Se ha dado este nombre a la intervención del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en los asuntos intestinos de un Estado para proteger a las víctimas inocentes de un conflicto armado interno.
En los últimos tiempos esa intervención se ha producido en los agudos procesos de descomposición estatal, ruptura de la paz y destrucción de las garantías civiles y políticas ocurridos en varios lugares del mundo.
Fuerzas armadas multinacionales fueron desplegadas en Irak en 1991, inmediatamente después de la guerra del golfo, para detener la brutal represión del gobierno de Saddam Hussein sobre la población kurda. Lo mismo se hizo en Somalia cuando las luchas tribales llevaron a la destrucción del Estado con centenares de miles de muertos inocentes de por medio. En el conflicto armado por causas étnicas, culturales y religiosas en la antigua Yugoeslavia, que en los primeros tres años de guerra civil produjo doscientos mil muertos y dos millones y medio de desplazados, las Naciones Unidas en acuerdo con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) enviaron contingentes militares para tratar de frenar la matanza. 16.000 soldados de 31 países, a órdenes del Consejo de Seguridad, desembarcaron en Camboya el primero de enero de 1992 para tratar de poner fin a las guerras civiles que por 21 años habían ensangrentado a ese país asiático y hacer cumplir los acuerdos de paz celebrados en París en octubre de 1991 por los cuatro principales grupos alzados en armas. Igual procedimiento se siguió en el caso de la implacable lucha entre las tribus hutu y tutsi en Ruanda, que estalló con renovada ferocidad después de que el presidente Juvenal Habyarimana fue asesinado el 5 de abril de 1994 con un cohete tierra-aire que echó abajo su avión al aterrizar en el aeropuerto de Kigali, que en los primeros tres meses de conflicto causó cerca de medio millón de muertos y centenares de miles de desplazados. Finalmente en Haití, donde el Consejo de Seguridad decidió a mediados de 1993 enviar fuerzas militares con el propósito de proteger los derechos humanos de los haitianos que eran brutalmente vulnerados por los órganos de represión de la <dictadura del general Raoul Cedras y de establecer un <bloqueo económico que forzara al gobierno militar a retornar a los cauces constitucionales y a devolver el poder a su legítimo depositario, el presidente Jean Bertrand Aristide. Cuando la amenaza de la comunidad internacional resultó ineficaz, el Consejo de Seguridad ordenó intervenir militarmente para desplazar por la fuerza al general golpista y a los demás miembros de su dictadura militar, cosa que ocurrió el 15 de octubre de 1994.
Aunque antes la comunidad internacional había intervenido militarmente para proteger a la población kurda de Irak frente a los desmanes del dictador Saddam Hussein y había creado la fuerza militar (UNPROFOR) para impedir que siga la guerra civil en Bosnia-Herzegovina, el episodio que tuvo una determinante importancia en la conformación de este nuevo derecho fue el sangriento conflicto armado de Somalia que se inicio en 1992, poco tiempo después del derrocamiento de Siyad Barre, en que desaparecieron los signos vitales del Estado a causa de las sangrientas luchas e indiscriminadas matanzas entre tribus y clanes enemigos. A partir de la discusión que se entabló en Francia, Estados Unidos y otros países a propósito de las peticiones formuladas ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por el entonces Secretario General de la Organización y primer africano en desempeñar esta función, Butros Butros Ghali —exministro de relaciones exteriores de Egipto y, como tal, hombre especialmente preocupado por lo que acontecía en Somalia—, se empezó a definir este nuevo derecho humano: el de la injerencia humanitaria de la comunidad internacional para proteger a las poblaciones inocentes de los estragos de las luchas armadas entre los grupos rivales.
Las gestiones de Ghali para que Francia enviara fuerzas militares que protegieran a los convoyes de asistencia humanitaria en Somalia abrieron una intensa discusión sobre el tema en ese país. El exministro del gobierno socialista francés Bernard Kouchner fue un apasionado partidario de la intervención de las tropas y los mecanismos humanitarios franceses para detener el desangre. Se le opuso, sin embargo, el ministro de defensa. Kouchner argumentaba, con razón, que la comunidad internacional no podía mirar impasible que un país entero muriera de hambre y de enfermedad por la acción de bandas armadas trabadas en salvaje lucha. El funcionario internacional se dirigió luego al gobernante norteamericano George Bush y al presidente electo Bill Clinton en demanda de ayuda. Como resultado de esto el 25 de noviembre de 1992 Bush puso en marcha la operación restore hope y envió al país africano 20.000 marines y otros contingentes de infantería y aviación. Francia igualmente situó 2.000 efectivos en Somalia. Lo propio hicieron Italia, Pakistán, Canadá, Suecia y Egipto. Casi 40.000 cascos azules de procedencia multinacional fueron acantonados en el país africano, de acuerdo con la resolución 794 adoptada por el Consejo de Seguridad el 3 de diciembre de 1992, bajo la denominación de UNITAF, en lo que fue la primera concreción de la injerencia humanitaria de la comunidad internacional en los asuntos internos de un país que había caído en un agudo proceso de disolución estatal.
