En uno de los muchos descabellados intentos que se han hecho en la historia para crear un poder secreto conductor del mundo —una suerte de gobierno global en la sombra—, el 1 de mayo de 1776 se estableció en la ciudad alemana de Ingolstadt, Baviera, una sociedad esotérica denominada Orden de los Iluminados, cuyo fundador fue el joven exsacerdote jesuita y profesor de Derecho Canónico de la universidad de esa ciudad, Adam Weishaupt (1748-1830) —muy metido en prácticas de ocultismo—, con el propósito de impulsar sus ideas de reforma social tendientes a la abolición de la monarquía, de la propiedad privada, de la herencia, de la familia clásica, del patriotismo y de las religiones de dioses esclavizantes, en el marco de un nuevo orden mundial.
Esta actitud le condujo a romper con la orden religiosa a la que pertenecía y con la Iglesia. Y para poder alcanzar sus objetivos juntó y organizó un grupo que en sus inicios fue semisecreto y después secreto, ya que, según dijo, “cuando pensamos que inútil es querer luchar solo contra la fuerte corriente del vicio, nos viene al magín la más elemental idea: la de que todos debemos trabajar y luchar juntos, estrechamente unidos, para que así la fuerza esté del lado de los buenos, que todos unidos ya no sean débiles”.
Se atribuye a Weishaupt, durante los años de su militancia jesuítica, la autoría de la frase: el fin justifica los medios; aunque antes Maquiavelo había escrito que “queriendo un príncipe mantener el poder, está con frecuencia forzado a no ser bueno” y a obrar “contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión”.
En el Rito de los Iluminados de Baviera, formulado por Weishaupt y Von Knigge, se establece el orden jerárquico de autoridad, compuesto de trece grados: rey, mago, regente, sacerdote, iluminado dirigente, iluminado mayor, maestro, compañero, aprendiz, iluminado menor, minerval, novicio y preparatorio.
El emblema de los illuminati era una pirámide de trece escalones encerrada en un círculo, en cuya cima había un ojo centellante, que todo lo veía, y en cuya base estaba grabado en números romanos el año de su fundación: MDCCLXXVI, o sea 1776. En la parte superior del círculo constaba la leyenda latina: “Annuit Coeptis”, que era el anuncio de un nacimiento exitoso, y en la inferior una cinta desplegada con la inscripción: “Novus Ordo Seclorum”, que significaba el “nuevo orden de los siglos” que la logia perseguía.
Sin duda, la enseña fue tomada del "Libro Egipcio de los Muertos", escrito sobre rollos de papiro, que fue encontrado junto a las momias por los saqueadores de tumbas trece siglos antes de Cristo y que ha sido uno de los textos religiosos más antiguos y de mayor influencia sobre el catolicismo de Occidente. En la antigua civilización egipcia, los ojos tenían un rico simbolismo.
A la Orden ingresaron numerosos masones de prestigio, como Ludwig Von Knigge, Johann Wolfgang Goethe, Johann Gottfried Von Herder y Johan Simon Mayr, dispuestos a quebrantar su prohibición de mantener discusiones religiosas y políticas, y el primer apoyo económico que ella recibió provino del banquero de origen judío Mayer Amschel Rothschild, fundador de una dinastía de poderosos banqueros. Pronto se abrieron logias de los Illuminati en Alemania, Austria, Italia, Hungría, Francia y Suiza. Siete años más tarde la Orden contaba con seiscientos miembros bávaros y un buen número en otros lugares de Europa. En 1874 el Gran Elector de Baviera, en consideración al peligro que la secta entrañaba para la Iglesia Católica y la monarquía, emitió un edicto para proscribirla, junto con la masonería. Entonces Weishaupt tuvo que huir a Ratisbona, donde murió en 1830, y el grupo se tornó clandestino. Pero su idea siguió adelante. En 1875 se constituyó la logia Columbia en Nueva York —a la que ingresaron sobresalientes personalidades de la época, como el gobernador De Witt, Horace Greeley, Clinton Roosevelt— y varias otras en diversos lugares.
Los illuminati jugaron un papel muy importante en la mentalización de la Revolución de la Independencia de las trece colonias inglesas de Norteamérica y de la Revolución Francesa a finales del siglo XVIII. Hay indicios de que Mirabeau, Dantón, Marat, Desmoulins, Herbert, Saint-Just y Lafayette pertenecían a esta Orden o, al menos, mantenían importantes vínculos con ella.
Eran los tiempos en que pertenecer a este tipo de sociedades contestatarias secretas —la masonería, los illuminati y otras enfrentadas al establishment de su tiempo— era signo de progresismo.
