Se llamó así en Argentina al proceso de represión brutal que desencadenó la dictadura militar, durante el período 1976-1983 de su ejercicio del poder, contra los hombres y mujeres de izquierda. En el sobrecogedor informe titulado “Nunca Más” presentado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en septiembre de 1984, bajo la presidencia del escritor Ernesto Sábato, se dice que las “desaparecidas” son 8.960 personas, de cuyo destino no se tiene rastro, salva la certidumbre de que fueron asesinadas durante los procesos de apresamiento y de tortura en las mazmorras de los centros clandestinos de detención dirigidos por altos oficiales de las Fuerzas Armadas. Según ciertos escuetos partes militares, algunas de ellas “murieron en enfrentamiento” durante la “guerra” librada contra los “subversivos” en defensa de los principios de la civilización de Occidente y del cristianismo.
Pero, como anota el Informe, este número puede ser mayor porque muchas desapariciones no fueron denunciadas por temor. Las organizaciones de derechos humanos estiman en 30.000 el número de los “desaparecidos”.
La comisión de Sábato fue creada por el presidente Raúl Alfonsín al comienzo de su gobierno, en diciembre 1983.
Haciendo un poco de historia podemos recordar que durante la década de los años 70 la Argentina fue convulsionada por una ola de atentados terroristas promovidos por las extremas izquierda y derecha. Fue la reproducción del viejo drama de la polarización de los sectores radicalizados, muy distantes en sus planteamientos ideológicos pero muy cercanos en sus metodologías de violencia y muerte.
La consecuencia de este estado de cosas fue la dictadura militar, encabezada por el general Jorge Rafael Videla, que asumió el poder el 24 de marzo de 1976 para “defender los valores de la civilización occidental y cristiana”, según se dijo entonces.
Pero el remedio resultó peor que la enfermedad. El terrorismo contestatario fue respondido con un terrorismo igual o peor: el terrorismo de Estado: de un Estado omnipresente, omnisapiente, autoritario y feroz, que desencadenó una avalancha de secuestros, torturas y asesinatos en que sucumbieron decenas de miles de argentinos.
La “guerra sucia”, como se llamó a esta forma de terrorismo de Estado implantada durante el régimen militar argentino, se hizo bajo los postulados de la llamada doctrina de la >seguridad nacional, en su versión más autoritaria y absurda. Su propósito explícito fue el de “limpiar” a la Argentina de los “subversivos”, los “apátridas” y los “materialistas y ateos” a fin de defender “los valores de la civilización occidental y cristiana”.
La llamada doctrina de la seguridad nacional sostuvo —supongo que desde que terminó la guerra fría ya no lo puede sostener— que la lucha interna de los países no era más que una parte de la lucha global entre los dos sistemas ideológicos que se disputaban la hegemonía mundial. De ahí que promovió, en defensa del modelo político y económico “occidental” encarnado por los Estados Unidos de América, una guerra permanente contra la subversión comunista. Partió del principio de que en la guerra ideológica que se libraba entre las dos superpotencias había que alinearse con los Estados Unidos y adoptar sus sistemas políticos, económicos y sociales. Como tan elocuentemente lo describió uno de los “ideólogos” argentinos de la doctrina de la seguridad nacional, el general Ramón J. Camps, “hay que partir de una concepción estratégica global, ya que la Argentina no es más que un campo operacional en un enfrentamiento global, un enfrentamiento entre Moscú y los Estados Unidos; lo que la Unión Soviética procura no es desestabilizar a la Argentina sino a los Estados Unidos, para lo cual necesita gobiernos en la región para que los desestabilicen” (Revista “La Semana”, febrero 3 de 1983).
Dentro de esta concepción, los dictadores argentinos sostuvieron que en el interior de su país se libraba una verdadera guerra contra la subversión de izquierda, como parte de la confrontación mundial, y que la lucha era matar o morir. Exactamente lo mismo argumentaron Pinochet en Chile y los generales uruguayos. El general Roberto Viola, al hablar ante el “Clarín” de Buenos Aires el 18 de marzo de 1981, dijo: “En esta guerra hay vencedores, y nosotros fuimos vencedores, y tenga la seguridad que si en la última guerra mundial hubieran ganado las tropas del Reich, el juicio no se hubiera hecho en Nurenberg sino en Virginia”. Con esto quiso dar a entender el general argentino que es derecho de los vencedores condenar a muerte a los vencidos.
Los generales argentinos estaban persuadidos de que su lucha, no obstante el ámbito nacional de sus operaciones, era parte de una guerra de alcance mundial entre el comunismo y el capitalismo y que había que aniquilar a los enemigos.
Decenas de miles de personas, en su mayoría jóvenes y hasta adolescentes, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas bajo estas invocaciones. Se establecieron alrededor de 340 centros clandestinos de detención en varias partes del país, que fueron otros tantos antros de tortura y muerte.
Todo sospechoso de ser “subversivo”, o los parientes o amigos suyos, o los amigos de sus amigos, o las personas cuyos nombres se encontraban en sus listas de teléfonos, eran secuestrados por piquetes militares —llamados popularmente “patotas”— que allanaban embozados sus domicilios en altas horas de la noche. Los comandos armados ocultaban su identidad. Entraban por la fuerza a la morada de los perseguidos, los golpeaban brutalmente, aterrrorizaban a sus padres y a sus hijos a quienes obligaban a ver los hechos como arma de presión contra las víctimas, y luego se las llevaban encapuchadas con destino incierto. Nunca más se volvía a saber de ellas. Se había implantado una verdadera “técnica de la desaparición” capaz de no dejar rastros. “De ahí se partía —dice el Informe de Ernesto Sábato— hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: ‘abandonad toda esperanza, los que aquí entráis”.
En los centros clandestinos de detención eran sometidos a las más crueles y ultrajantes torturas. La represión encontraba en ellos un efecto multiplicador, porque los infelices, para librarse de los suplicios, daban cualquier nombre, cualquier información, por descabellados que fueran, e inmediatamente los patotas iban tras sus nuevas víctimas. Así se multiplicaron los “desaparecidos”.
En los centros de detención la palabra siniestra era “traslado”. Después de las torturas se anunciaba a los secuestrados que iban a ser “trasladados”. Ellos escuchaban esta palabra con horror. Ella significaba la muerte. Sabían que el tiro en la nuca o el lanzamiento al altamar era su destino inexorable.
Estas víctimas pasaron a integrar el fantasmal grupo de “los desaparecidos”. Nadie sabía dónde estaban, el gobierno negaba sus detenciones, las cárceles no los tenían en sus celdas, la justicia los desconocía, sus familiares no volvieron a saber de ellos. En torno suyo sólo había un aciago silencio.
