Es, en su definición más simple e ingenua, el relato escrito, fidedigno y sistemático de los hechos humanos. La historia del hombre comienza con la invención de la escritura, aproximadamente seis mil años antes de Cristo, que dejó a la posteridad importantes testimonios historiográficos. Toda la etapa anterior es la >prehistoria, cuyos hechos y personajes los conocemos gracias a la geología —que es la historia de la naturaleza—, la arqueología, la paleontología, la geografía, la antropología, la etnología, la etnografía, la paleografía, la filología, la numismática, la epigrafía, la sigilografía, la astronomía y otras ciencias auxiliares de la historia que han estudiado las construcciones, armas, utensilios, documentos, inscripciones, monedas y otros vestigios de la vida de los hombres primitivos y de los grupos humanos que, por no conocer la escritura, no pudieron dejar testimonios fehacientes de su existencia.
Para el filósofo inglés Arnold Toynbee (1889-1975) la unidad mínima de la historia es la <civilización, entendida como el conjunto de actos creadores que permiten a los hombres imponer su dominio sobre la naturaleza. La historia la hacen las <civilizaciones y no las naciones ni los Estados. Las civilizaciones son las unidades irreductibles del acontecer histórico. Toynbee establece, a su vez, estrechas relaciones entre raza y civilización. Sostiene que son las razas las que han influido en la creación de las civilizaciones. De las treinta y cuatro civilizaciones que identifica a lo largo de los tiempos, veinticinco fueron creadas por la raza blanca y solamente nueve por otras razas. Sin embargo, no hace cuestión de por qué hay una raza —la negra— que no ha creado civilización alguna.
Según el filósofo inglés, las civilizaciones nacen de la relación “reto-respuesta” —challenge and response—, es decir, de la reacción fecunda de los grupos humanos ante los desafíos, obstáculos y dificultades que se presentan en su camino, la mayor parte de los cuales son de naturaleza geográfica y climatológica. Afirma Toynbee que las civilizaciones no mueren por “asesinato” sino por “suicidio” en el momento en que no son capaces de dar respuestas creativas a los desafíos.
La historia es no solamente la menos inocente de las ciencias puesto que, como muchas veces se ha dicho, la escriben —o la borran— los vencedores, sino también la menos confiable de ellas porque es muy difícil narrar los hechos del pasado tal y como sucedieron. El conocimiento de los hechos sólo es posible “recreándolos” en la mente del historiador. Y, aunque éste no inventa el pasado —como el novelista—, no puede dejar de imprimir en su relato la impronta de su modo de entender las cosas y de su interpretación de los hechos. Por eso cada suceso y cada pueblo tienen su propia historia, que refleja sus peculiares puntos de vista y sus conveniencias. La historia, para ciertos pueblos, es una suerte de droga heroica que, acomodando los acontecimientos, desnaturalizando las cosas, distorsionando las cifras, creando mitos y forjando héroes convencionales, pretende fortalecer la autoestima nacional, fomentar nacionalismos insanos o alentar en los pueblos optimismos infundados.
Lamentablemente la historia tiene mucho de meretriz: se entrega a los vencedores y a los poderosos.
Nada hay peor que la historia escrita bajo la presión de complejos o sentimientos de inferioridad que conducen a inventar héroes, abultar hasta el ridículo ciertos episodios, deprimir otros, enaltecer unos personajes e ignorar otros. En el ámbito militar, se magnifican los acontecimientos: lo que es escaramuza se llama batalla, lo que es batalla se denomina guerra y lo que es derrota se presenta como victoria. La historia, narrada así, es una droga alucinógena que crea mundos de fantasía para sus adictos y que exacerba el chovinismo de las comunidades nacionales.
