En sus orígenes, el imperialismo fue la teoría y práctica de la dominación militar y política de los grandes imperios de la historia, que extendieron su poder fuera de sus fronteras nacionales y sometieron a otros pueblos. Este fue el sentido con que se usó la palabra contra la política expansionista de Napoleón. Y un sentido parecido fue el que le dio en los albores del siglo XX el economista inglés John A. Hobson (1858-1940) en su “Imperialism, a Study” (1902), en el que sostuvo que este fenómeno, que desemboca inevitablemente en la violencia, fue el resultado de la competencia política y económica entre los imperios de finales del siglo XIX. Hoy denomínase imperialismo a la acción expansiva de los Estados capitalistas y neocapitalistas avanzados sobre países y territorios de ultramar, impulsada por sus gobiernos y por la osadía de sus grandes jefes industriales y financieros, para la conquista de mercados, la consecución de materias primas para su industria, la imposición de una cultura y el dominio político. El imperialismo de hoy se hace principalmente por la vía de la inversión financiera, de la tecnología, de los medios satelitales de comunicación y del comercio antes que de las armas.
Se equivocan quienes piensan que el imperialismo es sólo fuerza física. No. Esa es una percepción reductora. El imperialismo es, sobre todo, dominio de la ciencia y la tecnología. Todos los imperios lo hicieron con los conocimientos de su época. La misma fuerza militar es, en última instancia, una cuestión científico-tecnológica: la aplicación de los conocimientos de la ciencia al arte de la guerra. El imperialismo, en consecuencia, es mucho más que ejércitos, tanques y aviones. Es innovación científica y conocimiento tecnológico, es decir, patentes de invención, descubrimientos, universidades de excelencia, producción masiva de científicos, profesores y tecnólogos, grupos de reflexión y análisis —think tanks—, ingentes inversiones en investigación y desarrollo, expansión económica, manejo de la tecnología de la información, dominio del lenguaje binario y de las fórmulas genéticas, comunicación planetaria y aplicación de todos estos conocimientos a los afanes de dominación global.
No podría entenderse el imperialismo norteamericano de la postguerra fría sin la onda cultural expansiva de las universidades de ese país, en las que se han formado y se forman generaciones enteras de estudiantes provenientes de todos los lugares del planeta, hasta el punto que, como escribió el geopolítico polaco Zbigniew Brzezinski en su libro “El Gran Tablero Mundial” (1998), “es posible encontrar graduados de las universidades estadounidenses en casi todos los gabinetes ministeriales del mundo”. A fines de agosto del 2006 la revista "Newsweek" formuló un escalafón de los mejores centros de educación superior del planeta, en función de su excelencia académica y del avance de sus investigaciones. De las cincuenta mejores universidades, treinta eran norteamericanas, siete británicas, cinco suizas, tres canadienses, dos japonesas, dos australianas y una de Singapur. La lista estaba encabezada por la Universidad de Harvard (fundada en 1636), la Universidad de Stanford (fundada en 1885), la Universidad de Yale (1701), el Instituto Tecnológico de California (1891), la Universidad de California en Berkeley (1868), la Universidad de Cambridge (1209), el Instituto Tecnológico de Massachusetts (1861), la Universidad de Oxford (1096), la Universidad de California en San Francisco (1873) y la Universidad de Columbia (1754). No puede dejar de atenderse a este factor a la hora de hablar sobre imperialismo porque las raíces de la dominación internacional son de naturaleza científico-tecnológica.
En agosto del 2007 la Universidad Jiaotong de Shanghai publicó un nuevo ranking de las mejores universidades. Entre las primeras cien, 54 eran de Estados Unidos —con Harvard a la cabeza—, 31 de Europa y 9 de la región Asia-Pacífico.
Dos años después, en el escalafón de facultades universitarias de gerencia y administración de negocios elaborado por el periódico "Financial Times" de Londres en el 2009 —Global MBA Rankings—, se estableció que, de las cien mejores facultades de estudios de gestión empresarial, 55 eran norteamericanas, 20 inglesas, 5 canadienses, 4 españolas, 3 francesas, 3 de Singapur, 2 holandesas, 2 australianas, 2 chinas, 1 suiza, 1 alemana, 1 belga y 1 irlandesa. La selección se hizo bajo veinte parámetros de medición, tres de los cuales tenían que ver con las opciones de empleo de sus estudiantes después de graduados y el salario que percibían. Aunque el ranking mostraba el ascenso de las escuelas europeas frente a las estadounidenses, éstas eran las grandes dominadoras de la clasificación.