Años después, el 3 de marzo de 1995, el excapitán de corbeta Adolfo Scilingo reveló públicamente que, en los llamados “vuelos de la muerte”, la Escuela de Mecánica de la Armada arrojó al mar desde sus aviones a miles de prisioneros políticos. Explicó que se los conducía bajo el efecto de narcóticos y se los lanzaba a las aguas. Así murieron miles de argentinos. Eran vuelos de aviones militares de los que no se dejaba registro. El oficial pidió al presidente Carlos Menem y a los jefes militares que no ocultaran más este asunto y dieran a conocer al país por lo menos la identidad de las víctimas para que no las buscaran más.
La declaración de Scilingo fue seguida de varias otras. El sargento Víctor Ibáñez ratificó en toda su extensión las palabras del oficial de la Marina e identificó por sus nombres a un grupo de “desaparecidos” que fue arrojado al mar por elementos del ejército en 1977. Afirmó que él participó en la operación y pidió a las madres de aquellos “desaparecidos” que no los buscaran más. Los medios de comunicación recogieron esta dramática declaración. El ambiente se volvió irrespirable. Y, en un movimiento táctico para calmar a la gente, el General Martín Balza, jefe del ejército, reconoció públicamente dos días más tarde, a través de las cámaras de televisión, la responsabilidad de los militares en la represión ilegal contra los ciudadanos adversos al gobierno durante el régimen dictatorial. En alusión a las torturas y a la ejecución sumaria de miles de jóvenes argentinos dijo que esos fueron métodos “ilegítimos”. “Sin eufemismos —agregó— digo claramente que delinque quien vulnera la Constitución, delinque quien imparte órdenes inmorales, delinque quien cumple las órdenes inmorales y quien, para cumplir un fin que cree justo, emplea métodos injustos e inmorales”. El jefe militar reconoció públicamente que durante ese período de gobierno se cometieron numerosos homicidios y que miembros del ejército actuaron fuera de la ley durante las faenas de represión política. Por lo cual ofreció disculpas a la sociedad, aunque el general Luciano Benjamín Menéndez, comandante del tercer cuerpo del ejército, respondió que las fuerzas armadas “no tienen de qué disculparse” porque “ganaron la batalla contra la subversión”.
Estas declaraciones causaron una gran conmoción en la Argentina. Los líderes políticos de oposición, los organismos defensores de los derechos humanos, las madres de la Plaza de Mayo, los medios de comunicación y la opinión pública exigieron al gobierno una explicación.
La ola de escándalo que ellas produjeron en la opinión pública argentina y mundial se complicó aun más cuando las madres de la Plaza de Mayo, que por más de veinte años han bregado por conocer el destino de los “desaparecidos”, condenaron con suma dureza a los sacerdotes católicos que colaboraron con el régimen militar en las operaciones represivas. Aseguraron que la alta jerarquía fue cómplice de estas atrocidades o mantuvo silencio frente a ellas. La Iglesia Católica argentina, acorralada por las confesiones de los militares sobre los horrores de la guerra sucia, ofreció hacer un “mea culpa” que en realidad nunca lo hizo a pesar de los deseos de los más progresistas de los obispos. A título personal el obispo de Quilmes, Jorge Novak, pidió públicamente “perdón a Dios y a la sociedad” por las “omisiones, cobardías y complicidades” de los dignatarios de la Iglesia durante ese trágico período.
A fines de diciembre de 1997 el juez español Baltasar Garzón, quien tenía a su cargo la investigación del asesinato y desaparición de ciudadanos españoles durante la dictadura militar argentina, dictó órdenes de captura bajo la acusación de <genocidio contra diez jefes militares argentinos, entre los que estaban el excomandante en jefe de la Armada Eduardo Emilio Massera y el excapitán Adolfo Scilingo. Massera integró la primera junta de gobierno militar con el general Jorge Rafael Videla y el comodoro de la fuerza aérea Orlando Ramón Agosti. Simultáneamente en Argentina ocurrían dos hechos muy significativos: el presidente Carlos Menem anunciaba su intención de demoler el edificio de la siniestra Escuela de Mecánica de la Armada para poner en su lugar un espacio verde de la “unión nacional” y diputados de la oposición al gobierno presentaban proyectos para la abrogación de las llamadas leyes de “punto final” y “obediencia debida”, dictadas en 1987, que pusieron fin a los juicios contra los autores de la represión política y en virtud de las cuales el presidente Menem indultó a los jefes militares de la dictadura.
En medio de esta complicada trama, a mediados de enero de 1998, un joven capitán de fragata en servicio pasivo de la Armada argentina, que había participado activamente en la “guerra sucia”, declaró al semanario izquierdista “Tres Puntos” de Buenos Aires que él era “el hombre mejor preparado para matar a un político o a un periodista” y aseguró que si sus camaradas de armas le “proponen liderar un levantamiento militar” en las fuerzas armadas argentinas hay medio millón de hombres como él, dispuestos a matar. Al responder a la pregunta sobre el destino de los diez mil desaparecidos en la “guerra sucia” dijo: “Los mataron, no había otro camino”. Y advirtió: “No nos sigan acorralando porque no sé cómo vamos a responder. Están jugando con fuego”.
Las cosas se complicaron todavía más con la prisión de los exdictadores militares Jorge Videla, Emilio Massera, Leopoldo Galtieri y Reynaldo Bignone bajo la acusación de secuestro y apropiación de infantes detenidos junto a sus madres, que después fueron asesinadas, o nacidos durante el cautiverio de ellas en la siniestra “maternidad” clandestina que funcionaba en la Escuela de Mecánica de la Armada, convertida en el principal de los 340 centros secretos de detención política en el curso de la guerra sucia.
Durante la dilatada etapa dictatorial desaparecieron alrededor de 400 niños. Algunos de ellos murieron pero otros son hoy adultos y en algunos casos han reclamado sus apellidos y su origen —como lo hicieron Javier Gonzalo Vildoza, Paula Cortassa y varios otros— con base en pruebas genéticas que demostraron su verdadera identidad, no obstante que sus madres desaparecieron.
Los jefes militares acudieron a dos modalidades para desarraigar a los niños de sus hogares y entregarlos en propiedad a los asesinos de sus padres o a los amigos y secuaces de ellos: allanaban las casas de los perseguidos, los detenían y secuestraban a su hijos; o se llevaban los recién nacidos inmediatamente después de los partos y luego eliminaban a sus madres.
