El mecanismo de la división tripartita de la autoridad pública, que es la característica propia y diferencial del sistema republicano de gobierno, opera de manera que ninguno de los poderes puede prevalecer sobre los demás y convertirse en instrumento de despotismo. Los poderes legislativo, ejecutivo y judicial tienen su propia órbita de atribuciones jurídicamente regladas. A ninguno de ellos le es dado interferir en las facultades de otro. La <Constitución señala taxativamente las materias que les competen. Al poder legislativo le corresponde principalmente (aunque no únicamente) formular el orden jurídico general del Estado y vigilar la gestión de ciertos funcionarios de la administración pública, a quienes puede pedirles cuenta de sus actos. Al poder ejecutivo le compete administrar el Estado mediante actos referidos a personas y casos concretos, dentro del marco legal dictado por el órgano legislativo. Y al poder judicial le incumbe la administración de justicia, o sea la declaración de lo que es derecho en cada caso de controversia.
La función legislativa formula y establece las normas generales y obligatorias de la convivencia social. Estas son, para los gobernados, el límite de su autonomía personal, puesto que ellos pueden hacer todo lo que no les está vedado por las leyes, y, para los gobernantes, la sustancia de su poder, dado que no les está permitido hacer algo para lo que no estén previamente autorizados por un precepto jurídico.
La formación de las leyes obedece a un proceso de cuatro etapas: iniciativa, discusión, sanción y promulgación. Este es el curso de integración de ellas dentro del esquema general de la <división de poderes.
El derecho de iniciativa, que es la facultad de formular proyectos de ley y presentarlos al congreso para su discusión, por lo común corresponde a los legisladores, al Presidente de la República, a la Función Judicial y, en los países que tienen la institución de la >iniciativa popular, a un número determinado de ciudadanos que con su firma respaldan un proyecto de ley.
La discusión y aprobación de él compete al órgano legislativo, de acuerdo con los procedimientos y las normas que establece la Constitución y leyes del Estado.
La >sanción, que es la aprobación por el jefe del Estado de un proyecto de ley aprobado por el órgano legislativo, es la penúltima etapa, a la que sigue finalmente la >promulgación de la ley, esto es, su publicación solemne en el periódico oficial para conocimiento general.
La ley rige desde el momento de su promulgación, a menos que ella señale otra fecha para su vigencia.
Aunque se habla de “separación” de funciones, el sistema no aísla a los poderes del Estado ni suprime la necesaria y útil conexión que debe existir entre ellos. Todo lo contrario: promueve su funcionamiento coordinado, de modo que, respetando los unos las atribuciones de los otros y controlándose recíprocamente, realizan de mancomún aquellos actos que la Constitución, por la singular importancia que entrañan, no quiere que sean obra de un solo poder.
Como es lógico, solamente los actos de menor importancia relativa están sometidos a la competencia exclusiva de un poder. Todos los demás son objeto de competencias concurrentes. Se produce así el juego mecánico que equilibra las fuerzas del Estado, pone en funcionamiento los sistemas de control y fiscalización recíprocos, para que el poder detenga al poder y evite los abusos de autoridad.
Pero ninguno de los poderes se limita estrictamente a su función específica sino que desempeña también funciones secundarias. Esto hace posible el entrelazamiento operativo de control. Así, el poder legislativo tiene como función específica formular y expedir las leyes pero ejerce también ciertas funciones judiciales con respecto al Presidente de la República y a sus ministros. La función ejecutiva, por su parte, desempeña también funciones de colegislación al ejercer su derecho de iniciativa o al sancionar o vetar las leyes, cuyo control de constitucionalidad ejerce usualmente la función judicial. Esto quiere decir que para que pueda expedirse una ley se requiere la voluntad concurrente de los legisladores y del Presidente de la República y que para mantener su vigencia es necesario que la Corte Suprema de Justicia no la declare inconstitucional por violar derechos, garantías o procedimientos consagrados en la Constitución. Por su parte, el Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, según el esquema norteamericano seguido por muchos Estados, debe presidir las sesiones del Senado en el caso de juzgamiento de la responsabilidad oficial del Presidente de la República. Este, a su vez, mediante el otorgamiento del indulto o el ejercicio del derecho de gracia, participa en la función judicial.
Así se entreteje la complicada trama de relaciones y de controles recíprocos entre los tres poderes, que previene el abuso de autoridad.
En el esquema planteado no existe superioridad jerárquica entre los tres poderes: la relación establecida entre ellos es de coordinación y no de subordinación. Si un poder puede enervar los actos de otro no es porque tenga mayor autoridad sino porque cada uno de ellos ejerce una función específica. Eso pasa con el ejecutivo cuando veta una ley o con el congreso cuando juzga la conducta de los funcionarios de la administración o con los tribunales de justicia que someten a juicio a legisladores o a ministros. En su campo específico cada poder es supremo. Precisamente lo que se ha propuesto la teoría de Montesquieu es lograr un equilibrio político, con base en que ningún poder prevalezca sobre los demás. No hay, por tanto, “primer”, “segundo” o “tercer” poder del Estado en sentido de ordenación jerárquica sino tres poderes coordinados, cada cual con sus respectivas atribuciones y deberes, frente a la conducción del Estado.
Es preciso aclarar que en el sistema parlamentario —en el que el parlamento es el centro de gravedad política del Estado— este órgano tiene mayores atribuciones que el congreso de los regímenes presidencialistas. En esa forma de gobierno, el parlamento —y, dentro de él, la mayoría parlamentaria— es la fuerza determinante de la vida del Estado, tanto porque inspira la orientación política del gobierno y califica su programa de acción como porque está asistida del derecho de fiscalizar los actos del poder ejecutivo y de exigir responsabilidades a sus titulares. Un fortalecido parlamento desempeña funciones legislativas, políticas, administrativas, económicas y judiciales.
En los regímenes presidenciales puros, en cambio, el congreso se limita casi exclusivamente a sus obligaciones legislativas. Sólo excepcionalmente ejerce facultades de control político-administrativo. El Presidente es el jefe del Estado y el jefe del gobierno. No existe gabinete como órgano constitucionalmente reconocido. Tampoco existe un primer ministro: todos los ministros tienen el mismo rango de secretarios del presidente en las diferentes carteras. No rinden cuentas ante el congreso sino ante el presidente y no pueden participar en los debates del congreso, con el cual se comunican por escrito o a través de las comisiones legislativas. Sin embargo, siguiendo el modelo norteamericano, en el que existe una disposición constitucional en virtud de la cual “el Presidente, el Vicepresidente y todos los funcionarios civiles de los Estados Unidos podrán ser destituidos de sus cargos si se les acusare y se les hallare culpables de traición, cohecho u otros delitos y faltas graves”, el >presidencialismo tiene procedimientos especiales para el juzgamiento por el congreso de la responsabilidad política de los principales titulares de la función ejecutiva. Este juzgamiento se denomina impeachment en Estados Unidos. El proceso se origina en la Cámara de Representantes, que es la encargada de llevar la acusación ante el Senado, el cual actúa como juez y debe estar presidido por el Presidente de la Corte Suprema de Justicia cuando se trate de juzgar al Presidente de la República. La pena imponible al funcionario culpable es la destitución del cargo, que puede ir acompañada de la inhabilitación para desempeñar funciones de honor en el gobierno de Estados Unidos.