Un documento del Institut Montaigne de París, que se hizo público a principios de noviembre del 2010, afirmó que ha crecido el número de profesores y académicos que emigran de Francia hacia Estados Unidos, atraídos por la excelencia universitaria de este país. Sostiene el documento que entre 1971 y 1980 los emigrantes académicos representaban el 8% de la población francesa que partía hacia EE.UU., en tanto que entre 1996 y 2006 significaron el 27%. Añadió el estudio que la emigración científica francesa hacia Estados Unidos es preocupante. De los 2.745 ciudadanos franceses que obtuvieron un doctorado en ese país de 1985 a 2008, el 70% se quedó allá. Y “los que se van de Francia son los mejores, los más prolíficos y los mejor integrados a una escala internacional”, señaló el informe. La misma observación hizo a finales del 2010 L’Ecole des Mines: cuatro de sus seis mejores investigadores en economía partieron a Estados Unidos, convertido en un “paraíso universitario” irresistible. Dos de los economistas más conocidos y prestigiosos de Francia —Olivier Blanchard y Esther Duflo— eran en ese momento profesores del Massachusetts Institute of Technology (MIT), donde obtuvieron sus doctorados.
En la era digital el símbolo emblemático del imperialismo ya no es el Pentágono sino Silicon Valley.
Hay que tomar en cuenta que las guerras del futuro, bajo la revolución digital, no serán operaciones de tropas aerotransportadas ni desembarcos de infantes de marina sino acciones ofensivas de naturaleza electrónica destinadas a paralizar al enemigo, causar el caos en su organización social y enervar totalmente su capacidad de defensa. El “bombardeo” de virus electrónicos podrá trastornar por completo sus puntos vitales: redes de informática, comunicaciones, servicios públicos, sistemas logísticos, infraestructura defensiva, tránsito terrestre y aéreo y otros sistemas cruciales. Sería una guerra devastadora. No solamente paralizaría la defensa militar propiamente dicha sino que formaría el caos en la vida civil. La provisión de electricidad, el suministro de agua potable, la operación de las telecomunicaciones, la movilización del transporte ferroviario, el control del tráfico aéreo, la operación de los medios de comunicación, la programación del trabajo en las fábricas, el funcionamiento de los hospitales: todo esto y muchas cosas más, que están dirigidos por equipos de computación, se sumirían en el más absoluto caos al ser perturbados por agentes patógenos de la informática inoculados con el propósito de desarticular la organización social.
De modo que el imperialismo es, en última instancia, dominación cultural. En este sentido, la cultura mundial de nuestros días —la world culture, de que hoy se habla— es en gran medida una cultura norteamericana, en la amplia significación de la palabra. Incluso entre los países dominantes las cifras demuestran que, en la “subconfrontación” cultural entre Estados Unidos y Europa, hay un saldo neto en favor de los norteamericanos. La comunicación audiovisual de escala global está bajo su control. Sus cadenas informativas de televisión cubren el planeta y dejan muy poco espacio para sus competidores. El periodista español Ignacio Ramonet (“Un Mundo sin Rumbo”, 1997), al analizar la que él denomina “guerra del multimedia”, es decir, la competencia informática global —con inclusión del cine y la televisión—, anota que hay una clara derrota de Europa frente a Estados Unidos. Informa que este país importa menos del 2% de su consumo audiovisual mientras que, en cambio, en la Unión Europea han penetrado abrumadoramente los medios audiovisuales norteamericanos. Dice que la situación del cine no es diferente: el número de boletos vendidos en las salas de cine europeas para películas estadounidenses pasó de 400 millones a 520 millones entre 1985 y 1994, que representaban el 76 por ciento del mercado europeo. Y en cuanto al cine televisual —dice Ramonet— las cosas son parecidas: las películas norteamericanas proyectadas por TV representaron el 53% de la programación en contraste con el 20% de las películas nacionales de los respectivos países europeos. Eso explica por qué la american way of life se ha extendido tanto por el mundo, con todos sus valores y desvalores.
