Es la denominación que se dan a sí mismos los habitantes de origen latinoamericano en Estados Unidos. Se llaman también “hispanics”, “latinos”, “spanish-american”, “chicanos” (si son mexicanos) y de varias otras maneras. Según datos censales del año 2009, excluyendo Puerto Rico, los hispanos sumaban 44’519.196 dentro de una población de 307 millones de habitantes estadounidenses y constituían, por tanto, la primera más numerosa minoría de ese país compuesto de múltiples minorías. Su crecimiento a partir de la última década del siglo XX ha sido siete veces superior al del resto de habitantes del país.
En el año 2009 había en California 12’442.626 hispanos, que representaban el 34,72% de la población, en Tejas 7’781.211 (34,63%), en Florida 3’304.832 (19,01%), en Nueva York 3’076.697 (15,96%), en Arizona 1’608.698 (28,03%), en Illinois 1’516.560 (12,70%) en Nueva Jersey 1’134.033 (13,89%) y cantidades menores en los demás estados.
Como efecto del choque cultural que su presencia produce en Estados Unidos, al portar valores éticos y estéticos totalmente diferentes a los del medio, y de otros factores a los que no es ajeno el >racismo ancestral de ciertos sectores de la sociedad norteamericana, los hispanos sufren severas discriminaciones negativas en ese país, como lo demuestra la simple observación de la vida cotidiana y lo prueban las cifras estadísticas.
Los hispanos han adoptado una de tres actitudes frente al medio: la preservación de su identidad cultural y de su lengua, la formación de una cultura mestiza con elementos propios y de la cultura mayoritaria, o la <aculturación, esto es, la renuncia a su cultura para adaptarse total e incondicionalmente a la american way of life.
Este, desde luego, es un asunto muy complejo, que puede ser mirado desde muchas perspectivas. Según datos de las Naciones Unidas, en el año 2003 había en Estados Unidos 175 millones de inmigrantes, que subieron a 192 millones en el 2008. El 80% de la inmigración provenía del tercer mundo. Y de los inmigrantes hispanos, el 58,7% procedía de México, el 15,1% de América Central, el 11,4% de Sudamérica, el 10,1% de Cuba y el 4,8% de República Dominicana. El porcentaje de América Central se descomponía así: El Salvador 6,4%, Guatemala 3,1%, Nicaragua 2,3%, Honduras 1,5%, Panamá 1,2%, otros 0,7%. La cuota sudamericana se integraba en ese año por el 4% de colombianos, 2% de peruanos, 2% de ecuatorianos, 1,3% de argentinos y 2,3% de los demás países de la región. En el 2006 el 56% de los inmigrantes indocumentados venía de México y el 22% de otros países latinoamericanos. En el 2005 fueron capturados 1,2 millones mexicanos que intentaban cruzar ilegalmente la frontera entre su país y los Estados Unidos.
De todas maneras, en el año 2010 penetraba en territorio estadounidense cada 31 segundos un inmigrante legal o ilegal procedente de cualquier lugar del mundo.
La mayor parte de los inmigrantes latinoamericanos son personas de muy exiguo bagaje cultural, que por lo mismo no lograron insertarse en los procesos productivos de sus países de origen y se vieron forzados a salir de ellos en búsqueda de opciones de trabajo mejor remuneradas en Estados Unidos o en otros lugares del mundo desarrollado.
Dadas las severísimas restricciones en el otorgamiento de visas que ha impuesto el gobierno norteamericano, se han formado numerosas mafias que se dedican a facilitar el ingreso clandestino de los “indocumentados” a territorio estadounidense. Cuando, venciendo toda clase de riesgos, ellos han logrado su propósito, su situación ilegal y la falta de papeles les vuelve muy vulnerables en el mercado del trabajo y, en general, en todas sus actividades, porque ante el temor de ser deportados y como no pueden reclamar legal, judicial ni administrativamente algo, so pena de ser detenidos por su ingreso ilegal, son víctimas de toda clase de abusos de quienes les otorgan empleo, perciben los salarios más bajos y carecen de toda garantía laboral.
La organización denominada “National Council of La Raza” publicó el 16 de julio de 1993 en el periódico “USA Today”, con base en los datos del Census Bureau de Estados Unidos, que el 11,3% de los hispanos carecía de empleo en comparación con el 7,5% de los no hispanos, que el 29% de ellos vivía bajo la línea de pobreza en comparación al 13% con los demás, que el 53% había culminado la educación secundaria (high school) frente al 82% del resto de la población, que sólo el 9% de los hispanos tenía un college degree mientras que la cifra subía al 22% entre los no hispanos y que el 54% de los hispanos estaba cubierto por un seguro médico comparado con el 75% de los demás. Todo lo cual demostraba que las condiciones de vida de los inmigrantes latinoamericanos eran sensiblemente más bajas que las del resto de la población.
