Imitar es, en su sentido antropológico y social, reproducir una conducta ajena. Hay mucho de imitación en el comportamiento humano. Los individuos se dejan influir por las acciones de otros y se someten a modelos de conducta externos, sin ningún sentido crítico. La tendencia a la imitación es inversamente proporcional a la inteligencia y autonomía de las personas. Y no me refiero a los individuos que circunstancialmente forman parte de una >masa, sometidos al efecto nivelador que ella impone bajo las leyes de la psicología de multitudes que generan estados de ánimo compulsivos pero pasajeros, sino a quienes en su vida ordinaria “copian” comportamientos ajenos.
El concepto de imitación es muy antiguo y fue ya manejado por Platón y Aristóteles en la Grecia clásica con relación al arte. Para ellos la pintura y la escultura eran una “imitación” de la realidad porque no reproducían la “esencia” de los objetos sino su “exterioridad”. Del ámbito artístico la noción de la imitación pasó a los campos de la biología con los estudios del doctor Theodor Piderit (1826-1912), escritor alemán, sobre la mímica animal y la reproducción que los miembros de una especie hacen de los movimientos de otros de la misma especie o de otras especies. Y de allí pasó a la psicología, con las investigaciones del psicólogo alemán Theodor Lipps (1851-1914) y especialmente del psicólogo suizo Jean Piaget (1896-1980), y luego a la sociología, principalmente con los trabajos del sociólogo y criminólogo francés Gabriel Tarde (1843-1904).
Tarde integró la tríada de la escuela europea de la psicología social de fines del siglo XIX y principios del XX, juntamente con los franceses Gustavo Le Bon (1841-1931) y Émile Durkheim (1858-1917). Tarde trabajó en los fenómenos de la imitación y de la sugestión en la interacción social, Le Bon profundizó hasta honduras insondables la >psicología de multitudes y se deben a Durkheim las investigaciones de las diferencias entre la conciencia individual y la colectiva y el desarrollo del concepto de <anomia.
Gabriel Tarde, en su libro “Las leyes de la imitación”, publicado en 1890, sostuvo que los valores de una sociedad se establecen, consolidan y extienden a través del proceso que él llamó “imitación”, en virtud del cual los individuos “copian” las conductas de los líderes del grupo y las convierten en hábitos. Ellas se extienden y con el tiempo se constituyen en comportamientos distintivos de un grupo humano. De modo que la dinamia social descansa, en buena parte, sobre la imitación.
Condenando las teorías organicistas y evolucionistas de la sociedad, el sociólogo francés vio en la imitación un elemento constante del hecho social.
Sostuvo Tarde que hay dos clases de imitación: la que se realiza de generación en generación, que es la tradición; y la que reproduce las conductas de los contemporáneos, que es la moda. En ambos casos las conductas, después de imitadas, se repiten, difunden y fijan en una determinada sociedad hasta convertirse en características suyas. La imitación, por consiguiente, no sólo es un importante factor de la sociabilidad de los seres humanos dentro del grupo sino que además crea en éste formas de ser y de actuar que contribuyen a su identidad. Incluso en las conductas delictivas Tarde vio la fuerte gravitación de la imitación y llegó a la conclusión de que, en el ámbito criminológico, las leyes de la imitación juegan un papel muy importante porque el contacto cercano con delincuentes forja nuevos delincuentes.
Según las leyes de la imitación, los contactos estrechos y frecuentes entre las personas determinan la extensión de los comportamientos, ya que éstas tienden a imitar las modas y costumbres de aquellas con quienes están en contacto más cercano.
Hay también una tendencia de las personas a imitar a quienes consideran admirables o paradigmáticas. De este modo, los jóvenes tienden a imitar a los mayores, los pobres a los ricos, las clases de inferiores ingresos a las adineradas. Si los gobernantes, desde su ubicación de visibilidad pública, dieran buen ejemplo de virtudes, por la vía de la imitación éstas pudieran extenderse hacia la masa de gobernados. Y si los medios de comunicación, olvidando el aberrante lema del amarillismo de que “bad news are good news”, pusieren énfasis en destacar la moralidad y las buenas costumbres de los líderes sociales, la imitación se encargaría de extender esos comportamientos.