Sin duda que el espacio audiovisual europeo se ha reducido por la agresión de la producción norteamericana. Los europeos conocen mejor la producción audiovisual estadounidense que la de sus vecinos de la Unión. El inglés es la lengua dominante en la radio y la televisión planetarias, el cine e internet. Ramonet, profesor de teoría de la comunicación audiovisual, sostiene que “sería ilusorio imaginar una cultura potente, firme, viva, sin una industria audiovisual potente, seria y seductora”. Y va más allá: cuestiona entonces “si una nación que no domina la producción de sus imágenes puede ser hoy aún una nación soberana”.
Al respecto, Alvin y Heidi Toffler afirman en su libro “La revolución de la riqueza” (2006) que ”la producción de arte y entretenimiento forma parte de la economía del conocimiento, y Estados Unidos es el mayor exportador mundial de cultura de masas, que incluye moda, música, series de televisión, libros, películas y juegos de ordenador”. Eso les permite ejercer una gran influencia sobre la población mundial con sus valores y desvalores. “La influencia de esa basura es tan poderosa —comentan los esposos Toffler— que en otras sociedades se teme por la supervivencia de las raíces autóctonas”.
En realidad, es tan amplia y determinante esa influencia, que en un lugar tan lejano como Tombuctú en África occidental —según relatan los Toffler—, mientras que los habitantes nómadas conducen sus recuas de asnos al mercado, vestidos con sus turbantes, túnicas y velos “que esconden todo menos los ojos”, los adolescentes negros, blancos y morenos visten a la usanza occidental: con “pantalones de chándal oscuros, zapatillas deportivas de alta tecnología y anchas camisetas de baloncesto sueltas, con los nombres de equipos como los Lakers”, en tanto que “las chicas llevan tejanos ceñidos, deportivas y sudaderas”. Y añaden que, gracias a la televisión por cable que esparce por el mundo las usanzas y estilos de vida estadounidenses, “los jóvenes de Tombuctú descubrieron el rap hace un par de años, pero ahora es su música favorita”.
Por supuesto que hay también otras opiniones sobre el tema. El historiador y sociólogo francés Emmanuel Todd, por ejemplo, sostiene en su libro “After the Empire: the Breakdown of the American Order” (2003) que “el declinante poderío económico, militar e ideológico de los Estados Unidos no les permite controlar efectivamente un mundo demasiado vasto, demasiado poblado, demasiado alfabetizado, demasiado democrático. La neutralización de los obstáculos reales para la hegemonía americana —los verdaderos actores estratégicos que son Rusia, Europa y Japón— es un objetivo desmesurado e inaccesible. Los Estados Unidos están obligados a negociar con ellos y, la mayoría de las veces, a doblegarse”. Agrega que, en consecuencia, “el mundo que está a punto de nacer no será un imperio controlado por una sola potencia. Se tratará de un sistema complejo, en el que un conjunto de naciones o metanaciones de escalas equivalentes, aunque no iguales, encontrarán el equilibrio”.
No obstante lo cual, Todd anota contradictoriamente que “Europa está minada por la falta de unidad y la crisis demográfica, Rusia por su estado de debilitamiento económico y demográfico, Japón por su aislamiento y su situación demográfica”, factores éstos que abonarían a la hegemonía imperial norteamerica.
Concuerda con Todd en el tema norteamericano el escritor y periodista hindú Fareed Zakaria, especializado en relaciones internacionales. El título de su libro, publicado en el 2008, es suficientemente elocuente: “The Post-American World”. Sostiene el autor que hacia el futuro próximo los Estados Unidos retendrán los superpoderes político-militares pero las otras dimensiones del poder —industrial, financiera, educacional, social, cultural— se les alejarán. Afirma que con el ascenso de China, India y otros mercados emergentes —emerging markets— el orden internacional tiende a descentralizarse e interconectarse y camina hacia un “post-american world”, que será dirigido desde varios lugares y por mucha gente. Lo irónico de todo esto —escribe Zakaria— es que el nuevo orden mundial será el resultado de las propias ideas y acciones norteamericanas, ya que en los útimos sesenta años los políticos y diplomáticos de Estados Unidos han recorrido el mundo para impulsar el capitalismo, la apertura de mercados, la liberación de políticas, la modernización del comercio y la difusión de los conocimientos científico-tecnológicos. Sostiene el escritor hindú que han sido los propios norteamericanos quienes han estimulado a los pueblos de países lejanos “a perder el miedo al cambio, afrontar el desafío de competir en la economía global y aprender los secretos del éxito”. Y esto marcará el fin de la pax americana.