La primera acusación contra los jefes militares fue formulada por el fiscal federal Eduardo Freiler el 7 de agosto de 1998. Luego vinieron otras: sustitución de identidad, reducción a la servidumbre y privación ilegal de la libertad, que dieron lugar a alrededor de 80 juicios penales en los tribunales de justicia argentinos. Y esos hombres otrora todopoderosos, que tanto terror infundieron, fueron a parar a la cárcel.
El 30 de diciembre de 1999 el juez Baltasar Garzón dictó una orden internacional de detención contra 48 militares y policías argentinos por delitos de genocidio, torturas y terrorismo de Estado durante la dictadura militar, entre ellos contra los exgenerales Videla, Galtieri y Lambruschini y el exalmirante Massera.
En septiembre del 2000 el jefe del ejército argentino, general Ricardo Brinzoni, pidió perdón públicamente por las responsabilidad que pesa sobre la institución militar en los crímenes cometidos durante el régimen de facto. Manifestó: “nos acordamos de aquellos hechos dramáticos y crueles del pasado con espiritu de reconciliación y, una vez más, pedimos perdón por nuestras responsabilidades”.
Esto ocurrió un día después de que las autoridades de la Iglesia Católica hicieron un mea culpa por el apoyo y colaboración prestados por muchos de sus sacerdotes al gobierno dictatorial.
El juez mexicano Jesús Luna expidió un dictamen favorable a la extradición a España del excapitán de corbeta argentino Ricardo Miguel Cavallo —apresado en territorio mexicano— requerida por el juez español Baltasar Garzón bajo la acusación de terrorismo, tortura y genocidio ejecutados durante la “guerra sucia” mientras prestaba sus servicios a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). En lo que fue una decisión histórica, porque era la primera vez que un acusado de violación de los derechos humanos había sido extraditado a un país diferente de aquel en que se cometieron los delitos, el Secretario de Relaciones Exteriores de México Jorge Castañeda dispuso que se cumpliera la orden judicial.
El 6 de marzo del 2001 el juez argentino Gabriel Cavallo declaró “nulas, inválidas e insconstitucionales” las leyes de punto final y de obediencia debida dictadas en 1986 y 1987 por el parlamento para eximir de juicios penales a los elementos militares que violaron los derechos humanos durante la dictadura.
La Corte Suprema de Justicia ratificó esta decisión el 14 de junio del 2005 y declaró inconstitucionales tales leyes que exculparon a centenares de militares acusados de crímenes contra la humanidad en el curso de la guerra sucia entre 1976 y 1983.
En el año 2002 el Departamento de Estado de los Estados Unidos “desclasificó” 4.677 documentos secretos relacionados con violaciones de los derechos humanos y represión política durante la dictadura militar argentina. Tales documentos corresponden al lapso comprendido entre 1976 y 1983. A partir de ese momento los documentos estuvieron disponibles en un sitio de internet y en la biblioteca de la propia oficina Freedom of Information Act del Departamento de Estado. Además, el gobierno norteamericano entregó copias de ellos a los gobiernos de Argentina y Uruguay, que ayudaron también a proyectar luz sobre los actos de la dictadura militar uruguaya —desde 1973 hasta 1985— y la violenta desaparición de sus opositores políticos. En este lapso desaparecieron alrededor de ciento ochenta ciudadanos uruguayos en suelo argentino por acciones conjuntas entre los cuerpos represivos de ambas dictaduras en el marco del denominado Plan Cóndor, concertado por los gobiernos dictatoriales de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay para reprimir a sus adversarios políticos.
Durante esta aciaga época de la política latinoamericana miles de personas desaparecieron o fueron asesinadas y centenares de niños de pecho de las madres desaparecidas fueron robados por sus captores. El excapitán argentino Adolfo Scilingo declaró a la revista “Time” en 1995 que, en el curso de la guerra sucia, ayudó a “desaparecer” a presuntos izquierdistas argentinos arrojándolos al océano desde aviones. “Estaban inconscientes. Los desnudábamos y, cuando el comandante de vuelo daba la orden, abríamos la puerta y los tirábamos, desnudos, uno a uno”, explicó. Diez años después, en abril del 2005, la Audiencia Nacional española, que juzgó a Scilingo, lo condenó a seiscientos cuarenta años de reclusión por sus delitos contra la humanidad durante la dictadura militar.
El juez de la Audiencia Nacional de España, Baltasar Garzón, ordenó en junio del 2003 la prisión preventiva incondicional del militar argentino retirado Ricardo Cavallo, acusado de genocidio y terrorismo durante la dictadura militar. Éste fue extraditado desde México para que compareciera ante el juez Garzón, en una medida calificada de histórica por organizaciones defensoras de los derechos humanos. Pero el 31 de marzo del 2008 fue extraditado hacia Argentina por petición de sus tribunales.
El exalmirante Emilio Massera fue condenado en 1985 a prisión perpetua, inhabilitación absoluta y pérdida del grado militar por los crímenes cometidos durante la dictadura, pero en 1990 se benefició del indulto decretado por el presidente Carlos Menem y recuperó su libertad. En 1998 una jueza federal ordenó su prisión preventiva por considerarlo responsable del secuestro de hijos de los desaparecidos y ocultamiento de su identidad, delitos no sometidos a prescripción. La Corte Suprema de Justicia argentina confirmó la nulidad de los indultos presidenciales. En noviembre de 1999 el juez español Baltasar Garzón procesó a Massera y dictó una orden de detención internacional, por lo que en febrero de 2007 el gobierno español pidió su extradición. Pero estas disposiciones judiciales no pudieron cumplirse porque en el 2005 el represor había sido declarado “demente” por causa de un aneurisma cerebral sufrido en el 2002 y, por tanto, “incapaz” de ser juzgado y encarcelado. Massera murió el 8 de noviembre del 2010.
El exdictador Jorge Rafael Videla —a los 86 años de edad— fue condenado el 5 de julio del 2012 por el Tribunal Oral Federal a cumplir cadena perpetua por la “práctica sistemática y generalizada” de robo de niños durante el régimen militar que presidió. Y en la misma sentencia se condenó al exdictador Reynaldo Benito Bignone —de 84 años de edad— a quince años de prisión por su participación en los mismos delitos. Pero el 14 de marzo del 2013 Bignone recibió una nueva sentencia —esta vez a cadena perpetua— por los crímenes cometidos en el centro clandestino de detención y tortura del Campo de Mayo, al noroeste de Buenos Aires, por el que pasaron alrededor de cinco mil secuestrados. Bignone asumió el poder dictatorial como consecuencia de la catastrófica derrota y rendición de las fuerzas armadas argentinas en la guerra de las Malvinas contra Inglaterra en 1982. Videla murió en la prisión el 17 de mayo del 2013 y no recibió honores militares en su sepelio.