Se ha discutido acerca de la historia de lo inmediato. A pesar de Tucídides —autor de la “Historia de la Guerra del Peloponeso”— y del escritor y biógrafo francés Jean Lacouture (1921-2015) —que con sus biografías de los personajes sobresalientes de su tiempo hizo l’histoire inmédiate— muchos piensan que no cabe escribir la historia de lo que acaba de ocurrir porque no existe la debida perspectiva histórica para mirar los hechos con objetividad e imparcialidad. Abrigan, además, el temor de que la investigación, interpretación, explicación y relato de los acontecimientos recientes no cuente con las fuentes historiográficas rigurosas y de que el “panfletismo” político de la hora o el periodismo comprometido desvíen al historiador de su senda de neutralidad, frialdad y equilibrio.
En realidad, ni el tiempo transcurrido ni la perspectiva histórica garantizan plenamente que los hechos se relaten tal y como ocurrieron. Éstos tienen muchas zonas de penumbra. La historia está llena de recovecos. Y la interpretación de los hechos rara vez puede estar al margen de la subjetividad.
Hubo muchos y muy importantes cultores de la historia a lo largo de los tiempos, desde Herodoto de Halicarnaso (484-425 a. C.), Tucídides (460-400 a. C.), Polibio (200-118 a. C.) y Tito Livio (63-23 a. C.) en la Antigüedad hasta los exponentes de la llamada “nueva historia” —nouvelle histoire—: Kark Lamprecht (1856-1910), James Harvey Robinson (1863-1936), Marc Bloch (1886-1944), Lucien Febvre (1878-1956), Fernand Braudel (1902-1985) y otros que, según Jörn Rüsen, “en su perspectiva histórica desvían su atención de los hechos impulsados por la acción humana intencional para enfocar, en cambio, las cambiantes constelaciones de factores que condicionan la acción y sus interconexiones sistemáticas”.
Y en la larga etapa intermedia brillaron los historiadores renacentistas: Petrarca (1304-1374) con su “Historia de Roma”, Leonardo Bruni (1369-1444) con sus “Comentarios y La Historia del Pueblo Florentino”, Poggio Bracciolini con sus ocho libros de “Historia Florentina” y Lorenzo Valla (1407-1457) con la “Historia de Fernando de Aragón”; el historiador de la Edad Moderna Giambattista Vico (1668-1744) con su “Principi di una Scienza Nuova”; los historiadores de la Ilustración François-Marie Arouet —mejor conocido como Voltaire— con sus obras “El Siglo de Luis XIV” y el “Ensayo sobre la historia general y sobre las costumbres y el carácter de las naciones” (1756), Edward Gibbon con la “Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano” (1788) y Marie-Jean-Antoine-Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, con su “Esbozo para un cuadro histórico del progreso del espíritu humano” (1795). Con sus “Lecciones sobre la Filosofía de la Historia” (1820) Georg Wilhelm Friedrich Hegel alcanzó una alta cima en las investigaciones históricas modernas, lo mismo que Leopold von Ranke (1795-1886), Henry Thomas Buckle (1821-1862), Hipólito Taine (1828-1893), Wilhelm Windelband (1845-1915) y Wilhelm Dilthey (1833-1911).
Georg Wilhem Hegel (1770-1831), a partir de sus estudios dialécticos de la historia, fue quien la rescató de la teología de la que formaba parte. El filósofo alemán sostuvo que la historia avanza por medio de la sucesión de tesis, antítesis y síntesis. La tesis es el elemento positivo de las cosas, que busca afirmarlas plenamente; la antítesis es su elemento negativo, que tiende a destruirlas; y la síntesis es el resultado final de esa lucha, que contiene la fusión de lo viable de los elementos contendientes y que representa un grado evolutivo superior. Esta es la denominada tríada hegeliana, que impulsa la marcha de la historia.
Más tarde, los teóricos marxistas la tomaron y la armonizaron con su concepción materialista de la vida y de la historia y formaron el materialismo dialéctico o la dialéctica materialista, que hace tres afirmaciones fundamentales en el orden filosófico: primera, que el mundo está integrado exclusivamente por materia en diversos grados de evolución; luego, que esta materia está en incesante movimiento; y, después, que unas cosas están vinculadas con otras, a través de una compleja trama de relaciones de causas y efectos. Lo que hicieron los pensadores marxistas fue convertir la dialéctica idealista de Hegel en la dialéctica materialista.
