Se llamó así, en castellano, a la propuesta denominada “The Enterprise for the Américas Iniciative” formulada por el presidente George Bush de Estados Unidos el 27 de junio de 1990, en los jardines de la Casa Blanca, ante el cuerpo diplomático de América Latina y el Caribe, para “establecer una asociación de amplia base para la década de los noventa” e impulsar en la región “los programas de reforma orientados hacia el mercado, que son la clave del crecimiento económico sostenido y de la estabilidad política”.
Con estos propósitos, el presidente Bush habló aquella tarde de fortalecer las economías latinoamericanas y caribeñas mediante el aumento del comercio y de la inversión al propio tiempo que la reducción de su deuda oficial contraída con los Estados Unidos.
La Iniciativa para las Américas se sustentó en tres pilares: libre comercio, inversión extranjera y reducción de la deuda externa.
Con relación al primer punto, el presidente Bush planteó la progresiva formación de la “zona de libre comercio hemisférica” cuyo primer paso fue la suscripción el 12 de agosto de 1992 del Tratado de Libre Comercio (TLC) —llamado en inglés North American Free Trade Agreement (NAFTA)— entre Estados Unidos, Canadá y México, y al que se incorporó posteriormente Chile.
Ese acuerdo extendía hacia México y Chile, y eventualmente hacia otros países de la región, la Free Trade Area (FTA) formada entre Estados Unidos y Canadá, que empezó a operar el primero de enero de 1989.
El propósito de los norteamericanos, como objetivo final, fue extender esa zona de libre comercio “desde el puerto de Anchorage hasta la Tierra del Fuego”. En aquel momento, la región latinoamericana —con 445 millones de habitantes (el 8,4% de la población mundial)— les resultaba un mercado atractivo y la riqueza y diversidad de sus recursos naturales ofrecía un enorme potencial a sus compañías mineras, industriales, comerciales y financieras. Estados Unidos cubrían más del 40% de las importaciones latinoamericanas y compraban una proporción similar de sus exportaciones. Esta fue, presumiblemente, la motivación real de la propuesta del presidente Bush junto con sus insistentes exhortaciones y condicionamientos para que los países latinoamericanos abrieran sus economías y facilitaran el movimiento de las empresas estadounidenses en sus mercados.
Estaba bien claro que una zona de librecambio como la que ellos anhelaban, desde Alaska a la Patagonia, reportaba enormes ventajas a Estados Unidos, como lo probaba la prosperidad que habían alcanzado muchas de sus empresas a partir de la “oleada de espíritu democrático y ejecución de reformas estructurales” en los países latinoamericanos, según lo afirmó Carrie B. Clark, de la Oficina de América Latina del Departamento de Comercio de Estados Unidos, en su artículo “The Enterprise for the Americas Iniciative: supporting a ‘silent revolution’ in Latin America”, publicado el 23 de septiembre de 1991 en "Business America".
Este funcionario veía en las mencionadas reformas económicas de la región latinoamericana y caribeña un importante cambio de las condiciones del mercado para las compañías norteamericanas, que habían tenido una limitada participación en el pasado, según decía. Con la apertura de las economías se les abriría un mayor acceso en las áreas de telecomunicaciones, transporte, minería, petróleo, gas natural y otros sectores.
En cuanto al fomento de las inversiones, la Iniciativa para las Américas alentaba la eliminación en Latinoamericana y el Caribe de todos los regímenes restrictivos a la inversión extranjera y la generación de un ambiente de confianza, seguridad y “previsibilidad” para los inversionistas a fin de estimular no sólo la llegada de nuevos capitales foráneos sino el retorno de los capitales fugitivos.
La inversión directa acumulada de capitales norteamericanos en la región ascendía a alrededor de 75.000 millones de dólares a fines de 1995. La Iniciativa se proponía aumentar esa cifra, para lo cual estimulaba la adopción de reformas que llamaba “estructurales” en los países latinoamericanos, que fueran capaces de “atraer” nuevas inversiones extranjeras. Para ello incluía dos propuestas cuya ejecución competía al Banco Interamericano de Desarrollo (BID): un programa de préstamos para instrumentar las reformas en el sector de inversiones y un fondo multilateral de inversiones.
Un préstamo de la primera clase por 150 millones de dólares —el primero en ser otorgado a un país latinoamericano— fue dado a Chile en junio de 1991 con el fin de que abriera sus sectores del cobre y del transporte a la inversión foránea y modificara su legislación para adoptar mecanismos de conciliación en las disputas suscitadas en torno a inversiones de extranjeros. Bolivia, Jamaica, Colombia y algunos otros países obtuvieron después préstamos de este tipo.