Se puede ir más lejos: los pueblos se dividen en originales e imitadores. Los primeros descubren e inventan, los segundos copian los descubrimientos y reproducen los inventos. Aquéllos crean ideas, conceptos, usos, costumbres y modas, mientras que éstos los imitan.
La imitación es la rutina y la “contraimitación” es la fuente de la innovación, la invención y el progreso sociales.
De acuerdo con las leyes de la imitación, los actos y comportamientos nuevos suelen sobreponerse a los anteriores. Es el poder de lo nuevo o lo novedoso. Nuevas costumbres y modas reemplazan a las añejas. Esto se ve claro en los modelos de comportamiento observados y seguidos por los jóvenes. Por eso es que en cada época predominan ciertos usos y costumbres.
Con el advenimiento del mundo globalizado, montado sobre la revolución digital y las comunicaciones por satélite, la imitación ha tomado una fuerza que jamás pudo prever Tarde un siglo antes de los portentosos avances de la cibernética. Los medios de comunicación masivos de alcance planetario, especialmente la televisión, difunden usos y costumbres que rápidamente se afincan en los lugares más lejanos. La TV es responsable de muchas de las opiniones, actitudes, modas y comportamientos en las sociedades contemporáneas. Se imitan la forma de hablar, los modos de vestir, los estilos de construir, las modas, los usos, las costumbres. Todo es objeto de imitación, generalmente a partir de modelos que nacen del primer mundo, en un escenario global crecientemente homologado, poco original y sumisamente imitativo, que con frecuencia llega hasta los extremos de la imitación extra-lógica, es decir, la imitación irracional, esnob y mimética.
El sociólogo alemán Max Weber (1864-1943), en su libro “Economía y Sociedad”, estableció con bastante precisión las distintas formas que pueden asumir las acciones recurrentes de los individuos dentro de la sociedad, que son los usos, las costumbres, las modas y las convenciones. Los usos son las conductas repetidas por un círculo de personas “con la probabilidad de una regularidad en la conducta” en la medida en que esa probabilidad “esté dada únicamente por el ejercicio de hecho”. Los usos se convierten en costumbres, según Weber, “cuando el ejercicio de hecho descansa en un arraigo duradero”. Las modas, en contraposición a las costumbres, “existen cuando el hecho de la novedad de la conducta es el punto orientador de la acción”. Y las convenciones son las costumbres que “brotan de los intereses de prestigio de un estamento”. Las convenciones, dependiendo de la influencia social del estamento que las practica, pueden convertirse en <Derecho, es decir, en normas sociales obligatorias.
Esto no pasó ignorado por el Derecho Romano que, aunque reconoció grande influencia a la costumbre, se empeñó en prescribir que la costumbre no constituye Derecho sino en los casos en que la ley se remite a ella, según reza uno de los preceptos más antiguos del Derecho Civil. La costumbre —que resulta de una larga serie de actos general y constantemente repetidos— puede ser de tres clases: costumbre secundum legem, costumbre praeter legem y costumbre contra legem, o sea costumbre concordante con la ley, fuera de la ley o en contra de la ley. Cuando la costumbre no contradice una ley puede llenar el vacío de ésta y hacer las veces de una norma de Derecho, si adquiere la fuerza del consentimiento tácito común.
El Derecho positivo, o sea el conjunto de normas escritas formuladas y promulgadas por la autoridad pública que rigen la vida social, con frecuencia se inspira en la costumbre, que institucionaliza ciertos comportamientos de la gente tenidos como socialmente convenientes y los eleva al rango de normas jurídicas obligatorias.
La costumbre ejerce un cierto grado de coacción y de coerción sobre los individuos. Quien no obra de acuerdo con ella asume una conducta “impropia”, que es reprobada por el entorno social. La costumbre, aunque no es ley, coacciona o coerce a las personas y la sociedad sanciona, a veces con dureza, los comportamientos discordantes.
