La separación o división de los poderes del Estado consiste básicamente en que la autoridad pública se distribuye entre los órganos legislativo, ejecutivo y judicial, de modo que a cada uno de ellos corresponde ejercer un cúmulo limitado de facultades de mando y realizar una parte determinada de la actividad gubernativa.
El poder político, abstractamente considerado, es uno. Sin embargo, esto no obsta para que se lo divida verticalmente y se encargue a órganos diferentes el ejercicio de las porciones de poder resultantes de esa división. El propósito es evitar que la concentración de la autoridad en un solo órgano estatal conduzca a la sociedad hacia el despotismo. El fraccionamiento de la autoridad pública previene este peligro al asignar a diferentes órganos el ejercicio de fracciones de poder. De este modo, ninguno de ellos por sí solo tiene la fuerza suficiente para instaurar un régimen autoritario.
Dentro de este esquema, el principal cometido de la función judicial es impartir justicia en la sociedad: o sea expresar la voluntad de la ley, como dicen algunos juristas. Esto significa que le compete resolver, dentro del marco de la legislación que le ha sido dado por la función legislativa, todas las reclamaciones cuya dirimencia judicial le sea solicitada.
La función judicial no hace la ley sino que la aplica a los casos particulares. Sus fallos son obligatorios sólo para las partes, aunque en algunos casos sientan “jurisprudencia”, es decir, establecen una forma de interpretar y de aplicar la ley en casos similares. Sin embargo, las sentencias —que así se llaman los pronunciamientos finales de los jueces y tribunales en cada caso de litigio judicial— sólo son obligatorias para las partes involucradas en el asunto que se juzga.
En el ejercicio de sus funciones los órganos judiciales deben gozar de total independencia. Ninguna autoridad ni poder en el Estado puede interferir en los juicios y procesos judiciales. Las normas constitucionales deben asegurar esa independencia, de acuerdo a una vieja tradición que viene del Act of Settlement inglés de 1701, que prohibió a la corona destituir a los jueces a menos que exista una petición del parlamento aprobada por la Cámara de los Lores bajo acusación de la Cámara de los Comunes.
La función judicial está integrada por jueces, funcionarios y empleados que, en conjunto, forman una unidad institucional. El concepto de juez es genérico puesto que comprende a todos quienes están investidos de la autoridad de juzgar. Pero los que ejercen una autoridad superior y forman parte de los tribunales de alzada se denominan magistrados. En el comienzo los jueces avocaban conocimiento de todos los asuntos acerca de los cuales litigaban las personas. No había la distinción que hoy es usual, en razón de la materia, entre jueces de lo civil, lo laboral, lo penal, lo mercantil, lo agrario, lo tributario, lo societario, lo contencioso administrativo, etc. Este desglosamiento es fruto de la creciente complejidad de la vida social y de la especialización de las diferentes ramas y subramas del Derecho. Lo cual forzó también a crear juzgados y tribunales especializados para cada área jurídica, con lo que surgió la noción de la competencia como un concepto distinto del de jurisdicción. La jurisdicción es la potestad pública de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Encierra tres elementos de acuerdo con los viejos principios del Derecho Romano: la mera notio, o sea el conocimiento de la cuestión controvertida; la iuris dictio, que es la decisión o la resolución acerca de ella; y el imperium que es el poder que tiene el juez para imponer el cumplimiento de sus resoluciones. La competencia, en cambio, es la distribución de la jurisdicción entre los diferentes juzgados y tribunales en razón de la materia, el territorio, las personas, los grados y la cuantía de las reclamaciones. Todos los jueces ostentan jurisdicción pero sólo algunos de ellos tienen competencia para conocer un asunto determinado.
A fin de asegurar la supremacía de las normas constitucionales sobre todas las demás que de ellas se derivan, se ha establecido el control de la constitucionalidad que, en unos Estados, se ejerce por la función judicial, siguiendo el modelo norteamericano, y en otros, bajo la autoridad de un tribunal o consejo constitucional independiente, según la usanza francesa.