Leopoldo Fortunato Galtieri fue sentenciado a prisión y degradado en 1988 por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas durante el gobierno del presidente Raúl Alfonsín, pero fue también indultado por el presidente Menem en 1990, en una decisión que produjo mucha polémica. En marzo de 1997 el Juzgado Número Cinco de la Audiencia Nacional española decretó contra él prisión provisional incondicional por los delitos de asesinato, desaparición forzosa y genocidio, y cursó una orden de captura internacional y de extradición. En julio de 2002 fue sometido a prisión preventiva y arresto domiciliario por la reapertura de las causas de desaparición de menores y otros crímenes contra la humanidad durante el período de su servicio al frente del Segundo Cuerpo de Ejército. Su deteriorada salud, a causa de su alcoholismo crónico, y su avanzada edad determinaron que guardara prisión domiciliaria hasta su muerte el 12 de enero del 2003.
Por las ejecuciones, secuestros, torturas y desapariciones de 720 víctimas —311 de ellas aún desaparecidas— las cortes de justicia de la ciudad argentina de Córdoba condenaron a cadena perpetua en el 2016 a veintiocho represores de la dictadura militar argentina, entre ellos el general Luciano Benjamín Menéndez, jefe del III Cuerpo de Ejército desde 1975 hasta 1979, por su directa culpabilidad en las desapariciones y delitos de lesa humanidad cometidos durante los años dictatoriales en los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio de Córdoba.
Menéndez —el militar argentino con mayor número de condenas a prisión perpetua en la historia de su país— había recibido en diciembre del 2009, junto a otros represores, la condena a cadena perpetua. Pero antes, el 29 de diciembre de 1997, en el juicio por los actos de terrorismo y genocidio contra los ciudadanos españoles desaparecidos en Argentina, el Magistrado-Juez del Juzgado Central de Instrucción nº 5 de Madrid, Baltasar Garzón, había solicitado la detención y extradición de 45 militares argentinos —entre los que estaba Menéndez—, que habían sido condenados a reclusión perpetua por el magistrado español en razón de los crímenes de genocidio, terrorismo de Estado y tortura durante el régimen dictatorial argentino.
El 27 de mayo del 2016 el Tribunal Oral en lo Criminal, Federal 1 de Argentina condenó a prisión a los ejecutores del Plan Cóndor, aplicado de manera coordinada por las dictaduras militares de Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia a mediados de los años 70 y comienzos de los 80. El poder judicial argentino inició el juicio penal en el año 2003 contra 32 acusados de actos de lesa humanidad —asesinato, secuestro y tortura de opositores políticos— , de quienes sólo 17 llegaron vivos al momento de expedición de la sentencia.
Los condenados fueron: Santiago Omar Riveros, Miguel Angel Furci y Manuel Piacentini: 25 años de prisión; Reynaldo Benito Bignone —quien cumplía varias condenas por actos de lesa humanidad como dictador 1976-1983— 20 años adicionales de prisión; Rodolfo Feroglio: 20 años de prisión; Humberto Román: 18 años de prisión; Enrique Olea, Antonio Vañek y Eugenio Perelló: 13 años de prisión; Eduardo Samuel de Lío, Luis Sadi Pepa, Carlos Tedesco, Felipe Alespeiti y Néstor Falcón: 12 años de prisión; y Federico Minicucci: 8 años de prisión.
Los acusados Juan Avelino Rodríguez y Carlos Tragant fueron absueltos.
Después de la mencionada desclasificación por el gobierno norteamericano de los cuatro mil documentos reservados en el año 2002, el presidente Barack Obama el 8 de agosto del 2016 desclasificó e hizo públicas 1.078 nuevas páginas secretas de los servicios de inteligencia norteamericanos sobre la dictadura militar argentina de los años 1976-1983, que estaban en los archivos reservados de las administraciones presidenciales de Gerald R. Ford (1974-1977), Jimmy Carter (1977-1981), Ronald W. Reagan (1981-1989) y George Bush (1989-1993).
Hay que recordar que, a diferencia de los otros presidentes, Carter fue un fuerte crítico de las juntas militares argentinas y de la que ellas implementaron.
Los documentos revelaron las tensiones que se dieron entre el presidente Carter, impulsor de una política exterior protectora de los derechos humanos, y la dictadura militar argentina, frente a la cual Moscú y los miembros de su bloque guardaron silencio porque en aquellos tiempos la Unión Soviética era una gran compradora de granos argentinos.
El gobierno de Buenos Aires presidido por Mauricio Macri expresó que los nuevos documentos desclasificados brindaban una “ayuda importante” a los juicios por violación de los derechos humanos que se tramitaban en Buenos Aires, al tiempo que Obama reconoció que los Estados Unidos tardaron en defender los derechos humanos y condenar sus violaciones durante los regímenes militares argentinos.
Copias de aquellos documentos fueron distribuidas por el gobierno de Buenos Aires la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, al Equipo de Antropólogos Forenses, a los familiares de los desaparecidos y a otras entidades vinculadas con la defensa de los derechos humanos.
El periodista y escritor argentino Horacio Verbitsky, en su libro “El Silencio: de Paulo VI a Bergoglio” (2005), relata la complicidad de la Iglesia Católica con la dictadura militar argentina de los años 70 del siglo anterior que asesinó a 8.960 opositores políticos, hasta el punto de que El Silencio —un pequeño predio bonaerense de propiedad eclesiástica en la zona turística de Tigre, que era el lugar de descanso y recreo de Jorge Bergoglio, cardenal obispo de Buenos Aires— se convirtió en un centro de torturas clandestino operado por la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) —uno de los principales centros de detención y tormento del régimen— a donde fueron a parar el 23 de mayo de 1976, entre muchos otros perseguidos políticos, los sacerdotes jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics que vivían y trabajaban en los barrios proletarios de Buenos Aires, acusados de sospechosos contactos guerrilleros por los agentes de la dictadura del general Jorge Rafael Videla. “La Iglesia —escribe Verbitsky— no sólo bendijo las armas de la dictadura y justificó la tortura con argumentos teológicos, sino que también fundamentó, a lo largo de todo el siglo XX, el desprecio por la democracia, por la voluntad popular, por la libertad de expresión y por la libertad crítica que está en la base de todas las intervenciones militares en la política”. Y acusó directamente al papa Paulo VI, al nuncio apostólico Pío Laghi, al cardenal Antonio Caggiano, al vicario castrense Adolfo Tortolo y al entonces cardenal argentino y autoridad provincial de la Compañía de Jesús —hoy pontífice de Roma— Jorge Bergoglio, entre otros, de complicidad con la dictadura militar argentina. Atribuyó a Bergoglio el haber denunciado ante los militares la complicidad de los sacerdotes Yorio y Jalics con la insurgencia “comunista”, a causa de lo cual éstos fueron detenidos y torturados a lo largo de cinco meses en aquel lugar.