Se considera que Copérnico, Galileo, Rafael y Bernini fueron los grandes precursores de los illuminati, ya que formaron, en su momento, hermandades clandestinas para defenderse de la persecución y represalias de la Iglesia Católica por sus “herejías” científicas o artísticas. Astrónomos, físicos y matemáticos —que se autodenominaban “iluminados”— se reunían en secreto para compartir sus preocupaciones por las equivocadas enseñanzas de la Iglesia en los siglos XVI y XVII. Ese fue el origen del nombre, que después sirvió a Weishaupt.
Los seguidores de la Orden atribuyen a los Illuminati la formulación del marxismo, como una respuesta dialéctica al capitalismo, puesto que, según afirman, fue la Liga de Doce Hombres Justos de los Illuminati la que financió a Carlos Marx la escritura del “Manifiesto Comunista” y su publicación en 1848, con el propósito de alcanzar su proyectado nuevo orden mundial. Como prueba de ello señalan la coincidencia de las metas sociales de los Illuminati con las propuestas por Marx.
Ellos sostienen que George Washington (1732-1799) y Thomas Jefferson (1743-1826)) fueron miembros de la organización Illuminati, lo mismo que algunos de los presidentes norteamericanos posteriores. Pero cuando la orientación de la Orden hizo un giro de ciento ochenta grados y abandonó su vocación revolucionaria, se adhirieron a ella gobernantes como Ronald Reagan y George Bush padre, así como magnates de las finanzas —los Rothschild y los Rockefeller— e influyentes exponentes del mundo de la política internacional, como los bilderbergers, los miembros de la Comisión Trilateral y otras personalidades que ejercen influencia en un real o supuesto “gobierno invisible” global.
A comienzos del siglo XXI la Orden de los Iluminados tenía filiales en muchos países de Europa, América Latina, América del Norte, Asia, África y Oceanía. Publicaba periódicos y revistas. Hacía uso intenso de internet. Alguna gente importante de la política y de las finanzas pertenecía a sus filas. Se habían escrito decenas de libros sobre ella. En la primavera de 1995 Gabriel López de Rojas, maestro masón grado 33 de la Logia Albert Pike de Barcelona, fundó la Orden Illuminati española, de la que fue su Gran Maestre, con el propósito declarado de “transmitir a cientos de Hermanos y Hermanas un Rito masónico e iniciático que ayuda a eliminar cadenas y a descubrir la verdadera grandeza de uno, al igual que unos principios útiles para alcanzar un mundo mejor”.
La Orden admite personas de todas las clases sociales, etnias, culturas y religiones. Lo cual hace de su ideología algo muy confuso y contradictorio, rodeado de extrañas creencias y supersticiones, misteriosos ritos y vinculaciones con sectas satánicas ocultas. Por supuesto que los planteamientos originales de Weishaupt han cambiado completamente. Los illuminati de hoy se identifican con los negocios e intereses de las grandes corporaciones en su afán de controlar la economía mundial. Los nuevos illuminati ya no plantean proyectos revolucionarios, ni profesan el igualitarismo de antaño, ni se adhieren a los principios de la ciencia, la moral y la hermandad, sino que sirven los más descarnados intereses monetarios. Por eso es que a ella pertenecen miembros de algunos de los grupos y familias más ricos del planeta.
Existen varias demenciales teorías acerca de la “conspiración” de los illuminati. Mentes calenturientas piensan en la infiltración de sus agentes en el Departamento de Hacienda del gobierno norteamericano, en el Parlamento británico y en muchos otros órganos fundamentales de gobierno de los Estados de Occidente. En torno a la Orden se ha generado una leyenda negra, mezcla de realidades y fantasías. Circula una gran cantidad de especulaciones. Precisamente la exitosa novela “Ángeles & Demonios” (2004) de Dan Brown se refiere al resurgimiento de los illuminati de Baviera y a su intento de volar en pedazos la basílica de San Pedro en respuesta a las persecuciones de que fueron víctimas muchos de sus miembros en siglos anteriores. En uno de sus pasajes Brown pone en boca de uno de sus personajes —el científico Langdon— la reflexión de que, “desde el inicio de la historia, ha existido una profunda brecha entre ciencia y religión”. Afirmación ante la cual Kohler responde: “La religión siempre ha perseguido a la ciencia”.
El escritor norteamericano forja en su novela una complicada trama en torno a los illuminati, a quienes considera los enemigos más poderosos de la Iglesia Católica en toda su historia, y habla de sus planes para establecer un nuevo orden de los siglos —novus ordo seclorum— y de sus intenciones de destruir el Vaticano, en cumplimiento de un antiguo juramento de venganza contra la Iglesia Católica.