La lucha por las materias primas y la conquista de mercados exteriores desempeñaron un papel de gran importancia en la política mundial. Los Estados industrializados se expandieron por el mundo en búsqueda de materias primas y de captura de mercados para sus productos manufacturados y más tarde para la prestación de servicios. Los países desarrollados, mediante guerras coloniales, subyugaron y colonizaron a pueblos atrasados e indefensos de América Latina, Asia y África. Se apoderaron de sus recursos naturales y los explotaron en su beneficio. La expansión económica forzosamente determinó dominación política sobre ellos. Ésta condujo a las grandes potencias, después de la Segunda Guerra Mundial, a marginarse en el planeta sus respectivas zonas de influencia geopolítica. Estalló la <guerra fría, que ha terminado, esperamos que para siempre. De este modo, el imperialismo dio lugar al colonialismo, primero, y al neocolonialismo después. Cinco sextas partes del planeta, compuestas por los países pobres y atrasados de América Latina, Asia y África, enriquecían las arcas de la restante sexta parte. Esto quiere decir que un altísimo porcentaje de la población mundial, con su pobreza, financiaba el alto nivel de vida de los Estados industriales. Lo cual era parte de la ley natural o de la naturaleza de las cosas, de que hablaba el capitalismo clásico.
Aunque el tema en modo alguno era original, Lenin se puso a estudiarlo a partir de 1914. Se basó en las investigaciones hechas por otros pensadores marxistas, como el economista austriaco Rudolf Hilferding (1877-1941) y John A. Hobson (1858-1940), economista británico. Como resultado de sus análisis formuló la teoría leninista del imperialismo, concebida más en términos estratégicos que científicos. Lenin miró el fenómeno desde una óptica eminentemente táctica, es decir, desde el ángulo de las oportunidades que, para los líderes revolucionarios, ofrecía el descontento de los pueblos coloniales agobiados por la acción depredadora del imperialismo. Sostuvo que éste se produce necesariamente cuando, por su evolución natural, el capitalismo se torna monopolista y financiero. El imperialismo se presenta, por tanto, en la etapa de madurez del capitalismo: en su etapa monopolista y financiera, o sea en el momento en que se articulan y juntan los intereses industriales, comerciales y bancarios para dar nacimiento a lo que el >marxismo llama el capital financiero, que opera a través de >trusts y <carteles internacionales que salen a buscar espacios económicos exteriores en donde invertir sus excedentes. Por consiguiente, el imperialismo es, según afirma Lenin, la fase monopolista del capitalismo. Esta fase no fue vista por Marx, según aseveró Lenin. “Ni Marx ni Engels vivieron para ver la época imperialista del capitalismo mundial que sólo se inició entre 1898 y 1900”, escribió Lenin en 1917.
Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1979), fundador e ideólogo del <aprismo peruano, contradijo la tesis leninista del imperialismo por ser excesivamente eurocentrista. “En Europa —dijo Haya— el imperialismo es la última etapa del capitalismo —vale decir, la culminación de una sucesión de etapas capitalistas—, que se caracteriza por la emigración o exportación de capitales y la conquista de mercados y de zonas productoras de materias primas. Pero en Indoamérica lo que es en Europa la última etapa del capitalismo resulta la primera. Para nuestros pueblos el capital inmigrado o importado plantea la etapa inicial de su edad capitalista moderna. No se repite en Indoamérica, paso a paso, la historia económica y social de Europa. En estos países la primera forma del capitalismo moderno es la del capital extranjero imperialista”.
