Es la expresión con que en Estados Unidos se denomina a los “escritores fantasmas” que redactan los discursos del Presidente de la República y de otros personajes políticos. El ghostwriter es, en general, quien escribe discursos en la sombra para que otros los utilicen.
Sin embargo, en Estados Unidos se suele hacer una distinción entre el ghostwritwer y el speechwriter. La diferencia básica está en que el primero permanece oculto, no se lo conoce, su operación es clandestina. Es un verdadero “escritor fantasma”, como indica su nombre. Y su función es escribir discursos para personajes políticos de diverso orden y nivel. El speechwriter, en cambio, opera abiertamente y lo hace sólo para el presidente, de quien la opinión pública sabe que no puede tener el tiempo suficiente para preparar sus propios mensajes. En cierto modo se considera que es un privilegio presidencial acudir a este tipo de escritores, cuyos nombres son generalmente conocidos por la opinión pública. Algunos piensan que éstos no pertenecen realmente a la categoría de ghostwriters, o sea escritores fantasmas, puesto que su identidad no está oculta. Por lo general se conocen los nombres de ellos. Por ejemplo, Judge Samuel Rosenman era, entre otros, quien escribía los discursos de Franklin D. Roosevelt (1882-1945). Él justificaba su intervención con el argumento de que “there just is not enough time in a President’s day to handle the chore”.
Pero esto no siempre fue así. Abraham Lincoln (1809-1865) solía escribir sus propios discursos. Y fueron discursos muy hermosos, como aquel del cementerio de Gettysburg, en el momento más crucial de la guerra civil norteamericana, en que afirmó que “el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo no desaparecerá de la faz de la Tierra”.
Pero, naturalmente, en los últimos cien años se han complicado enormemente las funciones presidenciales de Estados Unidos y de todos los países, hasta el punto de que son muy pocos los presidentes que preparan sus propios discursos. Hay que tomar en cuenta también que no siempre los presidentes son escritores. Oradores generalmente sí, pero escritores rara vez. Con frecuencia ocurre además que personas que suelen expresarse fluida y hasta brillantemente a través de la palabra hablada carecen de las aptitudes para hacerlo por escrito. Y, a la inversa, célebres escritores no tienen la misma brillantez en su expresión oral. Con esto quiero decir que rara vez estas capacidades van juntas.
Pueden distinguirse diversas modalidades o “especialidades” en los ghostwriters. Hay los que en Estados Unidos se llaman phrasemakers (hacedores de frases) cuya función consiste en intercalar locuciones de efecto en los discursos ya borroneados. Esas locuciones tienden a “punzar” a los adversarios políticos o a causar impacto en quienes las escuchan. En suma, ellos están llamados a “mejorar” la calidad del discurso y a darle el brillo necesario. Dentro de esta modalidad están los llamados wordsmith, cuya habilidad es la de interpolar pensamientos de grandes filósofos o personajes de la historia para elevar la categoría del discurso y simular la gran cultura del orador.
Existen también los sloganeers, especializados en definir un pensamiento en pocas y sugestivas palabras, es decir, en crear <slogans para incorporarlos al discurso.
Al lado de todos ellos están lógicamente los research assistants que se encargan de investigar el tema del discurso y de entregar información, datos y cifras a los ghostwriters o a los speechwriters para que lo elaboren, a fin de que el mensaje supere las generalidades del tema y afronte sus especificidades.
Este es el montaje y la trama de los célebres ghostwriters de la política que con frecuencia son intelectuales y escritores de prestigio que preparan los discursos de los principales actores políticos. Como lo usual es que esos discursos se lean en la tribuna o se “improvisen” en el >teleprompter, finalmente el público cree en la admirable brillantez y cultura de sus líderes.
Empero se han formulado críticas contra este sistema. La principal acusación es que vulnera la <autenticidad de los líderes políticos, que es un alto valor de la vida pública de los pueblos.
Y esas críticas se han hecho no sólo en Latinoamérica, donde esta práctica empieza a generalizarse, sino también en los propios Estados Unidos que la han consagrado desde hace mucho tiempo. El famoso periodista norteamericano Walter Lippmann criticó duramente esta costumbre y escribió en 1942 que un hombre público necesita tener el material, el consejo y la crítica en la preparación de sus más importantes alocuciones “pero nadie puede escribir un auténtico discurso para otra persona”. Esto es tan absurdo, agregó, como que alguien escribiera “cartas de amor” o “elevara oraciones a Dios” por otro. Esta práctica puede incluso, dijo, generar un fuerte complejo de inferioridad del presidente o de los personajes políticos respecto del escritor de sus piezas oratorias. “La verdad es que aquellos que no pueden expresare por sí mismos, salvas raras excepciones, no están muy seguros de lo que están haciendo”, concluyó Lippmann.
Sin embargo, este punto de vista no es generalmente compartido por los ciudadanos norteamericanos, quienes piensan que los speechwriters de los presidentes cumplen un papel importante porque les ahorran tiempo para dedicarlo a faenas más trascendentales del gobierno.
La función de ellos es discutir el tema con el presidente, penetrar en sus ideas, desentrañar sus intenciones y luego escribir el discurso procurando reflejarlas fielmente.
