Aunque aún no existía el Estado como forma de organización social, una de las primeras guerras civiles de la historia fue la del Peloponeso en la antigua Grecia, que enfrentó a la Atenas de Pericles contra Esparta desde el año 431 al 404 (a.C.). Se inició por la resistencia de los espartanos a la hegemonía sobre los pueblos helenos que pretendían los atenienses y terminó con la capitulación de éstos ante el valor y la mejor preparación militar de los espartanos, liderados por su héroe Lisandro.
En la Edad Media se la llamaba batalla cibdadana.
En los tiempos modernos la guerra civil es el enfrentamiento bélico informal entre sectores de la población dentro de un Estado con el fin de conquistar el poder y ejercer el dominio sobre su territorio o de llevar adelante un proyecto secesionista. Es una guerra en el sentido técnico de la palabra —o sea una lucha armada de grandes proporciones— pero que se libra entre facciones nacionales y en el interior del territorio del Estado.
Desde la perspectiva marxista, la guerra civil es la lucha armada entre las clases sociales dentro de un Estado. Según Lenin, en una sociedad fundada en la opresión de unas clases por otras, la guerra civil es “la inevitable continuación, evolución y recrudecimiento de la lucha de clases” a través de la cual el proletariado busca derrocar a las clases dominantes y destruir el orden de explotación impuesto por ellas.
Las más célebres guerras civiles de la historia —desde las del Peloponeso en la antigua Grecia que enfrentaron a Atenas contra Esparta en los tiempos de Pericles, o las sangrientas luchas entre Mario y Sila en la antigua Roma, hasta las de Bosnia o Kosovo en la década de los 90 del siglo pasado— fueron las de Inglaterra en la primera mitad del siglo XVII entre el parlamento y el rey, la de Estados Unidos de América del año 1861 al 1865, la de España de 1936 a 1939, la de Corea entre 1950 y 1953, la de la República Dominicana en 1965, la de Afganistán de 1979 a 1989, la de Camboya y las recientes de Somalia, Ruanda, Yemen, Bosnia, Liberia y Kosovo que han anegado de sangre a sus pueblos.
No son fáciles de establecer las diferencias entre una >revolución y una guerra civil puesto que algunas revoluciones ampliaron tanto el perímetro de sus acciones armadas que tuvieron toda la apariencia de una guerra civil y otras se convirtieron en guerras civiles. Sin embargo, la diferencia estriba en que éstas enfrentan fundamentalmente a grupos civiles entre sí mientras que la revolución lo hace a civiles contra militares, es decir, a fuerzas populares —a las fuerzas “de abajo”— contra las fuerzas del gobierno —las fuerzas “de arriba”—, aunque en el uno y en el otro caso los civiles puedan estar coligados con elementos militares. Vistas así las cosas, una revolución, una rebelión y un golpe de Estado pueden convertirse en guerra civil si la lucha se generaliza y las fuerzas defensoras del gobierno reciben el respaldo armado de los ciudadanos, como ocurrió en el golpe militar de los generales Sanjurjo, Mola y Franco en España en el año 36. El “alzamiento” falangista empezó como un golpe de Estado militar y se transformó luego en una guerra civil. Otras, como la norteamericana, fueron guerras civiles desde el comienzo.
La acción generalmente empieza por una >rebelión, >revolución o que se generaliza con la participación de sectores cada vez más amplios de la población, acompañados o no de elementos militares, en un teatro de operaciones cada vez más amplio. Las fuerzas que se levantan en armas contra el gobierno, sea legítimo o espurio, se denominan “rebeldes” o “facciosas” y las que soportan el alzamiento reciben el nombre de “gubernamentales”, “gobiernistas” o “leales”.
1. El Derecho Internacional Humanitario. La conferencia internacional reunida en Ginebra agosto de 1949, convocada por el gobierno suizo, aprobó cuatro convenios de índole humanitaria sobre heridos, enfermos, prisioneros, náufragos y población civil, aplicables no sólo a los casos de guerra internacional declarada sino a cualesquier otros conflictos armados, incluidos los que tengan carácter interno. En ellos se prohibieron el asesinato, la mutilación, la tortura, el trato cruel, la captura de rehenes, las ejecuciones de combatientes sin juicio previo tramitado ante jueces o tribunales regulares.
Se formó así el llamado Derecho Internacional Humanitario, que se inició con la llamada cláusula Martens incorporada tanto a la convención de La Haya en 1907 como a las de Ginebra en 1949 y siguió con la conferencia internacional reunida en Suiza el 8 de junio de 1977, de la que resultó la formulación de los dos protocolos adicionales a las convenciones de Ginebra, el segundo de los cuales se refiere a la protección de las víctimas de los conflictos armados no internacionales, es decir, de las guerras civiles.
Pero a pesar de todas las formulaciones jurídicas y de las buenas intenciones, las luchas intestinas suelen caracterizarse por su crueldad. Desacatan las normas internacionales del Derecho humanitario de la guerra, que tienen disposiciones de protección de sus víctimas, y son extremadamente sangrientas.
2. El reconocimiento de beligerantes. En el viejo Derecho Internacional se solían aplicar los principios del reconocimiento de los Estados y gobiernos y los de la beligerancia en las guerras internacionales a los casos de guerra civil con el fin de reconocer a las facciones en conflicto como “beligerantes”. Fue la conveniencia práctica de acomodarse a la probable nueva situación que pudiera surgir del conflicto la que “aconsejaba” a los gobiernos a dar el reconocimiento de “beligerante” a uno de los bandos en lucha. Por supuesto que a veces no sólo era puro “pragmatismo” el que les llevaba a adoptar esta actitud sino razones de afinidad y simpatía ideológicas con uno de los bandos del antagónicos. Las normas de ese tiempo, obedientes a la tendencia de dar a los hechos mayor importancia que a los derechos, condujeron a los Estados a otorgar el estatus de “beligerante” a los bandos comprometidos en una guerra intestina, cuando ellos ocupaban y controlaban una parte importante del territorio estatal. El gobierno británico, por ejemplo, reconoció en mayo de 1861 la beligerancia de los estados confederados de la Unión Norteamericana en la guerra civil de mediados del siglo XIX; y, en cambio, negó su reconocimiento casi un siglo después a la facción franquista de la guerra civil española, en julio de 1938, mientras no se produjera la retirada de las fuerzas armadas extranjeras del territorio de España, que en su concepto desvirtuaban la condición de guerra civil y la convertían en guerra internacional.
3. La guerra civil norteamericana. La <esclavitud fue, para los estados del sur, una institución económica de primera magnitud. Sin huelgas ni conflictos laborales, el trabajo de los negros constituía el principal factor productivo en las grandes plantaciones algodoneras, azucareras y arroceras, y el algodón era su más importante producto de exportación. El gobernador Hammond de Carolina del Sur declaró en 1835 que la esclavitud de los negros era “la piedra angular de nuestro edificio republicano”.
En esas condiciones, el gamonalismo terrateniente del sur consideraba al <abolicionismo como un atentado contra sus más caros intereses.
Los líderes sureños preferían separarse de la Unión americana antes que aceptar la liberación de los esclavos. Las tendencias secesionistas empezaron a expresarse cada vez con mayor fuerza, favorecidas por las incomprensiones entre dos regiones totalmente diferentes desde la perspectiva de la geografía humana. El norte, desarrollado e industrial, había logrado un alto nivel de urbanización. Tenía numerosas fábricas metalmecánicas, de tejidos, de herramientas, de ropa, de productos alimenticios y de otras manufacturas. Contaba con grandes astilleros y construía magníficos barcos. Tenía un importante sector financiero. Recibía una gran corriente de inmigración europea. Todo esto había moldeado una mentalidad progresista en su gente. El sur, en cambio, era rural y atrasado. Su economía estaba fundada en las granjas agrícolas y en la producción de bienes primarios. Dentro de ellas la mano de obra de los esclavos negros era el principal factor de producción.
La contradicción entre las dos grandes regiones se volvía cada vez más explosiva. Desde finales de 1860 varios Estados habían declarado su independencia de la Unión: Carolina del Sur, Mississippi, Florida, Alabama, Georgia, Loussiana, Texas. En febrero de 1861 ellos celebraron un congreso en Montgomery, Alabama, para oficializar su separación de la Unión americana y formar la Confederación del Sur. Promulgaron una nueva Constitución —en la que se mantenía “la institución de la esclavitud de los negros”— y eligieron a Jefferson Davis como presidente provisional de ella. Otros cuatro estados —Virginia, Arkansas, Tennessee y Carolina del Norte— se incorporaron a la Confederación. Las cosas de agravaron con la elección de Abraham Lincoln, convencido abolicionista, quien asumió la presidencia de Estados Unidos el 4 de marzo de 1861. Sus declaraciones conciliadoras no surtieron el menor efecto.
La guerra se tornó inevitable.
En la madrugada del 12 de abril de 1861 los cañones del sur abrieron fuego contra Fort Sumter, en el puerto de Charleston. Ese fue el detonante de la conflagración, que se generalizó con terrible fiereza. Eran las fuerzas del sur que propugnaban la disgregación, a fin de que nadie les impusiera la liberación de los esclavos, enfrentadas a las fuerzas del norte que defendían la unión nacional, la integridad territorial de Estados Unidos y la supresión de la esclavitud.
El norte movilizó dos millones de hombres sobre las armas, bajo el mando del general Ulises S. Grant, y el sur más de la mitad bajo la conducción del general Robert E. Lee, ambos héroes de la guerra contra México.
Se abrieron cuatro grandes frentes de lucha: el marítimo, el del valle del Mississippi, el de Virginia y el de los estados costeros del Este.
Las tropas del norte y del sur, en tantas y tan encarnizadas y sangrientas batallas —Bull Run, Malvern Hill, Monitor-Merrimac, Antietam, Chancellorsville, Vicksburg, Gettysburg, Spottsylvania, Petersburg, Appomattox— en las que guerrearon cuatro millones de combatientes, alternando triunfos y derrotas, dejaron muerte y desolación.
En el norte las industrias casi se paralizaron y los valores bursátiles se desplomaron. La única actividad industrial en movimiento fue la fabricación de material de guerra. Las calles estuvieron llenas de mujeres de luto y los hospitales rebosantes de heridos. En el sur las cosas fueron peores. El comercio del algodón —que representaba la más importante fuente de recursos de la Confederación— cayó en ruina: las exportaciones algodoneras, que antes de la guerra representaban 200 millones de dólares, bajaron a 41 millones en 1862 y a 4 millones en 1863. Muchas ciudades —Columbia, Richmond y Atlanta, entre ellas— fueron incendiadas y destruidas.
Lincoln decretó el 1 de enero de 1863 —en el curso del tercer año de la guerra— la liberación de todos los esclavos en los estados secesionistas del sur. La medida, sin embargo, tuvo efectos internacionales antes que nacionales. Puesto que la conflagración estaba en su momento de mayor efervescencia, el decreto de Lincoln no se acató ni tuvo eficacia en el sur sino que contribuyó a desalentar cualquier intento intervencionista de los gobiernos europeos —de Inglaterra y Alemania, especialmente—, que sentían abierta simpatía de casta por los confederados del sur. Fueron esos, sin duda, el designio y la intención del Presidente norteamericano en tal momento.
Al enterrar a sus muertos de las sangrientas batallas de Gettysburg Lincoln pronunció el célebre discurso en el que afirmó que ellos no habían caído en vano, que “esta nación, con la gracia de Dios, tendrá una nueva aurora de libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.
Tras más de cuatro años de sangrienta lucha fratricida las tropas del sur, agotadas en hombres y en municiones, se rindieron. El general Robert E. Lee, jefe de los ejércitos confederados del sur, y el general Ulysses S. Grant, comandante de las fuerzas de la Unión, acordaron el 9 de abril de 1865 la paz a partir de la capitulación del general Lee, quien reconoció los honores de la victoria militar al general Grant.
El acto se celebró en la Appomatox Court House, en Virginia.
Terminó así la guerra civil norteamericana, en la que no menos de cuatro millones de combatientes se enfrentaron en más de dos mil batallas y combates fratricidas, que dejaron 350 mil muertos del norte y 260 mil del sur.
Abraham Lincoln —el leñador que llegó a presidente— salvó la unidad territorial de Estados Unidos e impuso la manumisión de los esclavos.
Ofreció entonces generosos términos y condiciones a los vencidos para que pudieran retornar a sus hogares sin ser tomados prisioneros y reinsertarse en la vida nacional.
Pero no se habían apagado todavía las alegrías de la victoria cuando un fanático llamado John Wilkes Booth asesinó a tiros al presidente Lincoln en el Ford’s Theatre de Washington la noche del 14 de abril de 1865, menos de una semana después de la rendición de los confederados.
La liberación de los esclavos no dejó de preocupar a la aristocracia terrateniente de los estados del sur. Una de sus consecuencias fue la formación del >ku-klux klan, una organización secreta fundada por los racistas blancos del sur, inmediatamente después de la Guerra de Secesión, para defender su hegemonía étnica amenazada por los esclavos negros que habían obtenido su libertad.
Esta organización se originó en Pulaski, Tennessee, en 1866, como un club social de los veteranos de guerra confederados que habían combatido en los ejércitos del sur. Pero el club se convirtió pronto en instrumento de la resistencia blanca clandestina contra las tropas que el gobierno federal había enviado para exigir el cumplimiento de la igualdad racial y de la emancipación de los esclavos impuestas por los vencedores de la guerra civil.
La organización secreta se extendió rápidamente por Carolina del Sur, Georgia, Alabama, Mississippi, Kentucky y otros lugares del sureste de la Unión norteamericana.
Sin embargo, sobre los escombros de la guerra civil Estados Unidos consolidaron su unidad y su progreso. Esos cuatro años traumáticos fueron el origen de profundas transformaciones en la vida norteamericana y marcaron el inicio de los modernos Estados Unidos.
4. La guerra civil española. Después del período dictatorial de los generales Miguel Primo de Rivera (1870-1930) y Dámaso Berenguer (1873-1953), promovido por el propio rey Alfonso XIII, España proclamó la república en 1931. El monarca abandonó el país en abril de ese año presionado por el pueblo que en la noche del día 14 hizo guardia alrededor del Palacio de Oriente, en el centro de Madrid, hasta que el rey y su familia se marcharan. Niceto Alcalá-Zamora, primer ministro, se encargó entonces de organizar un gobierno provisional hasta que se convocara una asamblea constituyente que institucionalizara el cambio político que se había operado. En medio de grandes movilizaciones populares de respaldo a la república, formó un gobierno de izquierdas con personalidades sobresalientes en el campo de la cultura. España experimentaba en ese momento una extraordinaria eclosión cultural. Las letras y las artes tenían exponentes de primera magnitud. En la novela brillaban Benito Pérez Galdós, Pío Baroja y muchos otros; en la poesía Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca y Jorge Guillén; la filosofía tenía dos grandes representantes: Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset, de dimensiones universales; la pintura estaba representada por Picasso y Miró; en la historia había Menéndez y Pelayo y Claudio Sánchez; en la filología Menéndez Pidal y Américo Castro; en la medicina Gregorio Marañón y Ramón y Cajal. Una pléyade de pensadores, intelectuales, escritores, artistas, científicos y juristas formaban la constelación de la cultura española en la república.
El 28 de junio de 1931 se realizaron las elecciones de diputados a las Cortes Constituyentes, cuya misión era sustituir el orden monárquico por el republicano, y en ellas triunfó con cierta amplitud la coalición de los republicanos de izquierda con los socialistas. Las discusiones en torno a la nueva Constitución fueron encendidas en el seno de la asamblea. La aprobación del artículo 26, que privaba a la Iglesia Católica de los privilegios que había tenido tradicionalmente, causó una serie de problemas que empezaron por la renuncia del primer ministro Niceto Alcalá-Zamora, católico practicante, y que siguieron con las protestas del Vaticano y del clero que consideraron violado el concordato de 1851 que había establecido el <catolicismo como la religión del Estado.