Para facilitar su estudio, se ha dividido la historia en períodos. Cada cultura tiene su propia división. Los pueblos musulmanes, tomando como referencia la hégira, o sea la huida de Mahoma de la ciudad de La Meca en el año 622 de la era cristiana, establecieron esa fecha como el año uno de su calendario. Los antiguos griegos tuvieron como referencia cronológica la era de las olimpíadas que comenzó en el año 776 antes de Cristo. Los romanos contaron el tiempo a partir de la fundación de Roma el año 753 antes de Cristo. Y los pueblos occidentales lo hicieron desde la fecha del nacimiento de Jesús, a pesar de lo imprecisa que es esa fecha puesto que mientras el monje Dionisio el Breve, comisionado por el pontífice romano en el siglo VI para señalarla, concluyó que según sus cálculos el nacimiento se produjo el 25 de diciembre del año 753 ab urbe condita, es decir 753 años después de la fundación de Roma, otros estudios han sostenido que el rey de Judea Herodes el Grande murió en el año 750 a. C., o sea cuatro años antes del nacimiento de Cristo, por lo que mal podría ser cierta la afirmación de Dionisio dado que Cristo nació bajo el reinado de ese monarca.
Desde los tiempos más remotos hubo la tendencia a dividir la historia en etapas, estadios, ciclos o fases de acuerdo con los más diversos criterios, en los que se conjugaron los mitos y nociones metafísicas de quienes se ubicaron bajo la protección o la amenaza de poderes sobrenaturales, contra las observaciones objetivas de quienes buscaban una explicación racional del mundo.
En varias culturas de la Antigüedad —en Babilonia, en Persia, en el relato del Antiguo Testamento, en los mitos hindúes del primer hombre, en China, en el norte germánico— apareció la noción mitológica de un comienzo feliz después de la creación del mundo seguido de una etapa de caída e infortunio. El poeta griego Hesíodo ocho siglos antes de la era cristiana, Epicuro a fines del siglo IV antes de Cristo y Lucrecio Caro dos siglos más tarde dividieron la historia en tres tramos, en función de los materiales que se emplearon para la fabricación de enseres y utensilios: piedra, bronce y hierro. Los romanos adoptaron un punto de vista diferente. En su historia de Roma en prosa —Orígenes—, de la cual sólo se han rescatado unos fragmentos, Catón el Viejo, con referencia al desarrollo de la república romana, habló de res publica nascens, res publica crescens, res publica adulta y res publica firma atque robusta. Séneca dividió la historia romana en las épocas de la infantia, pueritia, adolescentia, iuventus, prima senectus y altera infantia. En la originaria tradición cristiana la historia universal se dividió en dos grandes etapas: antes y después del nacimiento de Cristo. División que perdura todavía. El filósofo italiano de la historia Giambattista Vico (1668-1744), historiógrafo de los reyes Carlos VII de Nápoles y Carlos III de España, en su obra “Principi di una scienza nuova d’intorno alla natura delle nazioni, per la queale si ritruovano i principi di altro sistema del diritto naturale delle genti” —mejor conocida por el nombre de Ciencia Nueva—, distingue tres períodos históricos: la edad de los dioses, en la que aparecieron la religión, los dogmas y la metafísica; la edad de los héroes, en que unos cuantos condotieros conquistaron y dominaron por la fuerza las sociedades; y la edad de los hombres, caracterizada por la reivindicación de la razón y por el cuestionamiento a verdades supuestamente reveladas y eternas.
El humanista holandés Christoph Keller (1638-1707), llamado también Cellarius en latín, en una división que se volvió clásica, separó a la historia de Occidente en tres grandes períodos: la Antigüedad, la Edad Media y los Tiempos Modernos.
Después se añadieron nuevas etapas: la Edad Contemporánea, la Edad Atómica y la Edad Electrónica.
La Antigüedad se desarrolló desde el origen de la escritura hasta la caída del Imperio Romano de Occidente en el año 476, la Edad Media fue hasta fines del siglo XV, la Edad Moderna hasta la Revolución Francesa, la Edad Contemporánea hasta la explosión de las primeras bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki el 6 y el 9 de agosto de 1945, la edad atómica hasta la caída de la Unión Soviética en 1989 y, a partir de ese acontecimiento, la edad electrónica que hoy vivimos.