Fue en sus libros “El Antiimperialismo y el APRA” (1928) y “Treinta años de Aprismo” (1954) que el líder y pensador político peruano sostuvo que, en el marco del espacio-tiempo histórico indoamericano, el imperialismo no es la última etapa del capitalismo, como afirma Lenin, sino la primera “en las regiones no industrializadas a donde el capitalismo llega bajo la forma imperialista”.
Los teóricos marxistas de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX, en un uso más retórico que científico del término, calificaron de social-imperialistas a los líderes socialdemócratas europeos, especialmente alemanes, de aquel tiempo. Lenin decía que ellos son “socialistas en las palabras e imperialistas en los actos”. Posteriormente, después de la victoria de la revolución de Mao Tse-tung, los dirigentes comunistas chinos calificaron también de social-imperialistas a los líderes de Moscú, integrantes de la “camarilla de renegados revisionistas soviéticos”, e hicieron un paralelismo entre la política imperialista de Estados Unidos y la hegemonista de la URSS, identificadas en sus afanes de dominación mundial, explotación de los países del mundo subdesarrollado y discriminación de los pueblos por razones étnicas. Señalaron además que las dos potencias se parecían mucho en sus maniobras militares para ejercer presión sobre otros Estados, en los castigos financieros inferidos a quienes no guardaban total obediencia a sus dictados, en las acciones de desestabilización política y económica de otros pueblos, en sus políticas neocoloniales y en sus invasiones militares para alinear a quienes reclamaban independencia.
El imperialismo de Estados Unidos empezó a proyectarse desde finales del siglo XIX, en que este país comenzó a convertirse en la nueva potencia mundial. En 1885 superaba a Inglaterra en la producción de manufacturas y a finales del siglo consumía más energía que Alemania, Francia, Austria-Hungría, Rusia, Japón e Italia juntos. Sobrepasaba a Europa en la producción de carbón y la longitud de sus vías férreas era mayor. Un factor importante en el aumento de su población fue la inmigración. Vinieron las tentaciones anexionistas de los dirigentes norteamericanos para crear un Estado de dimensiones continentales, con costas en los dos océanos.
Por razones semánticas antes que conceptuales, la acción imperialista que en su tiempo desarrolló la Unión Soviética sobre sus países satélites y sobre su zona de influencia geopolítica se llamó <hegemonismo y tuvo las mismas características expansivas y dominantes que el imperialismo tradicional. El hegemonismo —que se presentó como la versión imperialista del capitalismo de Estado— alentó también una política de conquista de mercados.
Los regímenes nazi-fascistas, en su afán de imponer al mundo sus dogmas políticos y de suministrar recursos naturales a sus economías, desplegaron también severas acciones de anexión territorial. El imperialismo fue para ellos parte de su cosmovisión. Mussolini dijo que el imperialismo es el fondo mismo de la vida de un pueblo que aspira a extenderse económica y espiritualmente. Y Hitler explicó sus ambiciones de dominación universal en el sentido de que en un porvenir no lejano, la humanidad deberá afrontar problemas cuya solución exigirá que una raza excelsa en grado superlativo, apoyada por las fuerzas de todo el planeta, asuma la dirección del mundo.
Durante la primera postguerra y en el curso de la segunda conflagración mundial la inmensa mayoría de los países dio su adhesión a los Estados Unidos de América porque en ese momento representaban la única posibilidad cierta de librar al mundo de las garras del nazi-fascismo. Algo parecido, aunque en otra dimensión, ocurrió durante la confrontación Este-Oeste que siguió a la Segunda Guerra Mundial: un buen sector del mundo se sometió a los designios de dominación de Estados Unidos para evitar lo que ellos consideraban un mal mayor: el hegemonismo soviético. Esto permitió a la superpotencia occidental ejercer una total dominación política y económica sobre una de las dos grandes >zonas de influencia en que se dividió el planeta.
En el nuevo orden político y económico internacional surgido de la terminación de la <guerra fría, en el que sobrevivió una sola de las dos superpotencias, el imperialismo cambió de métodos pero no de metas. Ya no acudió a la amenaza militar sino a la presión cultural, económica, financiera, comercial y tecnológica para ejercer dominio sobre otros pueblos. Con el control de la información mundial, del cine, de internet, de las redes de datos, de la impresión de libros expandió sus patrones culturales —la american way of life, la pop culture— para ejercer una nueva forma de imperialismo que el pensador brasileño Helio Jaguaribe denomina “benigna”.