Esta costumbre está muy arraigada en Estados Unidos. El presidente Harry Truman (1884-1972) utilizó los servicios de Clark Clifford, Charles J. Murphy y William Hillman. Dwight Eisenhower (1890-1969) los de Malcolm Moos, Bryce Harlow, Emmet Hughes, el banquero Gabriel Hauge, entre otros. John F. Kennedy (1917-1963) confió la elaboración de sus discursos a un gran equipo de escritores: Ted Sorensen, Arthur Schlesinger, John Kenneth Galbraith y Richard Goodwin. A Lyndon Johnson (1908-1973) le sirvieron Douglass Cater, Horace Busby, Joseph Califano, Harry McPherson y Jack Valenti. Fue notable el caso de Sorensen por la profunda compenetración con la forma de pensar y el estilo del presidente Kennedy, que daba a sus discursos un toque de autenticidad. Muchas veces el presidente los leía sin ninguna enmienda. Richard Nixon (1913-1994) formó un equipo de investigadores y escritores encabezado por James Keogh, que después fue reemplazado por Raymond K. Price, e integrado por Ceil Bellinger, Anne Morgan, Patrick Buchanan, Lee Huebner, Noel Koch, John Andrews, John McLaughlin y Tex Lezar. Salvo George W. Bush, que utilizaba los servicios de Michael Gerson para sus discursos sobre asuntos de defensa, y de Barack Obama que se valía de Jon Favreau para algunos de sus discursos, no tengo la información de los speechwriters de los últimos presidentes pero no dudo que existieron. Recuerdo que durante mi visita oficial a Estados Unidos en junio de 1991, después del almuerzo con el presidente George Bush (padre), mientras nos dirigíamos hacia el jardín de las rosas de la Casa Blanca, donde se suelen efectuar las ceremonias protocolares, le entregaron los papeles del discurso de bienvenida que debía ofrecerme. Pude ver que estaban escritos en letras muy grandes. Mi respuesta, en cambio, fue improvisada. Esos son los lujos que nos podemos dar los gobernantes del mundo subdesarrollado…
En la Casa Blanca hay un departamento de “ghostwriters” encargado de preparar los discursos que el presidente le pide. Cuenta con un banco de datos muy completo para que los escritores tengan la suficiente información sobre los temas señalados en cada oportunidad. Con frecuencia los escritores entregan el discurso al presidente instantes antes del acto o lo instalan directamente en el teleprompter para que lo lea. Los políticos norteamericanos son generalmente hábiles lectores y no se hacen problemas.
El discurso leído, si bien es más seguro en cuanto a la precisión de los conceptos y protege a los malos oradores de sus deficiencias, es menos vivo, fresco, espontáneo y versátil que el discurso improvisado. Cuando se trata de temas muy delicados, generalmente de orden internacional, en que “las palabras deben pesarse como diamantes”, según decía un viejo jurista ecuatoriano, es aconsejable el discurso leído que evita que las palabras puedan desbordar las intenciones del orador. Casi todos los discursos que los jefes de Estado y de gobierno pronuncian ante la Asamblea General de las Naciones Unidas tienen este carácter. Las excepciones han sido poquísimas. Creo que entre ellas está Fidel Castro (1926-2016), que usaba y abusaba de su talento para improvisar. En la actualidad se utiliza la más avanzada tecnología electrónica: el teleprompter de pantallas múltiples que permite a los oradores leer sus discursos pero dar la impresión al auditorio de que los improvisan, con lo cual lucen su “capacidad retórica” y su extraordinaria “memoria”.
A comienzos de este siglo se instalaron en la gigantesca sala de la Asamblea General, frente a la tribuna del orador, dos pantallas de teleprompter, muy bien encubiertas, de modo que —con la entera complicidad de la Organización Mundial en este fraude electrónico que muestra líderes políticos que no existen en la realidad— los jefes de Estado y de gobierno que por allí pasan simulan improvisar los discursos que leen en el aparato electrónico y exhiben entonces su "asombrosa" facilidad de palabra, su "amplia cultura", su "memoria inagotable" y los "vastos conocimientos" que poseen sobre toda clase de temas.
Los “escritores fantasmas”, sin embargo, entrañan ciertos riesgos. A veces se les ocurre publicar incómodas infidencias de la vida presidencial, como aconteció, por ejemplo, con Emmet Hughes, uno de los mejores speechwriters de Eisenhower, en su libro “The Ordeal of Power” ("La mala experiencia del poder"), o con Ted Sorensen, el escritor de Kennedy, aunque con mucha mayor discreción.
Se cuenta la anécdota de que Robert Smith, quien había cumplido un excelente trabajo como secretario de las fuerzas armadas bajo el gobierno de Thomas Jefferson (1743-1826), fue promovido a Secretario de Estado por el nuevo presidente James Madison (1751-1836). Pero Smith no era un escritor. Tenía incluso cierta dificultad para escribir. Y entonces acudió como speechwriter a uno de los mejores escritores de su tiempo para que le escribiera sus discursos: a su jefe, el presidente James Madison.
En Francia al escritor fantasma se lo llama “le nègre”. Expresión que probablemente se origina con el novelista francés Alejandro Dumas (1802-1870), quien solía tener varios colaboradores para corregir sus escritos e incluso, según se dice, para crear parte de ellos. Uno de esos ayudantes fue un mulato procedente de alguna de las colonias francesas en el Caribe al que lo llamaba “le nègre”. A partir de esta circunstancia se acuñó en Francia la expresión le nègre para designar al equivalente del ghostwriter anglosajón.