Estas formas de injerencia humanitaria del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, para enviar a esos países fuerzas militares de tierra, mar y aire —los llamados cascos azules— a fin de restaurar la paz, el orden y los derechos humanos, se hicieron en aplicación de los preceptos del Capítulo VII de la Carta constitutiva de la Organización Mundial y fueron posibles gracias a que, después de terminada la <guerra fría, ninguno de sus miembros permanentes —los llamados cinco grandes: Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Federación Rusa y China— ha hecho uso del veto que consagra su artículo 27 para enervar las decisiones del Consejo de Seguridad.
La injerencia humanitaria es un derecho que protege a las víctimas inocentes de los conflictos armados. Se considera que él no es incompatible con el principio de >no intervención en los asuntos internos de los Estados. Sin embargo, aún no existe una regulación positiva sobre el ejercicio de este nuevo derecho.
Formalmente no es una atribución que los Estados puedan ejercer aislada ni unilateralmente sino una facultad de la comunidad internacional. Pero en la práctica son los países poseedores de vigorosas infraestructuras militares los que pueden ejecutar las decisiones del Consejo de Seguridad, con todos los riesgos que ello implica. De ahí que este derecho, no obstantes sus finalidades humanitarias y democráticas, se ha tornado controversial por los riesgos que en la práctica suponen las operaciones militares a cargo de los países poderosos. Pero es también cierto que no hay otro remedio para devolver a los pueblos la paz, la seguridad, la vigencia de los derechos humanos —cuya universalidad, indivisibilidad, interrelación e interdependencia fue proclamada por las Naciones Unidas en la conferencia mundial de los derechos humanos de Viena en 1993— y el orden democrático, que naufragan en la vorágine de las luchas intestinas.
En 1999 ocurrió un caso extraño de injerencia humanitaria que contribuyó a sembrar dudas adicionales acerca de la legitimidad de esta nueva institución. Me refiero a la intervención armada de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) contra Yugoeslavia, sin consulta y menos autorización del Consejo de Seguridad, para detener la barbarie de la nueva “limpieza étnica” emprendida por el gobierno racista de Slobodan Milosevic contra la población albanokosovar asentada al sur del país.
180.000 efectivos de las fuerzas militares, paramilitares y policiales serbias cometieron las más repugnantes violaciones de los derechos humanos en Kosovo. Asesinaron a mansalva a la población civil, enterraron los cadáveres en fosas comunes, masacraron niños, violaron mujeres, quemaron sus casas y expulsaron a la población kosovar de sus hogares, produciendo el éxodo violento de más de un millón de personas que buscaron refugio en Albania y Macedonia, en medio de las condiciones de vida más inhumanas.
En tales circunstancias, la OTAN resolvió intervenir militarmente contra el gobierno de Milosevic. El 23 de marzo de 1999 empezaron los bombardeos aéreos contra objetivos estratégicos de Yugoeslavia, que se extendieron por 78 días consecutivos, hasta que finalmente el autócrata de Belgrado se vio forzado a capitular, retirar sus fuerzas de Kosovo y permitir el retorno a sus hogares de más de un millón de refugiados.
Ésta fue una decisión unilateral de los Estados miembros de la alianza atlántica y una iniciativa militar sin precedentes para defender la integridad de la población. Las fuerzas aliadas de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania y otros países, comandadas por el general norteamericano Wesley Clark, desataron los bombardeos aéreos contra Yugoeslavia para detener la “catástrofe humana”. Las acciones estuvieron a cargo de los bombarderos B-2, B-52, B-1B Lancer, F-117-A, F-15, F-16, Mirage 2000-D, Jaguar, Tornado, Harrier, EA-6B Prowler, aviones radar AWACS y helicópteros Apache AH-64 y A-10, con apoyo de portaaviones, buques y submarinos armados con misiles de crucero tomahawk.
Finalmente el gobierno de Milosevic cedió ante la presión de la alianza atlántica, aceptó las condiciones impuestas por ella, retiró sus fuerzas militares y paramilitares de Kosovo y permitió el retorno a sus hogares de los refugiados albano-kosovares.
