republicana de gobierno.
El hecho de que el parlamento conceda la autorización para que uno de sus miembros sea procesado bajo la acusación de un delito no significa que el indiciado sea culpable sino simplemente que puede ser encausado penalmente. Aunque para tomar la decisión el congreso o la respectiva cámara se ven precisados a revisar las pruebas existentes con relación a los actos del legislador, no examinan el fondo de la cuestión ni entran a los predios del juzgamiento de la culpabilidad. Estas son atribuciones de los tribunales de justicia. El congreso no juzga ni prejuzga la culpabilidad: se limita a otorgar la licencia para la iniciación de la acción penal.
Obviamente los legisladores gozan de esta prerrogativa solamente durante el período de ejercicio de sus funciones. Después pueden ser enjuiciados como todas las demás personas. Los juristas discuten si durante tal período corre o no la prescripción de la causa penal. Lo lógico parece ser que no, puesto que el indiciado ha dejado de ser legislador y su encausamiento no afecta a la institución parlamentaria. Dar una distinta interpretación acercaría mucho la inmunidad a la impunidad, cosa que está muy lejos de ser la intención de la ley.
El más remoto antecedente histórico de la institución de la inmunidad parlamentaria es el Bill of Rights inglés del 13 de febrero de 1689, que fue sin duda una declaración de derechos con hondo sentido democrático para su tiempo puesto que estuvo dirigida a la generalidad de la población y no a determinados estamentos privilegiados. En ella, después de enumerar los doce agravios del parlamento contra el gobierno del último rey Jacobo II, que acababa de abdicar del trono, y antes de que los nuevos reyes tomaran posesión de él, “los Lores espirituales y temporales y los Comunes reunidos en Westminster, representando legal, plena y libremente a todos los estamentos del pueblo de este Reino”, en presencia de sus majestades Guillermo y María, príncipe y princesa de Orange, para asegurar sus antiguos derechos y libertades, declararon y reconocieron, entre otros derechos, el de que la libertad de palabra y de debate o de actuaciones en el Parlamento no puede ser impedida o puesta en cuestión ante tribunal alguno y en ningún lugar que no sea el Parlamento mismo.
Aquí está el germen de lo que, con el correr del tiempo, se transformó en la institución de la inmunidad parlamentaria, que fue acogida por el constitucionalismo moderno para proteger la libertad e independencia de los legisladores en el desempeño de sus funciones.