Bajo una cierta influencia de la Constitución alemana de Weimar, las Cortes Constituyentes aprobaron una Constitución que estableció un gobierno republicano de tipo parlamentario.
En el nuevo orden político, la implantación de fundamentales transformaciones socioeconómicas, como la reforma agraria y las leyes de protección laboral, así como la separación de la Iglesia y el Estado, la expropiación de los bienes del clero, la libertad de cultos, el matrimonio civil, el divorcio, la secularización de los cementerios, la disminución del tamaño del ejército (había 800 generales para 16 divisiones), la supresión de los privilegios militares, la implantación del >laicismo y otras reformas fundamentales causaron un enorme malestar en los sectores más tradicionales y atrasados de la sociedad, que inmediatamente se organizaron en grupos políticos como la Falange Española, las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (J.O.N.S.), los requetés tradicionalistas, la Liga Nacionalista Catalana y varios grupos tradicionalistas y monárquicos de profunda raigambre conservadora.
La insatisfacción de la derecha se conjugó con otros factores. El frente popular, que era una coalición de hombres de izquierda, ganó ampliamente las elecciones parlamentarias del 16 de febrero de 1936 después de una virulenta campaña electoral. Niceto Alcalá-Zamora, quien después de la renuncia como primer ministro regresó como jefe del Estado, nombró entonces como primer ministro a Manuel Azaña, fundador y líder de la Izquierda Republicana, que era uno de los grupos integrantes del frente popular, a quien encargó formar el nuevo gabinete. Todos sus miembros fueron republicanos de izquierda.
Como primer acto de gobierno Azaña sacó de Madrid a dos oficiales que le inspiraban muy poca confianza por sus antecedentes golpistas: el general Francisco Franco, que fue destinado a las Islas Canarias, y el general Manuel Goded a las Baleares. Ambos habían estado en tramas conspirativas contra la república.
Pero la situación de España se descompuso. Grupos falangistas, con el inconfundible estilo “heroico” de los fascistas, desplegaron acciones de violencia para resistir las determinaciones del gobierno. Cometieron toda suerte de atropellos. Brigadas del otro extremo incurrieron también en condenables desafueros contra iglesias y conventos. Hicieron gala de innecesario radicalismo. Los dirigentes sindicales promovieron huelgas y paros que convulsionaron la economía española. Los grupos derechistas replicaron con más violencia. Hubo numerosos asesinatos políticos. En abril de 1936 fue asesinado el juez Manuel Pedregal en represalia por haber condenado a 30 años de reclusión a un falangista por el asesinato de un muchacho que vendía periódicos izquierdistas. Las calles fueron los escenarios de la confrontación. El respetado catedrático universitario y vicepresidente de las Cortes, don Luis Jiménez de Asúa, fue víctima de un atentado falangista. Para frenar la violencia el gobierno expidió un decreto en el que ordenó la disolución de “las ligas fascistas y de todas las organizaciones del mismo género”.
España vivía en esos momentos una situación muy difícil. Sufría las secuelas de la depresión económica mundial de 1929 y se había convertido en el campo de batalla de dos posiciones políticas beligerantes: el fascismo y el comunismo. El gobierno republicano, dirigido por Manuel Azaña y compuesto por ilustres intelectuales, fue víctima del fuego cruzado de la derecha y de la extrema izquierda. Resultó débil e ineficaz en muchos puntos. Lo cierto es que la situación se le fue de las manos. Las cosas se agravaron en abril de 1936 por la destitución del Presidente de la República, Aniceto Alcalá-Zamora, por las Cortes. Manuel Azaña se vio obligado a dejar la presidencia del gobierno para asumir la vacante jefatura del Estado. Nombró como primer ministro a Santiago Casares Quiroga el 10 de mayo.
En ese ambiente crispado por las pasiones políticas fue asesinado el 13 de julio el diputado monárquico de oposición José Calvo Sotelo, en circunstancias que nunca fueron debidamente aclaradas. Lo cual dio lugar a que se hablara de la “operación Calvo Sotelo”, para dar a entender que fueron las mismas fuerzas derechistas las autoras del crimen con el fin de atribuirlo al Frente Popular y justificar los hechos que después vinieron. Algunos indicios llevaban a la conclusión de que las fuerzas de la derecha habían hecho en España lo mismo que los nazis en Alemania en 1933: incendiar el edificio del parlamento —el Reichstag— para culpar a sus enemigos y cohonestar con ello la implacable persecución contra los comunistas, los socialdemócratas, los sindicalistas y sus “aliados”, los judíos.
El asesinato de Calvo Sotelo, en todo caso, fue el acontecimiento detonante de la sublevación militar franquista. Cuatro días después, el 17 de julio de 1936, se produjo el pronunciamiento del general Francisco Franco desde Santa Cruz de Tenerife, en las Islas Canarias, quien se dirigió por radio al pueblo español y, entre otras cosas, le dijo que el ejército no podía seguir contemplando impasible la destrucción de la unidad nacional por los enemigos del orden público y que la sublevación militar se proponía entregar a España, “por primera vez, y en este orden, la trilogía de fraternidad, libertad e igualdad”.
Después de la proclama, Franco emprendió vuelo al protectorado español de Marruecos en el avión inglés piloteado por el capitán Cecil Bebb y contratado por Luis Bolín, corresponsal del diario “ABC” en Londres, para no depender de la fuerza aérea española que en su mayoría era opuesta al alzamiento. Tal como habían previsto los jefes del <complot, generales Sanjurjo y Mola, al día siguiente se produjeron las sublevaciones militares en toda la península. Pero en algunas ciudades los mandos militares de inclinación republicana no acataron la consigna golpista. En Madrid un grupo de oficiales jóvenes distribuyó 5.000 fusiles al pueblo y los facciosos no pudieron tomar esta plaza militar. En Barcelona las tropas leales derrotaron a las insurrectas y el jefe de éstas, general Goded, fue detenido.
Se inició así el golpe de Estado fascista que desencadenó la crudelísima guerra civil.
El curso que tomarían los acontecimientos inmediatos y mediatos se pudo adivinar muy pronto a través de un elocuente episodio ocurrido en los tempranos momentos del enfrentamiento. El 12 de octubre de 1936, Día de La Raza, en que España conmemora el descubrimiento de América, hubo un acto solemne en la Universidad de Salamanca. Asistieron las autoridades universitarias, el obispo de Salamanca, doña Carmen Polo de Franco, esposa del “generalísimo”, y varios otros invitados, que tomaron asiento en el estrado. Uno de los oradores fue el general José Millán Astray, primer jefe de la Legión, que había perdido un ojo y un brazo en las luchas de Marruecos. Mientras hablaba de las glorias de Castilla y de sus ejércitos conquistadores, desde el fondo del gran salón se escuchó varias veces el grito de “¡viva la muerte!”, que era la consigna legionaria. Miguel de Unamuno, Rector de la Universidad, protestó por esos gritos. Y el enfurecido Millán Astray, volviéndose hacia él, exclamó entre bufidos: “¡viva la muerte!”, “¡muera la inteligencia!”. El maestro se puso de pie y replicó: “venceréis pero no convenceréis, porque para vencer os sobra la fuerza bruta pero para convencer os falta la inteligencia”.
Poco tiempo después fue destituido de sus funciones rectorales y expulsado de la Universidad.
España se dividió en dos pedazos: el republicano y el franquista, que combatieron sin cuartel por casi tres años. En el sector republicano, integrado por socialistas, comunistas, anarquistas y liberales de izquierda, se formaron las brigadas internacionales que alistaron a combatientes voluntarios de varios países por la causa democrática. Al otro lado se alinearon los “nacionales” en defensa de las tradiciones monárquicas y religiosas y del <establishment socioeconómico, con el apoyo armado, financiero y logístico del <fascismo de Mussolini y del >nazismo de Hitler.
España se partió en dos, en medio de un odio desbordante. Desde ese momento se empezó a hablar de “ellos” y “nosotros”. Hubo, en realidad, dos Españas. Y hubo también dos historias sobre la guerra civil.
Cuando el 18 de julio de 1936 se inició el “alzamiento” contra la democracia española —la “cruzada”, que llamaban los falangistas— los requetés tradicionalistas, los miembros de la Falange y todas las fuerzas conservadoras de España se aglutinaron en torno a la facción militar insurgente liderada por los generales José Sanjurjo, Emilio Mola y Francisco Franco. Sanjurjo, que era el jefe del levantamiento, murió trágicamente cuando se estrelló el avión en que viajaba desde Portugal para asumir la conducción del movimiento. Desde ese momento un sospechoso manto de silencio cubrió su nombre en las filas franquistas no obstante haber sido la figura principal de la conspiración. Con la desaparición de Sanjurjo, Franco vio abierto el camino hacia el poder total sobre las fuerzas insurreccionales.
El 29 de septiembre de 1936 la Junta de Defensa Nacional —que fue el organismo de fachada formado por los militares al comienzo de la sublevación— expidió el decreto por el cual nombró al general Franco como “jefe del Estado” y “generalísimo de los ejércitos”, con poderes absolutos sobre España. Franco se posesionó de sus cargos, en una solemne ceremonia celebrada el primero de octubre en la ciudad de Burgos, donde los alzados establecieron su cuartel general y la sede de su gobierno.
Pocos días después el Tercer Reich y el régimen fascista de Mussolini se apresuraron a reconocer al gobierno de Franco.
El general Mola, que ocupaba el segundo lugar en el escalafón golpista, quedó desplazado y asumió el comando del Ejército del Norte, pero el 3 de junio de 1937 falleció en otro oscuro accidente de aviación.
La guerra civil fue sangrienta, como todas las guerras civiles. Se abrieron múltiples frentes de lucha. Se libraron mil batallas. Se peleó ciudad por ciudad y a veces casa por casa, durante casi tres años. Las barricadas de las ciudades se tomaban a punta de bayoneta. Tanto las milicias del Frente Popular como las columnas de requetés y de falangistas combatieron heroicamente por lo que creían. Más que una guerra de tácticas y de planes fue una confrontación de valor y de bravura temeraria. Los combatientes eran capaces de luchar durante días sin víveres, sin agua, hasta disparar el último cartucho. Los prisioneros de lado y lado eran inmediatamente fusilados. Los cadáveres amontonados, rociados de gasolina, se convertían en grandes piras. Cuando los soldados franquistas encontraban un ciudadano con magulladuras en el hombro, prueba de que había estado disparando, lo fusilaban en el acto. El corresponsal de guerra norteamericano, Jay Allen, cuenta que vio un fusilamiento en masa de cuatro mil milicianos izquierdistas en la plaza de toros de Badajoz inmediatamente después de que los falangistas tomaron la ciudad.
La contienda fue desigual.
Las fuerzas republicanas, compuestas principalmente por milicianos —estudiantes, escritores, artistas, mujeres que empuñaron los fusiles, todos ellos soldados improvisados—, resistieron heroicamente la arremetida de las fuerzas militares, superiores en número, en armamento y en organización, aunque con mucho menos respaldo popular. Las milicias republicanas peleaban con las armas proporcionadas por los soldados jóvenes. Pero la inexperiencia y la desorganización fueron unas de sus características.
Célebres fueron las batallas de Teruel y del Ebro en que vencieron las armas republicanas.
El objetivo estratégico de los franquistas era la conquista de Madrid, sede del gobierno, en donde después del gabinete presidido por el profesor José Giral se formó en septiembre de 1936 el gabinete del primer ministro Francisco Largo Caballero, que fue reemplazado por el socialista moderado Juan Negrín el 17 de mayo de 1937. El general Mola, desde el frente norte, emplazó sus tropas en Somosierra y Sierra de Guadarrama, puntos claves para el asalto a Madrid. La ciudad estaba defendida por las milicias compuestas por los militantes del Frente Popular, a quienes los pocos oficiales republicanos que quedaron habían repartido armas y enseñado su manejo. Los nacionalistas vascos, alineados con la república, amagaban la retaguardia de Mola. Galicia y León, en poder de los insurgentes, estaban llenas de guerrilleros republicanos que resistían la acometida. En el frente sur, los 15.000 soldados que Franco trajo de Marruecos —los temidos legionarios, forjados en las jornadas de sangre y fuego de la conquista de África—, junto con varios miles de combatientes marroquíes y de efectivos militares de la península, iniciaron la marcha hacia el norte, con dirección a Mérida y Badajoz y luego Toledo.
Mientras tanto, en la vieja ciudad toledana, después de varios días de sangrienta lucha sobre sus retorcidas calles, las fuerzas “nacionales” (que así se autodenominaban los franquistas en contraste con los “rojos” republicanos) se hicieron fuertes en el Alcázar, al mando del coronel José Moscardó. Eran aproximadamente mil guardias civiles, un grupo de cadetes de infantería y unos cuantos miembros de la Falange, que llevaron consigo a más de cien mujeres y niños como rehenes. Esto ocurría en julio de 1936, pocos días después del “alzamiento”. Las milicias republicanas sitiaron la gigantesca fortaleza y demandaron su rendición. Moscardó se negó a hacerlo. Rechazó los buenos oficios que, en diversos momentos, interpusieron el coronel Vicente Rojo, el sacerdote Vázquez Camarasa y el embajador de Chile, decano del cuerpo diplomático. El asedio duró diez semanas. Los combatientes de ambos bandos, trepados los unos en las almenas del Alcázar y los otros en las azoteas de los edificios situados al otro lado de la calle, intercambiaban insultos y amenazas a viva voz. El Alcázar se quedó sin alimentos y sin agua. Un episodio ocurrido durante su asedio tuvo mucha relevancia. El jefe de las milicias republicanas llamó por teléfono al coronel Moscardó para informarle que tenía prisionero a su hijo Luis y que, si no rendía el Alcázar, sería fusilado. Acto seguido puso al teléfono al joven, quien dijo a su padre que estaba en poder de los republicanos y que amenazaban con fusilarlo si no entregaba el Alcázar. “¡Hijo: encomienda tu alma a Dios, grita ‘arriba España’ y muere como un patriota!”, le contestó su padre. El joven fue fusilado días más tarde.
Sin embargo, algunos historiadores —entre ellos el español Santiago La Parra, con quien hablé en la ciudad de Gandía en abril de 1996— ponen en duda la verdad de este episodio.
Entretanto las tropas del sur, comandadas por el general José Varela se aproximaban ya a Toledo para liberar el Alcázar. El día 26 de septiembre acamparon a la otra orilla del Tajo. Al día siguiente, después de encarnizados combates en el cementerio, lograron pasar y, en una de las jornadas más espeluznantes de la guerra, asaltaron los hospitales y pasaron por las armas a los heridos republicanos en sus camas. Liberaron luego el Alcázar y rescataron a sus hambrientos ocupantes.
Al día siguiente las tropas “nacionales” emprendieron la marcha hacia Madrid. El 28 de octubre Franco dio la orden de que se tomara la ciudad. Los junkers empezaron sus raids de bombardeo sobre la capital al tiempo que los aviones italianos —los Savoia-81— dejaban caer hojas volantes en las que pedían a los ciudadanos colaborar con los sublevados pues de lo contrario la aviación nacional “borrará del mapa” la ciudad. Pero el 2 de noviembre aparecieron por primera vez los cazas soviéticos y obligaron a los junkers a retirarse. El primer ministro Largo Caballero encomendó la defensa de la ciudad al general José Miaja, de probada lealtad republicana. Las tropas comandadas por el general Varela intentaron entrar a Madrid por la ciudad universitaria pero fueron rechazadas desde las barricadas y desde las aulas por los milicianos. En esos días llegaron tres mil combatientes de las brigadas internacionales, que se sumaron a los milicianos. Se combatió ferozmente durante diez días. Tres mil anarquistas, al mando de Buenaventura Durruti, se incorporaron a la lucha. Las encendidas arengas de la diputada comunista Dolores Ibárruri, mejor conocida como “la pasionaria”, se esparcían por la radio e infundían valor a los combatientes. El “¡no pasarán!” era la consigna. Los falangistas fueron detenidos a sangre y fuego y no pudieron conquistar Madrid.