En la época actual la tradición ha sido vencida por la moda —para hablar en las categorías de Tarde— ya que la imitación ha tomado una avasalladora fuerza horizontal e inmediata en brazos de los medios de comunicación de masas de alcance planetario. Se lo ve en el entorno diario: forma de vestir, modo de hablar, manera de preparar los alimentos, organización familiar, ordenamiento urbano, menú de los restaurantes, fast food de la gente, consignas que se gritan en los estadios, indumentaria de los hinchas de los deportes masificados, escenarios de la farándula, formas de cantar y de bailar, servilismo de la moda. Nunca la moda han tenido fronteras tan amplias. Con el agravante de que la gente, en lugar de avergonzarse de seguirla, se siente orgullosa de hacerlo porque cree que es “síntoma” de modernidad, especialmente en las capas sociales de altos ingresos.
Con frecuencia los imitadores, en su sometimiento intelectual, quedan en el ridículo. Un buen día de los años 90 se le ocurrió a Michael Jordan el disparate de 0ponerse la gorra al revés. Jordan era por esos años el mejor jugador de baloncesto de la NBA en el Chicago Bulls, con el récord de 32 puntos por partido, y el mayor encestador en diez temporadas. Bastó eso para que inmediatamente mucha gente en el mundo entero, sin saber por qué ni para qué, se pusiera también la gorra al revés, con la visera hacia atrás, a la manera del jugador negro norteamericano. Jóvenes y viejos, ricos y pobres, hombres del campo y de la ciudad copiaron la estulticia del baloncestista. Y esa ridícula y disfuncional moda se extendió por el mundo por más de dos décadas.
Vivimos en un planeta crecientemente homogeneizado y penosamente adocenado que cada vez deja menos espacio a la originalidad y arrincona más las expresiones culturales y maneras de ser vernáculas. Lo vemos a nuestro alrededor. El hombre-masa del que hablaba Le Bon tiende hoy a hacer lo que ve en la televisión, desde los cantos y consignas de los estadios de fútbol —en donde se suelen imitar las expresiones de la torcida brasileña o las extrañas indumentarias y las caras pintarrajeadas de los aficionados nórdico-europeos— hasta la forma de vestir y las preferencias del consumo. Con frecuencia se repiten las conductas sin saber por qué ni para qué. Es una repetición extra-lógica, en términos de Tarde, porque la validez de ellas no tiene el menor asidero: no se basa en la tradición, o sea en el relativo valor de lo que existió por mucho tiempo; ni en la racionalidad, que invoque la importancia de lo ejemplar; ni en la legalidad, portadora de la fuerza obligante de lo jurídicamente establecido; ni en la utilidad, es decir, en la conveniencia o el provecho desde el punto de vista pragmático. Es una imitación carente de todo sentido crítico. Pero lo curioso es que ella ha trepado alto en la organización social. Con frecuencia se puede observar que los círculos de la política, de la economía y de la sociología de los meridianos tropicales adoptan, sin ningún sentido crítico, el fondo y la forma de los planteamientos de las elites de los países dominantes.
Hay un cierto <esnobismo en todo esto. La gente tiende a imitar lo que hacen y dicen aquellos a quienes considera elegantes o distinguidos. Es el mundo servil, macilento y gregario de la imitación. La TV y la publicidad son las más leales aliadas de ella en nuestro tiempo. Hay una “globalización” de la imitación. Se lo ve en la vida cotidiana e incluso en el quehacer científico y cuasicientífico de lo social cuando los conceptos, las palabras, los giros idiomáticos y los modos made in USA se copian y repiten sin ninguna independencia de criterio. Lo hemos visto en las propuestas del >neoliberalismo, la >privatización y la <globalización que llegaron de los centros de poder de la >reaganomics norteamericana y del >thacherismo inglés en los años 80 del siglo anterior. Pudimos verificar cómo, durante la dilatada vigencia de la moda neoliberal que advino después de la <guerra fría, los conceptos y las expresiones de los líderes de la economía o de la política del primer mundo se reprodujeron ad pedem litterae en las periferias, con una deprimente falta de originalidad.
La >publicidad busca la imitación en las pautas de consumo. Arrebaña a la gente, induce gustos y preferencias. Ese es su propósito central. Ese es su negocio. Ella no tendría sentido sin el “contagio imitativo” que impulsa dentro de la sociedad, cuyos miembros están normalmente dispuestos a hacer lo que los creadores de modelos les sugieren. La publicidad, que maneja muy bien las leyes de la imitación, crea patrones de consumo. Esa es su función.