En la Antigüedad se construyeron obras arquitectónicas y artísticas de extraordinario valor con base en el trabajo, sacrificio y muerte de miles de esclavos. Los historiadores de la Roma clásica catalogaron como las siete maravillas del mundo a las siguientes obras arquitectónicas y artísticas de la Antigüedad:
1) Las pirámides de Egipto —las pirámides de Gizeh—, levantadas durante la IV dinastía (2.680-2.544 años a. C.);
2) Los Jardines Colgantes de Babilonia, construidos probablemente por el rey Nabucodonosor II hacia el 600 a. C.;
3) La gigantesca estatua de Zeus en Olimpia labrada en oro y marfil por el escultor griego Fidias a mediados del siglo V a. C., que ocupaba el núcleo interior del templo del mayor de los dioses griegos;
4) El Templo de Artemisa en Éfeso, levantado en el año 356 a. C., que fue destruido por los bárbaros en el año 262 d. C.;
5) El Mausoleo de Halicarnaso, que fue la monumental tumba para el rey Mausolo de Caria, Asia Menor, esculpido en el año 353 antes de nuestra era por los mejores artistas de su tiempo;
6) El Coloso de Rodas, que fue la estatua de bronce de treinta metros de alto erigida en homenaje a Helios, el dios helénico del Sol, en el año 280 antes de la era cristiana; y
7) El Faro de Alejandría, de 134 metros de altura, construido en el año 280 antes de la era cristiana en una isla de la bahía de Alejandría en Egipto.
Los antiguos romanos probablemente no tuvieron noticias de la Gran Muralla China —que es la octava maravilla del mundo—, cuya construcción empezó en el año 221 a. C., después de que Qin Shi Huangdi unificó China bajo su dominio, y concluyó hacia el año 204 antes de nuestra era. Es una gigantesca fortificación que se extiende a lo largo de 8.851,8 kilómetros en el norte y noroeste de China, que fue construida para defenderla de los ataques de los pueblos nómadas de las estepas del norte. Su traza respondió a esa finalidad estratégica puesto que siguió el curso caprichoso de las cumbres de las montañas y de las crestas de los peñascos para que, hacia un lado y el otro, la muralla fuera más alta que el terreno adyacente. Fue construida con tierra y piedra, revestida de ladrillos. Tiene una anchura que va de 4,60 a 9,10 metros en su base y se estrecha hasta 3,70 metros en la parte más alta. Su altura media es de 7,60 metros sin contar con las almenas. Cada 180 metros se levantan enormes atalayas de 12 metros de altura. Es una obra impresionante.
Resulta curioso anotar que a comienzos del siglo XXI se volvieron a proclamar las “nuevas siete maravillas del mundo”, entre las que estuvieron varios monumentos y obras de la Antigüedad clásica. En una cuestionada iniciativa, el cineasta y aventurero suizo Bernard Weber, al frente de su New Open World Foundation, propuso en septiembre del 2000 en Sydney un concurso internacional para “homenajear la herencia cultural y proteger el patrimonio histórico” de la humanidad y convocó a la gente de todos los países a votar a través de internet por las “siete nuevas maravillas del mundo”, como símbolos de la unidad global en medio de la diversidad cultural del planeta.