En esas circunstancias, las fuerzas republicanas y las rebeldes quedaron estabilizadas en sus posiciones, frente a frente, resguardadas por una fortificada red de trincheras, barricadas y alambradas. Así se mantuvieron hasta el fin de la guerra.
Pero en otras zonas de España las acciones bélicas continuaban con ferocidad. En abril de 1937 ocurrió en el País Vasco un episodio de terror que conmovió a la opinión pública del mundo: los aviones de la legión cóndor, tripulados por pilotos alemanes, bombardearon bárbaramente en un día de feria, con toda la gente en la calle, una pequeña ciudad indefensa, carente de todo valor militar o estratégico, y la redujeron a escombros. Se llamaba Guernica. E inspiró el famoso cuadro de Pablo Picasso que se exhibió durante muchos años en uno de los museos de Nueva York, hasta que, obedeciendo la última voluntad del pintor, fue trasladado a España después de que el “caudillo” se fue.
Bajo los terribles bombardeos de saturación del 16, 17 y 18 de marzo de 1938, ordenados por Mussolini a la aviación militar italiana establecida en las bases de Mallorca, cayó Barcelona. Miles de muertos y heridos quedaron en sus calles.
Se impuso finalmente la superioridad numérica y logística de las fuerzas fascistas, apertrechadas por alemanes, italianos y portugueses.
Un año después, en febrero y marzo de 1939 —a casi tres años de iniciada la guerra civil—, ocurrieron cosas muy graves en el frente de Madrid, que era el último bastión de la resistencia republicana. Manuel Azaña —Presidente de la República durante la guerra civil y fundador y líder del partido Izquierda Republicana—, terriblemente desalentado por los acontecimientos, presentó su dimisión de la jefatura del Estado ante las Cortes y se exilió en Francia en las postrimerías de la confrontación. Asumió el poder transitoriamente Juan Negrín, jefe del gobierno y militante del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). El coronel Segismundo Casado, comandante del Ejército del Centro —la más importante unidad militar de la zona centro-sur, formada a raíz de la reorganización de las fuerzas armadas en octubre de 1936 por el gobierno republicano, con unidades y cuadros militares leales—, cuya principal responsabilidad era la defensa de Madrid, tras denunciar el “proselitismo comunista” dentro de las fuerzas republicanas, se sublevó el 5 de marzo contra Negrín porque, dando por perdida la causa republicana, quería iniciar negociaciones de capitulación con el Cuartel General de las fuerzas franquistas para terminar —según dijo— treinta y un meses de guerra intestina, en la que “hemos cubierto de ruinas y sangre nuestro pueblo”.
Es oportuno y necesario decir que el coronel Casado fue el encargado de organizar y entrenar en octubre y noviembre de 1936 —a raíz del alzamiento de los generales Sanjurjo, Mola y Franco— las Brigadas Mixtas del Ejército Popular Republicano, participó en la defensa de Madrid y en las batallas de Jarama y Brunete, y, por supuesto, contaba con toda la confianza del gobierno republicano.
El golpe de Estado de Casado contra lo que quedaba de la II República y la rendición de una parte de las fuerzas republicanas el 28 de marzo permitió que las tropas franquistas entraran a Madrid —el último bastión de la resistencia republicana— sin disparar un tiro, tras 840 días de asedio, y asumieran el poder central con el “generalísimo” Franco a la cabeza.
La capitulación incondicional del coronel Casado fue, para unos, imperdonable traición a la causa republicana que había depositado en él toda su confianza, y, para otros, una acción militar prudente que se propuso ahorrar sangre y dolor a España. Casado terminó, tres días después, por fugar de su país, con la aquiescencia de Franco, y pedir refugio político en Inglaterra.
Al día siguiente —1 de abril— se leyó el parte de guerra firmado por Franco y expedido en el “cuartel general del Generalísimo” en Burgos: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.
Comenzaron así —con 270.000 presos políticos abarrotados en las cárceles— los 36 años de brutal dictadura teocrática, fusilamientos, represión, cárcel y exilio para los ciudadanos republicanos en España.
Cuarenta y ocho horas después Mussolini reunió a una multitud en la plaza Venecia de Roma para saludar el triunfo de las fuerzas franquistas y dio orden de engalanar toda Italia. Las primeras felicitaciones —no sé si las únicas— provinieron de Francisco de Oliveira Salazar, dictador de Portugal, y de Adolfo Hitler, el führer del Tercer Reich. El primero de abril llegó también un telegrama del Vaticano en el cual el papa Pío XII expresaba a Franco: “Levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente con Vuestra Excelencia deseada victoria católica España”. Y le enviaba su apostólica bendición.
La guerra civil había terminado. 750.000 cadáveres quedaron en los campos de España como mudos testigos de la lucha fratricida, aunque el escritor español José María Gironella (1917-2003) dice que fueron un millón.
La victoria de las fuerzas fascistas estableció en España una intransigente y autoritaria >teocracia de signo católico, bajo la larga e implacable dictadura del general Francisco Franco Bahamonde, “Generalísimo de los Ejércitos” y “Caudillo de España por la gracia de Dios”.
La guerra civil española tuvo una peculiaridad: la abierta intervención de potencias que quisieron probar sus armas en la carne hispánica antes de usarlas en la guerra mundial que preparaban. Las tropas franquistas contaron, desde el primer momento, con la ayuda armada de Alemania, Italia y Portugal y con la complaciente neutralidad de las potencias occidentales. Las compañías petroleras inglesas en Gibraltar y la Vacuum Oil Company de Tánger, de propiedad norteamericana, rehusaron vender combustibles a los barcos republicanos. La Texas Oil Company, que estaba obligada por un contrato suscrito en 1935 a proveer de gasolina al gobierno español, ordenó el desvío de sus tanqueros en altamar hacia los puertos controlados por las fuerzas franquistas al día siguiente del alzamiento. Y les suministró combustible a crédito hasta el término de la guerra. A los pocos días de la sublevación, Alemania proporcionó a Franco una primera flota de veinte aviones JU-52 de transporte pesado, con tripulaciones germanas. Esos aviones sirvieron para trasladar a los 15.000 soldados desde Tetuán a Sevilla por encima del bloqueo naval republicano. Los aparatos fueron después convertidos en bombarderos y sirvieron a los fines de la destrucción de las ciudades. Un mes después Adolfo Hitler le proporcionó 50 aviones más y dos buques de carga —el Kamerun y el Wigbert— colmados de material bélico. Italia entregó a Franco doce bombarderos trimotores trece días después del pronunciamiento y a fines de septiembre dos submarinos, numerosos tanques, cañones antiaéreos y artillería. Pero es importante saber que, según documentos encontrados más tarde en los archivos italianos, esos aviones estuvieron destinados a las tropas españolas de Marruecos desde el 15 de julio, lo cual permite suponer que Mussolini conocía perfectamente los planes golpistas. Durante el mes de noviembre Alemania formó la llamada legión cóndor, integrada por cuatro escuadrillas de bombarderos (48 aviones), cuatro escuadrillas de cazas, doce aparatos de reconocimiento, una escuadrilla de hidroaviones, cuatro baterías de cañones de 20 mm., cuatro baterías de 88 mm., 48 tanques y seis mil hombres bajo el mando alemán autónomo. Y en el primer trimestre de 1937 Italia envió cien mil soldados para auxiliar a las fuerzas de Franco.
En el otro frente, el gobierno republicano, legítimo representante de España, se dirigió al gobierno francés cuyo jefe era el socialista León Blum para solicitar el envío del equipo militar comprado por medio de los tratados comerciales celebrados entre ambos gobiernos en 1935 y principios de 1936, antes de que estallara la guerra civil. El gobierno inglés, simpatizante del alzamiento, presionó para que Francia no atendiera la solicitud española. El gobierno y la opinión pública franceses se dividieron. Se abrió un gran debate sobre el tema. Finalmente el ministro de la aviación, Pierre Cot, despachó a España 30 aviones bombarderos, 15 cazas y 10 de transporte, aunque de modelos bastante anticuados. De otro lado, entre 8 y 10 mil voluntarios franceses y de otras nacionalidades cruzaron la frontera por Cataluña para alistarse en las brigadas internacionales de resistencia contra el fascismo. El presidente Franklin D. Roosevelt de Estados Unidos tenía simpatías por los republicanos pero su país, tan distante de Europa, mantenía una posición aislacionista y más tarde declaró su >neutralidad ante el conflicto. La Unión Soviética tuvo simpatía por el gobierno del <frente popular que se implantó en España pero esa simpatía, por motivos tácticos, se tradujo en un exiguo apoyo al gobierno republicano, que consistió en productos alimenticios, medicamentos y unas cuantas armas compradas por empresas fantasmas en los países centrales de Europa. Solamente después proveyó aviones a las fuerzas republicanas. Y esta limitada asistencia fue a cambio del oro de las reservas internacionales de España.
Fue México el que tuvo una política internacional de ejemplar dignidad frente a la guerra civil española. No adoptó una posición de neutralidad, que era una forma disimulada de apoyar a los falangistas. Gallarda y francamente se puso al lado del legítimo gobierno de España. Gobierno elegido por el pueblo y respetuoso de los derechos humanos. Le dio su apoyo logístico, moral y diplomático. Le vendió fusiles y víveres y aceptó en pago pesetas españolas. No acudió para ello al mercado negro, ni a los intermediarios, ni a triangulaciones ni tampoco exigió el oro de la reserva internacional: lo hizo de frente, en ejercicio de su soberanía, con una admirable altivez. Posteriormente ofreció asilo a los perseguidos del <falangismo e incluso admitió que en su territorio se erigiera el gobierno republicano en el exilio.
Esta fue la guerra civil española: la última guerra romántica de la historia.
5. Guerra civil en Colombia. En lo que a América Latina concierne varios países han sido afectados por guerras civiles de profundidad y gravedad diversas. La de Colombia irrumpió a raíz del asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán y de la masiva y violenta movilización de masas en protesta que dejó miles de muertos tendidos en las calles —el <“bogotazo” de 1948— y la respuesta de los “pájaros” y “chulavitas” al servicio de los gobiernos conservadores para eliminar al Partido Liberal y a los liberales.
En el curso de la confrontación armada se formaron escuadrones de la muerte, órganos de administración de justicia privada, bandas de sicarios y otros grupos de “limpieza política”. La violencia causó centenares de miles de asesinatos. La confrontación entre liberales y conservadores derivó más tarde en movimientos guerrilleros de izquierda, que empezaron a operar a comienzos de los años 60. Y, como respuesta a ellos, surgieron en los 80 las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) fundadas por los hermanos Fidel, Carlos y Vicente Castaño —el denominado “clan Castaño”—, quienes iniciaron la lucha antiguerrillera a raíz del secuestro y asesinato de su padre en 1981 por el movimiento marxista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Hay, pues, una vieja tradición de violencia y paramilitarismo en Colombia.
Las AUC eran un grupo paramilitar clandestino de ultraderecha integrado en aquellos años por cerca de 30.000 efectivos armados que combatían a la guerrilla izquierdista y que presumiblemente contaban, como todos los movimientos paramilitares, con el apoyo de algunos miembros de las fuerzas armadas regulares. Estaban financiadas con el aporte voluntario o forzado de terratenientes, ganaderos y comerciantes de sus zonas de operación y, por supuesto, con importantes subvenciones del narcotráfico. Cometieron masacres de campesinos bajo la acusación de ayudar a la guerrilla y destruyeron sus viviendas. Esto provocó masivos éxodos de los trabajadores del campo en busca de seguridad. Durante los días de las conversaciones de paz del presidente Andrés Pastrana con los líderes de las FARC a comienzos de 1999, los miembros de las AUC dieron muerte a cerca de 150 campesinos de la zona norte del país —Urabá, Toluviejo, El Piñón, Magdalena, César, Toledo— como represalia por el ataque perpetrado días antes por las FARC contra el cuartel central del líder paramilitar, en que murieron 24 personas.
A finales del siglo pasado, los efectivos de las AUC, bajo el mando del Estado Mayor Central, estaban organizados en seis bloques y divididos en cuarenta grupos emplazados en el norte y centro del territorio colombiano.
Fidel Castaño, fundador y líder máximo de esta fuerza paramilitar, desapareció sin dejar rastro a mediados del 94 junto a cinco compañeros suyos mientras se desplazaban por la selva colombiana hacia Panamá. Se dijo que se perdió en la selva. Su hermano Carlos, al referirse a la desaparición, expresó: “Pienso que a nosotros nos sucedió con Fidel lo mismo que le pasó a Arturo Cova, el protagonista de ‘La Vorágine’, la novela de José Eustasio Rivera: lo devoró la selva”. Y asumió el liderato de la organización con implacable ferocidad. “Nosotros nos caracterizamos por respetar al gobierno que se mantenga en el poder”, dijo en una entrevista a la revista “Semana” de julio 9-16 de 1996, con ocasión de los 15 años de lucha contra la >guerrilla. Pero el 30 de mayo del 2001 se vio forzado a dimitir por causa de conflictos internos, fue reemplazado por Salvatore Mancuso y un Estado Mayor de nueve miembros y murió asesinado en abril del 2004 por orden de su hermano mayor Vicente Castaño. Sus restos fueron encontrados el 1 de septiembre del 2006 en una fosa de Córdoba —cuya ubicación fue dada por un paramilitar desmovilizado— y fueron verificados por medio de una prueba de ADN efectuada por la Fiscalía de Colombia.
Dueño de una caudalosa fortuna —puesto que se dedicó también al narcotráfico—, Fidel Castaño fue un hombre extremadamente cruel: el más cruel y sanguinario del “clan Castaño”. Autor de varias masacres —Segovia, Mejor Esquina, El Tomate, entre otras—, en su casa operaba un centro de torturas por donde pasaban sus enemigos.
Nueve años más tarde, el 27 de septiembre del 2013, agentes del Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía encontraron el cadáver de Fidel Castaño —el mayor de los hermanos Castaño— en una fosa común de una finca de San Pedro de Urabá, departamento de Antioquia, junto con otros siete cadáveres. Diferentes versiones apuntaban a que Carlos Castaño fue quien ordenó asesinar a su hermano, mientras que años más tarde Vicente Castaño mandó matar a Carlos.
Los más de 20 años de enfrentamiento con las FARC dejaron un saldo superior a los 40.000 muertos. Las AUC se autodenominaban “organización nacional contrainsurgente”, de la que dijo Castaño que no es legal pero sí legítima porque representaba el ejercicio del derecho a la defensa. Al comparecer ante la justicia como consecuencia del proceso de desmovilización, a mediados de enero del 2007, Salvatore Mancuso admitió haber ordenado el asesinato de 336 personas y la ejecución de atentados contra alcaldes, líderes sindicales, fiscales y miembros de las organizaciones colombianas de derechos humanos, bajo la acusación de haber ayudado a los grupos izquierdistas alzados en armas. Reconoció también que el grupo contrainsurgente que comandaba había infiltrado elementos en las fuerzas armadas, policía e, incluso, el aparato judicial.
Hasta mediados del 2006, tras muchos meses de negociaciones, el presidente Álvaro Uribe logró la desmovilización y desarme de unos 24.000 paramilitares de la ultraderechista organización. El acuerdo, sin embargo, no incluyó a los bloques Metro y Elmer Cárdenas, que agrupaban a 3.000 efectivos, que se negaron a negociar. Como parte de este proceso de paz, el presidente Uribe promulgó en el 2005 la denominada Ley de Justicia y Paz, destinada a regular la desmovilización de los escuadrones paramilitares y su incorporación a la vida civil de Colombia. La ley creaba penas alternativas menos rigurosas que las previstas en el Código Penal —entre cinco y ocho años de privación de la libertad— para los autores de secuestros y asesinatos que abandonasen la lucha clandestina, se incorporasen a la vida civil y reparasen los daños causados a sus víctimas. Preveía, incluso, la sustitución de las penas impuestas por sentencia como recompensa por la contribución a la paz de los alzados en armas. La ley, en el fondo, aceptaba la tesis de los paramilitares de no someterse a las sanciones penales establecidas. En medio de encendidas discusiones en el seno de la sociedad colombiana que giraron alrededor del tema de si los actos de los paramilitares podían ser considerados como la ley fue aprobada por el parlamento de Colombia en junio del 2005. Los opositores, con el Partido Liberal a la cabeza, argumentaron que ella favorecía con la impunidad a los autores de atroces crímenes de lesa humanidad.