Pero también debe decirse que sin la imitación hubiera resultado muy difícil organizar a las sociedades masificadas de hoy. Quiero decir con esto que sin la docilidad imitativa del hombre común la sociedad se hubiera disuelto en medio de las conductas originales, caprichosas y discordantes de los individuos.
Por semejanza con el gen, que es la unidad mínima de transmisión de la herencia biológica, el etólogo y biólogo inglés de la Universidad de Oxford Richard Dawkins, en su libro “The Selfish Gen” (1976), habló de los memes como unidades mínimas de la información y acuñó el neologismo inglés memetics —que se ha españolizado como memética— para designar el procesamiento de la información cultural en el cerebro humano y su transmisión por medio de la enseñanza, la imitación o la asimilación. En opinión de Dawkins, el meme es un módulo de información “contagioso” que produce la propagación de las ideas, conceptos, teorías, técnicas, destrezas, habilidades, costumbres, hábitos, adhesión a religiones o discrepancia con ellas —que forman parte del patrimonio cultural de las personas—, almacenados en el cerebro, hacia otros seres humanos. Según el etólogo británico, los memes, como unidades básicas de información cultural, son los que transmiten las nociones culturales de unas personas a otras y, especialmente, de padres a hijos y de maestros a pupilos. Se copian y reproducen así los memes. Y, en los tiempos actuales, la transmisión de los caracteres culturales se ha visto potenciada por la velocidad, instantaneidad y cobertura planetaria de los medios de comunicación.
Según la teoría de Dawkins, los memes son una suerte de partículas “parásitarias” que viven en la mente de las personas a lo largo de toda su vida. Ellos se transmiten de un cerebro a otro, aun cuando con frecuencia sufren mutaciones pequeñas o grandes. Por tanto, aunque una persona muera ya ha fecundado a otras. Y cuanto más longevos son los memes, mayor es su incidencia sobre el comportamiento de la persona que lo porta y más grande su influencia sobre el desenvolvimiento de la cultura y de la sociedad.
La teoría de la transmisión y evolución culturales de Dawkins —la memética— fue desarrollada después por varios otros estudiosos: Susan Blackmore, Hokky Situngkir, J. M. Cullen, Elan Moritz, F. T. Cloak, Aaron Lynch, Daniel Dennett y D. Davidson, desde perspectivas diferentes: genética, biológica, sociológica o etológica. Ellos han pretendido dar a la memética la condición de ciencia. Incluso han aplicado la memética al estudio de la historia. Pero sus planteamientos no han alcanzado gran acogida en los círculos científicos.
Los investigadores afirman que los nemes, en cada lugar y tiempo, contienen con frecuencia valores o desvalores éticos: “no hay que tener muchos hijos”, “hay que trabajar duro”, “hay que ir a la guerra”, “hay que pagar impuestos”, “hay que respetar a la autoridad”, que se contagian de una persona a otra y de unos grupos a otros.
Sus propugnadores sostienen que por el método memético se pueden explicar muchos de los acontecimientos de la sociedad y de la historia. La transmisión cultural, los ”contagios de pensamiento” y los procesos de formación y circulación de las ideas que se imponen en una época y sociedad determinadas explican los procesos históricos de ellas. Afirmó el escritor norteamericano Aaron Lynch (1957-2005) que “la memética busca explicar la forma y predominio de las creencias actuales y cómo estas pueden cambiar en el futuro”. Y aseguró que en función de los factores meméticos es posible explicar muchos acontecimientos del pasado y vislumbrar el futuro. Uno de los seguidores de esta teoría afirma, por ejemplo, que “la reforma protestante se explica por el predominio en esa época de memes con escasa fidelidad al meme del catolicismo; estudiando esos memes y sus similitudes con otros que puedan existir en la actualidad, podría ser posible conocer las posibilidades de una nueva escisión religiosa en el futuro”.
Los pensadores alineados en esta teoría concluyen, entonces, que la imitación es el resultado de la memética, es decir, de la transmisión de las nociones culturales de unos cerebros a otros a través de los memes.