La dominación cultural impuesta por Estados Unidos es mucho más amplia y profunda de lo que generalmente se piensa. Sin que esto quiera decir que la suya sea un cultura digna de imitación. Pero la penetración de ella en el planeta, especialmente en los sectores jóvenes, es enorme. La cultura de masas norteamericana, difundida por su televisión y su cine —que copan las tres cuartas partes del mercado global—, ejerce un gran atractivo sobre las masas de otros lugares. La música popular estadounidense se escucha, canta y baila en todas partes. Sus coreografías son imitadas. Se han copiado sus hábitos alimenticios y sus formas de vestir. La american way of life se ha extendido por el mundo, con todos sus valores y desvalores. El estilo de vida norteamericano es objeto de <imitación fuera de sus fronteras. Su forma de gobierno tiende a ser un modelo, lo mismo que su organización militar. El inglés es la lengua de >internet. A las universidades norteamericanas acude, en busca de educación avanzada, más de medio millón de estudiantes extranjeros al año. Decía Zbigniew Brzezinski, tiempo atrás, en su libro “El Gran Tablero Mundial” (1998), que “es posible encontrar graduados de las universidades estadounidenses en casi todos los gabinetes ministeriales del mundo”.
Por la vía de la <globalización, de la formación de amplias >zonas de libre comercio y de las >megafusiones de las grandes empresas, especialmente las que tienen que ver con las comunicaciones, la informática y los transportes, se ha profundizado el dominio norteamericano sobre el planeta. Con la fusión de la Time Warner con la Turner Broadcasting System Inc., de la SBC Communications Inc. con la Ameritech Corp, de la AT&T con la Teleport, de la AT&T con la Tele-Communication Inc., de la SBC con The Pacific Telesis Group, de la WorldCom con la MCI y con la Compu Serve y después con la absorción de la Sprint Corporation; de la Bell Atlantic con la AirTouch Communications Inc., se ha engendrado la constelación de medios de comunicación más grande del mundo al servicio de los intereses norteamericanos. Según la opinión de Howard H. Frederick, profesor e investigador de la Universidad de California en Berkeley, unas pocas corporaciones transnacionales —no más de cinco a diez— dominan a comienzos del siglo XXI la mayor parte de las principales estaciones de radio y televisión, los más influyentes periódicos y revistas, la edición masiva de libros, la difusión de películas y el manejo de las redes de datos.
En el campo de internet las fusiones de America Online Inc. con Netscape Communications Corp., la de At Home Corp., que presta el servicio de acceso rápido a red, con Excite Inc., que ofrece un sistema de búsqueda; la fusión de Yahoo con GeoCities Inc.; y la fusión de America Online con Time Warner “para crear la primera empresa de prensa y de comunicación en el mundo para el siglo del internet”, demuestran que en el campo de la información planetaria las cosas van también hacia la producción de hechos informativos de escala global.
En lo que a la impresión de libros se refiere, el gigantesco conglomerado de comunicaciones Bertelsmann AG de Alemania, dueño del grupo editorial Bantam Doubleday Dell, compró la empresa editorial Random House, que ejercía un casi monopolio en el mercado de libros norteamericano, de modo que estos dos colosos de la industria editorial pasaron a formar una sola empresa con capacidad de publicar los “best sellers globales” en decenas de millones de ejemplares para el mercado globalizado de la cultura y la información.
Y catorce años después —el 29 de octubre del 2012—, en respuesta al auge de los libros digitales, se produjo la fusión de las empresas editoriales Bertelsmann AG de Alemania y Penguin Group de Inglaterra —que formaban parte de las seis mayores editoriales en idioma inglés, junto con Hachette, HarperCollins, Macmillan y Simon&Schuster— para constituir la gigantesca Penguin Random House en el mundo de las publicaciones tradicionales y digitales.
En el 2006 el enorme grupo francés Lagardère compró la empresa editorial estadounidense Time Warner Books por el precio de 537,5 millones de dólares para crear la editorial Hachette Livre, que se convirtió en la tercera mayor casa editora del mundo.
