Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) Prácticamente las únicas guerrillas que subsistían en América Latina al comenzar el siglo XXI eran las de Colombia, Perú y México. En los dos primeros casos esa subsistencia se explicaba, en parte, por sus entendimientos con los cultivadores de coca y con el narcotráfico, porque a cambio de protección armada los grupos guerrilleros recibían ingentes sumas de dinero para sus actividades insurgentes.
El militar y escritor norteamericano Stephen G. Trujillo —en artículos publicados en “The New York Times” el 8 y 9 de abril de 1992— afirmó que “el dominio que tiene Sendero Luminoso de las firmas o mafias colombianas de la droga le permite gravar todos los niveles de la industria de la cocaína: a los agricultores de subsistencia, a los especuladores, a los intermediarios y propietarios de laboratorios, a las firmas y a los traficantes colombianos”. Y concluyó que “es obvio que Sendero Luminoso financia su revolución con cocaína”. Ciertos “senderólogos” estiman que las recaudaciones de este grupo ascendían en su mejor momento a sumas que se acercaban a cien millones de dólares por año.
En cuanto a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), uno de sus líderes más importantes, Jorge Briceño —apodado Mono Jojoy—, en entrevista concedida a la revista colombiana “Semana” de enero 11-18 de 1999, aceptó que ellas cobraban “impuestos revolucionarios” por el paso de los cultivadores de coca aunque dijo que no por eso las FARC eran cosechadoras, procesadoras ni exportadoras de cocaína.
Y además de este ingreso tenían los aportes de los grandes capos del narcotráfico a cambio de protección, más el “seguro” que cobraban a empresas transnacionales petroleras y mineras, los aportes “voluntarios” de terratenientes, las asignaciones de las municipalidades que estaban bajo su control y el dinero proveniente del rescate por el secuestro de personas, que Rubén Darío Ramírez, Presidente de la Comisión de Derecho Internacional Humanitario de Colombia, estimaba a mediados de 1998 en 300 millones de dólares por año.
Todo lo cual —según informaciones recogidas por la Universidad de los Andes de Colombia— representaba para las FARC, el ELN y el EPL ingresos que se calculaban entre 600 y 700 millones de dólares anuales.
El ex-Presidente colombiano Andrés Pastrana (1998-2002), en su libro “La palabra bajo fuego” (2005), confirmando estos asertos, escribió que “el verdadero motor de la violencia, el que la incita y la financia, es el narcotráfico”.
El propio comandante Raúl Reyes de las FARC, pocos días antes de morir en el bombardeo de Angostura por las fuerzas militares colombianas el 1 de marzo del 2008, consignó en una de sus computadoras personales que deploraba que varios de sus colegas comandantes estuvieran involucrados en el sucio negocio de la droga.
Y es que las FARC tenían una fuerte presencia en las regiones productoras de coca y adormidera y controlaban buena parte de las rutas por las que se transportaban los precursores químicos y las drogas.
Un informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) señalaba que “de 189 municipios en donde se han detectado cultivos de coca, hay guerrilla en 162”, sin especificar si se trataba de frentes de las FARC o del ELN (“Guerra y Droga en Colombia”, International Crisis Group, 2005). De modo que la imbricación de los grupos guerrilleros con la droga era inocultable. Y eso venía desde los años 80.
Sin embargo, fue un error calificarlos simplemente de “narcoterroristas” —según la palabra acuñada por el Embajador norteamericano en Bogotá, Lewis Tambs, en 1984— ya que ellos tenían también determinantes motivaciones de orden ideológico. Lo cual, por cierto, no atenuaba las culpabilidades en los actos bárbaros cometidos en nombre de la ideología.
El entonces Senador colombiano Antonio Navarro Wolff —con vasta experiencia en esta materia, puesto que fue dirigente del movimiento guerrillero colombiano M-19 antes de su desmovilización en 1990— era de la opinión de que, aunque resultaba evidente que la “actividad ilegal financia una parte importante de la guerra”, la motivación que movía a los guerrilleros de las FARC y del ELN no era enriquecerse sino principalmente derrocar el gobierno y abatir el sistema económico-social que éste ampara, según pude escucharlo en una conferencia que sustentó en Quito a comienzos del 2002.