Resulta curioso que el Congreso constituyente de los Estados Unidos de América, reunido en Filadelfia para trazar el destino de las trece colonias inglesas que habían declarado su independencia de la metrópoli, al diseñar sus primeros símbolos nacionales y aprobar la primera bandera —compuesta de trece barras rojas y blancas alternadas y un campo azul con trece estrellas blancas—, optara por copiar parcialmente el emblema y lemas de los illuminati para el nuevo Estado. Se propusieron varios proyectos de enseñas. Thomas Jefferson sugirió la imagen del pueblo de Israel en camino hacia la “tierra prometida”. Benjamín Franklin presentó la alegoría de Moisés cruzando el mar Rojo, a la cabeza de su pueblo. John Adams planteó un tema de la mitología griega: Heracles, símbolo de fuerza y poder. Pero el congreso se inclinó el 20 de junio de 1782 por la propuesta de su secretario, Charles Thompson, maestre de una logia masónica de Filadelfia, que consistía en el águila calva en el anverso y la pirámide de los illuminati en el reverso. El águila llevaba sobre su pecho un escudo con trece barras rojas y blancas que representaban a los trece estados fundadores. Las barras se unían, en la parte superior, por un campo azul común, que simbolizaba el Congreso de Estados Unidos. El águila tenía en su pico una cinta con la inscripción latina: “E pluribus unum” y portaba en sus garras una rama de olivo y trece flechas, como símbolos de la paz y de la guerra. Pero la figura principal del reverso era la pirámide de trece escalones de los illuminati —símbolo de fortaleza y perduración—, en recuerdo de las trece colonias que alcanzaron su independencia, en cuya cúspide había un ojo centellante bajo las palabras latinas “Annuit Coeptis”, que significan: “ha favorecido nuestros proyectos”, en referencia a la creencia de los padres fundadores de que su dios había ayudado al triunfo de las armas independentistas. En la base de la pirámide se inscribía, en números romanos, el año de nacimiento de Estados Unidos: MDCCLXXVI, que coincidía con el año de fundación de los illuminati. Y una cinta desplegada bajo la pirámide llevaba la leyenda latina “Novus ordo seclorum”, o sea “un nuevo orden de los siglos”, que era también una consigna de ellos.
Esta parte del emblema adoptado por el congreso constituyente de Estados Unidos, como puede verse, era exactamente igual a la insignia original de los illuminati de Baviera del siglo XVIII.
Han circulado muchas especulaciones al respecto. Se ha dicho que cincuenta de los cincuenta y seis firmantes de la Declaración de Independencia de 1776 eran masones, que de los veintinueve generales de los ejércitos de Washington veinte lo eran también, que cincuenta de los cincuenta y cinco miembros del congreso nacional constituyente pertenecían a la masonería y que diez y seis presidentes de Estados Unidos —empezando con el primero y el tercero de ellos, George Washington y Thomas Jefferson— eran miembros de logias masónicas, de modo que, dada la imbricación entre éstas y los illuminati, eso explicaría que la convención adoptara su emblema como uno de los símbolos nacionales.
Resulta no menos enigmático el cómo y el por qué este emblema fue a parar al reverso del billete de un dólar de Estados Unidos. El presidente Franklin D. Roosevelt fue quien decretó en 1933 que la insignia de los illuminati constara en él. El emblema, de origen masónico, es el que antes describimos: la pirámide, el ojo que todo lo ve, los números romanos y las leyendas latinas: “Annuit Coeptis” y “Novus Ordo Seclorum”.