En su discurso del 24 de septiembre del 2008 ante la Asamblea General de la ONU el presidente Uribe informó con referencia a los grupos paramilitares, al Ejército de Liberación Nacional (ELN) y a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que “de un número aproximado de 60.000 terroristas que afectaban al país al inicio del gobierno, 48.000 han abandonado sus organizaciones criminales y han hecho parte del programa de reinserción que es un gran reto de Colombia”.
Según el informe de la Fiscalía General de Colombia, presentado a fines de septiembre del 2012, los grupos paramilitares desmovilizados confesaron ante la justicia la comisión de 25 mil asesinatos y homicidios, 3.459 desapariciones forzadas, 10.925 desplazamientos de personas y otros delitos. Se encontraron 4.792 cadáveres en los departamentos de Antioquia, Magdalena, Meta, Putumayo, Santander y Norte de Santander, pero Carlos Valdés, director del Instituto de Medicina Legal, indicó que alrededor de 50 mil cuerpos de víctimas de las AUC permanecen enterrados en fosas comunes.
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) fueron el principal movimiento insurgente de ese país. Su fecha de nacimiento fue el 27 de mayo de 1964, en que un grupo de campesinos bajo la conducción de Manuel Marulanda Vélez —mejor conocido como Tirofijo por su proverbial puntería con las armas de fuego— inició la “operación Marquetalia”, que era el proyecto de una “república independiente” en el territorio de Colombia bajo la autoridad fáctica del caudillo guerrillero.
Y por muchos años las FARC dominaron buena parte del territorio sudoriental colombiano —los departamentos del Caquetá, Guaviare, Meta, Vichada, Putumayo, Amazonas— aunque su radio de operaciones llegó también a los departamentos centrales y norteños.
Después de muchos intentos fallidos a lo largo de un buen tiempo la dejación de las armas por las FARC se logró finalmente el 27 de junio del 2017, bajo el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, con un acto solemne cumplido en Mesetas —zona situada en el departamento del Meta, que fue el bastión de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia—, en el cual los líderes guerrilleros completaron la entrega a las Naciones Unidas de un total de 7.132 unidades de armamento: metralletas de asalto AK-47, ametralladoras, fusiles Fal, carabinas Ruger con mira infrarroja, pistolas, cohetes antitanques, bazucas, morteros, misiles tierra-aire, lanzagranadas, explosivos y demás pertrechos y artefactos de guerra.
Se inició entonces el proceso de paz.
En el acto participaron, junto con los representantes del gobierno y de la guerrilla, Jean Arnault, en nombre de la misión de las Naciones Unidas, y personeros de los gobiernos de Cuba y Noruega, como garantes del acuerdo de paz.
El presidente Santos expresó en su discurso: “Los colombianos y el mundo entero saben que nuestra paz es real y es irreversible (…) Es el fin de esta guerra absurda”. Y, en representación de los combatientes, el líder guerrillero Rodrigo Londoño Echeverri (Timochenko) afirmó enfáticamente: “No le fallamos a Colombia, hoy dejamos las armas”. Y agregó: “Este día no termina la existencia de las FARC, en realidad a lo que ponemos fin es a nuestro alzamiento armado de 53 años pues seguiremos existiendo como un movimiento de carácter legal y democrático que desarrollará su accionar ideológico, político, organizativo y propagandístico por vías exclusivamente legales, sin armas y pacíficamente”.
Las mayores ciudades colombianas —Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Cartagena— asumieron entonces la difícil responsabilidad de acoger a los excombatientes en su retorno a la vida civil. Cosa nada fácil en tratándose de personas que estuvieron tan largo tiempo al margen de la ley. Muchos de ellos, incluso, en su búsqueda de trabajo, tuvieron dificultades en su reinserción en la sociedad pues les tocó convivir con sus antiguos enemigos y con las víctimas de su violencia. Y a la desconfiada sociedad colombiana —con cerca de 50 millones de habitantes en ese momento— le tomó un buen tiempo ambientarse en el nuevo clima del proceso de paz.
Los excombatientes de las FARC, en el congreso fundacional de su partido político celebrado del 26 de agosto al 1 de septiembre del 2017 en Bogotá, adoptaron al cabo de seis días de deliberaciones el nombre de Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) para el nuevo partido por 628 votos de aprobación de los 1.200 excombatientes elegidos por las asambleas guerrilleras en todo el país que participaron en la jornada. Y resolvieron mantener inalteradas sus siglas clásicas puesto que, como dijo Iván Márquez, no quisieron “romper los vínculos con su pasado”.
Allí se aprobaron los estatutos del naciente partido, la declaración de principios y el código de ética para sus afiliados y simpatizantes.
El Art. 5 de sus estatutos determinaba que el partido recogía los principios “derivados del pensamiento crítico y libertario, así como las experiencias que a partir de ellos se han desarrollado tanto a nivel mundial como en nuestro continente americano y, en especial, formuladas por las FARC-EP desde su momento fundacional, en 1964”.
El nuevo partido fue inscrito el 9 de octubre de ese año ante el Consejo Nacional Electoral (CNE), que le otorgó la personería jurídica con todos sus derechos y obligaciones.
Dijo Márquez en aquella oportunidad: “Atrás quedó la guerra con su carga de dolor y luto, hemos cerrado esa página triste. Ahora debemos dedicarnos a reconciliar la familia colombiana, curando las heridas con verdad”.
Y, según el acuerdo con el gobierno de Juan Manuel Santos, al nuevo partido le fueron asignadas cinco curules en cada una de las dos cámaras legislativas de Colombia.
El 13 de noviembre del 2017 la Unión Europea (UE) retiró a las FARC de su lista de organizaciones terroristas.
6. Guerra civil guatemalteca. También en otros países latinoamericanos han operado fuerzas paramilitares. En Guatemala se abrió en 1962 un proceso de indescriptible violencia política que se extendió por más de tres décadas, con el saldo de 42.275 muertos —entre hombres, mujeres y niños— y un número no bien determinado de desplazados que va de quinientos mil hasta un millón y medio, según cifras presentadas por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico en su informe de 1998.
Fue el período más ominoso y devastador de la historia guatemalteca, en que desfiló por la jefatura del Estado una sucesión de gobernantes militares que tomaron el poder por la vía de golpes de Estado —general Carlos Manuel Arana Osorio (1970-1974), general Kjell Lauguerud García (1974-1978), general Fernando Romeo Lucas García (1978-1982), general Efraín Ríos Montt (1982-1983), general Oscar Humberto Mejía Victores (1983-1986)— quienes auspiciaron, impulsaron y recompensaron a las bandas paramilitares en sus tareas de combatir al comunismo.
Y es que una combinación de factores políticos antidemocráticos, viejas injusticias en la distribución del ingreso, militarismo abusivo, violencia contestataria y sesgos culturales racistas llevaron a la lucha armada. Tras las jornadas de movilización estudiantil de marzo y abril de 1962, el grupo insurgente de izquierda MR-13 se levantó en armas contra el gobierno del general Miguel Ydígoras Fuentes —1958-1963— y poco tiempo después, con base en la unión de tres pequeñas agrupaciones guerrilleras de orientación marxista con el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT) —que era el nombre del partido comunista—, se formaron las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) que, bajo la comandancia de Marco Antonio Yon Sosa, prendieron en diciembre de 1962 los primeros focos guerrilleros en las montañas de Mico, Izabal, Granadilla, Zacapa y Sierra de las Minas.
Eran los tiempos en que la revolución cubana irradiaba ilusiones de transformación revolucionaria por toda América Latina y alentaba a los grupos insurgentes. Lo cual empujó a muchos jóvenes a empuñar las armas para la toma del poder por la única vía que ellos consideraban posible en las circunstancias guatemaltecas: el alzamiento armado revolucionario.
La respuesta del gobierno y de las fuerzas militares guatemaltecas fue la dura represión armada, las detenciones y ejecuciones a cargo de tribunales castrenses, la formación de una fuerza militar contrainsurgente denominada kaibiles —en cuyo decálogo se leía: “el kaibil es una máquina de matar”— y los escuadrones de la muerte, que fueron grupos paramilitares que contaron con el estímulo y el encubrimiento de las autoridades del Estado. Más aún: muchas de sus acciones de represión, guerra psicológica, propaganda e intimidación obedecieron a instrucciones de los mandos gubernativos, para cuya ejecución recibieron financiamiento, instrucción operacional, armas, equipos y vehículos. Fueron, en definitiva, unidades militares clandestinas para realizar operaciones encubiertas contra los subversivos, cuyas listas les eran proporcionadas por los servicios de inteligencia militar.
La Comisión para el Esclarecimiento Histórico describe la extremada vesania con que llevaron su acción contrainsurgente los paramilitares y los escuadrones de la muerte en el país centroamericano. Afirma en su documentado y prolijo Informe que “en la mayoría de las masacres se han evidenciado múltiples actos de ferocidad que antecedieron, acompañaron o siguieron a la muerte de las víctimas. El asesinato de niños y niñas indefensos, a quienes se dio muerte en muchas ocasiones golpeándolos contra paredes o tirándolos vivos a fosas sobre las cuales se lanzaron más tarde los cadáveres de los adultos; la amputación o extracción traumática de miembros; los empalamientos; el asesinato de personas rociadas con gasolina y quemadas vivas; la extracción de vísceras de víctimas todavía vivas en presencia de otras; la reclusión de personas ya mortalmente torturadas, manteniéndolas durante días en estado agónico; la abertura de los vientres de mujeres embarazadas y otras acciones igualmente atroces constituyeron no sólo actos de extrema crueldad sobre las víctimas, sino, además, el desquiciamiento que degradó moralmente a los victimarios y a quienes inspiraron, ordenaron o toleraron estas acciones”.
Pero la Comisión señala también que “las organizaciones guerrilleras cometieron hechos violentos de extremada crueldad que aterrorizaron a la población y dejaron en ella secuelas importantes. Fueron las ejecuciones arbitrarias, sobre todo las cometidas frente a familiares y vecinos, las que agudizaron el clima de miedo, arbitrariedad e indefensión ya generalizado en la población”.
En la vorágine de violencia entre los grupos contendientes perdieron la vida miles y miles de guatemaltecos y muchos más fueron obligados a abandonar sus tierras o sus ciudades y a desplazarse internamente o buscar refugio en el exterior.
Recuerdo que dos amigos personales: Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta, opositores al gobierno del general Romeo Lucas García, fueron asesinados por los escuadrones de la muerte en 1979. Ninguno de ellos “marxista”, ninguno “subversivo”. Se declaraban socialdemócratas y tuvieron profundos compromisos con la causa de la libertad y de la justicia social.
Semanas antes de su muerte los vi en un encuentro internacional en Vancouver. Quedé consternado con la noticia del asesinato de Fuentes Mohr en una calle céntrica de Ciudad de Guatemala el 25 de enero de 1979, por obra de sicarios de los escuadrones de la muerte, y dos meses después mataron a Colom Argueta, con guardaespaldas y todo. Eran dos ilustres ciudadanos guatemaltecos. El primero de ellos había sido Canciller de Guatemala 1969-1970 y, el segundo, Alcalde de la capital 1970-1974.
Fueron muchas las víctimas del genocidio, terrorismo, asesinatos, torturas, detenciones ilegales y desapariciones a lo largo de los choques entre las bandas paramilitares y los escuadrones de la muerte en aquellos años tormentosos de Guatemala.
Ante al manto de olvido e impunidad que encubrió esos delitos, la guatemalteca Rigoberta Menchú —de ascendencia maya-quiché—, Premio Nobel de la Paz 1992, acudiendo a la jurisdicción universal, presentó en diciembre de 1999 una demanda ante los órganos de justicia españoles contra los exdictadores de su país por los actos de genocidio, tortura y desapariciones forzosas entre 1978 y 1986. El Juez Guillermo Ruiz Polanco de la Audiencia Nacional de España declaró el 27 de marzo del 2000 su competencia para conocer los casos —con independencia de la nacionalidad de sus autores y del lugar de la comisión de los delitos—, lo cual abrió en Guatemala una dura e interminable discusión sobre la competencia del Estado español para tramitarlos. Pero finalmente en ese mismo año la Función Judicial española se declaró incompetente para asumirlos, con lo cual se extendió el proceso de impunidad.
En la providencia judicial española se narraban detalladamente las numerosas matanzas y actos criminales ejecutados por elementos de las fuerzas armadas y por miembros de los escuadrones de la muerte bajo las órdenes del Alto Mando Militar. Se incluía en la información el asalto de los paramilitares a la Embajada de España en Ciudad de Guatemala la mañana del 31 de mayo de 1980, el incendio de su edificio y la muerte bajo las llamas de los funcionarios y empleados diplomáticos junto con el grupo de campesinos y estudiantes que habían ocupado la sede diplomática en forma pacífica. Murieron allí quemadas 36 personas. Se salvó milagrosamente el embajador Máximo Cajal y López, quien logró saltar hacia la calle con sus ropas incendiadas.
En esos años se cometieron en Guatemala decenas masacres. Las cifras sumaban unos 200.000 muertos junto con un enorme número de desaparecidos y torturados, y más de 400 aldeas aniquiladas.
Esa trágica etapa de la historia guatemalteca empezó a amainar con la llegada al poder de gobernantes elegidos, el primero de los cuales fue Marco Vinicio Cerezo en 1986. Y el proceso de seguridad, tras largas negociaciones que dieron lugar a doce acuerdos parciales a lo largo de varios años, se reafirmó con la celebración del acuerdo de desmovilización y de paz firme y duradera entre el gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) el 29 de diciembre de 1996.
Sin embargo, los rezagos del pasado violento no dejaron de gravitar en el país y especialmente de obstruir las tareas de la justicia. La sentencia a ochenta años de reclusión que se expidió el 10 de mayo del 2013 contra el octogenario tirano Ríos Montt por genocidio cometido durante su gobierno contra el pueblo ixil, en la franja transversal del norte de Guatemala —sentencia que consideró probados el asesinato de 1771 ixiles, la violación masiva de mujeres y niñas y la comisión de toda suerte de atrocidades por las fuerzas militares bajo su gobierno— fue anulada diez días después por la Corte Constitucional.