En votación on line los ciudadanos de todos los países debieron escoger las siete nuevas maravillas del mundo entre los monumentos y obras construidos desde la prehistoria hasta el año 2000. Las principales opciones fueron: el Acrópolis de Atenas; el Alhambra de Granada; el Angkor de Camboya; el castillo de Neuschwanstein en Baviera; el templo maya de Kukulcán en Chichén Itzá, México; el Coliseo de Roma; el Cristo Redentor de Río de Janeiro; la Estatua de la Libertad en Nueva York; la Gran Muralla china; el templo de Kiyomizu en Kioto; las ruinas de Machu Picchu en Perú; las estatuas gigantes de Moais en la Isla de Pascua, Chile; la Ópera de Sydney; la Ciudad de Petra, Jordania; las pirámides de Gizeh, Egipto; la catedral de San Basilio en Moscú; la mezquita de Santa Sofía en Estambul; Stonehenge en Amesbury, Inglaterra; el Taj Mahal en la India; el Timbuktú en Malí; la Torre Eiffel de París; la Catedral de Aquisgrán en Alemania; la iglesia de la Sagrada Familia en Barcelona; el Palacio de Versalles en Francia; la Torre de Pisa en Italia; la Mezquita de Córdoba en España; el Palacio Ducal de Venecia; la Mezquita Azul de Estambul; el Palacio de Potala en el Tíbet; la Ciudad Histórica de Sana en Yemen; el Empire State Building de Nueva York; y el puente colgante Golden Gate en San Francisco de California.
En la elección universal por internet se depositaron aproximadamente noventa millones de votos. Y, en un espectáculo de luz, música, danza y fuegos artificiales celebrado en el estadio Da Luz de Lisboa el séptimo día del séptimo mes del año 2007, se proclamaron los resultados. Los lugares y monumentos elegidos como las nuevas “siete maravillas del mundo” fueron: la Gran Muralla china, la ciudad de Petra en Jordania, el Cristo Redentor de Río de Janeiro, las ruinas de Machu Picchu en el Cuzco, el templo de Kukulcán en Yucatán, el Coliseo de Roma y el Taj Mahal de Agra en la India.
No obstante, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) —que a la sazón tenía seleccionados 851 lugares en su patrimonio mundial— interpuso distancias con la iniciativa de Weber.
También la >prehistoria se divide en dos grandes períodos, de acuerdo con la técnica aplicada y los materiales utilizados en cada época por los hombres en la fabricación de sus herramientas: la edad de piedra, que se subdivide en paleolítica y neolítica, y la edad de los metales, que se subdivide en edad del cobre, edad del bronce y edad del hierro.
Tales linderos de la vida de los pueblos, sin embargo, tienen un carácter primordialmente eurocéntrico. Quiero decir con esto que han sido establecidas por observadores europeos y desde un punto de vista europeo. En general, para hacer la historia o para juzgarla es muy importante la ubicación del observador. Esta suerte de visión “ptolomeica” de la historia, que ha colocado a Europa como el centro de la gravitación de los hechos universales —y que es la que hasta hoy se ha impuesto— no tiene realmente una validez general. La propia división de la historia en antigua, media y moderna no es aplicable a todos los lugares o lo es en términos muy relativos. El ritmo de desarrollo chino, hindú, egipcio, australiano, mexicano o de los pueblos andinos es distinto. El estudio de la historia tiene, por tanto, un carácter esencialmente relativo. La historia antigua, media o moderna de estos pueblos no coincide cronológicamente con la delimitación temporal que el observador europeo hizo de “su historia”. Hay con frecuencia procesos semejantes pero su desarrollo ha tenido lugar en diferentes escenarios geográficos y en distintos tiempos históricos.
Con ocasión del advenimiento del año 2000 se discutió intensamente si había empezado el tercer milenio. Las celebraciones del 31 de diciembre de 1999 en el mundo entero, fuertemente alentadas por la publicidad comercial, partieron de la idea de que el 1º de enero del año 2000 se iniciaba el nuevo milenio, pero los matemáticos hicieron notar que esto era un error porque nunca se contó el año “0” y, por tanto, los primeros diez años de nuestra era fueron del 1 al 10 incluido, los primeros cien años del 1 al 100 y los primeros mil años del 1 al 1.000. Consecuentemente, el segundo milenio comenzó en el año 1001 y concluyó el 31 de diciembre del 2000. De otro modo estaríamos ante el absurdo de que un milenio sólo hubiera tenido 999 años. La lógica matemática, sin embargo, fue vencida por la presión convencional de considerar que el segundo milenio terminó el 31 de diciembre de 1999.