A lo largo del tiempo se ha inculpado a los illuminati de muchas cosas: desde el asesinato de John F. Kennedy hasta los atentados terroristas contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono en Arlington o la invasión a Irak. Se les ha atribuido poderes sobrenaturales de anticipación del futuro. Cierta especie de alucinados paranoicos les imputan “conspiraciones luciferinas” y la autoría de toda clase de acontecimientos: la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y la tercera que advendría por la exacerbación del conflicto árabe-israelí. Sobre estos temas se han escrito libros que lindan con la locura. Hay un verdadero histerismo en torno a los illuminati. En los atentados islámicos del 11 de septiembre contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono de Arlington hubo una curiosa coincidencia. Steve Jackson inventó un juego informático —role playing game— lanzado al mercado en 1995, que se juega con nueve cartas, cada una de las cuales describe un hecho grave que pudieran ocurrir —terrorismo, desastres, anarquía, etc.—. En una de esas cartas, bajo el título de terrorist nuke, aparece la imagen de las torres gemelas con una gran explosión ocurrida a media altura y, en otra, la del Pentágono con fuego en la parte central de su edificio. Esta curiosa coincidencia ha llevado a sugerir que la mano de los illuminati estuvo en los acontecimientos del 11-S. Y de allí brotaron numerosas y calenturientas especulaciones acerca de la presencia de sus agentes en varios de los ominosos acontecimientos recientes que han conmovido al mundo. Lo que sin duda pudo ser factible es que el siniestro juego de cartas de Jackson hubiera podido inspirar a los terroristas musulmanes para infligir su terrible golpe contra los símbolos del poder financiero y militar de Estados Unidos, aunque todo el mundo sabe que, dentro de la semiología política internacional de nuestros días, la Casa Blanca ha representado el poder político norteamericano; las torres gemelas o el Empire State Building, el poder económico; y el Pentágono, el poder militar. De modo que todos ellos son o pueden ser potenciales objetivos del terrorismo global, como ya ocurrió con las torres gemelas.
En la historia de los illuminati se mezclan fantasías y realidades. El historiador alemán Paul H. Koch, en su libro “Illuminati. Los Secretos de la Secta más temida por la Iglesia Católita” (2004), sostiene que la toma del poder por Napoleón, la financiación del Manifiesto Comunista escrito por Marx y Engels, la revolución bolchevique encabezada por Lenin y el golpe de Estado de Hitler fueron conspiraciones urdidas por los illuminati.
Koch cita en su libro las palabras pronunciadas por el sacerdote católico Pedro Arrupe a finales de diciembre de 1965, al posesionarse de su función de Superior General de la Compañía de Jesús, referidas a los illuminati: “Esta sociedad (…) carente de Dios actúa de un modo extraordinariamente eficiente, al menos en sus niveles de alto liderazgo. Hace uso de todo medio posible a su alcance, sin importarle que éste sea científico, técnico, social o económico. Sigue una estrategia perfectamente planeada. Tiene una influencia casi completa en las organizaciones internacionales, círculos financieros y en el terreno de las comunicaciones de masas, prensa, cine, radio y televisión”.
Sin embargo, Koch encuentra algunas raíces comunes entre la congregación jesuítica fundada en 1534 por Ignacio de Loyola —exsoldado del ejército español, que perdió una pierna durante la defensa del Castillo de Pamplona— y la sociedad secreta de los illuminati. Ambas están regidas por una fuerte jerarquía, sometidas a normas disciplinarias muy estrictas, con una estructura jerárquica casi militar y dotadas de una poderosa vocación internacionalista que les llevó a enviar misioneros conquistadores a varios lugares del mundo y a montar organizaciones en todos ellos. Koch llama la atención hacia el hecho de que el fundador de los illuminati de Baviera estudió en un colegio jesuita y se ordenó sacerdote de la Compañía de Jesús.
En opinión de Koch los illuminati son “un grupo de personas confabuladas para dominar el mundo” que, desde su fundación a finales del siglo XVIII, siguen maquinando en la sombra para lograr su objetivo de un nuevo orden mundial levantado sobre los escombros de la cultura occidental, del cristianismo y de la organización política tradicional. Para eso sus agentes se han infiltrado a lo largo de los tiempos en organismos internacionales, gobiernos, partidos políticos, logias masónicas, bancos, grandes empresas e iglesias para la institucionalización de un gobierno planetario. Por eso, dice Koch, “ciertos grupos de poder de distintas partes del mundo comparten los mismos socios”.
Por cierto que la idea de un “gobierno planetario” no es nueva: ha estado desde viejos tiempos presente en varios sectores de la opinión pública mundial y ha sido compartida, en diferentes épocas, por organizaciones secretas o semisecretas de diversa clase. Los masones la concibieron, los illuminati la proclamaron en voz alta a finales del siglo XVIII, el Movimiento Federalista Mundial (WFM, siglas en inglés —fundado en Suiza en 1947 y con sede en Nueva York— la adoptó como parte de su ideología; el <club Bilderberg la acogió entre sus metas finales para superar la guerra, el terrorismo y la anarquía internacional; recientemente, la asociación norteamericana Project for the New American Century (PNAC), fundada en 1997, cuyo objetivo es promover el liderazgo global de Estados Unidos, habla también de un gobierno de escala planetaria. Después del colapso de la Unión Soviética y la disolución de su bloque de Estados ha cobrado más fuerza la idea de un gobierno mundial en el marco de un nuevo orden internacional. Y muchos piensan que ese gobierno debe estar a cargo de las Naciones Unidas reformadas.