En 1885 el naturalista norteamericano Johann Mendel descubrió las leyes de la transmisión de los caracteres hereditarios. Poco tiempo después, agricultores norteamericanos crearon el primer maíz híbrido en 1922. En 1952 James Watson y Francis Crick descubrieron la estructura del ADN (ácido desoxirribonucleico).
En 1967 el agrónomo norteamericano Norman Ernest Borlaug obtuvo híbridos de trigo y arroz con períodos de maduración más cortos y rendimientos mayores. En 1990 los Estados Unidos aprobaron el primer producto modificado por la biotecnología: una enzima utilizada en la fabricación de quesos. Se produjo en China en 1992 el primer cultivo transgénico resistente a un virus. En 1994 la ingeniería genética norteamericana realizó el primer cultivo de plantas que retardan la maduración —entre ellas, el tomate Flavr Savr— para facilitar su comercialización en Estados Unidos. Y un año después fue el primer país en liberar la importación de soya modificada genéticamente.
La producción de animales transgénicos —o sea animales que portan genes de otras especies en su genoma— sirve para fabricar medicamentos de naturaleza proteínica por un medio más eficiente y menos oneroso que la utilización tradicional de biorreactores. Tal fue el caso de la marrana experimental bautizada con el nombre de genie, que produjo en su leche la proteína “C” humana, requerida apremiosamente para curaciones de enfermedades graves. Tradicionalmente esa proteína sanguínea se ha obtenido mediante el procesamiento de grandes cantidades de sangre humana de donaciones o por el cultivo de ingentes sumas de células en biorreactores de acero inoxidable. Pero con el método transgénico —como el caso de genie— se puede obtener proteína “C” en abundancia, y en forma más barata y menos complicada.
Lo mismo se podría hacer con otras proteínas sanguíneas, como los factores VIII y IX para la coagulación de la sangre de los hemofílitos, o las proteínas que disuelven los coágulos para prevenir cardiopatías o lesiones cerebrales. La sangre de los donantes contiene esas proteínas pero en cantidades insuficientes, por lo que debe buscarse la opción de producirlas por métodos transgénicos, o sea por medio de la crianza de animales genéticamente modificados. Esta opción no sólo que resultará menos costosa sino que eliminará el riesgo de contagio de agentes infecciosos, como el VIH causante del sida o el virus de la hepatitis “C”.
La fabricación de proteínas para uso humano a partir de animales transgénicos evitará los problemas.
En el ámbito de la agricultura la transgénesis consiste en la transferencia de los genes de una planta a otra de la misma especie o de especie diferente para modificar su naturaleza y su rendimiento. Y ésta adquiere características que no tenía originalmente. Puede ser más resistente a los virus, las plagas, las enfermedades, los herbicidas, los insecticidas y los fungicidas, tener mayor productividad, bajar por tanto los costes de producción, asumir propiedades biológicas mejores o adquirir capacidad más alta de reproducción.
La manipulación genética permite conseguir mayor rendimiento de cultivos, producción todo el año, mejor tolerancia al manejo postcosecha y otras ventajas sobre los productos tradicionales. Y es que las semillas modificadas en laboratorio pueden dar plantas que produzcan proteínas de mejor calidad nutritiva, aceites menos nocivos para la salud humana y nuevas sustancias de uso médico o industrial. Las frutas transgénicas maduran más lentamente, requieren menos fertilizantes químicos y resisten mejor la manipulación y el transporte.
Los trabajos de la ingeniería genética no son nuevos: hay una vieja tradición de producción artificial de productos híbridos y de semillas mejoradas, que viene desde los años 60 del siglo XX con la denominada <revolución verde. De modo que el mejoramiento genético de animales y plantas no es reciente. Lo que ocurre es que los índices de eficacia actuales son mucho mayores gracias a los avances de la biotecnología agrícola, que ha creado especies resistentes a las plagas, a las enfermedades virales, a la acción de los insectos y a los herbicidas utilizados para fumigar las malas yerbas y las plantas parásitas.
La transgénesis tiene implicaciones morales, políticas, económicas, médicas y ambientales en el desarrollo de la sociedad. Desde mediados de los años 90, con la comercialización de la soya resistente a los herbicidas y del maíz capaz de producir sus propios insecticidas, se abrió un duro debate sobre el tema de los productos genéticamente modificados. Las primeras protestas surgieron de las organizaciones ambientalistas europeas, que hablaron de la ruptura de la cadena ecológica, y, enseguida, de las asociaciones de consumidores, que argumentaron que tales productos eran peligrosos para la salud humana.
Los científicos que impulsan la modificación genética de animales, plantas y organismos argumentan que los productos transgénicos están destinados a incrementar la producción mundial de alimentos para satisfacer las necesidades de una población humana en constante y rápido crecimiento. Comparten el criterio del expresidente estadounidense Jimmy Carter, de que “el verdadero enemigo es el hambre y no la biotecnología responsable”. E impulsan por eso los esfuerzos científicos de la ingeniería biogenética dirigidos a mejorar la productividad agrícola y la cantidad y calidad de los alimentos.
Sus impugnadores sostienen, en cambio, que tales productos no sólo entrañan una peligrosa alteración genética —con los riesgos de que aparezcan rasgos patológicos en los seres humanos, los animales y las plantas, perturbaciones en los ecosistemas y transferencia de nuevos trazos genéticos en otras especies— sino que además pueden causar daños irreversibles a la agricultura. Temen que el polen de plantas transgénicas, llevado por el viento a grandes distancias, afecte a otras plantas, como ocurrió en Europa años atrás con la polinización esparcida por la canola transgénica de origen canadiense. Hacen además mucho hincapié en la cuestión alérgica y afirman que la manipulación genética de los alimentos, dirigida a producir proteínas, con frecuencia crea elementos alérgenos.