La ciudad de Belgrado recibió el impacto principal de los misiles tomahawk y AGM-86-C disparados como medio de obligar al presidente Milosevic a cesar su limpieza étnica y de forzar un acuerdo de paz. Fueron destruidos el Ministerio del Interior de la Federación Yugoeslava, el cuartel general del primer ejército, la jefatura de la fuerza aérea, las instalaciones de la defensa antiaérea, los “centros de decisión”, varios aeropuertos (entre ellos el de Surcin), estaciones televisivas, fábricas de armas, centros de mando del ejército y la policía, refinerías de petróleo, depósitos de combustibles y numerosos blancos militares, así como los puentes sobre de Danubio y centrales eléctricas.
El gobierno ruso de Boris Yeltsin, aliado histórico de los serbios, impugnó el uso de la fuerza por la OTAN sin la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, acusó a Estados Unidos de “querer imponer al mundo su dictamen político, económico y militar” y, como muestra de su inconformidad, envió unidades de su flota naval del Mar Negro hacia la zona del Adriático. El gobernante ruso hizo la ominosa advertencia de que si persistían las acciones bélicas de la alianza atlántica podría desencadenarse la tercera guerra mundial. China, por su parte, acusó a los aliados de haber “pisoteado la alianza histórica” y un desafortunado incidente agudizó aun más su crítica contra la OTAN: por un error de identificación de su servicio de inteligencia, misiles teledirigidos alcanzaron la sede de su embajada en Belgrado el 7 de mayo de 1999, con el saldo de tres muertos y veinte heridos.
Sólo después de consumados los hechos intervino el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y aprobó el 10 de junio de 1999, con la abstención de China, la resolución que desplegó una fuerza de paz (KFOR) compuesta por 48.000 efectivos militares para garantizar el respeto a todas las etnias y la convivencia pacífica en Kosovo y poner fin “a un capítulo oscuro y desolador de la historia de los Balcanes”, como dijo el Secretario General de la Naciones Unidas Kofi Annan.
La discusión de fondo fue si la alianza atlántica tenía facultad jurídica para disponer acciones armadas fuera de su zona sin la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Los norteamericanos, ingleses y franceses respondieron afirmativamente y favorecieron una mayor autonomía de la OTAN. Los alemanes tuvieron sus reticencia. Los rusos y chinos se colocaron abiertamente en contra de esa posibilidad. El tema formó parte del debate en torno a las competencias de la alianza atlántica y a su facultad de ejercer el derecho de injerencia humanitaria y desplegar acciones armadas en defensa de poblaciones inocentes.
La cumbre de los 19 Estados miembros de la OTAN realizada en Washington el 24 de abril de 1999, con ocasión de la celebración del 50º aniversario de su fundación, reiteró su decisión de seguir adelante en su acosamiento a Milosevic ya que “la crisis de Kosovo pone en cuestión los valores que la OTAN defiende desde su fundación: democracia, derechos humanos y primacía del Derecho”, valores que han sido vulnerados por “una política deliberada de opresión, limpieza étnica y violencia por el régimen de Belgrado bajo la dirección del presidente Milosevic”, que ha implantado los primeros campos de exterminio en suelo europeo desde los nazis de los años 40.
Las estadísticas de la intervención militar de la OTAN fueron penosas aunque inevitables: 1.089 aviones movilizados (769 norteamericanos); 35.000 misiones aéreas en 78 días; 10.000 muertos y heridos en Yugoeslavia según la OTAN —y 2.574 muertos según Belgrado—; dos muertos de las fuerzas aliadas; destruidos 34 puentes, 50 fábricas, 8 aeropuertos, los 2/3 de los equipos militares yugoeslavos, varias refinerías y los sistemas de electricidad y agua potable para el 50% de la población; pérdidas aliadas: un bombardero F-117 A, un caza F-16 y 2 helicópteros Apache.
Durante la operación las Naciones Unidas gastaron alrededor de 10 millones de dólares diarios, a través del Alto Comisionado para los Refugiados, en alimentar, mantener y proteger a los centenares de miles de fugitivos albanokosovares que abandonaron sus hogares por las atrocidades serbias.