7. La guerra civil de Nicaragua. A lo largo de la turbulenta vida política nicaragüense, en las últimas décadas han pasado por el poder, mediante golpes de Estado o elecciones —fraudulentas muchas de ellas—, los siguientes gobernantes, algunos de los cuales patrocinaron bandas paramilitares y escuadrones de la muerte:
a) El general Anastasio Somoza García —político y militar, hijo del acaudalado terrateniente y senador Anastasio Somoza Reyes—, quien ejerció la dictadura desde 1937 hasta 1947 y desde 1950 a 1956. Perteneció al Partido Liberal Nacionalista (PLN). Implantó la dinastía cleptocrática de los Somoza que se extendió por 43 años con el respaldo político y económico norteamericano, en la época en que Estados Unidos buscaban aliados entre los dictadores latinoamericanos para su lucha contra el comunismo. Somoza mandó asesinar a Augusto César Sandino en 1934. Murió el 21 de septiembre de 1956 —el mismo día en que el Partido Liberal Nacionalista (PLN) había proclamado su candidatura para el siguiente período— en un hospital del Canal de Panamá tras haber sido baleado en una fiesta por el joven poeta opositor Rigoberto López Pérez.
b) Leonardo Argüello, del mismo partido de Somoza y uno de los títeres somocistas,quien llegó al poder mediante elecciones fraudulentas manipuladas por el oficialismo. Pero permaneció en el gobierno muy pocos días: del 1 al 27 de mayo de 1947, porque fue derrocado por quien lo puso allí: Anastasio Somoza García.
c) Benjamín Lacayo Sacasa (PLN),nombrado Presidente por la Asamblea en 1947 para sustituir a su antecesor, pero no pudo permanecer en el poder porque no fue reconocido por el gobierno norteamericano ni por los gobiernos centroamericanos.
d) Víctor Román y Reyes, también del Partido Liberal Nacionalista (PLN), designado presidente por la Asamblea en 1947 y fallecido en ejercicio de sus funciones el 7 de mayo de 1951.
e) Anastasio Somoza García —senador vitalicio—, quien retornó al poder por nombramiento de la Asamblea para sustituir a su antecesor. Murió al final de su segundo período 1950-1956.
f) Luis Somoza Debayle (PLN),hijo de su antecesor en el poder y miembro de la camarilla somocista, quien gobernó desde 1956 a 1963 bajo los conocidos cánones familiares.
g) René Schik Gutiérrez (del PLN somocista), quien asumió el poder en mayo de 1963 y falleció durante su mandato en agosto del 66. En el curso de su administración fue creado por los gobiernos de la región elConsejo de Defensa Centroamericano (CONDECA) con el propósito de promover la coordinación de los ejércitos de Centroamérica en la lucha anticomunista.
h) Lorenzo Guerrero Gutiérrez de las filas del somocismo (PLN), quien en su condición de vicepresidente ocupó, por decisión del Congreso, el lugar dejado por el gobernante fallecido hasta terminar su mandato. Gobernó del 3 de agosto de 1966 al 1 de mayo de 1967. Bajo su gobierno se produjo en Managua la masacre del 22 de enero en la que la Guardia Nacional, pretendiendo detener la multitud de militantes de la Unión Nacional Opositora (UNO) que se dirigía hacia la Casa Presidencial, abrió fuego y mató entre 1.000 y 1.500 de los manifestantes. Y sus dirigentes —entre ellos el doctor Pedro Joaquín Chamorro, director del periódico “La Prensa”— fueron detenidos. Catorce días después, en las típicas elecciones somocistas, triunfó Anastasio Somoza Debayle del Partido Liberal Nacionalista (PLN) sobre el candidato de la Unión Nacional Opositora (UNO).
i) Anastasio Somoza Debayle (PLN) —militar, empresario, hijo de Anastasio Somoza García, hermano de Luis Somoza Debayle— ejerció el poder en su primera etapa dictatorial desde 1967 a 1972 y, en su segunda etapa, de 1974 a 1979. Pero en el período intermedio mantuvo su poder autoritario como Jefe Director de la Guardia Nacional.
j) La Junta Nacional de Gobierno formada por el pacto Somoza-Agüero —celebrado a causa de que la Constitución no permitía la reelección inmediata de Somoza Debayle—, que fue un triunvirato formado por Fernando Agüero, jefe del Partido Conservador, y los liberales Roberto Martínez Lacayo y Alfonso Lovo, quienes ejercieron formalmente el poder desde 1 de mayo de 1972 hasta 1 de septiembre del 74, pero cuyas decisiones importantes fueron tomadas realmente por Somoza, interesado en su reelección para el siguiente período. En el curso de este gobierno fue sustituido Fernando Agüero, como miembro de la Junta, a partir de marzo 1/1973 por Edmundo Paguaga Irías, mucho más obediente de Somoza Debayle.
k) En su segundo período, Anastasio Somoza Debayle (PLN) gobernó desde 1974 hasta 1979, en que fue derrocado y partió al exilio. Murió asesinado en 1980 en Asunción.
l) Francisco Urcuyo (PLN),vicepresidente de Anastasio Somoza Debayle, asumió el mando por unas horas el 17 de julio de 1979 a raíz del desplome del régimen somocista y de la fuga del dictador. En ese largo período de más de cuatro décadas, mediante acciones de fuerza o elecciones amañadas, asumieron el poder sucesivamente Anastasio Somoza —apodado el “Tacho”—, quien impuso el orden a sangre y fuego en sus 16 años de gobierno, sus hijos Luis y Anastasio Somoza Debayle y sus testaferros. Lo cierto fue que el régimen de la familia Somoza y de sus títeres —Lorenzo Guerrero, René Schick, Leonardo Argüello— se extendió a lo largo de 43 años.
m) El joven guerrillero Edén Pastora —mejor conocido como Comandante Cero—, acompañado de los comandantes Hugo Torres y Dora María Téllez, dirigió el comando sandinista integrado por veinticinco militantes que asaltó el 22 de agosto de 1976 el Palacio Nacional en Managua y dio con ello la señal de partida al alzamiento popular. Este fue, hasta ese momento, el golpe más duro contra los Somoza. Y, según Pastora, “mundializó la causa revolucionaria nicaragüense y la tornó irreversible”.
Pero no tardaron en iniciarse las fricciones entre algunos de los dirigentes sandinistas, puesto que entre ellos había desde marxistas-leninistas, fidelistas y socialistas democráticos hasta conservadores. Edén Pastora —quien se autodefinía como socialdemócrata, antiimperialista y alejado tanto de la CIA como de la KGB—, después de haber desempeñado por corto tiempo las funciones de Viceministro del Interior, fue marginado del gobierno sandinista y vivió en el exilio, desde donde acusó al régimen de Daniel Ortega de ineficiente, corrupto y supresor de las libertades. “Lo que está en Managua —dijo— no es revolucionario ni sandinista”.
En 1979, como culminación de su lucha armada revolucionaria, el FLN derrocó la larga dictadura de los Somoza —ejercida en ese momento por Anastasio Somoza Debayle— y dio término a la cruenta monocracia familar de 42 años.
n) Vino entonces la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional —integrada por Daniel Ortega, Sergio Ramírez, Violeta de Chamorro, Alfonso Robelo y Arturo Cruz— que tomó el poder el 20 de julio de 1979 con el triunfo de la revolución sandinista y lo ejerció hasta 1985. Chamorro y Robelo, quienes renunciaron a su membresía de la Junta por su desacuerdo con la inclinación marxista que veían en ella, fueron reemplazados por Moisés Hassán y Rafael Córdova.
o) Daniel Ortega Saavedra, del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN),triunfó en las elecciones presidenciales del 4 de noviembre de 1984 y ejerció el poder desde el 10 de enero de 1985 hasta el 25 de abril de 1990.
Sorprendentemente, durante su gobierno se implantaron medidas neoliberales en el campo económico, como la eliminación de los controles sobre el mercado de divisas —lo cual determinó la devaluación del córdova con referencia al dólar—, la supresión de las subvenciones estatales a la producción de artículos básicos de consumo popular y la detención de la socialización de las tierras ociosas o deficientemente explotadas —iniciada con la reforma agraria de 1981—, con lo que la mitad de las tierras agrícolas siguió en manos privadas. Esto produjo división en las filas del Al final del período Ortega pretendió, acogiéndose a un discutido y discutible fallo de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia que declaró inaplicable el Art. 147 de la Constitución que prohibía la reelección inmediata, permanecer en el poder durante el siguiente período. Pero no pudo lograr su propósito porque fue derrotado electoralmente por Violeta de Chamorro el 25 de febrero de 1990.
p) Violeta Barrios de Chamorro, quien desde los campos de la oposición aglutinó a la Unión Nacional Opositora (UNO) y a una decena de pequeños partidos y grupos de distinta tendencia ideológica —desde el somocismo hasta el partido comunista—, después de imponerse en las elecciones primarias partidistas triunfó en los comicios nacionales del 25 de febrero de 1990 y ejerció el poder durante los siguientes siete años. En medio de la aguda controversia política, que se inició a partir de la amnistía concedida por sus diputados a favor de los exguardias somocistas, tuvo que afrontar la penosa situación económico-social que había heredado.
q) El empresario y político Arnoldo Alemán Lacayo, exalcalde de Managua, expresidente del Congreso Nacional y miembro del Partido Liberal Constitucionalista (PLC) de la derecha nicaragüense —que formó parte de la conservadora alianza Unión Nacional Opositora—, subió al poder el 10 de enero de 1997 después de haber derrotado electoralmente al expresidente Daniel Ortega —con el apoyo económico de la comunidad nicaragüense y del exilio cubano residentes en Miami—, pero no pudo concluir su período presidencial porque fue sentenciado por la Corte Suprema de Justicia a veinte años de cárcel por lavado de dinero. Abandonó la presidencia y guardó arresto domiciliario invocando razones de salud. Sin embargo, poco tiempo más tarde fue sobreseído por la propia Corte, cuyos miembros mayoritarios estaban bajo el control orteguista, en una decisión intensamente discutida en Nicaragua. Transparencia Internacional calificó a Alemán como uno de los diez jefes de Estado más corruptos en los últimos veinte años a escala mundial por el saqueo de las arcas fiscales. No obstante, pidiendo perdón “por los errores del pasado”, Alemán retornó a la vida política y pretendió nuevamente ser candidato presidencial en las elecciones del 2011, pero con malos resultados porque fue eliminado de la plataforma electoral por la Convención del PLC, que optó por la candidatura de Enrique Bolaños.
r) Enrique José Bolaños, vicepresidente de Arnoldo Alemán y candidato presidencial por el Partido Liberal Constitucionalista (PLC),rompiendo la “argolla mafiosa” del gobierno de Alemán que le hostilizaba, venció ampliamente en las elecciones del 4 de noviembre del 2001 a Daniel Ortega y ejerció la presidencia entre el 10 de enero del 2002 y enero 10 del 2007. En aquellas elecciones hubo un factor externo que ayudó a Bolaños: el trágico 11 de septiembre de Nueva York con la voladura de las torres gemelas, que reforzó la campaña de miedo que adelantaban las fuerzas conservadoras nicaragüenses contra Ortega y que anuló las teatrales invocaciones de paz a Gandhi y a la madre Teresa de Calcuta que hacían los
dirigentes del sandinismo.
s) En su quinta postulación, Daniel Ortega (FSLN) volvió a presentarse como candidato en las elecciones presidenciales del 5 de noviembre del 2006. Como ocurrió en uno de los períodos anteriores, la Corte Suprema expidió el visto bueno para que Ortega pudiera postularse. Pero las fuerzas de oposición afirmaron que “Nicaragua tendrá un presidente inconstitucional”. De todas maneras, el candidato sandinista triunfó con el 37,9% de los votos válidos ante la división del liberalismo en dos facciones: Partido Liberal Constitucionalista y Alianza Liberal Nicaragüense. Y asumió el poder nuevamente el 10 de enero del 2007.
t) En las elecciones presidenciales del 6 de noviembre del 2011 volvió Ortega a ganar y permaneció en el gobierno por un período adicional. Se abrió nuevamente la discusión sobre el Art. 147 de la Constitución, que prohibía la reelección presidencial inmediata y la reelección de “quien la hubiere ejercido por dos períodos presidenciales”. Pero el sandinismo aprobó la reelección presidencial indefinida y, para facilitarla, redujo del 45% al 35% la votación para la elección presidencial y eliminó la segunda vuelta electoral. En el ejercicio del poder produjo una concentración de la autoridad en la función ejecutiva y desapareció la división de poderes.
En todo caso, concluyó la era somocista —que se caracterizó por el <autoritarismo, la represión, la <corrupción, el >nepotismo y el <entreguismo a los designios norteamericanos— y advino el sandinismo, nombre tomado por los guerrilleros en homenaje a César Augusto Sandino (1893-1934), político y combatiente liberal nicaragüense que dirigió el movimiento de resistencia armada en 1926 contra el gobierno de su país que había hecho concesiones de soberanía a Estados Unidos.
El >sandinismo se formó en la clandestinidad en 1962 por iniciativa de Carlos Fonseca y Tomás Borge para promover la lucha armada contra la dictadura de la familia Somoza. En sus orígenes fue un movimiento marxista —al menos lo fueron sus principales dirigentes— que tenía en la >revolución cubana su modelo y en Fidel Castro (1926-2016) su héroe y que utilizaba los libros del filósofo francés de origen húngaro Georges Politzer, por su claridad y sencillez, como textos de enseñanza para sus militantes.
Eran los tiempos en que la onda de prestigio que rodeaba a los barbudos de la Sierra Maestra, muy fresca su hazaña revolucionaria, cubría toda la América Latina y estimulaba la imaginación de la gente joven.
Los líderes sandinistas mantuvieron amistosos vínculos con los revolucionarios cubanos en la década de los 60 y muy malas relaciones con el pequeño Partido Comunista Nicaragüense, que consideraba que la lucha armada era una forma de “aventurerismo” inadecuado para las condiciones de su país.
Lo cual no impidió que los sandinistas hicieran alianzas tácticas con personalidades y sectores no marxistas de la sociedad nicaragüense, como Violeta Chamorro, Alfonso Robelo, Arturo Cruz y algunos sacerdotes católicos, en el curso de la lucha contra Somoza. En sus orígenes proponían un programa democrático que incluía elecciones libres, pluralismo político, libertad de expresión, economía mixta y no alineamiento en lo internacional.
Las cosas cambiaron después, cuando fueron gobierno. Reprodujeron entonces algunos rasgos del pasado somocista. Abandonaron el pluralismo político y la alternancia en el poder. Hicieron entendimientos con representantes del gran capital, parte del clero católico y otros sectores ubicados en las alturas capitalistas, sin perjuicio de entenderse con las bases sociales pobres.
En la que fue su séptima candidatura presidencial, Ortega fue reelegido Presidente de Nicaragua en las elecciones celebradas el 6 de noviembre del 2016 para su tercer período gubernamental consecutivo (2017-2021) y cuarto período general.
Lo hizo en compañía de su esposa Rosario Murillo —quien era la que en realidad mandaba en Nicaragua, a pesar de que su forma de pensar ni remotamente respondía a los viejos ideales de la revolución sandinista— puesto que, en una actitud abiertamente dinástica y típicamente “somocista”, ella se autodesignó candidata a la Vicepresidencia de Nicaragua.
El opositor Frente Amplio por la Democracia (FAD), que había llamado a abstenerse de concurrir a esa “farsa electoral”, sostuvo que más del 70% de los electores dejaron de ir a las urnas en aquella ocasión. Fue una abstención extraordinariamente alta, que sin embargo no fue registrada por el Consejo Supremo Electoral (CSE). Y es que, dada la falta de garantías de la autoridad eleccionaria, varios partidos y movimientos políticos se abstuvieron de participar.
La exguerrillera Dora María Téllez, disidente sandinista y militante del proscrito Movimiento de Renovación Sandinista (MRS), sostuvo en el curso de la campaña electoral que “la abstención es el único camino que hay”.
Y en aquellos momentos no dejaron de sorprender las declaraciones de monseñor Silvio Báez —la segunda autoridad de la Iglesia Católica en Nicaragua—, quien cuestionó en una homilía dominical el proceso electoral como “un sistema viciado, autoritario y antidemocrático”. Y lo dijo a pesar de la tendencia confesional que mantenía el gobierno de Ortega.
Por voluntad del presidente Ortega no se admitió en el proceso eleccionario observadores de la Organización de los Estados Americanos (OEA), de la Unión Europea (UE) ni de otros organismos internacionales. Solamente estuvieron presentes, atendiendo la invitación del gobierno sandinista, los exgobernantes Mauricio Funes de El Salvador —asilado a la sazón en Nicaragua para evadir el juicio por corrupción que la Corte Suprema de Justicia le seguía en su país—, Manuel Zelaya de Honduras y Fernando Lugo de Paraguay.
Los resultados oficiales arrojaron las siguientes cifras: el FSLN obtuvo el 72,5% de los votos, el Partido Liberal Constitucionalista (PLC) el 15%, el Partido Liberal Independiente (PLI) 4,5%, el Partido Conservador (PC) 2,3%, Alianza Liberal Nicaragüense (ALN) 4,3% y Alianza por la República (APRE) 1,4%.