Fue en los años 80 que los grupos insurgentes —FARC y ELN— y los paramilitares descubrieron que el control territorial de las zonas de cultivo de coca y adormidera les era de mucha importancia para los fines del financiamiento de sus actividades insurreccionales, puesto que les permitía supervisar las áreas donde estaban los cultivos, definir las rutas de transporte de la droga, controlar el ingreso de los precursores químicos, autorizar el paso de armas y municiones, proteger las instalaciones de refinación y, por supuesto, cobrar “impuestos” y “tasas” tanto a los campesinos cultivadores como a los carteles de la droga.
En su informe “Guerra y Droga en Colombia” del 2005, el International Crisis Group, que había estudiado a fondo el problema, aportaba cifras del financiamiento de los capos del narcotráfico a los grupos armados y sostenía además que “existen pruebas de que las AUC, en particular, operan sus propias instalaciones de refinación y han conformado una red internacional de narcotráfico”.
Las AUC eran las “Autodefensas Unidas de Colombia” fundadas por los hermanos Fidel y Carlos Castaño como un grupo paramilitar clandestino de ultraderecha destinado a combatir a las guerrillas izquierdistas. Sin embargo, eran diferentes los grados de vinculación que tenían los movimientos armados con los carteles del narcotráfico. Esas diferencias incluso se daban hacia el interior de los propios movimientos, en función de las distintas regiones en que operaban.
La injerencia guerrillera en el negocio de la droga, que movía cantidades tan fabulosas de dinero y que era su más importante fuente de financiación, no sólo que había producido actos de indisciplina y corrupción dentro de las filas de los grupos armados, capaces de afectar la autoridad, las jerarquías y la integridad de su cadena de mando centralizada —que les había obligado incluso a rotar a los comandantes para evitar que unos se afincaran en lugares más rentables que otros—, sino que también había degradado su original condición moral de combatientes por unos ideales y utopías.
El 23 de octubre del 2012 el gobierno de Colombia, por órgano del Ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón, presentó en el “Center for Hemispheric Policy” de la Universidad de Miami un informe en el que se afirmaba que los ingresos anuales netos de las FARC procedentes del narcotráfico iban de US$ 2.400 millones a US$ 3.500 millones, puesto que, de las 350 toneladas de cocaína que se producían anualmente en Colombia, alrededor de 200 toneladas —el 57%— tenían relación con el grupo armado colombiano.
La violencia en Colombia se desencadenó a finales de los años 40 del siglo pasado, durante el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez. En 1946 el Partido Liberal, dividido, presentó dos candidatos a la Presidencia de la República: Gabriel Turbay, representante del oficialismo, y Jorge Eliécer Gaitán, el disidente y extraordinario caudillo de masas de la izquierda liberal. Esta escisión electoral permitió al Partido Conservador volver al poder, con Ospina Pérez a la cabeza, a los 16 años de haberlo perdido, después de cuatro décadas y media de hegemonía.
El 9 de abril de 1948 ocurrió un ominoso hecho que conmovió a Colombia desde sus cimientos: fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán en una calle céntrica de Bogotá. Al salir de su oficina, un sicario —al que el pueblo despedazó ese mismo momento—, le disparó varios balazos. La ciudad se encendió. Los bogotanos salieron a las calles a protestar contra el gobierno de Ospina y a perseguir a los conservadores, a quienes culpaban del crimen. Y destruyeron y prendieron fuego a todo lo que encontraron a su paso. Miles de muertos quedaron tendidos en las calles. En los anales de la historia colombiana ese trágico episodio se conoce como el “bogotazo”.
Y a partir de ese momento la violencia se generalizó por los campos y ciudades de Colombia. Conservadores y liberales se trenzaron en una lucha a muerte que costó entre cien mil y trescientos mil muertos desde 1948 hasta 1957. Advino en 1953 la dictadura militar del general Gustavo Rojas Pinilla con el designio de acabar con la violencia en el suelo colombiano.