A mediados de septiembre de 1999 se realizó una operación de injerencia humanitaria en la parte oriental de la isla de Timor —el Timor Oriental, de 14.870 kilómetros cuadrados de superficie y 850.000 habitantes— cuyos ciudadanos pocos días antes habían decidido plebiscitariamente, por una amplia mayoría del 78,5% de los votos, independizarse de Indonesia y formar un nuevo Estado. Sin embargo, el gobierno de Yakarta desconoció los resultados del plebiscito, a pesar de que él fue quien lo convocó, y envió bandas paramilitares para masacrar a la población separatista. La violencia fue tan brutal que en pocos días causó 200 muertos y 200.000 desplazados. De ella no se libraron ni los representantes de las Naciones Unidas —cinco de cuyos miembros fueron también asesinados— ni los funcionarios de la Cruz Roja Internacional ni el obispo católico y premio Nobel de la Paz en 1996, Carlos Ximenes Belo, en cuya casa fueron masacradas decenas de personas que habían solicitado asilo.
Indonesia es el mayor archipiélago del planeta, compuesto por más de tres mil islas, con 1’497.513 kilómetros cuadrados de superficie y una población que a finales del siglo XX alcanzaba a 210 millones de habitantes, formada por cerca de 300 grupos étnicos que hablaban más de 200 idiomas diferentes. El general Mohamed Suharto dirigió un golpe de Estado en 1965 y asaltó el poder. Fue “elegido” Presidente de Indonesia en 1968 y “reelegido” sin oposición en 1978, 1983 y 1988. Implantó un largo, tiránico y deshonesto gobierno en el cuarto país más poblado del planeta. Fue depuesto por una rebelión popular iniciada por un poderoso movimiento estudiantil en mayo de 1998 y murió poco tiempo después. Le sustituyó en el poder, en medio de una gravísima crisis financiera, Yusuf Habibie, títere de los corruptos militares enriquecidos con los negocios hoteleros en los paraísos turísticos de Bali, Irian Jaya y Borneo, y con el control de buena parte de las exportaciones del país. La Asamblea Consultiva Popular de 700 miembros lo sustituyó en octubre de 1999 por el clérigo musulmán Abdurrahman Wahid y eligió como vicepresidenta a Megawati Sukarnoputri, hija del Presidente fundador del Estado.
La isla de Timor, situada al este del archipiélago, fue invadida por el ejército de Indonesia el 7 de diciembre de 1975 bajo las órdenes de Suharto e incorporada a su territorio en 1976 como una de sus provincias. Pero sus habitantes nunca aceptaron la anexión ni el nuevo poder colonial y su lucha independentista por 24 años les significó alrededor de 200.000 muertos y 220.000 deportados hacia Timor Occidental bajo la represión indonesia. Finalmente el gobierno de Habibie, presionado por innumerables resoluciones y exhortaciones de las Naciones Unidas a lo largo de casi un cuarto de siglo, convino en promover un plebiscito para que el pueblo de Timor Oriental se autodeterminara. La consulta popular se llevó a cabo el 30 de agosto de 1999, bajo el patrocinio y vigilancia de la Organización Mundial, pero los resultados de ella, que favorecieron abrumadoramente la tesis de la independencia, fueron desconocidos por los grupos paramilitares apoyados por el gobierno y el ejército indonesios, que en una suerte de “limpieza política” emprendieron en la matanza de quienes defendían la causa de la independencia. El líder independentista Xanana Gusmao, que había luchado 14 años a la cabeza de sus guerrillas, tuvo que huir y asilarse en Australia, de donde regresó triunfalmente a su país en octubre de 1999 y en abril del 2002, un mes antes de la independencia nacional —la primera independencia nacional declarada en el siglo XXI—, fue elegido Presidente por una amplia mayoría de votos.
Planteado en estos términos el conflicto, desatada la violencia brutal, convertida en escombros Dili —la capital de Timor Oriental— por los agentes del gobierno de Yakarta, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas resolvió por votación unánime el 15 de septiembre de 1999 el envío de una fuerza internacional de paz de 8.000 hombres, integrada principalmente por soldados australianos, que llegó a Timor Oriental el 20 de septiembre para proteger a su indefensa población de la brutalidad de las bandas paramilitares indonesias. La fuerza de paz —INTERFET— tomó el control de Dili y de otras aldeas reducidas a cenizas y casi deshabitadas. Simultáneamente los gobiernos europeos y otros gobiernos occidentales propusieron a la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra una investigación de lo ocurrido en Timor Oriental, pero China, Rusia, India, Pakistán, Japón, Filipinas e Indonesia opusieron cerrada resistencia a esta iniciativa bajo la invocación del artículo 2º, párrafo 7º, de la Carta de la Organización Mundial que prescribe que “ninguna disposición de esta Carta autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados”. De todas maneras la iniciativa fue aprobada y a mediados de octubre de 1999 se integró un equipo internacional para investigar los crímenes cometidos en Timor Oriental.