El historiador griego, Herodoto (484-420 a. C.), padre de la historia, explicó que narraba los hechos con el fin de que “no se pierda la memoria de las grandes y maravillosas hazañas” y Tucídides (460-400 a. C.), porque creía que “la guerra del Peloponeso es más digna del recuerdo que todas las anteriores”. Cicerón llamó a la historia “luz de la verdad, testigo de los tiempos, maestra de la vida”. En admirable y profunda sentencia, Juan Bodín dijo que “la premiére utilité de l’histoire est de servir á la politique”. Y César Cantú la denominó “ciencia de lo verdadero, de lo bello y de lo bueno”.
La historia ha sido considerada también como uno de los grandes géneros literarios en prosa.
Ella no puede evadir la realidad de que el hombre —cuyas acciones relata— es un ser con imaginación, voluntad y decisión. Esto restringe los espacios del fatalismo o de la casualidad en los procesos históricos. Y hace de la historia una ciencia social y no una ciencia natural. Si no fuera así, los acontecimientos humanos tendrían la inevitabilidad que en el pasado tuvieron las inundaciones del Nilo o las erupciones del Vesubio. Es verdad que el azar y los llamados imponderables de la historia juegan un papel, pero detrás de ellos está la voluntad humana que puede cambiar el curso de los hechos y está, también, la presencia de hombres que, por la eficacia que dieron a su voluntad, fueron capaces de romper los límites de la vida social.
Las hazañas, los descubrimientos y los inventos que impulsaron al mundo tienen ese signo. Detrás de ellos estuvieron la inteligencia y la obstinación de seres humanos superiores, generalmente incomprendidos por la medianía de su entorno, que fueron capaces de cambiar el rumbo de los acontecimientos.
El hombre es un ser esencialmente histórico: no puede desentenderse de la historia. Todo lo que le rodea es historia. Sus pensamientos son historia. Sus conocimientos filosóficos, artísticos, científicos y tecnológicos historia son. Su experiencia vital, sus herramientas, las obras de sus manos, las creaciones de su inteligencia también son historia.
Todo eso no es más que historia condensada, experiencia histórica acumulada. La historicidad es una característica esencial de lo humano y de lo social.
Al lado de la historia se han desarrollado dos disciplinas: la filosofía de la historia, que busca desentrañar las motivaciones profundas de los hechos e interpretar su significación, para lo cual enlaza unos sucesos con otros, relaciona lo presente con lo pasado, indaga su encadenamiento causal y trata de interpretar la dirección y significado de la historia; y la historiografía, que es el arte de escribir la historia y que ha tenido a lo largo del tiempo diversas técnicas y manifestaciones. Juan Bodín (1529-1596) escribió en el año 1566 su libro “Methodus ad facilem historiarum cognitionem” —en el que trató de las condiciones que debe reunir el historiador— de las ciencias auxiliares de la historia, de la verificación de los documentos y de otros métodos de indagación del pasado.
Interesada más por los procesos que por los hechos aislados, la filosofía de la historia recorre por los laberintos de los acontecimientos humanos en procura de encontrar la luz y de asir la fugitiva verdad. Sus juicios contribuyen a dar a la historia una función dinámica y a hacer de ella algo más que un depósito inerte de datos del pasado o que la simple “memoria” colectiva. Da a su interpretación de los hechos un sentido inteligente y creador. Convierte a la historia en la conciencia social. Para ella no hay una “historia muerta”, desprendida de sus circunstancias espacio-temporales. No hay procesos humanos intemporales e inespaciales. No existen hechos “disecados”. La filosofía de la historia mira a la sociedad como un ser vivo, lleno de posibilidades actuales a partir de las experiencias pretéritas.