Pero las cosas se agravaron.
Cuando la dictadura se desplomó cuatro años más tarde bajo el peso de sus culpas y deshonestidades, los líderes de los dos partidos tradicionales —Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo— suscribieron el llamado “Pacto de Sitges” en la pequeña y amable ciudad costanera de Cataluña para alternarse en el poder por 16 años —desde 1958 hasta 1974— y conjurar la violencia.
Pacto que fue ratificado después por el Acuerdo de Benidorm.
Pero la confrontación liberal-conservadora fue sustituida por la insurgencia guerrillera de extrema izquierda. Varios grupos se alzaron en armas: las Autodefensas Campesinas que después se convirtieron en las FARC, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) directamente influido por la Revolución Cubana, el Ejército Popular de Liberación (EPL) de orientación maoísta, el Movimiento 19 de Abril (M-19) en los años 70 integrado por jóvenes de capas medias de la ciudad, el Quintín Lame, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y otros grupos menores.
Como dijo el sociólogo y escritor colombiano Eduardo Pizarro en su “Esbozo Histórico de las FARC-EP”, en los gobiernos conservadores y liberales y “durante la dictadura militar del general Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) la guerrilla surge como agua que brota de la tierra en forma espontánea” y “se desentierran viejos fusiles de las guerras civiles” para hacer frente “a la amenaza diaria de arrasamiento total de la vida, bienes y honra de fanatizados y criminales grupos de policías y civiles”.
Así comenzó la lucha guerrillera en Colombia que, unida más tarde al narcotráfico, hizo de este país un eje político-militar de inestabilidad en Latinoamérica, puesto que está situado entre dos puntos estratégicos: el Canal de Panamá y la zona de las mayores reservas petroleras de América del Sur. De allí que el destino de la lucha armada colombiana haya tenido tan alta importancia y haya entrañado el riesgo de internacionalizarse.
El bipartidismo liberal-conservador vio amenazada su hegemonía en las elecciones presidenciales del 19 de abril de 1970 por la candidatura del general Gustavo Rojas Pinilla, que reunió en su torno a una serie de grupos heterogéneos que tenían en común su afán de romper el tradicionalismo político colombiano, representado por el Frente Nacional formado en 1977 por los líderes de los dos partidos: Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo, para alternarse en el poder por dieciséis años. En las elecciones del 19 de abril se declaró vencedor, por una estrecha diferencia de votos, al candidato conservador Misael Pastrana Borrero. Pero los seguidores del exdictador no aceptaron el resultado de los comicios y el ala radical de su plataforma electoral se alzó en armas y organizó un grupo guerrillero denominado Movimiento 19 de Abril (M-19), que fue a combatir en la montaña.
Este movimiento irrumpió en el escenario político de Colombia en enero de 1974 con el espectacular robo de la Espada de Bolívar del museo en que estaba guardada, y, bajo la proclama de: “Bolívar, tu espada vuelve a la lucha”, combatió en las montañas por dos décadas, hasta que el presidente conservador Belisario Betancur logró su desmovilización mediante acuerdos políticos y poco tiempo después su inserción a la vida democrática de Colombia durante el gobierno del liberal Virgilio Barco.
El Presidente Belisario Betancur fue quien inició el proceso de paz en 1983 con las negociaciones de La Uribe, en los llanos orientales de Colombia, convencido de que el problema era político más que militar. Como resultado de esas negociaciones el M-19, sin desarticular su estructura militar, se reinsertó en la vida civil y formó en noviembre de 1985 el partido Unión Patriótica (UP), como brazo político de su organización.
La paz se firmó el 11 de marzo de 1990.
