En su original acepción —que es acepción militar— comprende las maniobras de intimidación o de información tendientes a quebrantar la moral de los soldados enemigos y disminuir su capacidad de lucha. Generalmente va dirigida hacia la retaguardia de las tropas contrarias para sembrar en ellas el pesimismo y la desazón. Se utiliza la radio, la prensa clandestina, las hojas volantes lanzadas desde aviones o cualquier otra forma de comunicación para amilanar a los soldados o convencerles de la ilegitimidad de su causa y de la inutilidad de su sacrificio, ya por su inferioridad numérica en el campo de batalla, ya por la supremacía técnica y logística del enemigo, ya por la carencia de respaldo popular, ya por la falta de aliados internacionales. Las >quintas columnas son de gran utilidad para este propósito. Infiltradas en las filas enemigas, ellas se encargan de difundir informaciones y rumores falsos a fin de que cunda en éstas la desmotivación.
Suele decirse que con la guerra psicológica se pretende “vencer sin combatir”, esto es, utilizar armas diferentes a las convencionales, como la propaganda y la información, para debilitar o disuadir al enemigo. En realidad, la guerra psicológica puede acompañar a la guerra regular, como ocurrió, por ejemplo, en la segunda conflagración mundial con las fuerzas aliadas cuyo personal especializado, a través de la radio, la prensa clandestina y las hojas volantes lanzadas desde aviones, contribuyeron a quebrantar la moral de las fuerzas del eje y minaron su decisión de lucha, o puede anteceder a un conflicto y, en este caso, su objetivo táctico es desalentar la voluntad de combate de los soldados enemigos por el arbitrio de presentar las cosas como desfavorables a su causa.
Cuando la guerra psicológica precede a la guerra convencional, su objetivo es lograr una victoria estratégica sin derramamiento de sangre. La historia registra muchos casos de este tipo de guerra.
Estados Unidos desató en septiembre de 1994 una microguerra psicológica contra la dictadura del general Raúl Cedras en Haití con el propósito de presionarle para que se retirase del gobierno, de acuerdo con la decisión tomada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en su nueva línea de la >injerencia humanitaria para precautelar los derechos humanos en la isla.
Se difundió abundante información de que fuerzas militares combinadas de varios países invadirían Haití en los siguientes días o semanas, de que soldados norteamericanos se entrenaban en Puerto Rico con este propósito y de que la invasión era inminente. Simultáneamente se realizaban maniobras navales y aéreas visibles desde las costas de la isla. Los barcos de guerra norteamericanos se acercaron a Saint Marc, Gonaives y Cabo Haitiano para amagar desembarcos. Aviones y helicópteros hicieron vuelos sobre el espacio aéreo de Haití. Finalmente, cuando las cosas estuvieron maduras, se presentó el presidente Bill Clinton en cadena nacional de televisión el día 15 de septiembre de 1994, a las nueve de la noche, para anunciar al pueblo norteamericano que había decidido invadir Haití y echar por la fuerza al gobierno dictatorial, responsable de haber establecido en la isla el imperio del terror. Ante la inminencia de la invasión, el dictador haitiano capituló. Ofreció dejar el poder en dos semanas, como en efecto lo hizo. Retornó al gobierno el presidente derrocado por los militares, Jean Bertrand Aristide, el 15 de octubre de 1994 y la democracia haitiana se restauró de una manera muy original.
Esta fue una típica guerra psicológica contra un país, su gobierno dictatorial, su pueblo y sus fuerzas armadas. Se alcanzaron plenamente los objetivos estratégicos sin disparar un solo tiro.
A partir de la adaptación del concepto militar a la realidad política, la expresión guerra psicológica se usa en este campo para designar la presión a través de amenazas, intimidaciones, contrapropaganda, >desinformación, rumores falsos, noticias alarmantes y otros medios dirigidos hacia los puntos más sensibles de un gobierno, un ejército, un partido o una persona para lograr objetivos políticos. La guerra psicológica en este campo consiste en el uso de similares medios de presión contra los actores políticos a fin de desarmarlos, paralizarlos u obligarlos a hacer algo con la sutil eficacia de la presión psicológica.
Esta es una guerra dirigida contra las mentes, a diferencia de la violencia física contra las personas y los bienes que caracteriza a la guerra convencional. Para alcanzar sus objetivos utiliza los progresos de la psicología y el extraordinario desarrollo de las técnicas de la comunicación. El objetivo de esta guerra es apoderarse de la mente de los hombres y de los pueblos para orientar su conducta en la forma deseada. La ciencia, el arte, la literatura, la política, la economía, la religión y todas las demás manifestaciones del espíritu se ven bombardeados por la guerra psicológica. Su finalidad es crear sentimientos de temor, desconfianza, angustia, fatiga, sorpresa, pánico, depresión, desaliento, derrotismo en los adversarios. Inmovilizarlos y paralizarlos para facilitar así su vencimiento.
A través de la guerra psicológica se puede desmoralizar al enemigo, producir su deserción o imponerle el silencio y la ocultación. Se puede también, con el manejo hábil de motivos movilizadores y con los recursos de la propaganda política, manipular a las masas, hacerles creer lo que al manipulador le conviene, lanzarlas contra el “enemigo común” o neutralizarlas, en una operación masiva de >lavado cerebral o “brain-washing”.