Por todas estas y otras razones, con la mirada en los próximos quince años, los científicos norteamericanos que, bajo el patrocinio de la Central Intelligence Agency (CIA) y del National Intelligence Council, formularon en el 2000 la prognosis del mundo hacia el año 2015 —en su documento titulado Global Trends 2015—, sostienen que “los Estados Unidos continuarán siendo la mayor fuerza en la comunidad mundial. Su influencia económica, tecnológica, militar y diplomática no tendrá paralelo entre las naciones ni entre las organizaciones internacionales en el 2015. Este poder no sólo asegurará la preeminencia norteamericana sino que también hará de los Estados Unidos el conductor clave del sistema internacional”.
El documento reconoce que Estados Unidos —con sus 308 millones de habitantes y sus 9’629.047 kilómetros cuadrados de territorio— se mantendrán en la vanguardia de la revolución tecnológica y en el liderazgo político y militar del mundo, pero que tendrán mayores dificultades en utilizar su poder para alcanzar los objetivos de política internacional. Sus aliados y adversarios realizarán movimientos tácticos para obtener un mayor rol participativo en la política y en la economía mundiales, aunque no habrá alianzas militares que pretendan resistir el poder norteamericano. Asevera el informe que los Estados Unidos encontrarán crecientes dificultades en construir coaliciones para sustentar su política global porque habrá en el escenario mundial un creciente número y variedad de actores que vigilarán y desafiarán la hegemonía estadounidense: la Unión Europea, China, Rusia, India, México y Brasil, así como corporaciones multinacionales y organizaciones no gubernamentales, que bregarán por defender sus propios intereses. Lo cual no obstará a que la comunidad internacional pida eventualmente a Washington que lidere esfuerzos multilaterales para controlar conflictos regionales o globales que pudieran poner en peligro la paz en el mundo, concluye el documento.
China —1.379’302.771 habitantes en el 2017, según el U.S. Census Bureau, y 9’806.391 kilómetros cuadrados de territorio— podrá convertirse en una de las grandes potencias regionales del presente siglo y los países del primer y tercer mundos tendrán que aprender a convivir con ella. Algunos sectores intelectuales y dirigentes de Estados Unidos han expresado su preocupación por el crecimiento chino. Tales sectores están empeñados en producir miedo para que su país reaccione, como ocurrió a finales de los años 50 del siglo anterior cuando la Unión Soviética, con el lanzamiento del sputnik, tomó la delantera en la carrera espacial; o con la crisis del petróleo en la década de los 70 que amenazó con una recesión en la economía estadounidense; o con el avance de la innovación tecnológica del Japón hace pocos años; retos frente a los cuales reaccionaron vigorosamente los Estados Unidos para recuperar el terreno perdido. El periodista y escritor norteamericano Thomas Friedman, en su libro “La Tierra es Plana” (2006), alerta que “hoy países como la India tienen capacidad para competir por el conocimiento global como nunca en la historia”, lo cual supone un desafío para Estados Unidos, pero agrega que “ese desafío será bueno para los americanos porque nosotros siempre rendimos más cuando se nos desafía”. Con el fin de cumplir su propósito de generar una “paranoia” de temor —recuérdese que, según el hombre de empresa húngaro-norteamericano Andy Grove, “sólo el paranoico sobrevive”— exhiben estadísticas que demuestran que Finlandia ha superado a los Estados Unidos en competitividad, que China y otros países tienen cifras mayores de crecimiento del producto interno bruto, que las inversiones norteamericanas en investigación y desarrollo han bajado —a mediados del 2006: Suecia, Finlandia, Japón e Islandia tenían porcentajes superiores— y que sus índices de patentes de invención se han reducido —el 43,7% pertenece a China, seguida de Corea del Sur (33,6%) y Japón (24,3%)—, de modo que la propia preocupación norteamericana por su decadencia terminará por evitarla (cifras de "Newsweek", 26 de junio del 2006).
Pero, a pesar de estas cifras, la participación de los Estados Unidos en la economía global ha sido constante a lo largo del tiempo. En el año 1913 representó el 32%, en 1960 el 26%, en 1980 el 22%, el 27% en el 2000 y el 29% en el 2007. En los comienzos de la denominada economía digital de la sociedad del conocimiento del siglo XXI, los Estados Unidos —con menos del 5% de la población mundial— producían el 20% de los bienes y servicios que se generaban en el planeta. El inglés era la lengua de la política internacional y de las transacciones financieras y económicas mundiales. Y el 86% de los negocios internacionales se realizaban en dólares, que era la divisa imperante en el comercio mundial y una suerte de moneda de "refugio" para las épocas críticas o turbulentas.