Pero varios de sus líderes y dos mil quinientos de sus militantes fueron violentamente exterminados en las calles por los grupos paramilitares de ultraderecha. Por eso, según afirma el político, economista y analista de asuntos sociales Alfredo Rangel, los guerrilleros de los otros grupos armados no estuvieron dispuestos a repetir lo que, a criterio de ellos, fue el error del Movimiento M-19: deponer las armas y tratar de insertarse en la vida civil y política de Colombia, sin buen éxito.
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) fueron el principal movimiento armado. Su fecha de nacimiento es el 27 de mayo de 1964, en que un grupo de campesinos, bajo la conducción de Manuel Marulanda Vélez —mejor conocido como Tirofijo por su proverbial puntería con las armas de fuego—, inició la “operación Marquetalia” —el proyecto de una “república independiente” en el territorio de Colombia— donde se instalaron alrededor de doscientas familias campesinas y desde donde el caudillo guerrillero anunció la creación de las FARC bajo la enseña de su “programa agrario”.
Manuel Marulanda (1930-2008) fue probablemente el guerrillero de más larga vida combativa del mundo. Se le dio por muerto más de una decena de veces. De familia liberal que poseía fincas lecheras en la región del Tolima, empezó a combatir a la edad de quince años cuando formó su primera guerrilla con sus catorce primos, a raíz del asesinato de su padre por las fuerzas conservadoras en la época de la violencia que desangró a Colombia a partir del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, con un saldo de cerca de 300.000 muertos en su primera década. El verdadero nombre de Manuel Marulanda era Pedro Antonio Marín, pero a comienzos de los años 50 abrazó la ideología marxista y entonces cambió su nombre por el del luchador comunista asesinado en Bogotá al encabezar las protestas obreras contra el envío de tropas colombianas a Corea.
Marulanda fue un gran táctico militar forjado en la teoría y en la práctica de la guerra de guerrillas. Su biógrafo colombiano Arturo Álape (1938-2006) —que ha escrito tres libros sobre la vida del jefe guerrillero— dijo que éste no leía a Mao Tse-tung, considerado como un clásico del foquismo, sino los textos de la Academia Militar de Colombia. Y que por eso el General Joaquín Matallana de las fuerzas armadas regulares había dicho con fina ironía que Tirofijo era el único General de cuatro estrellas de ese país.
Desde que se internó en la selva, el combatiente montaraz nunca salió de ella y no conoció el mundo urbano de Colombia.
Y en 1960 organizó las Autodefensas Campesinas, que después se convirtieron en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Ellas tenían a finales del siglo XX alrededor de 12.000 hombres bien adiestrados bajo las armas, repartidos en más de setenta frentes de combate. Pero un informe del Ministerio de Defensa reveló a comienzos del 2001 que sus efectivos llegaban a 21.000, de quienes 16.000 eran guerrilleros y 5.000 pertenecían a las milicias urbanas.
Las FARC dominaban buena parte del territorio suroriental colombiano —los departamentos del Caquetá, Guaviare, Meta, Vichada, Putumayo, Amazonas— aunque su radio de operaciones llegaba también a los departamentos centrales y norteños.
Según la revista “Time” —de septiembre 28, 1998— los movimientos guerrilleros, entre los que las FARC y el ELN (con 9.000 efectivos, de los cuales la mitad estaba en la montaña y la otra mitad en las milicias urbanas) eran los principales, dominaban un tercio del territorio y manejaban cerca de la tercera parte de los 1.025 municipios de Colombia. Y si bien eran municipios periféricos en un país en que la población rural representaba el 30% de la totalidad, no hay duda de que los avances de los guerrilleros habían sido grandes.
Según un informe del Congreso Federal de Estados Unidos —United States Congress—, presentado a mediados de 1999, la zona dominada por la guerrilla era aun mayor: llegaba al 40% del territorio colombiano, o sea “una área que equipara en tamaño a Texas”. Lo cual llevó al profesor estadounidense Bruce Bagley, experto en asuntos colombianos de la Universidad de Miami, a decir que “estamos mirando la balcanización de Colombia”.