Y las cosas no han cambiado sustancialmente desde ese año.
A pesar del endurecimiento de los controles migratorios —agudizado aun más después de los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001—, que tienden a cerrar las puertas a los inmigrantes, Estados Unidos sigue siendo el primer destino de muchos latinoamericanos en búsqueda de opciones de trabajo y mejores salarios y condiciones de vida. Ellos asumen toda clase de riesgos para ingresar legal o ilegalmente al territorio norteamericano y las bien estructuradas redes de “coyotes” —para usar la palabra acuñada por los mexicanos para designar a las mafias de traficantes de personas— se encargan de organizar y conducir los viajes clandestinos de los emigrantes y su entrada ilegal a Estados Unidos, aunque muchos de los intentos terminan en tragedias. El señuelo del “sueño americano” es más poderoso que el temor a los riesgos.
Pero la realidad muestra que un número muy reducido de los inmigrantes latinoamericanos tiene probabilidades de triunfar económicamente en Estados Unidos, puesto que sus niveles de educación son muy bajos. La mayor parte de ellos, por su incipiente escolaridad, vive en la pobreza y recibe los subsidios sociales del gobierno. Según el Current Population Survey de marzo 1998, los grupos de inmigrantes más afectados por la pobreza eran: mexicanos en el 31%, cubanos en el 24%, salvadoreños 21%, vietnamitas 15%, chinos 10%, filipinos 6% e hindúes 6%. El Centro de Estudios de Inmigración, con sede en Washington —que aboga por la disminución de la inmigración legal y la erradicación de la ilegal—, calculó en el año 2004 que los servicios y prestaciones sociales del gobierno que reciben los inmigrantes ilegales y sus familias, descontados los impuestos que ellos pagan, costaban anualmente al tesoro de Estados Unidos alrededor de diez mil millones de dólares.
La población hispana es la que tiene menor nivel de formación y más altos índices de fracaso escolar. Según datos estadísticos del año 2003, el 30% de los estudiantes de origen latinoamericano abandonan sus estudios antes de terminarlos, porcentaje que duplica al de los afroamericanos y cuadruplica al de los norteamericanos blancos. Los hispanos constituyen el sector social de más altos niveles de desocupación laboral y la calidad de sus empleos, centrados principalmente en trabajos manuales, es muy baja. Además, los indicadores del desempleo de los trabajadores hispanos son el doble que los de la población blanca no hispana.
Se pueden, sin embargo, establecer diferencias entre la primera generación de hispanos y la segunda y tercera generaciones. Los hispanos de la primera generación, es decir, los nacidos fuera de Estados Unidos, tienen índices menores de escolaridad, hablan muy poco inglés, con muy reducidos niveles de formación. La calidad de sus empleos es muy baja, igual que el nivel de sus remuneraciones. Las condiciones mejoran en alguna medida con la segunda generación, o sea con los hispanos nacidos en Estados Unidos, descendientes de uno, al menos, de padres nacidos fuera. Los de la tercera generación —que son los hispanos nacidos, como sus padres, en territorio estadounidense—, educados en el sistema angloamericano, tienen mejor formación y dominio del inglés y, por tanto, mayores posibilidades de obtener puestos de trabajo de mejores calidades y remuneraciones que los de sus progenitores.
Esta dolorosa diáspora, sin embargo, se ha convertido en fuente de recursos para los países de origen de los emigrantes. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) estimó que las remesas de los latinoamericanos desde Estados Unidos, los países de la Unión Europea y otros lugares del mundo desarrollado sumaron 53.600 millones de dólares en el año 2005, de los cuales México recibió 20.034 millones, Brasil 6.411 millones, Colombia 4.126 millones, Guatemala 2.993 millones, El Salvador 2.830 millones, República Dominicana 2.682 millones, Perú 2.495 millones, Ecuador 2005 millones. En varios países estas remesas se han constituido en una de las dos más importantes fuentes de divisas.
Lo paradójico de la situación es que, en la medida en que los países del norte legalizan la condición de los indocumentados, los montos de las remesas tienden a bajar porque los inmigrantes tratan de llevar a los miembros de su familia y con ello desaparece la razón principal de los envíos de dinero a sus países de origen.