De otro lado, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los trabajadores norteamericanos, noruegos, franceses y belgas son los más productivos del mundo, es decir, los que más rinden por jornada de labor, pero los trabajadores norteamericanos trabajan mayor número de horas al día y, por tanto, son lo que más producen en la jornada.
El estratego geopolítico norteamericano Zbigniew Brzezinski —inspirador de la creación de la <Comisión Trilateral y asesor del presidente Jimmy Carter— sostiene que el futuro geopolítico del planeta depende fundamentalmente del control que los Estados Unidos —al que Brzezinski califica de “la primera potencia realmente global” de la historia— puedan ejercer sobre Eurasia, que es el continente que, en su opinión, “ha sido centro del poder mundial desde hace quinientos años”. Sostiene que en la postguerra fría el “tablero” donde se juegan los destinos del planeta sigue siendo Eurasia, en cuya periferia occidental —Europa— está localizada gran parte del poder político y económico mundial y cuya región oriental —Asia— se ha convertido en un centro de crecimiento económico vital, acompañado de una creciente influencia política.
Desde su perspectiva, Eurasia es el continente territorialmente más extenso, donde están situados los Estados más activos y dinámicos del mundo, las seis economías más importantes —excepto la norteamericana, obviamente—, los seis países que gastan más en armamentos después de los Estados Unidos, todas las potencias nucleares excepto una y los dos países más poblados del planeta. Por eso, el gran objetivo geoestratégico de la Unión Soviética en el curso de la guerra fría fue empujar a Estados Unidos fuera de Eurasia. Dice Brzezinski que, sumado el poder económico euroasiático, supera al estadounidense pero “afortunadamente para los Estados Unidos, Eurasia es demasiado grande como para ser una unidad política”. Por eso mismo, infiere el estratego norteamericano, no es deseable un rápido fin de la supremacia de Estados Unidos —ya porque decida aislarse del mundo, ya porque surja un rival triunfante— puesto que “produciría una situación de inestabilidad internacional generalizada y llevaría a la anarquía global” en medio de la explosión demográfica, las migraciones masivas causadas por la pobreza, el crecimiento aluvional de los centros urbanos, la proliferación de las armas de destrucción masiva, las hostilidades étnicas y religiosas, el terrorismo global con acceso a armas nucleares y otros turbulentos factores de desorden social que quedarían fuera de todo control.
Escribe Brzezinski, en su libro “El Gran Tablero Mundial” (1998), que “por primera vez en la historia una potencia no euroasiática ha surgido no sólo como el árbitro clave de las relaciones de poder euroasiáticas sino también como la suprema potencia mundial”.
Sin embargo, reconoce que la dominación norteamericana, limitada por factores internos externos, es extensa pero poco profunda, lo cual le lleva a ejercer “influencia” pero no “control directo” sobre otros Estados. Esta es, en criterio de Brzezinski, una diferencia sustancial con la dominación de otros imperios en la historia, incluida “la dominación política exclusiva que la Unión Soviética ejercía en Europa oriental”. Lo cual hace que el alcance de la hegemonía norteamericana sobre Eurasia sea limitado. Eurasia es un continente demasiado grande y poblado, demasiado diverso en lo cultural, en cuyo seno operan Estados históricamente ambiciosos, como para comportarse sumisamente incluso frente la potencia global más fuerte y próspera de nuestros días. Brzezinski piensa, además, que “los Estados Unidos son demasiado democráticos a nivel interno como para ser autocráticos en el exterior”. Lo que limita, en su opinión, el uso de su poder en el mundo.
Por lo cual concluye el profesor norteamericano que no es deseable que termine pronto la hegemonía de Estados Unidos —sea porque decida aislarse del mundo o porque una nueva potencia lo sustituya— puesto que ello “produciría una situación de inestabilidad internacional generalizada y llevaría a la anarquía global”.