Los guerrilleros de las FARC irrogaron duros golpes al ejército en los últimos años de la década de los 90. Estaban muy bien equipados y manejaban armamento sofisticado, como carabinas Ruger con mira infrarroja, fusiles Fal, metralletas de asalto AK-47, cohetes antitanques, bazucas, morteros y misiles tierra-aire.
El segundo más importante movimiento guerrillero de Colombia fue en aquellos años el Ejército de Liberación Nacional (ELN), fundado en 1964 por los hermanos Fabio y Manuel Vásquez Castaño bajo la inspiración de la >Revolución Cubana. Sus actividades en los años 60 se desarrollaron principalmente en el Departamento de Santander. En su mejor momento llegó a contar con 9.000 efectivos.
Se adhirió, en sus comienzos, a la tesis de la guerra popular prolongada de estilo maoísta. Sus primeras acciones facciosas contra el gobierno del Frente Nacional fueron de agitación en pequeños poblados, toma de prisiones, liberación de prisioneros, asaltos a bancos, extorsiones. Después vinieron los enfrentamientos armados contra las fuerzas militares y policiales, que fueron especialmente duros en los primeros años de la década de los 70, seguidos de asesinatos, secuestros y sabotajes a instalaciones petroleras y eléctricas. Más tarde el ELN entró a operar, no sin conflictos de conciencia por su ideología castrista, en las zonas cocaleras —la Sierra Nevada de Santa Marta, Catatumbo, el sur de Bolívar, el occidente del Cauca, el centro de Nariño— y, en competencia con las FARC, en las regiones donde se cultivaba la adormidera —norte de Nariño, sur del Cauca, Huila, Tolima—, de modo que el ELN empezó a participar marginalmente del negocio de las drogas.
Sin embargo, esa participación fue limitada: sus ingresos de esta fuente representaron anualmente alrededor del 8% de lo percibido por las FARC y del 10% de las entradas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Dos sacerdotes católicos españoles alineados en la >teología de la liberación: Domingo Laín y Manuel Pérez, que habían llegado a Colombia como misioneros, y el cura colombiano Camilo Torres, se incorporaron al Ejército de Liberación Nacional. Domingo Laín cayó en combate. Y Manuel Pérez —mejor conocido como el cura Pérez— fue el comandante del grupo desde 1969 hasta su muerte por hepatitis en 1998, en que fue sucedido por Nicolás Rodríguez Bautista, alias Gabino. Y Camilo Torres Restrepo —de familia acomodada, burguesa y liberal—, que fue el primer cura guerrillero de Colombia, y murió tempranamente en el combate de Patiocemento en San Vicente de Chucurí, Santander, el 15 de febrero de 1966, que fue su primer combate.
Los tres miembros del clero, que habían reaccionado contra el conservadorismo de la Iglesia y contra su alianza con las fuerzas económicas, se propusieron hacer un sincretismo entre los principios marxistas y los dogmas católicos. Y tomaron las armas.
Los alternantes gobiernos conservadores y liberales del Frente Nacional intentaron dar soluciones políticas al problema de la guerrilla. Fueron muchos los intentos a lo largo de varios años: Belisario Betancur a comienzos de los 80, Virgilio Barco a finales de esa década, César Gaviria en 1991 con el reinicio de las conversaciones de paz en Caracas y en Tlaxcala (México), mas ellos no culminaron.
Quiso reactivar el proceso de paz el Presidente liberal Ernesto Samper pero el Ejército de Liberación Nacional (ELN) ni las Fuerza Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) desearon hablar con él. No obstante, a mediados de 1998, o sea en los últimos días de su gobierno, se produjo un corto diálogo de paz entre el ELN, representado por los comandantes Pablo Beltrán, Milton Hernández y Juan Vásquez, y entidades civiles de Colombia en el Monasterio de Himmelspforte en Maguncia, Alemania, sin que las partes pudiesen llegar a acuerdos importantes. Los principales planteamientos de los insurgentes fueron convocar una Asamblea Constituyente para remodelar el poder político en Colombia —e ir hacia el Estado federal— y formar un ente de regulación petrolera con participación de los obreros para investigar los contratos de asociación firmados con compañías extranjeras.