La segunda línea de crédito, que alcanzaba 1.500 millones de dólares en los siguientes cinco años, aportados a tercios por Estados Unidos, Japón y los países de la Unión Europea, sirvó como complemento de financiación al sector de inversiones del BID. El proyecto estaba diseñado de modo que no se desembolsaban los préstamos mientras los países beneficiarios no ejecutaran sus reformas “estructurales” de apertura económica.
Finalmente, la Iniciativa planteaba la eliminación de “una parte sustancial” (entre el 10 y el 15%) de los casi 12.000 millones de dólares de la deuda oficial de los países latinoamericanos y caribeños con el gobierno de Estados Unidos. Esa deuda tenía dos partes, que se trataban separadamente en los programas de reducción: aproximadamente 7.000 millones de dólares de deuda originada en los llamados préstamos “concesionales” contraída por los gobiernos latinoamericanos y del Caribe con la Agencia de Desarrollo Internacional (USAID) y con el Programa PL-480 de asistencia alimentaria del gobierno norteamericano en condiciones mejores que las del mercado; y 5.000 millones de dólares en créditos “comerciales” otorgados a precios de mercado por el Banco de Exportación e Importación de Estados Unidos (EXIMBANK) y por la Corporación de Crédito para Productos Básicos (Comodity Credit Corporation, CCC).
De acuerdo con la Iniciativa, una parte de la deuda “no concesional” de 5.000 millones de dólares (probablemente del 10 al 15% de su monto) se destinaba al canje de deuda por naturaleza —es decir, a programas de protección del medio ambiente—, deuda por proyectos de desarrollo y deuda por valores de capital en los países elegidos.
El monto de reducción de la deuda que propuso Bush fue realmente exiguo en consideración a que a esa fecha el endeudamiento total de los países de América Latina y el Caribe —con bancos comerciales, entidades multilaterales de crédito y acreedores oficiales— era aproximadamente de 425.000 millones de dólares. De modo que la propuesta no representaba realmente una exención importante de la carga de la deuda.
En el marco de su planteamiento, Bush ofreció también la constitución de un nuevo fondo de 300 millones de dólares anuales, de los cuales los Estados Unidos aportarían con la tercera parte, para que los administrara el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) a fin de garantizar nuevos préstamos en la renegociación de la deuda con la banca privada.
La Iniciativa confería al presidente de Estados Unidos la facultad de considerar “elegible” a un país para acogerse a sus prestaciones. Esa “elegibilidad”, por cierto, dependía en todos los casos de la instrumentación de las reformas que le condujeran hacia una <economía de mercado. En el fondo, este fue el propósito de la propuesta Bush: presionar con la oferta de facilidades comerciales, la promoción de inversiones y la disminución de la deuda para que los países latinoamericanos y caribeños adoptaran el credo económico norteamericano. El presidente de los Estados Unidos se propuso, por este medio, alcanzar en la región la liberalización económica en gran escala, la reforma al régimen de inversión extranjera y las >privatizaciones masivas de los bienes y activos públicos. Por eso dos economistas norteamericanos aseguraron que “el convenio fundamental en la iniciativa de Bush consiste en intercambiar pequeñas cantidades de dinero fresco por reformas de política bastante sustanciales”.
Fui el primer presidente latinoamericano en tratar directamente el tema con el gobernante de Estados Unidos en la Casa Blanca, en julio de 1990. Mi planteamiento al presidente Bush (padre) tuvo dos partes. La primera se refirió a que si el gobierno norteamericano ponía el suficiente énfasis en la promoción del comercio con América Latina y el Caribe (sin condicionarlo a lo que él llamaba “reformas estructurales” orientadas hacia el mercado), eliminaba los rescoldos de proteccionismo que aún quedaban en sus políticas comerciales y promovía el reconocimiento de precios justos para los productos de la región, nuestros países habrían resuelto su problema económico al recibir precios equitativos por el producto de su trabajo. Si esto se hacía, no necesitaban “ayudas” ni “iniciativas” de clase alguna. Les habría bastado la equidad y justicia en el comercio externo.
En la segunda parte expresé que había que asumir el coraje de reconocer que la deuda externa de América Latina era un problema político antes que financiero porque de él dependían el nivel de vida de nuestros pueblos y la supervivencia de sus sistemas democráticos. La cuestión de la deuda —de una deuda desproporcionadamente grande para las posibilidades de pago de los países latinoamericanos y caribeños— entrañaba el riesgo de colocar a esos regímenes democráticos en un nivel de incompetencia para resolver sus problemas del desarrollo humano, económio y social. Y, si eso llegaba a ocurrir, el peligro de que los pueblos buscaran otras soluciones políticas era inminente. Por eso el asunto de la deuda era esencialmente político y debía merecer soluciones políticas y no puramente financieras.