Organizaciones de defensa de los derechos humanos formularon la misma acusación.
Pero Bergoglio lo negó y dio otra versión de los acontecimientos. Dijo que había gestionado ante el general Videla y el almirante Massera la liberación de los sacerdotes. Sin embargo, Yorio negó ante Verbitsky que Bergoglio hubiera intervenido por su excarcelación. “No tengo ningún motivo —dijo— para pensar que hizo algo por nuestra libertad, sino todo lo contrario”.
Y Francisco Jalics, en su libro “Ejercicios de meditación”, publicado en 1995, escribió con clara referencia al cardenal argentino: “Mucha gente que sostenía convicciones políticas de extrema derecha veía con malos ojos nuestra presencia en las villas miseria. Interpretaban el hecho de que viviéramos allí como un apoyo a la guerrilla y se propusieron denunciarnos como terroristas. Nosotros sabíamos de dónde soplaba el viento y quién era responsable por estas calumnias. De modo que fui a hablar con la persona en cuestión y le expliqué que estaba jugando con nuestras vidas. El hombre me prometió que haría saber a los militares que no éramos terroristas. Por declaraciones posteriores de un oficial y 30 documentos a los que pude acceder más tarde pudimos comprobar sin lugar a dudas que este hombre no había cumplido su promesa sino que, por el contrario, había presentado una falsa denuncia ante los militares”.
Pero posteriormente —cuando se armó en Argentina la encendida controversia que sobre el tema— Jalics expresó que él y el nuevo papa se “reconciliaron” y “abrazaron solemnemente” en una reunión ocurrida en el año 2000 —aunque no señaló los motivos del distanciamiento o la enemistad con el entonces cardenal que indujeron finalmente hacia esa reconciliación— y que “es un error afirmar que nuestra captura ocurrió por iniciativa del padre Bergoglio”.
Verbitsky, en otro de sus libros —”Doble juego. La Argentina católica y militar” (2006)—, presentó pruebas de nuevas conexiones entre la Iglesia y los dictadores, reveló secretos que se habían mantenido escondidos y reiteró sus mencionadas acusaciones contra los altos prelados eclesiásticos.
Y continuó con sus investigaciones.
Afirmó que halló nuevos documentos eclesiásticos que comprometían a Bergoglio en el caso de los sacerdotes Yorio y Jalics. Y el 18 de abril del 2010 publicó en el periódico bonaerense “Página 12” cinco testimonios adicionales sobre la relación de Jorge Bergoglio con las detenciones de sacerdotes y de catequistas bajo sospecha de vinculaciones con los comunistas.
Ante tan graves acusaciones, la defensa del cardenal argentino se concretó en el pequeño libro “El jesuita: conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio”, escrito por los periodistas Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti y publicado en el año 2010, que contiene una serie de datos biográficos del prelado y en cuyas páginas éste niega haber tenido relación con la dictadura. Y, con referencia a los sacerdotes torturados, dice: “Nunca creí que estuvieran involucrados en ‘actividades subversivas’ como sostenían sus perseguidores, y realmente no lo estaban. Pero, por su relación con algunos curas de las villas de emergencia, quedaban demasiado expuestos a la paranoia de caza de brujas. Como permanecieron en el barrio, Yorio y Jalics fueron secuestrados durante un rastrillaje”.
No obstante, el exgeneral Jorge Rafael Videla, en una de las numerosas entrevistas que mantuvo con el periodista Ceferino Reato en su celda del Campo de Mayo entre octubre del 2011 y marzo del 2012, declaró: “La Iglesia no nos lastimaba. Le sobraba comprensión (…) Se manejaba con prudencia: decía lo que tenía que decir sin crearnos situaciones insostenibles. En ese contexto, la relación fue muy buena”.
En todo caso, estuvo muy claro que el cardenal Bergoglio no formó parte del pequeño grupo de obispos y sacerdotes que cuestionaban a la dictadura por las sangrientas violaciones de los derechos humanos en aquellos años.
La guerra sucia en Chile, que se la había mantenido tapada por un impenetrable manto de silencio, complicidades y temor por casi una década, quedó al descubierto el 30 de junio de 1999 con la desclasificación y divulgación de 5.800 documentos secretos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y de otros organismos de información norteamericanos que revelaron que durante la dilatada y sangrienta dictadura militar encabezada por el general Augusto Pinochet —que se inició el 11 de septiembre de 1973 con el bombardeo al palacio presidencial y el derrocamiento y muerte del presidente Salvador Allende y que concluyó en marzo de 1990— funcionó la llamada Operación Cóndor que fue una empresa transnacional del crimen destinada a secuestrar, asesinar, torturar y desaparecer los cadáveres de los opositores políticos al régimen de facto.
Antes habían quedado al descubierto las siniestras actividades de la caravana de la muerte encabezada, bajo las órdenes del general Manuel Contreras, por el general Sergio Arellano Stark e integrada por los oficiales Sergio Arredondo González, Pedro Espinoza Bravo y Marcelo Morén Brito, que recorrió el país deteniendo, torturando y matando de la manera más despiadada a quienes suponía opositores a la dictadura. La madre de Eugenio Ruiz Tagle, gerente de la empresa Inacesa hasta el golpe militar y una de las víctimas de la caravana, declaró que al cadáver de su hijo en el ataúd le faltaba un ojo y que su rostro estaba deformado por los golpes. En su testimonio ante la Comisión de los Derechos Humanos en Ginebra, el dirigente sindical chileno Víctor Toro Ramírez declaró el 1º de febrero de 1977: “Yo estaba en Villa Grimaldi y junto con otros compañeros fui testigo de los crímenes más salvajes y brutales perpetrados por la DINA. Yo vi cómo colgaron de un árbol en el patio a Alfredo Gallardo, de los testículos. Yo escuché su último gemido cuando moría. Marcelo Morén personalmente aplicó aceite hirviendo y corriente eléctrica a los cuerpos desnudos de Catalina Gallardo y Mónica del Carmen Pacheco mientras ellas estaban colgadas de los pies”. A finales de enero del 2001 el general en retiro Joaquín Lagos, que desempeñó la jefatura de la primera división del ejército con asiento en Antofagasta durante los años iniciales de la dictadura, formuló declaraciones espeluznantes en la televisión chilena. Relató la forma en que se encontraban los cadáveres de quienes fueron ejecutados por la caravana de la muerte en octubre de 1973: “Me daba vergüenza verlos. Si estaban hechos pedazos. Les sacaban los ojos con cuchillos, les quebraban las mandíbulas, les quebraban las piernas. Al final les daban el golpe de gracia”. Y agregó: “Se los mataba de modo que murieran lentamente. O sea, a veces los fusilaban por partes: primero, las piernas; después los órganos sexuales; después, el corazón”.