Desde este punto de vista, una de las grandes cuestiones es la de si la historia tiene un sentido, si es previsible, o si está regida por el puro azar. En otras palabras: si es factible pronosticar el futuro con cierta seguridad. Cuestión que es muy complicada dado que rara vez las profecías históricas se han cumplido y abundan en cambio los hechos sorpresivos y no previstos del acontecer humano. Por ejemplo, la célebre profecía marxista de que las sociedades industriales tenderían a polarizarse entre dos grandes clases contendientes: el >proletariado cada vez más pobre y la <burguesía concentradora del ingreso, hasta que estallaría la revolución social, resultó fallida. Lo mismo que la <decadencia de Occidente postulada en los años 20 del siglo anterior por Oswald Spengler en su monumental obra. Occidente es hoy la avanzada política, económica, tecnológica y militar del mundo. Domina el sistema bancario internacional, le pertenecen todas las divisas fuertes, manda en los mercados internacionales de capital, proporciona la mayor parte de los productos acabados al mercado mundial, controla las rutas marítimas, dirige la educación técnica de punta, impera en el espacio sideral y en la industria aeroespacial, mantiene la hegemonía en las comunicaciones internacionales, es dueño del lenguaje digital, produce 4 de cada 5 palabras y 4 de cada 5 imágenes en las comunicaciones planetarias, domina la industria de armamentos de alta tecnología y es el depositario de los secretos de la revolución genética.
En cambio, hace muy pocos años nadie hubiera imaginado la caída del >Muro de Berlín. Se lo veía tan sólido que parecía eterno. Tampoco era previsible que una potencia como la Unión Soviética se derrumbara como un castillo de naipes o que los países del este europeo dieran un viraje ideológico y político de 180 grados en un lapso tan absurdamente corto. Nada de esto pudo ser anticipado. La implosión de los regímenes marxistas se produjo en cinco meses, ante la mirada atónita del mundo. Aún hoy, insertos como estamos en tan espectaculares acontecimientos, no acertamos a emitir un juicio crítico certero sobre ellos por falta de la perspectiva histórica necesaria.
Todo lo cual nos lleva a preguntamos: ¿tiene la historia una dirección, una trama y un ritmo predeterminados que permitan abrir un espacio para la profecía? ¿Tiene ella un sentido oculto que podamos buscar y descubrir? ¿Obedece a un progreso lineal? ¿Tiene una meta, un propósito, un fin último que, aunque lejano, sea alcanzable? ¿O, por lo contrario, los acontecimientos históricos se producen uno tras otro con la misma imprevisibilidad de las olas del mar? Los avances y las regresiones en los diversos campos de la vida social parecen no ser previsibles a largo plazo. El historiador es un profeta al revés, al que sólo le está dado mirar hacia atrás. La historia le ofrece muy poco espacio para predecir los acontecimientos.
Con todo, podría afirmarse que las grandes líneas de la historia sí son susceptibles de cierta previsión. Lo son los gruesos trazos del futuro, aunque en términos relativos. Hoy podríamos decir, por ejemplo, que a partir del orden unipolar actual el mundo marchará en el futuro hacia un orden internacional multipolar con la Europa unida y las economías emergentes de Asia; que la escasez de agua dulce será causa de conflictos; que el crecimiento de la sociedad de masas agudizará sus desajustes; que la guerra entre Estados será un hecho cada vez más remoto; que los progresos de la ciencia prolongarán y enriquecerán la vida humana; que la informática aplicada al proceso de la producción y a las actividades cotidianas originará desempleo; que los progresos de la ingeniería biogenética y la inequitativa distribución del conocimiento tecnológico contribuirán a profundizar las diferencias sociales; que el crecimiento demográfico causará trastornos en el medio ambiente; que las emisiones de CO2 y de otros gases contaminantes aumentarán la temperatura del planeta y causarán desórdenes climáticos que afectarán gravemente la vida humana en determinadas regiones; que la democracia del mañana se ejercerá por medios electrónicos o que la tecnología digital en la >sociedad del conocimiento implicará una regresión en cuanto a la distribución del ingreso y a la estratificación social.
Sólo las líneas maestras de la historia —generalmente originadas en el avance científico y tecnológico— se presentan con una cierta previsibilidad. Lo cual no quiere decir, sin embargo, que la historia tenga un sentido oculto o una dirección predeterminada, sino que se hace día a día por el entrecruzamiento de las iniciativas humanas y los sucesos naturales.