El Presidente conservador Andrés Pastrana reinició los diálogos con las FARC aun antes de posesionarse de su cargo pero éstas le pusieron como condición para negociar que se formara una “zona de distensión” desprovista de fuerzas militares y policiales. El 6 de noviembre de 1998 Pastrana decretó el retiro de la fuerza pública por noventa días —prorrogados después por treinta y luego sin plazo— de una zona poco poblada de aproximadamente 42.000 kilómetros cuadrados —denominada “zona de distensión”—, que comprendía cinco municipios del sur del país en los que las FARC habían cumplido por largo tiempo acciones estratégicas: La Uribe, Mesetas, Vista Hermosa, La Macarena y San Vicente del Caguán, de los que los guerrilleros tomaron posesión total y a cuyos habitantes sometieron a un “código de comportamiento ciudadano para la buena marcha de la vida cotidiana”, que incluía la prohibición del cabello largo a los hombres y el ejercicio de la prostitución a las mujeres y que establecía una tabla de multas para las riñas callejeras, las injurias, los chismes, el hurto, el maltrato familiar, la violación y otras infracciones, aparte de regulaciones para el comercio, la transportación, la cacería, la pesca y otras actividades económicas.
Entonces fue posible instalar la primera mesa de negociaciones el 7 de enero de 1999 en el poblado de San Vicente del Caguán, en el Caquetá, con la asistencia de centenares de invitados extranjeros y periodistas de todo el mundo. La delegación del gobierno colombiano estuvo presidida por Pastrana y la de las FARC por sus principales líderes. Pero fue notoria y desairante la ausencia de Marulanda, debida según se dijo a “motivos de seguridad”.
El Presidente de Colombia fue recibido en el corazón de la “zona de distensión” controlada por los guerrilleros como un jefe de Estado extranjero. No se le permitió llevar más que sesenta hombres de su seguridad mientras los jefes guerrilleros estaban rodeados de tres mil efectivos.
Pero el proceso se entrampó.
Los guerrilleros se pusieron muy exigentes. Rechazaron la idea de la desmovilización o desarme de sus tropas porque, como lo dijo Jorge Briceño, “el fusil es el garante de los acuerdos que se firmen”; y, por su lado, la opinión pública de Colombia vio con escepticismo el diálogo.
Y después de diez meses de incertidumbre se realizó la segunda mesa de diálogos con las FARC en el caserío La Uribe, Departamento del Meta, al sur del país, el 24 de octubre de 1999. Esta reunión se produjo pocos días después del primer diálogo directo entre los delegados del gobierno y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —el segundo grupo guerrillero más fuerte de Colombia— celebrado en La Habana con el mismo propósito de alcanzar la paz.
La agenda de La Uribe contuvo doce puntos planteados por las dos partes, entre los cuales estuvieron: la lucha contra el narcotráfico, la revisión del modelo económico de Colombia, el derecho de <autodeterminación de los pueblos, la deuda externa, la inversión extranjera, la >reforma agraria, la explotación de los recursos naturales, la modernización del ejército y los derechos humanos.
Pero el diálogo fue suspendido unilateralmente por el grupo insurgente el 14 de noviembre del 2000 bajo la acusación de que el gobierno era incapaz de combatir a los paramilitares, que en ese año habían asesinado a más de 160 campesinos.
Las negociaciones se reanudaron a principios de febrero del 2001 en el caserío Los Pozos del municipio de San Vicente del Caguán con la presencia del Presidente Andrés Pastrana y del jefe guerrillero Manuel Marulanda. Para facilitarlas, el jefe de Estado de Colombia amplió por ocho meses la vigencia de la “zona de distensión”. Y en el curso de las negociaciones las dos partes llegaron al acuerdo de intercambiar sus prisioneros: en junio del 2001 las FARC liberaron a 357 efectivos militares y policiales capturados durante la lucha, algunos de quienes habían permanecido cautivos en la selva por más de tres años, y el gobierno dispuso la excarcelación de 14 guerrilleros.