Al desconocer las cifras, Maximino Rodríguez, candidato presidencial del PLC, afirmó que “fue en los Consejos Electorales Municipales (CEM) donde se mutilaron los resultados electorales”.
Según informaron los medios de comunicación, durante las elecciones los centros de votación lucieron vacíos, pero las cifras oficiales del Consejo Supremo Electoral (CSE) —impugnadas por falsas por los partidos y grupos de oposición— señalaron que la participación ciudadana había alcanzado el 65,3%.
8. La guerra civil de Camboya. Una de las guerras civiles más dramáticas de nuestros tiempos fue la que, por espacio de veintiún años, se desarrolló sobre el territorio de Camboya (antes Kampuchea), enclavado entre Tailandia y Vietnam en el Asia central. Desde los tiempos del principado de Kambuyas habitado por los khmer en el siglo IX, los camboyanos sufrieron las invasiones de Siam (hoy Tailandia) provenientes del norte y las de Vietnam por el sur y lograron sobrevivir solamente gracias al protectorado francés establecido allí en 1863. Durante la Segunda Guerra Mundial Siam, aliada del Japón, usurpó territorios de Camboya —que le fueron restituidos al término de la conflagración— y desde 1943 hasta 1945 el país fue ocupado por los propios japoneses. Terminada la guerra, Camboya fue colonia francesa desde 1949 hasta 1954, en que asumió su independencia y se convirtió en un Estado monárquico. Un año después ingresó como miembro a las Naciones Unidas.
Este país, sin embargo, nunca tuvo paz. En 1962, bajo el gobierno del rey Norodom Sihanuk, se inició un movimiento guerrillero liderado por Pol Pot, Khieu Samphan, Ien Sary y Son Sen en el noreste del país. En 1970, adelantándose a la insurgencia guerrillera, el general pronorteamericano Lo No dio un golpe de Estado y derrocó al monarca bajo la acusación de haber otorgado bases militares a Vietnam del Norte y proclamó la República Khmer. El monarca destronado huyó a Pekín y constituyó allí un gobierno en el exilio con apoyo de China. Más tarde, en alianza con los jemeres rojos de Pol Pot, formó en el norte del país el Frente Unido Nacional Kampucheano que a través de la lucha armada de liberación llegó a controlar el 85% del territorio camboyano y tomó la capital Phnom Penh en 1975, después de varios años de asedio. Al caer la ciudad en poder de los jemeres rojos —guerrilleros comunistas de orientación maoísta— bajo el mando de Pol Pot (cuyo verdadero nombre fue Saloth Sar), el general Lon Nol tuvo que huir. Los revolucionarios triunfantes entraron a sangre y fuego a la ciudad. Destruyeron todo lo que encontraron a su paso, cometieron los peores genocidios, asesinaron hasta a los enfermos de los hospitales. Pol Pot tomó el poder bajo el título formal de primer ministro —con Sihanuk como jefe del Estado— e instauró por tres años y medio un régimen de terror bajo cuya feroz represión murieron cerca de dos millones de camboyanos. Sus “campos de la muerte” conmovieron al mundo. Fue esta una de las revoluciones más sangrientas de la historia contemporánea.
Según el historiador inglés William Shawcross, a pocas horas de la victoria comunista del 17 de abril de 1975 empezó el genocidio. “Los bebés fueron descuartizados, miembro por miembro, se evisceró a las mujeres embarazadas, se enterró a hombres y mujeres en la arena, hasta el cuello, y se les dejó para que murieran lentamente”, escribe Shawcross. Se mataba a todos quienes mostraban indicios de riqueza, educación o cultura o que simplemente tenían en infortunio de usar lentes. Fueron torturadas bárbaramente y después ejecutadas alrededor de 16.000 personas —hombres, mujeres y niños— recluidas en la prisión de Toul Sleng. Cuando faltaron las municiones la ejecución se hizo con un golpe en la nuca. En 1979 Pol Pot fue derrocado por la invasión de las tropas vietnamitas que tomaron la capital. El psicópata líder de los jemeres rojos huyó hacia las montañas para reanudar sus acciones guerrilleras. Pero tres años después se produjo un acuerdo entre las fuerzas del exmonarca Sinahuk y los jemeres rojos de Pol Pot para combatir a los vietnamitas, que concluyó en un tratado de paz que obligó a éstos a retirarse de Camboya.
Se proclamó la República Kampuchea Democrática, alineada con el comunismo chino, y se eligió al viejo ideólogo y guerrillero izquierdista Khieu Samphan como Presidente. Se produjo entonces el rompimiento entre el exmonarca izquierdista Norodom Sihanuk, que fue el iniciador de la lucha de liberación en el norte del país, y el nuevo gobierno. Sihanuk fue recluido. A fines de 1978 Vietnam invadió Camboya, ocupó Phnom Penh y abrió un período de catorce años de regímenes provietnamitas. Sihanuk fue liberado, salió del país y poco después estableció un gobierno en el exilio con sede en Kuala Lumpur. Pero la paz de Camboya fue cada vez más esquiva porque se entabló una feroz lucha entre los grupos partidarios de Sihanuk, financiados por China, y el Frente de Liberación del pueblo Khmer, con base en Tailandia, sustentado por Estados Unidos.
En octubre de 1991 las cuatro partes involucradas en el conflicto —el gobierno de Phnom Pen, los khmer rojos, los sihanukistas y los partidarios de Son Sann— suscribieron, bajo el patrocinio del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, los acuerdos de París que intentaron poner fin a 21 años de guerras civiles en Camboya, repatriar a los 360.000 refugiados camboyanos de Tailandia, absorber a 180.000 desplazados por las guerras y reinsertar en la sociedad a más de 200.000 combatientes. Tarea ardua la emprendida por el Consejo de Seguridad.
La guerra civil no ha terminado en Camboya, los acuerdos de paz no se han cumplido, las facciones armadas se niegan a entregar las armas y siguen operando con inhumana crueldad. Poco sirvió la visita que hacia el final de su mandato hizo el presidente François Mitterrand de Francia a su antigua colonia para exhortar el cumplimiento de los tratados de paz. La guerra de guerrillas seguía su curso en los cuatro puntos cardinales de Camboya: en el norte operaban las columnas guerrilleras comandadas por Ta Mok, en el oeste las de Ien Sary (cuñado de Pol Pot y sucesor de su liderazgo) y en el sur las de Prat Sothy. Todas ellas financiadas por el tráfico de zafiros y rubíes hacia Bangkok y Shanghai.
Sin embargo, no obstante la violencia generalizada, se celebraron pacífica y normalmente el 23 de mayo de 1993, bajo la mirada de los cascos azules de la ONU, las elecciones generales para integrar una asamblea constituyente previstas en los acuerdos de paz de París, en las que triunfó, con el 45,47% de los votos, el grupo político pro-occidental de oposición denominado FUNCIPEC cuyo líder es el príncipe Ranariddh (hijo del exmonarca Sihanuk), seguido por el Partido Popular Camboyano —el partido de gobierno— con el 38,23% y por votaciones muy bajas de los restantes 18 partidos que intervinieron en los comicios. Como era de esperarse, el gobierno de Hun Sen pretendió desconocer la validez de las elecciones en las que ganó el líder de la oposición y el Consejo de Seguridad de la ONU se vio obligado a expedir la resolución 835, el 2 de junio de 1993, en la que insta a las partes a observar el resultado electoral y a permitir que un gobierno elegido por el pueblo asuma el poder. Finalmente, gracias a las gestiones conciliadoras del excéntrico Sihanuk, pudo reunirse la asamblea constituyente e instalarse un gobierno provisorio de coalición presidido por el propio exmonarca e integrado por su hijo, el príncipe Ranariddh, en representación del FUNCIPEC, y por Huy Sen, representante del Partido Popular Camboyano, en calidad de primeros ministros y copresidentes del gabinete. La asamblea constituyente, al elaborar la nueva Constitución, adoptó por amplísima mayoría la monarquía constitucional como forma de gobierno de Camboya. De conformidad con el nuevo orden constitucional, retornó a la jefatura del Estado el viejo rey Norodom Sihanuk, su hijo Ranariddh, ocupó el cargo de primer ministro y el exgobernante Hun Sen el de viceprimer ministro.
La operación de restaurar la paz en Camboya y de promover la formación de un gobierno representativo ha sido, sin duda, un gran mérito del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que intervino en ejercicio del derecho de >injerencia humanitaria, aunque la que parecía una solución salomónica para el largo conflicto camboyano no tardó en traer problemas porque Hun Sen, a la cabeza del Partido del Pueblo (antes Partido Comunista), asumió la mayor parte del poder real a costa del débil y mediocre Ranariddh, y terminó en 1997 por dar un golpe de Estado contra el gobierno de coalición, restaurar un régimen de terror, implantar la más absoluta corrupción y desencadenar nuevas y feroces acciones represivas contra sus adversarios políticos para perpetuarse en el poder.
Mientras tanto Pol Pot vivió las últimas dos décadas de su vida en la clandestinidad al frente de sus debilitados jemeres rojos en las montañas del norte de Camboya. Sometido a “arresto domiciliario a perpetuidad” por su excolaborador Ta Mok y por sus viejos compañeros de armas que poco tiempo antes lo habían derrocado del poder guerrillero y buscado por la justicia internacional en razón de sus crímenes contra la humanidad, el veterano y cruel guerrillero murió de una crisis cardíaca el 15 de abril de 1998 en el campamento donde permanecía recluido.
9. Guerra civil de Bosnia. El otro foco de lucha estuvo en Europa. La antigua región del este europeo conquistada por los serbios, croatas, avaros y eslavos, invadida en parte y convertida al islamismo por los turcos otomanos durante los tiempos de su imperio, constituida desde 1917 en el reino de Serbia —el pequeño Estado de 51.130 kilómetros cuadrados de extensión nacido después de la Primera Guerra Mundial— bajo la férrea monarquía de Alejandro I y más tarde integrado a la República Federal Socialista de Yugoeslavia bajo el mando del mariscal Tito, ha sido escenario de viejas luchas promovidas por el ultranacionalismo de los serbios, los propósitos separatistas de los croatas y el fanatismo islámico de los bosnios. Allí se encendió la hoguera de la Primera Guerra Mundial con el asesinato en Sarajevo el 28 de junio de 1914 del archiduque de Austria, Francisco Fernando de Habsburgo, heredero de la corona imperial, por la organización clandestina denominada la “mano negra” dirigida por un oficial del Estado Mayor serbio. El gobierno del imperio austro-húngaro culpó inmediatamente a Belgrado del crimen. Envió a Serbia un >ultimátum. Fue rechazado. Entonces el imperio de Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia. Los países europeos se alinearon. Alemania apoyó a los austro-húngaros y Rusia a los serbios. Junto a la causa de Serbia se colocaron también Inglaterra y Francia. Turquía se puso al lado de Alemania. Y empezó la primera gran conflagración mundial.
Terminado el conflicto se fundó el reino Serbio, Croata y Eslovenio bajo el mando del monarca Alejandro I —de la dinastía serbia de los Karagjorgjevic—, quien impuso un régimen autoritario, unificador y centralista y en 1931 propició la aprobación de una nueva Constitución en la que apareció por vez primera el nombre de Yugoeslavia, que significa el “país de los eslavos del Sur”. El rey fue asesinado en 1934 por un terrorista croata y la corona pasó a su hijo Pedro II, menor de edad, regentado por su primo —el príncipe Pablo— de inclinaciones fascistas, quien abrió paso a la invasión nazi. Hitler dividió a Yugoeslavia en tres “Estados” fantasmas: Croacia, Serbia y Montenegro. Al término de la guerra mundial, el movimiento de resistencia antifascista llevó al poder a Josip Broz (mejor conocido como Tito) al frente de las fuerzas marxistas, con un masivo respaldo popular. Inmediatamente Tito suprimió la monarquía y proclamó la república. Integró bajo un régimen federal a seis grupos nacionales: Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia, Montenegro y Macedonia. Implantó un régimen comunista que, no obstante formar parte del bloque soviético, logró conservar una relativa independencia de Moscú. Fue uno de los Estados fundadores de las Naciones Unidas en 1945. Impuso un gobierno fuerte que sofocó los nacionalismos y las diferencias regionales. Bajo su égida el país se mantuvo unido y disciplinado por casi cuatro décadas. Pero después de su muerte y a raíz del colapso del bloque marxista a comienzos de los años 90 del siglo pasado, Yugoeslavia se disolvió en medio de las contradicciones étnicas, culturales y religiosas de sus diversas regiones. Los croatas, eslovenos, macedonios y bosnios se independizaron y formaron otros Estados. La “Gran Serbia”, que fue el sueño de los líderes eslavos de la región, quedó reducida a Serbia y Montenegro, pero en el 2006 —a partir del plebiscito celebrado el 21 de mayo de ese año— Montenegro se separó de Serbia y formó un nuevo Estado, admitido como miembro de la Organización de las Naciones Unidas el 28 de junio del 2006, y dos años después la provincia de Kosovo declaró también su independencia de Serbia y formó otro Estado.
Después de la muerte del mariscal Tito en 1980, no obstantes los esfuerzos que por casi una década hizo el partido comunista, se juntaron varios factores que conspiraron contra la paz y la unidad de la República Federal Socialista de Yugoeslavia. La crisis económica produjo una etapa de desorden, huelgas, protestas estudiantiles y los primeros brotes de violencia étnica. El colapso de la Unión Soviética dejó sin sustentación a los gobiernos de su bloque. Los ancestrales odios étnicos, las diferencias culturales y los afanes separatistas hicieron el resto. Lo cierto es que Yugoeslavia se descompuso en varios Estados. En su intento de evitar la disgregación y de integrar sobre las ruinas de Yugoeslavia la “gran Serbia”, el 27 de junio de 1991 los serbios invadieron Eslovenia con sus fuerzas militares. Poco después el conflicto se extendió a Croacia y a Bosnia-Herzegovina. Y empezó una de las más sangrientas guerras civiles de la historia, encendida por los viejos odios religiosos y étnicos entre los eslavos de Serbia y los musulmanes de Bosnia y por los milenarios rencores entre los serbios y los croatas.
El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en ejercicio del derecho de injerencia humanitaria, que es uno de los
En su trama infernal se entrecruzaron intereses territoriales, fanatismos religiosos, odios étnicos, incomprensiones culturales, diferencias de lenguaje, fricciones políticas, pugnas militares y viejas cuentas pendientes. Los serbios —que son cristianos ortodoxos— con su mayor poder militar, puesto que heredaron los equipos bélicos y los grandes arsenales de la anterior Yugoeslavia, intentaron formar la “Gran Serbia” con todos los territorios en que hay población mayoritaria de su etnia. Consideraron que cualquier parte de Bosnia donde vivía una mayoría serbia debía ser incorporada a su territorio. Los croatas, mayoritariamente católicos, tenían un proyecto semejante. Los musulmanes bosnios, defensores de una Bosnia multiétnica y pluricultural, atenazados por estos dos movimientos, se vieron forzados a buscar una alianza con los croatas y formaron la Federación Croata-Musulmana, con un parlamento común y fuerzas armadas unificadas, a fin de evitar la pérdida de nuevas porciones de su territorio. Mientras tanto, en el fuego cruzado entre los tres principales bandos de la guerra civil —musulmanes, serbios y croatas— la población indefensa se desangró en medio de las balas, la carestía de alimentos, la destrucción de sus casas, el frío invernal y la carencia de todo.