Según los informes secretos de la CIA, la Operación Cóndor se puso en marcha en 1976, con sede en Chile y con alcance en varios otros países, para recoger información sobre izquierdistas y comunistas y “eliminar las actividades terroristas marxistas de los países miembros”.
Fue una organización secreta que implantó el terrorismo de Estado dentro y fuera de las fronteras chilenas. Para ello concluyó pactos multinacionales y coordinó las acciones de los aparatos represivos de varios países sometidos a regímenes militares: Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia. Desde 1978 también participaron Ecuador, Colombia, Venezuela y Perú aunque sólo en tareas de espionaje, cruce de información, fichaje de los elementos subversivos de América Latina y guerra psicológica.
Durante el período dictatorial chileno de 17 años la Operación Cóndor y otros programas oficiales del crimen exterminaron a 3.197 personas de las filas de la izquierda y centroizquierda políticas —2.095 muertas y 1.102 desaparecidas— y cerca de 20 mil fueron apresadas y torturadas en el siniestro plan operativo de “limpieza ideológica”. Los asesinatos, torturas y desapariciones fueron ejecutados, en el territorio chileno, principalmente por la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) —cuerpo policial represivo que respondía a las órdenes del dictador— pero sus operaciones exteriores fueron articuladas con los respectivos aparatos de inteligencia y de represión de los otros países.
Uno de los documentos desclasificados por la CIA demuestra que el jefe de la tenebrosa DINA, general Manuel Contreras, solicitó a Pinochet una partida especial de 600 mil dólares para “gastos adicionales” necesarios para “neutralizar” a los adversarios de la dictadura en el exterior e infiltrar agentes en las sedes diplomáticas de Chile acreditadas en Perú, Brasil, Argentina, Venezuela, Costa Rica, Bélgica e Italia.
El 30 de septiembre de 1974 —a un año y 19 días del asalto de Pinochet al poder— agentes chilenos y argentinos de la Operación Cóndor asesinaron al general Carlos Prats y a su mujer, exiliados en Buenos Aires, mediante una bomba explosiva instalada en su automóvil. El general Prats había desempeñado durante el gobierno de Allende la comandancia del ejército, los ministerios de Defensa y del Interior y la Vicepresidencia de la República. El juicio contra los autores del asesinato lleva más de 25 años sin resolverse en el primer juzgado del crimen federal de Buenos Aires.
En la tarde del 6 de octubre de 1975 agentes chilenos y argentinos al servicio de la DINA y de la Operación Cóndor fracasaron en su intento de matar a tiros al diputado chileno Bernardo Leighton y a su mujer en Roma y el 1º de junio de 1976 un comando de estas organizaciones secuestró y asesinó al general Juan José Torres, expresidente de Bolivia.
Con el apoyo logístico de los servicios secretos argentino y paraguayo, el mercenario norteamericano Michael Townley y el chileno Armando Fernández Larios viajaron a Washington con los pasaportes e identidades falsos otorgados por el Servicio de Inteligencia de Paraguay (SIP) y asesinaron al exministro de relaciones exteriores de Chile Orlando Letelier el 21 de septiembre de 1976 mediante la activación de una bomba de tres kilos de explosivos instalada por Townley bajo los asientos del vehículo.
Forzados por la extradición solicitada por el gobierno norteamericano en razón del asesinato de Letelier, los tribunales chilenos, al negar la petición, se vieron en el trance de procesar a los principales jefes de la DINA bajo la acusación de asesinato y tortura: el general Manuel Contreras, su jefe principal; el coronel Pedro Espinoza, subjefe; y el general Raúl Iturriaga Neumann, jefe del Departamento Exterior, mientras el sicario norteamericano Michael Townley, perito en explosivos, y el capitán Fernández Larios permanecían encausados y detenidos en los Estados Unidos. En marzo del 2000 el coronel Espinoza afirmó que hubo una conjura para encubrir la responsabilidad de Pinochet en este crimen y reveló un documento notarial de 1978, que se lo había mantenido cerrado, en el que asegura que fue “presionado moralmente” para mentir a fin de evitar que se acusara al dictador del asesinato. Textualmente dice en ese documento de cuatro páginas que “se le obligó a mentir con el objeto de proteger al general Pinochet por razones superiores”.
A comienzos de diciembre del 2007, el general Contreras ratificó una afirmación suya anterior: que los asesinatos del general Prats y de Orlando Letelier se cumplieron por orden expresa de Pinochet.
A sus 86 años de edad, Contreras —exjefe de la temida policía política de la dictadura— fue condenado el 20 de mayo del 2015 por la Corte Suprema de Justicia a 505 años de prisión —la sentencia más extensa en la historia de la justicia chilena— por los crímenes cometidos durante el régimen dictatorial. Esa pena se unió a otras anteriores por los asesinatos del general Carlos Prats y del excanciller Orlando Letelier. Pero Contreras murió el 7 de agosto del mismo año aquejado de varias enfermedades.
A finales de los años 90 el juez español Baltasar Garzón, invocando la “Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes” aprobada por las Naciones Unidas en 1984, pidió la extradición de Pinochet, que en ese momento estaba en Londres, bajo la acusación de tortura contra ciudadanos españoles y de otras nacionalidades.
En su acusación el juez Garzón sostuvo que la Operación Cóndor fue creada para “viabilizar la represión violenta contra las víctimas e instaurar el terror entre los habitantes, más allá de las fronteras. Es una organización delictiva cuya única finalidad fue conspirar, desarrollar y ejecutar un plan criminal sistemático de detenciones ilegales, secuestros, torturas seguidas de muertes, expulsiones de millones de personas y desapariciones selectivas”.