Pero el conflicto colombiano no era de fácil solución: había corrido mucha sangre, dejado más de dos millones de desplazados, degradado la lucha hasta extremos demenciales por el incumplimiento de los más elementales principios éticos de la guerra. Además estaban de por medio profundos problemas de orden social. El 4 de octubre de 1999, en la reunión en Bogotá del Comité de la Internacional Socialista para América Latina y el Caribe, la doctora María Emma Mejía, quien formó parte de la primera comisión negociadora, explicó que la paz no se conseguirá a menos que se encontraran soluciones simultáneas para el conflicto armado y para el conflicto social, íntimamente ligados. Afirmó que el porcentaje de mujeres en las guerrillas de las FARC era del 35%, del cual el 70% era menor de veinte años.
Lo cual demostraba hasta la evidencia la profundidad del conflicto social que vivía Colombia.
Las estadísticas publicadas eran espeluznantes: en la década que terminó en el año 2007 fueron secuestradas alrededor de 22.200 personas por los grupos guerrilleros o por delincuentes comunes. De aquella cifra global, 6.772 secuestros correspondieron a las FARC, 5.389 al ELN, 3.775 a la delincuencia común y 1.163 a las AUC. En 5.105 casos no se pudo establecer la autoría. 2.700 de los secuestrados fueron niños. Y 1.269 personas de diversa edad y condición murieron en el cautiverio, 108 pudieron fugar de su confinamiento y 4.489 fueron rescatadas por las autoridades colombianas. El más antiguo de los plagiados era el Sargento del Ejército Pablo Emilio Moncayo, quien a mediados del 2008 llevaba diez años y medio en la selva.
El pueblo colombiano salió multitudinariamente a las calles el 24 de octubre de 1999, en la más grande movilización de masas de los anales de la historia política de Colombia hasta ese momento, para clamar por la paz a los actores del conflicto armado. Alrededor de once millones de personas salieron a manifestar su opinión en Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, Bucaramanga y las demás ciudades y poblados del país.
Un acto de masas semejante se repitió el 4 de febrero del 2008, en que un desconocido joven colombiano, llamado Óscar Morales Guevara, convocó mediante internet a una gran movilización popular para condenar las acciones violentas de las FARC. Su mensaje circuló rápida y masivamente por el mundo en las pantallas de las computadoras y fue seguido por millones de personas. Y en el día y la hora señalados se congregaron enormes multitudes en Bogotá y en otras ciudades del mundo para expresar su repudio a la violencia en Colombia.
En un cambio de estrategia, las FARC crearon a comienzos del año 2000 un sistema judicial propio en el territorio que controlaban —con jueces y tribunales civiles y militares— y establecieron su independiente sistema tributario, que implantó el impuesto del 10% al patrimonio mayor a un millón de dólares, destinado a financiar el reclutamiento de 16.000 hombres adicionales para continuar la lucha armada. En el campo político, organizaron un nuevo Partido denominado Movimiento Bolivariano por una nueva Colombia, como brazo político de la guerrilla, para librar la lucha en dos frentes: “uno por dentro de la Constitución, que es la parte abierta, y otro por fuera, que es la parte armada”, según explicó el líder guerrillero Jorge Briceño.
En agosto del 2001 fueron capturados en Colombia tres agentes del Ejército Republicano Irlandés —Irish Republican Army (IRA)—, brazo armado del Partido Católico Independentista Sinn Fein, que había promovido una larga y sangrienta lucha terrorista en búsqueda de la separación de Irlanda del Norte de Inglaterra y su incorporación a Irlanda del Sur. Según los servicios de inteligencia británicos, los agentes irlandeses, expertos en explosivos, preparaban una “superbomba” en el territorio liberado de las FARC en Colombia. Por su parte, el gobierno del Presidente Pastrana, después de dar por terminadas las conversaciones de paz con el ELN, expidió el 13 de agosto la Ley de Seguridad y Defensa Nacional —conocida como ley de guerra— que dotaba de amplias facultades de decisión y acción a las Fuerzas Armadas regulares para enfrentar la insurgencia guerrillera.