En el curso de la confrontación Este-Oeste se utilizaron frecuentemente los recursos de la guerra psicológica, como parte de la guerra fría cultural que desplegaron los dos bandos contendientes.
Cada episodio de la confrontación estuvo acompañado de presiones y manipulaciones psicológicas para derrotar anímica y emocionalmente al enemigo o, como lo dijo el presidente Dwight Eisenhower (1890-1969), para “ganar las mentes y las voluntades de los hombres”.
“Nuestro objetivo en la guerra fría —explicó el gobernante en una conferencia de prensa en aquellos años— no es conquistar o someter por la fuerza un territorio. Nuestro objetivo es más sutil, más penetrante, más completo. Estamos intentando, por medios pacíficos, que el mundo crea la verdad. La verdad es que los americanos queremos un mundo en paz, un mundo en que todas las personas tengan la oportunidad del máximo desarrollo individual”.
En el levantamiento estudiantil de octubre de 1956 en Budapest contra el régimen comunista de tortura y terror presidido por Matyas Rakosi, secretario general del Partido de los Trabajadores —apodado despectivamente “little Stalin” por su obsecuencia con el autócrata soviético—, se produjeron sangrientos acontecimientos cuando las divisiones acorazadas soviéticas contuvieron a sangre y fuego a los jóvenes insurgentes, con el saldo de miles de muertos en las calles de la capital de Hungría y miles de desplazados por la ola brutal de represión que vino después. Antes y luego del levantamiento y en el curso de los “diez días de libertad” que vivió el pueblo húngaro, los organismos de inteligencia norteamericanos conspiraron contra el régimen estalinista por medio de la guerra psicológica desplegada principalmente a través de la Radio Europa Libre, que no cesaba de difundir mensajes subversivos y de estimular la acción de los insurgentes. Algo parecido ocurrió en agosto de 1968 en la llamada >primavera de Praga, cuando los tanques soviéticos sofocaron a cañonazos el alzamiento popular antiestalinista en las calles de la capital checoeslovaca, impulsado por un grupo de intelectuales, escritores y científicos, entre los que había comunistas y no comunistas, que difundieron el célebre Manifiesto de las 2.000 palabras.
Y, por supuesto, al otro lado de la <cortina de hierro los servicios de inteligencia del bloque soviético estuvieron también presentes, con impresionante ubicuidad, en todos y cada uno de los movimientos insurgentes de Occidente, especialmente en América Latina, África y Asia, ya sea financiando las operaciones guerrilleras, ya dándoles apoyo logístico, ya alentando la revolución contra el dominio de las clases dominantes a través de todos los medios de comunicación a su alcance.
A comienzos de enero del 2003, en el curso del terrible conflicto militar entre los Estados Unidos e Irak que surgió cuando el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas envió a Bagdad un equipo de inspectores para verificar la posesión de armas nucleares, químicas y bacterianas por el gobierno iraquí, los organismos de inteligencia de las fuerzas armadas norteamericanas emplearon intensamente el correo electrónico para promover una “campaña de guerra informativa” —que en realidad fue una forma de guerra psicológica— contra los líderes iraquíes claves con el propósito de impulsarlos a la deserción del gobierno de Saddam Hussein, bajo la amenaza explícita o implícita de ser considerados como objetivos militares de la inminente guerra “caliente”.
El propósito fue persuadir o intimidar a los oficiales de las fuerzas armadas de Irak para que desobedecieran al dictador y no utilizaran armas químicas ni biológicas en caso de que su país sea atacado por Estados Unidos e Inglaterra, ya que las principales víctimas de ellas serían las propias fuerzas militares iraquíes.
La campaña electrónica fue acompañada del lanzamiento masivo de panfletos desde el aire sobre Irak, destinado a cambiar la actitud de la gente.
Las operaciones instrumentadas por el Pentágono no resultaron efectivas, pero fueron la primera ocasión en que se utilizó internet para desplegar una guerra psicológica contra el enemigo.
Hay también un género de guerra psicológica ligado al terrorismo. Dramáticos casos de él fueron la amenaza de bomba explosiva en el estadio Santiago Bernabéu de Madrid, que obligó al desalojo de los cincuenta mil asistentes que acudieron el 12 de diciembre del 2004 a ver el juego entre los equipos del Real Madrid y la Real Sociedad. Los estadios alemanes fueron sistemáticamente amenazados en el curso del Campeonato Mundial de Fútbol en junio del 2006. Por medio de internet se dio a conocer la advertencia de atentados terroristas contra siete estadios de fúlbol norteamericano el domingo 22 de octubre del 2006: en Miami, Nueva York, Atlanta, Seattle, Houston, Oakland y Cleveland. El grupo terrorista islámico al Qaeda volvió a amenazar con detonar bombas explosivas en los estadios de Sudáfrica durante el Campeonato Mundial de Fútbol del 2010, lo que produjo una onda de terror que recorrió por el mundo a pesar de las declaraciones de los organizadores del campeonato en cuanto a la absoluta seguridad de los participantes y de los espectadores. Pero la amenaza no se concretó y los juegos —a los que asistieron 3,18 millones de espectadores— transcurrieron normalmente.
Aeropuertos, aviones, estaciones ferroviarias, líneas de metro y edificios han sido frecuentemente objeto de prevenciones terroristas. Pero todas éstas fueron falsas alarmas, que respondían a una guerra psicológica emprendida por integristas musulmanes principalmente contra la población civil europea y norteamericana.