Ni aun la interpretación religiosa de la historia, que la concibe como la trama entretejida por un dios misericordioso y omnisapiente, tiene sentido y resulta comprensible. No lo tuvo bajo las viejas concepciones maniqueas de las antiguas religiones que la consideraron como obra de los devaneos de los dioses o como el escenario de la lucha entre ormuz y ahriman según la herejía persa de Maniqueo que tanto influyó sobre san Agustín cuando interpretó la historia como la lucha del principio bueno de la civitas dei contra el principio malo de la civitas diaboli.
Lo cual no significa en modo alguno que no se aprenda del pasado —de las cosas buenas y malas del pasado— y que sus enseñanzas no sirvan para rectificar el presente y para trabajar por un mundo mejor. Las pretéritas experiencias dolorosas son útiles sin duda para fijar metas éticas hacia el futuro. Metas que hagan posible el progreso moral. Este podría ser el verdadero “sentido de la historia” que por cierto nada tiene que ver con el que imaginan los adivinadores del futuro.
El filósofo norteamericano de origen japonés Francis Fukuyama, en un libro muy leído que salió a luz a comienzos de los años 90 del siglo XX, cuyo título original es “The End of History and the Last Man”, sostiene la tesis de que después de la confrontación Este-Oeste la historia ha llegado a su final con el triunfo de la democracia liberal, fundada en los “principios gemelos” de libertad e igualdad, que terminó por vencer a las ideologías rivales que se le opusieron a lo largo del tiempo: la monarquía hereditaria, el fascismo y, más recientemente, el comunismo. Por consiguiente la democracia liberal con su “mercado libre” constituye “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad” y “la forma final de gobierno”. Afirma, por tanto, que la historia direccional, orientada y coherente de las postrimerías del siglo XX ha conducido a la mayor parte de la humanidad hacia el régimen de la democracia liberal como sistema de gobierno y de regimentación social. Y que allí termina todo. No hay ni habrá más búsquedas. Ha llegado “el fin de la historia”.
La tesis de Fukuyama levantó con mucha razón una ola de controversias por parte de quienes consideran que la historia no concluye con el triunfo de una forma de gobierno, por legítima que sea, sino que sigue adelante por la contraposición de tesis. Y que, por tanto, ella no tiene fin: se hace todos los días, las cosas son siempre perfectibles, nada hay acabado. Todo fluye incesantemente en un ser y dejar de ser interminables.
Las más encendidas críticas provinieron de los seguidores de Marx, no obstante que éste, como lo sabemos, llegó a una conclusión parecida a la del filósofo oriental: la historia terminará cuando la humanidad alcance la sociedad socialista sin clases. Este será “el fin de la historia” según el marxismo. Los planteamientos son muy parecidos aunque formulados desde ángulos diametralmente opuestos. Para Fukuyama el desenlace final de la historia es la democracia liberal y para Marx es la democracia socialista. Ambos coinciden en que, desde ese punto en adelante, no hay más opciones. Descartan la posibilidad de avances y retrocesos. No admiten que puedan descubrirse formas diferentes de organización social que representen grados superiores de evolución histórica o que, por el contrario, puedan darse retrocesos, como en el drama de Penélope, que obliguen a los hombres a comenzar de nuevo. Fukuyama funda su tesis en que la democracia liberal no tiene las contradicciones internas ni los defectos e irracionalidades que condujeron a su colapso a las otras formas de gobierno mientras que Marx sustenta sus asertos en que, eliminadas las clases gracias a la supresión de la propiedad privada de los instrumentos de producción, la sociedad se desembarazará de sus contradicciones internas. En este punto, paradójicamente, la dialéctica marxista encuentra su final: la lucha de los contrarios termina allí.
Sin cometer la irreverencia de equiparar a los dos filósofos, ni mucho menos, simplemente anoto que ambos tienen su propio “fin de la historia”.
Pero el “fin de la historia” de Fukuyama es, en realidad, el comienzo de otra historia: la historia del orden internacional unipolar, del neoliberalismo, del >pensamiento único, de la globalización, de la monarquía del capital, del mercado como regidor de la economía y del unilateralismo en la política internacional.