Después de casi cuatro años de lucha y tras largas y complicadas negociaciones auspiciadas por el presidente norteamericano Bill Clinton, los presidentes Slodovan Milosevic de Serbia, Franjo Tudjman de Croacia y Alija Izetbegovic de Bosnia firmaron un acuerdo de paz el 14 de diciembre de 1995, en una ceremonia especial celebrada París, para dar término al conflicto más sangriento desde la Segunda Guerra Mundial. 250 mil muertos, tres millones de desplazados, centenares de miles de heridos y mutilados e incalculables daños materiales dejó esta confrontación desencadenada por prejuicios étnicos, culturales y religiosos. La paz retornó a los Balcanes. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas levantó las sanciones que había impuesto a Serbia desde 1992. Se desvaneció el sueño de la “Gran Serbia” alentado por Slodovan Milosevic, Presidente de los serbios, y por Radovan Karadzic, jefe del enclave serbio en Bosnia. El acuerdo dividió el territorio de Bosnia-Herzegovina en dos partes: el 49% para la Republika Srpska de los serbios y el 51% para la Federación Croata-Musulmana, en el seno del mismo Estado federal y multiétnico cuya capital es Sarajevo y, por ende, bajo un solo gobierno pero con la representación de las tres autonomías —serbobosnios, musulmanes y croatas— en el parlamento.
El 14 de septiembre de 1996 más de tres millones de bosnios participaron en las primeras elecciones después de la guerra para elegir a los integrantes de la presidencia “tricéfala” prevista en los acuerdos de paz. Triunfó en los comicios el musulmán Alija Izetbegovic seguido por el serbio-bosnio Momcilo Krajisnik y por el croata Kresimir Zubak, quienes formaron parte del poder ejecutivo colegiado que establece la Constitución. Los tres presidentes representaban a sus respectivas comunidades en conflicto: la bosnia (musulmana), la serbia (cristiano-ortodoxa) y la croata (católica).
Este ominoso episodio de la historia reciente de los Balcanes terminó con la prisión de los dos protagonistas principales de los genocidios de Bosnia: Milosevic, quien murió en la cárcel el año 2006 durante el juicio del Tribunal Penal Internacional de La Haya; y Karadzic, detenido el 21 de julio del 2008 y encausado por el mismo tribunal internacional.
10. Guerra civil de Kosovo. Tres años después de terminado el conflicto de Bosnia, el gobierno racista de Slobodan Milosevic desató un nuevo ataque armado de “limpieza étnica”, esta vez contra Kosovo, la provincia Yugoeslavia situada al sur, que había pugnado por su independencia desde la muerte del mariscal Tito en 1981.
Durante el régimen comunista Kosovo gozaba de una cierta autonomía pero en 1989 Milosevic la revocó y disolvió la asamblea y el gobierno provinciales.
A mediados de 1998 se iniciaron los choques armados entre los rebeldes separatistas de Kosovo, organizados en el Ejército de Liberación (UCK), y las fuerzas policiales y militares de Belgrado que cometieron toda clase de crímenes contra la población civil. Los albano-kosovares han pugnado por su independencia de Yugoeslavia desde la muerte del mariscal Tito y habían conseguido una cierta autonomía que en 1989 fue revocada por Milosevic. Formaron en 1992 el UCK, como un movimiento armado para alcanzar la independencia de Kosovo, con aproximadamente 15.000 efectivos distribuidos en seis frentes de lucha: en la región de Drenica, en la zona de Llapp, en Challa, en las montañas de Zatrici, en el valle de Pagaruce y en los montes de Dukagjin.
Los choques armados provocaron finalmente en 1999 el despliegue de 180.000 efectivos de las fuerzas militares y paramilitares serbias en la zona, que cometieron toda clase de violaciones de los derechos humanos y expulsaron violentamente de sus hogares a la población mayoritaria albanokosovar. Fueron asesinados a mansalva miles de kosovares, violadas sus mujeres e incendiadas sus casas. La barbarie produjo el éxodo de más de un millón de personas que se refugiaron en Albania y Macedonia, en lo que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados calificó como “el mayor éxodo en Europa desde la segunda guerra mundial”.
El desastre humano obligó a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) a intervenir militarmente en la zona para detener la barbarie de Milosevic. Más de mil aviones norteamericanos, ingleses, franceses y alemanes, dotados de los más sofisticados elementos para la guerra teledirigida, bombardearon por 78 días consecutivos numerosos objetivos estratégicos de Yugoeslavia.
Después de decenas de miles de misiones de bombardeo de las fuerzas de la OTAN contra objetivos estratégicos de Yugoeslavia y de ingentes daños causados en su infraestructura militar y económica, Slobodan Milosevic aceptó el plan de paz impuesto unilateralmente por la alianza atlántica y ordenó el repliegue de sus efectivos militares, paramilitares y policiales de Kosovo. Inmediatamente el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó el 10 de junio de 1999, aunque con la abstención de China, la resolución por la cual se creó una fuerza internacional de paz para Kosovo —KFOR— compuesta por 48.000 hombres, a fin de garantizar el retorno de más de un millón de refugiados albanokosovares, el respeto a las etnias y la convivencia pacífica en la provincia Yugoeslavia. Pero la misión de la fuerza de paz se complicó en el terreno porque, con el retorno de los albanokosovares cargados de rencor y odio, la persecución cambió de dirección: los perseguidos se convirtieron en perseguidores y entonces el sangriento acosamiento fue contra los serbios, que se vieron obligados a abandonar Kosovo.
A principios de octubre del 2000 Milosevic fue desalojado de poder por una rebelión popular cuando en connivencia con el Tribunal Constitucional pretendió desconocer el triunfo de Vojislav Kostunica, candidato de la oposición a la presidencia, en las elecciones del 24 de septiembre. Una enfurecida masa de más de 300.000 personas se volcó a las calles de Belgrado, desbordó a las fuerzas policiales —muchos de cuyos miembros se unieron a la multitud—, incendió el parlamento federal, se tomó la estación televisiva estatal y determinó el derrocamiento y la fuga de Milosevic, que pusieron fin a sus 13 años de gobierno.
Seis meses más tarde fue encarcelado por las autoridades judiciales de su país bajo la acusación de corrupción y malversación de fondos públicos. Finalmente, el 28 de junio del 2001 Milosevic fue entregado al Tribunal Penal Internacional de La Haya para ser juzgado por sus crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra cometidos en Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina y Kosovo. El megalómano de los Balcanes —extraña combinación de marxismo con nacionalismo y racismo, que mezclaba en sus discursos la derrota serbia en la batalla de Kosovo en 1389 ante los turcos con los sufrimientos de su pueblo en la Segunda Guerra Mundial—, responsable de cuatro guerras, más de 250.000 personas muertas, dos millones de refugiados, ciudades destruidas y pueblos desaparecidos en la mayor tragedia vivida por Europa en la segunda mitad del siglo XX, se convirtió en el preso número 39 del centro de detención de Scheveningen, situado a dos kilómetros de La Haya.
El Tribunal Penal Internacional fue creado por las Naciones Unidas, como un órgano jurisdiccional de carácter permanente, en la conferencia de Roma en 1998, con la presencia de representantes de 120 países. En la votación hubo 7 votos opuestos y 21 abstenciones. Está integrado por 18 jueces y un fiscal, que ejercen sus funciones durante el período de nueve años. Tiene las siguientes dependencias y salas: la oficina del fiscal, la sala de cuestiones preliminares, la sala de juicio y la sala de apelación. La máxima pena imponible es la cadena perpetua.
El tribunal comenzó sus funciones en el 2001, inmediatamente después de que al menos 50 Estados hubieron ratificado el instrumento internacional de su creación. Con sede en La Haya —donde también radica el Tribunal Internacional de Justicia de Naciones Unidas—, su jurisdicción y competencias comprenden el procesamiento de quienes hubiesen cometido “los más graves crímenes contra la comunidad internacional”, como <genocidio, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, violaciones graves contra los derechos humanos y otros execrables delitos cuyo juzgamiento no haya sido iniciado por los Estados, sea por ausencia de voluntad, por complicidad o encubrimiento o por falta de competencia. El tribunal actúa a instancias de los Estados, de su propio ministerio fiscal o del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Al tenor de la Convención de Viena de 1814 a 1815 y de las de Ginebra de 1907, 1929 y 1949, cuyas disposiciones han sido aceptadas por los ejércitos de los Estados civilizados, los crímenes de guerra son las violaciones de las normas humanitarias para el tratamiento a los heridos en tierra, heridos en mar, náufragos, prisioneros de guerra y poblaciones civiles durante los procesos bélicos; y los crímenes contra la humanidad son las acciones atroces cometidas contra grupos humanos indefensos. El 8 de junio de 1977 se aprobaron en Suiza los dos protocolos adicionales a las convenciones de Ginebra: el primero sobre la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales y, el segundo, de las víctimas conflictos armados no internacionales.
Los delitos contra la humanidad no prescriben y la jurisdicción para perseguir a sus autores se extiende más allá de las fronteras nacionales.
11. Guerra civil de Angola. El África Occidental Portuguesa, después de su dilatada etapa colonial iniciada en 1483, obtuvo su independencia nacional el 11 de noviembre de 1975 y se convirtió en la República de Angola. Situada en el suroeste de África, al norte de Namibia y al sur de la República Democrática del Congo, tiene 13’200.000 habitantes, según cálculos de comienzos del 2007, y es el séptimo país más extenso de África con 1´246.700 kilómetros cuadrados de superficie. Su capital es Luanda. Posee importantes recursos naturales, incluidos yacimientos petroleros y minas de uranio y diamantes.
Angola abandonó el régimen colonial cuando el gobierno portugués decidió el traspaso del mando. Pero inmediatamente, en medio del vacío de poder dejado por la autoridad portuguesa, los angoleños se dividieron en tres grupos contendientes: el Frente Nacional de Libertaçao (FNLA), el Movimiento Popular de Libertaçao de Angola-Partido de Trabalho (MPLA) y la Uniao Nacional para a Independencia Total de Angola (UNITA). Este fue el germen de la guerra civil que vino después. El MPLA, muy influido por el bloque soviético, formó un gobierno en Luanda mientras que las fuerzas de UNITA y FNLA, replegadas hacia el sur del país, constituyeron otro en Huambo, ciudad a la que proclamaron como su capital. Ambos gobiernos reclamaban legitimidad en el marco de un conflicto que fue, sin duda, una proyección de la guerra fría. Se constituyeron dos gobiernos paralelos: el uno de tendencia marxista en Luanda y el otro de corte liberal occidental en Huambo. Las superpotencias tomaron partido en la confrontación: la Unión Soviética apoyó al MPLA mientras que Estados Unidos, los países del Occidente europeo y Sudáfrica —en los oscuros tiempos del <apartheid— respaldaron la insurgencia guerrillera de UNITA. Cuba envió 36.000 soldados a luchar en Angola en apoyo al gobierno del MPLA y más de 2.000 de ellos cayeron en combate. Los papeles parecieron cambiarse: Cuba defendía un gobierno y luchaba contra los guerrilleros mientras que Estados Unidos apoyaban a los combatientes irregulares y buscaban derrocar al gobierno. Se desencadenó entonces una cruenta guerra civil entre el régimen unipartidista del MPLA, presidido por António Agostinho Neto, y las fuerzas de oposición de UNITA, lideradas por Jonas Savimbi. Neto murió en 1979 y su liderazgo político fue asumido por José Eduardo dos Santos. El gobierno financiaba su lucha con los recursos del petróleo y UNITA con la explotación de diamantes.
Por iniciativa de la comunidad internacional se hicieron varios intentos de buscar la paz entre las facciones contendientes. En los años 90 se produjeron dos acuerdos de cese al fuego: los Acuerdos de Bicesse en 1991 y el Protocolo de Paz de Lusaka en 1994. En conformidad con los Acuerdos de Bicesse entre los guerrilleros de UNITA y las tropas del gobierno, concluidos bajo la supervisión de observadores de las Naciones Unidas, los últimos soldados cubanos abandonaron el territorio angoleño en mayo de 1991.
En septiembre de 1992 se celebraron elecciones para integrar la nueva Asamblea Nacional —compuesta por 220 miembros—, designar Presidente de la República y superar el autoritario régimen de partido único que se había instaurado en Angola desde su independencia bajo el liderato de Agostinho Neto, primero, y luego de Eduardo dos Santos. Las elecciones presidenciales fueron ganadas por el presidente dos Santos con más del 49% de la votación sobre el opositor Jonas Savimbi, que obtuvo el 40%; pero los perdedores denunciaron fraude electoral, desconocieron los resultados, abortaron el proceso de elección y volvieron a empuñar las armas. Dos años después se celebró un nuevo acuerdo de paz entre el gobierno y UNITA para formar un régimen de unidad e integración entre las dos fuerzas: fue el Protocolo de Paz de Lusaka. Pero este proyecto también fracasó por la falta de vocación del gobierno para ir real y lealmente hacia un régimen multipartidista de elección popular y por la renuencia de UNITA a desmovilizar sus fuerzas combatientes. Ambos bandos consideraban que la vía armada era el camino estratégico para conquistar el poder. Y, en el medio: la lucha por el control de las reservas de diamantes. Entonces se reanudó el conflicto armado por un lustro más, con su tremenda secuela del desastre humanitario. Las luchas entre las tropas gubernamentales y las fuerzas de UNITA se intensificaron. Fueron atacadas las refinerías de petróleo y las plantas industriales más importantes del país. Los guerrilleros controlaban la mina de diamantes de Luzamba, que era una de sus principales fuentes de ingresos. En 1998 UNITA reforzó su ofensiva y el 27 de diciembre de ese año el presidente dos Santos, al margen de la Constitución, asumió todos los poderes del Estado para hacer frente a la guerrilla. En enero de 1999 los observadores de la ONU se vieron obligados a abandonar el país a causa de la indetenible violencia. Pero a comienzos de este siglo, después de negociaciones frustradas y acuerdos de paz incumplidos, advinieron circunstancias nuevas que posibilitaron la terminación del conflicto. En agosto de 2001 el presidente angoleño José Eduardo dos Santos anunció su intención de no presentarse como candidato en las siguientes elecciones y en febrero de 2002 murió Savimbi en un enfrentamiento con las tropas del gobierno. Estas circunstancias precipitaron un alto al fuego acordado entre el general Geraldo Nunda, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, y Abreu Muengo Ukwachitembo, líder visible de la facción rebelde UNITA. Y el 4 de abril el gobierno y los insurgentes, con la presencia del Secretario General de las Naciones Unidas Kofi Annan y de representantes de Estados Unidos, Rusia y Portugal, como testigos de honor, firmaron en Luanda un histórico acuerdo que, retomando el Protocolo de Paz de Lusaka (1994), puso fin a las hostilidades, abrió la posibilidad de elecciones y previó la integración de los miembros de la guerrilla en las filas del ejército regular.
Terminó así una guerra civil terriblemente cruenta, que se extendió por veintisiete años y que causó alrededor de un millón de muertos, cuatro millones de desplazados y ochenta mil refugiados en el Congo, Zambia, Namibia, Sudáfrica y Botsuana a causa de la violencia, el terror y las hambrunas. Las tierras agrícolas fueron abandonadas. Colapsó la producción. El hambre y las enfermedades invadieron a la población. En ese momento la ONU declaró a Angola como el país de la más grave contingencia humanitaria.
Inmediatamente el gobierno presidido por José Eduardo dos Santos formuló un programa de mediano y largo plazos para consolidar el proceso de paz —una paz asentada en la justicia y en la distribución equilibrada de la renta— promover la reconciliación nacional, implantar las bases de la democracia, establecer el multipartidismo, reinsertar a los combatientes de UNITA a la sociedad angolesa, rehabilitar política y económicamente al país, adoptar un sistema de economía de mercado, impulsar el desarrollo productivo, rehabilitar las infraestructuras destruidas durante la guerra, incrementar la oferta interna de bienes y servicios, implantar la estabilidad monetaria y de precios, proteger el poder de compra de los salarios, crear condiciones para el aumento de la inversión privada en la economía, impulsar el desarrollo de las modernas tecnologías de la información y promover la reinserción internacional del país. Como dijo su presidente José Eduardo dos Santos en el discurso pronunciado el 11 de noviembre del 2005 con ocasión del trigésimo aniversario de la independencia nacional, “nesta era da globalizaçao, em que cada pais é un mercado integrado num mercado global, em que a informaçao, os valores da cultura universal e as normas da civilizaçao ocidental se disseminan sem fronteiras, quem nao é capaz de administrar o seu mercado e preservar os valores da sua identidade, transformando-os em contributo ao processo global, fica sem expressao”.