La justicia británica ordenó la detención preventiva del acusado en Londres el 16 de octubre de 1998. Después de numerosos incidentes judiciales promovidos por sus abogados defensores, el juez londinense Ronald Bartle falló a favor de la extradición de Pinochet a España por 34 cargos de tortura cometidos durante los últimos 15 meses de su dictadura, desoyendo la ridícula alegación de los abogados del exdictador de que se violaba la soberanía de Chile. Con su fallo el juez reafirmó la competencia de la justicia inglesa para resolver la petición de extradición, en razón de que el acusado estaba en territorio británico, y la competencia de la justicia española para juzgar las acusaciones de tortura de acuerdo con la convención de las Naciones Unidas. Frente al contraste judicial, tanto el gobierno demócratacristiano del presidente Eduardo Frei como los corifeos de los grupos ultraderechistas chilenos invocaron razones humanitarias y pidieron compasión y clemencia para Pinochet, en lo que, irónicamente, fue la invocación de las consideraciones humanitarias y de la clemencia que el tirano nunca tuvo para sus víctimas. Finalmente la justicia británica aceptó las alegaciones de la defensa de Pinochet y, fundándose en motivos humanitarios —la avanzada edad y la mala salud del exdictador—, ordenó su regreso a Chile en febrero del 2000.
El tema de la dictadura chilena, por supuesto, desbordó los límites de su país y despertó el interés mundial porque de lo que se trataba era de establecer un precedente para que los sátrapas y sicofantas, después de sembrar de cadáveres sus geografías, no pudieran eludir su responsabilidad ante la justicia para acogerse a los beneficios del asilo y de su riqueza mal habida en tierras extranjeras.
La justicia chilena, fuertemente presionada por los familiares de los desaparecidos, por los organismos de derechos humanos y por la opinión pública, resolvió encausar al exdictador bajo múltiples cargos de tortura, asesinato y genocidio. Pinochet tuvo que afrontar 240 querellas criminales ante los tribunales chilenos. A principios de enero del 2001 el presidente socialista Ricardo Lagos, con base en informes militares que se conocieron en la “mesa de diálogo” integrada por oficiales de las fuerzas armadas, personeros de las organizaciones de derechos humanos y representantes de diversas iglesias, confirmó en un mensaje dirigido al pueblo chileno que durante la dictadura de Pinochet muchos de los desaparecidos fueron arrojados al mar, a los ríos o a los lagos o abandonados en las altas cumbres de las montañas, de modo que sus cadáveres no podrán ser encontrados.
El exdictador fue sometido en enero del 2001 a exámenes médicos, psiquiátricos y neurológicos para descartar la posibilidad de que, con sus 85 años a cuestas, sufriera demencia senil. Los exámanes determinaron “demencia subcortical de origen vascular moderada” que no obstaculizaba el procesamiento. El juez Juan Guzmán Tapia lo convocó entonces para rendir su declaración indagatoria en enero de ese año. Como resultado de esta diligencia judicial, dispuso el procesamiento de Pinochet bajo la acusación de “coautor, inductor y encubridor” de 57 ejecuciones y 18 secuestros cometidos por la tristemente célebre caravana de la muerte y ordenó su arresto domiciliario. La opinión pública chilena se estremeció. Se abrió un debate con una alta carga emotiva entre los partidarios y los impugnadores de la resolución judicial. Los abogados de Pinochet apelaron de ella y la 5ª sala de la Corte de Apelaciones dictaminó el 8 de marzo que debía proseguir el juicio aunque no bajo la acusación de autor sino de encubridor de los delitos que se le imputaban. Como consecuencia de esta decisión judicial, el juez Guzmán ordenó la libertad de Pinochet bajo fianza —después de 44 días de arresto domiciliario—, previo el cumplimiento del trámite legal de ficharlo en el prontuario penal y bajo advertencia de que no podía salir de Chile. Cosa que, por lo demás, no le hubiera sido posible puesto que también pesaba sobre él la orden internacional de búsqueda y captura impartida por un juez argentino por el asesinato del general Carlos Prats y su esposa ocurrido en Buenos Aires en 1974.
Despojado de su inmunidad por la Corte Suprema de Justicia de Chile en junio del 2005, Pinochet fue acusado —aparte de las brutales violaciones de los derechos humanos, los asesinatos, torturas y persecuciones políticas— por peculado, enriquecimiento ilícito, malversación de caudales públicos, exacciones ilegales, falsificación de pasaportes, tráfico de cocaína y fraude fiscal. El juez Sergio Muñoz, que investigó ciento veintiocho cuentas bancarias secretas del exdictador chileno, ordenó la detención de su esposa Lucía Hiriart y de su hijo Marco Antonio Pinochet bajo el cargo de complicidad en el delito de fraude tributario al fisco. Se conoció que el exdictador amasó durante el ejercicio del poder una fortuna que sobrepasaba los 17 millones de dólares, guardada en decenas de cuentas bancarias secretas en el exterior.
El grado de corrupción de Pinochet y su familia pudo saberse en julio del 2005 gracias a una investigación senatorial del Congreso de los Estados Unidos que identificó numerosas y millonarias cuentas secretas manejadas por el exdictador chileno en bancos norteamericanos, a través de las cuales lavó el dinero robado durante el ejercicio de su dictadura. El subcomité permanente de investigaciones del Senado detectó ciento veintiocho cuentas secretas mantenidas por el general Augusto Pinochet en bancos norteamericanos y muchas otras en Argentina, Bahamas, Islas Caymán, Chile, Gibraltar, España, Suiza y Reino Unido durante el ejercicio de su poder dictatorial (1973-1990). El dictador chileno utlizaba numerosos nombres para movilizar ese dinero: “José Ugarte”, “A. Ugarte”, “José Ramón Ugarte”, “A. P. Ugarte”, “José R. Ugarte”, “José Pinochet”, “José P. Ugarte”, “Augusto P. Ugarte”, “Ramón Ugarte”, todos ellos eran variaciones de su propio nombre: Augusto José Ramón Pinochet Ugarte.
Fueron también procesados, dentro del denominado “caso Riggs” —denominación vinculada con el nombre del banco en que se encontraron las primeras cuentas—, la esposa de Pinochet, Lucía Hiriart, y sus hijos Lucía, Jacqueline, María Verónica y Marco Antonio, así como la mujer de éste, Soledad Olave.
Adicionalmente, el diario británico “The Guardian”, que hizo una detenida investigación periodística sobre los manejos económicos de Pinochet, reveló en septiembre del 2005 que el exdictador recibió durante su gobierno “pagos secretos” por 2’098.841 dólares de la British Aerospace —que es la mayor empresa de armamento inglesa— como soborno por la compra de armas para el ejército chileno.
Además, en un informe del juez Carlos Cerda, hecho público el 18 de febrero del 2006, se reveló que Pinochet desvió 285.000 dólares de fondos reservados de la Casa Militar de la Presidencia hacia cuentas bancarias suyas y de los miembros de su familia.