Sin duda, el problema más arduo que enfrentó el gobierno en ese momento fue la desmovilización y manutención de alrededor de 80 mil excombatientes de UNITA dispersos por la geografía angolesa, la incorporación de algunos a las filas de las fuerzas armadas regulares, según se había pactado, y la integración de todos ellos, sus familiares incluidos, a la sociedad y al proceso de la producción. Para convertir a los exguerrilleros en elementos productivos, que pudieran subsistir con su propio esfuerzo, el gobierno se vio precisado a desarrollar cursos de capacitación.
Otro de los problemas terribles que afrontó este país en la postguerra civil era el de los cinco millones de minas de tierra sembradas en su territorio por los bandos contendientes, con un promedio de explosión de 60 al día, que cobraron decenas de miles de víctimas, entre muertos y mutilados. Lo cual creó en la población campesina una psicosis colectiva de angustia y temor. El peligro de las minas frustró los esfuerzos de las Naciones Unidas y de algunas ONG para ingresar con su ayuda humanitaria a algunas zonas de pobreza y malnutrición e incluso bloqueó el acceso de los agricultores a tierras de vocación agrícola y ganadera.
Los líderes de la UNITA, convertida en partido político después del acuerdo de paz, pidieron perdón al pueblo angoleño por el sufrimiento causado por su participación en la guerra civil. Abilio Camalata, a la sazón Secretario de Asuntos Políticos, declaró públicamente que “UNITA participó en la guerra y asume la responsabilidad de los muchos errores cometidos durante el conflicto armado, porque se perdieron muchas vidas y nadie puede pagar por una vida
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12. Guerra civil sudanesa. Situado en el noreste del continente africano, Sudán alcanzó su independencia nacional de Inglaterra en 1953, pero dos años después se vio envuelto en una feroz, sangrienta y dilatada guerra civil entre los grupos islámicos del norte y los grupos cristianos y multiétnicos del sur.
Las milicias árabes trataron de exterminar a la población negra del oeste y del sur como parte de la “limpieza étnica” que propugnaban los líderes islámicos del norte. Aldeas enteras de población negra fueron saqueadas y quemadas por las bandas armadas de Janjawid. Sus habitantes fueron masacrados o tuvieron que fugar. Los campesinos se vieron forzados a abandonar sus pequeñas y pobres fincas. Sufrieron el saqueo de sus ganaderías. Fueron décadas de crímenes inenarrables. Y, como consecuencia de esos acontecimientos, amplios sectores de su población quedaron sumidos en la miseria, principalmente en la provincia occidental de Darfur, que fue un sultanato independiente hasta 1916.
El conflicto de Sudán copó 40 de sus 54 años de vida independiente y, según las Naciones Unidas, desde 1953 hasta marzo del 2008 significó la muerte de trescientas mil personas y el desplazamiento de cuatro millones, que quedaron desperdigadas en los campos en Sudán y en los países vecinos.
Amnistía Internacional afirmó que los atroces desafueros contra los derechos humanos fueron cometidos por todas las facciones involucradas en el conflicto: el gobierno, los grupos armados de oposición, las organizaciones fundamentalistas musulmanas y las milicias aliadas con las bandas contendientes. El fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) solicitó al tribunal el 14 de julio del 2008 el arresto del presidente de Sudán, Omar Hassan al-Bashir, bajo la acusación de genocidio, crímenes de guerra y actos contra la humanidad cometidos durante el conflicto de Darfur.
Esos grupos recibieron apoyo logístico del exterior. Las milicias árabes musulmanas Janjawid fueron armadas por Irán y apoyadas por el ejército sudanés; y los combatientes del Movimiento de Liberación de Sudán —movimiento negro, también musulmán—, recibieron respaldo de Uganda, Etiopía y Eritrea, países fronterizos de Sudán. El conflicto tendió a internacionalizarse. Lo cual preocupó a su vecino del norte: Egipto, que temía una intervención militar directa de Irán en apoyo al gobierno sudanés para ejercer control del Mar Rojo y de la parte baja del Nilo. El gobierno egipcio pidió secretamente en el 2009 la intervención de Estados Unidos para retrasar el plebiscito independentista, como constó en uno de los cables de la diplomacia norteamericana interceptados por WikiLeaks. El gobierno militar de Omar Hassan Ahmad al-Bashir, que tomó el poder en Jartum en 1993, fue incluso acusado de intentar asesinar al presidente egipcio Hosni Mubarak en Addis Abeba en 1995. En las montañas del noreste del país se reportó la existencia de campos de entrenamiento secretos de al Qaeda.
En tales circunstancias, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, considerando que aquella era la peor crisis humanitaria que se había producido hasta ese momento, dispuso el 31 de julio del 2007 el despliegue de una fuerza internacional compuesta por 26 mil soldados de diversas nacionalidades en la provincia sudanesa de Darfur para detener la guerra civil en el país africano, contener el tráfico de armas, proteger a la población e impulsar un acuerdo de pa
Aquella fue la mayor operación internacional de injerencia humanitaria realizada hasta esa fecha para la guerra civil más prolongada de África, en la que se produjeron atroces violaciones de los derechos humanos y crímenes contra la humanidad.
Pero en el año 2005 las partes contendientes llegaron a un acuerdo de paz que puso fin a cuarenta años de violencia, disputas tribales y luchas civiles entre el norte musulmán y el sur cristiano, acaudilladas por los señores de la guerra, que dejaron más de trescientos mil muertos y cuatro millones de desplazados.
Y, como parte de ese acuerdo, el 9 de enero del 2011 se efectuó en Sudán un plebiscito para decidir si Sudán del Sur —con sus nueve millones de habitantes, principalmente negros y cristianos— se independizaba de Sudán del Norte —treinta y dos millones de árabes musulmanes— y formaba un nuevo Estado. En el plebiscito triunfó la tesis de la independencia por la abrumadora mayoría del 98,83% de los votos. Los sudaneses del sur eligieron así la formación del nuevo Estado, con sus 619.745 kilómetros cuadrados de territorio, que fue admitido como nuevo miembro de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
13. Guerra civil siria. El 26 de marzo del 2011 el pueblo sirio se lanzó a las calles en Dera como reacción al arresto de un grupo de niños y adolescentes por pintar un grafito de carácter político-religioso. El descontento popular, represado y reprimido por décadas, se contagió y explosionó en las calles de Latakia, Homs, Hama, Banias, Telkalakh, Damasco, Alepo y otras ciudades para pedir la terminación del gobierno autocrático de Bashar al-Assad y la apertura de un régimen democrático, siguiendo los pasos de la denominada “primavera árabe” de los años 2010, 2011 y 2012 en Túnez, Egipto, Argelia, Yemen, Jordania, Siria, Libia, Bahréin, Sudán, Marruecos, Omán y Mauritania, donde los pueblos salieron a manifestar su descontento contra los sátrapas corruptos, poseídos por el fanatismo religioso, que se habían perpetuado en el poder y amasado gigantescas fortunas, depositadas en cuentas bancarias secretas de Suiza, Reino Unido, Estados Unidos, Dubái, sureste de Asia y el Golfo Pérsico.
Según la revista “Forbes”, en el año 2012 cinco de los siete gobernantes más ricos del mundo pertenecían a países árabes y el tirano Bashar al-Assad poseía una fortuna avaluada en 45.000 millones de dólares.
El gobierno sirio reprimió con brutalidad las manifestaciones populares. Su aviación militar y sus fuerzas de artillería bombardearon y lanzaron misiles contra los barrios y zonas urbanas donde se movían las fuerzas de oposición.
Estalló entonces una sangrienta guerra civil entre el régimen de Bashar al-Assad y los rebeldes levantados en armas, con el saldo trágico, en los primeros treinta meses de confrontación, de ciento treinta mil muertos y seis millones de desplazados de sus hogares, de los cuales más de dos millones se refugiaron en Líbano, Jordania, Turquía, Irak, Egipto y otros países, según estimaciones de las Naciones Unidas. Ban Ki Moon, Secretario General de la Organización Mundial, denunció no sólo las numerosas bajas de niños en el conflicto —alrededor de diez mil— sino también la utilización de ellos como escudos humanos para proteger a los soldados en sus incursiones contra los bastiones rebeldes y el adiestramiento de adolescentes de 15 a 17 años de edad para faenas de combate y funciones de apoyo. Los daños materiales se calculaban en 16.500 millones de dólares por los bombardeos y cañonazos.
En la encarnizada lucha se manifestó también la ancestral división entre las dos principales sectas fundamentalistas y violentas en que se divide la religión islámica: los sunnitas y los chiitas, en lucha a muerte por el dominio religioso y político de la región. Los primeros, que eran cerca del 85% de los musulmanes, reconocían únicamente la autoridad religiosa y política de los imanes-califas descendientes de la tribu de los qurayshíes, a la que perteneció Mahoma, mientras que los segundos sólo obedecían la línea de mando de Alí, primo de Mahoma, a quien atribuían la condición de descendiente del profeta. Los chiitas apoyaron en la lucha al régimen de Bashar al-Assad y los sunnitas se alinearon con las fuerzas rebeldes.
Cuando esto ocurría, Bashar al-Assad llevaba once años en el gobierno. Y, como era usual en algunas dinastías políticas árabes, heredó el poder de su padre, Hafez al-Assad, quien gobernó por 29 años a la cabeza del partido Baaz, que era su estructura política fuertemente represiva en el ejercicio monopólico del poder.
Al presentar los datos de la situación, el comisionado de ACNUR Antonio Guterres expresó que “Siria se ha convertido en la gran tragedia de este siglo, una desafortunada calamidad humanitaria con sufrimiento y desplazamientos sin parangón en la historia reciente”. Y añadió que el único consuelo de los refugiados es “la humanidad mostrada por los países vecinos al dar la bienvenida y salvar las vidas a tantos refugiados”.
En uno de los episodios más dramáticos de la guerra civil, el 21 de agosto del 2013 las fuerzas del gobierno lanzaron armas químicas contra la población en un suburbio de Damasco y dieron muerte a 1.429 personas, incluidos 500 niños. Esto levantó la protesta de la comunidad internacional, aunque el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no pudo tomar una decisión sancionadora por los vetos presentados por Rusia y China —aliadas tácticas y comerciales del gobierno sirio— y no pasó de una tibia condenación del uso de armas químicas, que estaba prohibido por la Convención sobre la Prohibición del Desarrollo, la Producción, el Almacenamiento y el empleo de Armas Químicas y sobre su destrucción —Convention on the Prohibition of the Developtment, Production, Stockpiling and Use of Chemcal Weapons and on their Destruction— en vigencia desde el 29 abril de 1997, con 189 Estados signatarios y 7 Estados no partes: Corea del Norte, Angola, Egipto, Sudán del Sur, Siria, Birmana e Israel —los dos últimos firmaron pero no ratificaron la Convención—, cuya administración compete a la Organización para Prohibición de las Armas Químicas con sede en La Haya.
El Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, anunció al mundo que intervendrá en Siria mediante una operación militar limitada para derrocar al gobierno de Bashar al-Assad y detener el uso de armamento químico porque “cuando los dictadores cometen atrocidades el mundo debe actuar”. Se abrió una gran controversia internacional. El mundo se dividió en dos bandos. Los gobiernos de Francia, Turquía, Arabia Saudita y Australia apoyaron sin reticencias el programa de acción del gobierno estadounidense, mientras que Rusia, China, Italia, Alemania, Brasil, Argentina, India, Sudáfrica y otros países se opusieron frontalmente a la iniciativa. Un tercer grupo de países —entre ellos, Reino Unido, Canadá y Japón— adoptó una posición intermedia: apoyar la acción militar bajo la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU.
En esas circunstancias, para evitar la intervención militar norteamericana, Rusia propuso que Damasco pusiera sus armas químicas bajo control internacional. Así lo anunció el ministro de asuntos exteriores Serguéi Lavrov valiéndose de una tímida declaración que horas antes hizo el Secretario de Estado norteamericano John Kerry, en el sentido de que el gobierno sirio podría evitar el ataque si entregaba su arsenal químico. La propuesta del Kremlin fue aceptada inmediatamente por el gobierno sirio. Así se conjuró la intervención militar de Estados Unidos y se formuló un plan para poner bajo control internacional las armas químicas de Siria, almacenadas en cincuenta plantas alrededor del país, junto con los cohetes, obuses y misiles balísticos para su lanzamiento.
Con este antecedente, después de recibir la confirmación de sus técnicos de que el gobierno sirio usó gas sarín en el ataque a la población civil en el suburbio de Damasco, el Consejo de Seguridad por primera vez alcanzó un acuerdo sobre el tema sirio: en la madrugada del 28 de septiembre del 2013 sus quince miembros acordaron una resolución unánime que ordenaba al gobierno de Bashar al-Assad destruir su arsenal de armas químicas de destrucción masiva. El presidente Obama calificó la decisión como “una gran victoria de la comunidad internacional”, pero Philippe Bolopion, representante de la organización Human Rihts Watch (HRW) ante la ONU, afirmó que la resolución no hizo justicia a las víctimas del conflicto sirio. El acuerdo también condenó el ataque químico del 21 de agosto en Damasco, que violó normas internacionales, y pidió a los Estados miembros que se abstuvieran de prestar ayuda “a los actores no estatales” del conflicto sirio, es decir, a los grupos armados opositores.
Sin embargo, la lucha en Siria no se detuvo. Las fuerzas del gobierno y las de la oposición —provistas directa e indirectamente por varios países occidentales y del Oriente Medio— siguieron combatiendo y causando miles de nuevas víctimas y, hasta mediados del año 2017, más de cinco millones de refugiados que huyeron de la violencia.
Este fue uno de los episodios más trágicos de la historia contemporánea. Aunque no es fácil establecer las cifras con exactitud, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados —ACNUR— los muertos sumaban más de 250.000 hasta finales del 2016 y los desplazados —en lo que fue la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial— eran alrededor de 4,7 millones, cuyos destinos fueron principalmente Turquía, Líbano, Jordania, Egipto
El país estaba devastado. Su infraestructura destruida —incluidos colegios, escuelas, instituciones sociales y 177 hospitales— y no se salvaron los sótanos ni los refugios subterráneos porque las bombas antibúnker penetraban también allí. El 80% de la población siria estaba en la pobreza. En la ciudad de Alepo colapsó su sistema sanitario. El Banco Mundial publicó el 10 de julio del 2017 que la guerra civil siria había causado hasta ese momento pérdidas por 226.000 millones de dólares en el producto interno bruto (PIB) de ese país.
La Misión de Médicos sin Fronteras (MSF) —que atendió a la población de Alepo desde el 2012 hasta el 2014— afirmó que las mujeres y los niños constituían entre el 30% y el 40% de las víctimas económicas y sociales de la violencia, especialmente de los bombardeos aéreos indiscriminados sobre las ciudades y del uso de armas químicas y gases tóxicos.
Según el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos —situado en Londres— hasta marzo del 2018 la cifra de muertos civiles y militares sumaba 500.000, entre los que se incluían decenas de miles de niños. Los refugiados sobrepasaban los 5 millones. La United Nations International Children’s Emergency Fund (UNICEF) —Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia— calculaba que los niños afectados por la guerra representaban más del 80% de la población infantil siria.
Y, en cuanto a daños materiales, el Banco Mundial publicó el 10 de julio del 2017 que la guerra civil siria había causado hasta ese momento pérdidas de 226.000 millones de dólares en el producto interno bruto (PIB) de aquel país. Se calculaba que el 50% de su infraestructura estaba destruida.