Para establecer la cuantía exacta de la fortuna acumulada por Pinochet la Corte Suprema de Justicia encomendó a expertos de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile la realización de un peritaje técnico. Después de varios meses de estudio, los expertos de la Universidad presentaron el 4 de junio del 2010 un informe de setenta páginas al magistrado de justicia Manuel Valderrama —quien había asumido el denominado caso Riggs—, en el cual se estableció que la fortuna del general alcanzaba 21 millones de dólares, de los cuales solamente cerca de dos millones tenían alguna justificación, ya que provenían de sus remuneraciones como comandante del ejército, después dictador y, finalmente, senador vitalicio. Los 19 millones y fracción restantes no pudieron ser justificados y constituyeron enriquecimiento ilícito.
En un acto que recogerá la historia, el presidente socialista de Chile Ricardo Lagos creó la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura para investigar a fondo y sin restricciones los horrores del régimen de Augusto Pinochet entre septiembre de 1973 y marzo de 1990, para que su pueblo pudiera “conocer aquella parte de la verdad que todavía permanecía oculta a los ojos de mucha gente”.
Después de un año de trabajo, la Comisión entregó su informe al Presidente de la República y en él afirmó que recogió los testimonios de 35.868 personas dentro y fuera de Chile y que, de ellos, 28.000 fueron aceptados como válidos. Ella estableció el contexto en que se produjeron las detenciones, examinó los diferentes períodos de la represión, identificó los métodos de tortura utilizados, hizo el catastro de los centros de detención, analizó el perfil de las víctimas y señaló las consecuencias que los tormentos tuvieron para ellas y sus familias.
Dice el informe que “el análisis de los medios de comunicación durante el régimen militar, a fin de ilustrar cómo la ausencia —ya forzada por la censura y la persecución, o bien voluntaria, en virtud del apoyo dado a las autoridades— de órganos de opinión pública capaces de fiscalizar las acciones cometidas por agentes del Estado o personas a su servicio, favoreció el libre curso de la política represiva”, que hizo de la tortura a los prisioneros políticos una práctica recurrente de las Fuerzas Armadas, el Servicio de Inteligencia Militar (SIM), el Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea (SIFA), el cuerpo de Carabineros y su Servicio de Inteligencia (SICAR), la Policía de Investigaciones y los organismos de seguridad creados por el régimen, como la DINA y la CNI.
El amplio informe, contenido en tres tomos, relata los atroces procedimientos utilizados por los agentes militares y civiles de la dictadura contra los prisioneros políticos. Narra las torturas a que éstos fueron sometidos. Consigna los métodos de increíble crueldad utilizados por los torturadores. Y registra, con base en los relatos de las víctimas, los sistemas de tortura utilizados por el régimen: golpizas reiteradas, lesiones corporales deliberadas, desmembramiento de extremidades, colgamientos, descargas de electricidad, simulacros de fusilamiento, observación del fusilamiento de otros prisioneros, agresiones y violencia sexual, violaciones de mujeres, ruleta rusa, privación e interrupción del sueño, asfixias, inyecciones con ácido, exposición a temperaturas extremas, confinamientos y otras formas de suplicio.
Pudo determinar la Comisión la existencia de 1.132 recintos de detención y tortura en las trece regiones del país.
La Comisión estuvo integrada por Sergio Valech Aldunate, presidente; María Luisa Sepúlveda, vicepresidenta; Miguel Luis Amunátegui, Luciano Fouillioux Fernández, José Antonio Gómez Urrutia, Elizabeth Lira Komfeld, Lucas Sierra Iribarren y Álvaro Varela Walker.
El presidente Ricardo Lagos, al dar a conocer el documento al país en la noche del domingo 28 de noviembre del 2004, se preguntó: “¿Cómo explicar tanto horror? ¿Qué pudo provocar conductas humanas como las que allí aparecen? No tengo respuesta para ello. Como en otras partes del mundo y en otros momentos de la historia, la razón no alcanza a explicar ciertos comportamientos humanos en los que predomina la crueldad extrema”.
Y prosiguió: “Recorrer los miles de testimonios me ha conmovido, como les conmoverá a ustedes cuando los lean; los relatos de las víctimas estremecen. He sentido muy de cerca la magnitud del sufrimiento, la sinrazón de la crueldad extrema, la inmensidad del dolor. Vidas quebradas, familias destruidas, proyectos personales tronchados”.
El exdictador falleció el 10 de diciembre del 2006 en el Hospital Militar de Santiago a la edad de 91 años a causa de un infarto al miocardio complicado con edema pulmonar. La masa salió a cantar y a bailar, en ruidoso festejo, la muerte del exdictador, al tiempo que sus partidarios, que no eran muchos, rindieron homenaje a su memoria. Abrióse un encendido debate nacional acerca de los honores oficiales que debían rendírsele. El gobierno presidido por la socialista Michelle Bachelet le negó los honores de Presidente de la República, puesto que en realidad nunca lo fue, y se le enterró únicamente con los honores militares correspondientes a su última función: comandante de las fuerzas armadas chilenas en el primer tramo de la era democrática.
Cuando se enteró de su fallecimiento el escritor uruguayo Mario Benedetti exclamó: “¡La muerte le ganó a la justicia!”, puesto que Pinochet murió bajo arresto domiciliario, en razón de su edad, pero antes de que los tribunales emitieran sus fallos en las causas penales que se le seguían por violación de derechos humanos y apropiación ilícita de fondos públicos.
Cuatro años después, la Conferencia Episcopal, en nombre de la Iglesia Católica de Chile e invocando el bicentenario de la independencia nacional, entregó al presidente Sebastián Piñera una controversial propuesta de indulto y rebaja de penas en beneficio de los represores de la dictadura de Pinochet que cumplían condenas por violaciones a los derechos humanos. Esto ocurrió el 21 de julio del 2010. En el documento los obispos invocaban “la clemencia y el perdón” para los condenados que hubieren observado buena conducta “y no constituyan un peligro para la sociedad”. La propuesta de la Iglesia encontró el rechazo cerrado de las fuerzas políticas de oposición al gobierno, en tanto que las agrupaciones humanitarias la consideraron “un error” de los prelados porque era “un paso hacia la impunidad”.
Finalmente, el presidente chileno rechazó el indulto a reos de crímenes contra la humanidad durante la dictadura, aunque afirmó que estaba dispuesto a estudiar “de forma muy prudente y restrictiva, caso por caso, de forma que no debilite nuestra lucha frontal contra la delincuencia”.
Siete años después, en el segundo informe de la mencionada Comisión —conocida como Comisión Valech—, que fue entregado al presidente Sebastián Piñera el 18 de agosto del 2011, subió en 9.800 la cifra de los ejecutados, encarcelados, torturados, secuestrados, desaparecidos y más afectados por las violaciones de los derechos humanos durante el régimen de Pinochet. Con lo cual el número verificado de víctimas ascendió a 40.280.