Pero el 9 de enero del 2002 estuvo a punto de colapsar el proceso de paz cuando el Presidente Pastrana, considerando el bloqueo al que habían llegado, dio por terminadas las negociaciones, concedió un plazo de 48 horas a las FARC para que abandonasen el enclave desmilitarizado y dispuso que 13.000 efectivos de las Fuerzas Armadas rodearan a los 5.600 guerrilleros que estaban dentro de él. Para evitar la inminente solución militar, una delegación compuesta por el representante de las Naciones Unidas, James Le Moyne, y los embajadores de Cuba, México, Venezuela, Alemania, España, Canadá, Francia, Italia, Suiza y Suecia, acreditados en Bogota, juntamente con el Presidente de la Conferencia Episcopal y el Nuncio Apostólico, viajaron a la zona del despeje al filo del cumplimiento de plazo y, tras hablar con los líderes de la guerrilla —quienes hicieron un repliegue táctico— lograron salvar el proceso de paz y propiciaron la reiniciación de las conversaciones, aunque en un clima cargado de violencia por las recurrentes acciones dinamiteras de las FARC contra los centros urbanos y contra la infraestructura petrolera y eléctrica de Colombia.
Pero las esperanzas de un acuerdo de paz se esfumaron pronto.
El 20 de febrero del 2002 cuatro comandos de las FARC secuestraron en pleno vuelo un avión de la empresa comercial Aires y lo obligaron a aterrizar en una carretera al sur del país. Y plagiaron al Senador liberal Eduardo Géchem, Presidente de la Comisión de Paz del Senado, que iba como pasajero.
Frente a este hecho y a las recurrentes voladuras de oleoductos y de torres de transmisión eléctrica, el Presidente colombiano, en un discurso transmitido por radio y televisión el 20 de febrero, decretó la terminación de la zona de distensión a la media noche de ese día e inmediatamente puso en movimiento la operación tanatos y dio comienzo a los bombardeos de los aeropuertos clandestinos, campamentos, arsenales e instalaciones de la guerrilla para recuperar el área desmilitarizada.
Dos días después los primeros 900 soldados aerotransportados en helicópteros Black Hawk llegaron a San Vicente del Caguán, que durante los tres últimos años había sido la sede de la dirigencia central del movimiento guerrillero y el lugar de las conversaciones de paz. Las fuerzas de las FARC se replegaron e intensificaron los golpes dinamiteros contra la infraestructura vial, eléctrica y petrolera. Amplias zonas de Colombia quedaron a oscuras. Y comandos guerrilleros secuestraron en la zona del Caquetá a Ingrid Betancourt, en ese momento candidata presidencial del grupo denominado “Verde Oxígeno” para las elecciones del 26 de mayo del 2002.
El ex-Presidente Pastrana, en el citado libro en el que relata las vicisitudes del proceso de paz, comenta que era paradójico que, mientras avanzaban “de buena manera” las negociaciones, “las FARC continuaban empeñadas en su ofensiva terrorista contra el país” y “dinamitaron puentes, torres de energía y el tubo del oleoducto; atacaron poblaciones y realizaron atentados contra estaciones de policía en Bogotá y otras ciudades”; y que “era más que inconcebible que el día en que se iba a discutir el secuestro como parte del cese de fuegos, la guerrilla realizara, precisamente, el más grave de los secuestros”: el del avión de la compañía Aires, con pasajeros a bordo.
El resultado no pudo ser otro que el fracaso total del proceso de paz, que se había extendido por tres años: desde el 7 de enero de 1999 hasta la noche del 20 de febrero del 2002.
Fracaso que, sin duda, fue un objetivo táctico de los guerrilleros.
Y el Presidente Pastrana, en un discurso por radio y televisión, anunció esa noche al país que las conversaciones estaban terminadas, entre otras razones, porque los guerrilleros habían convertido a la zona de distensión “en una guarida de secuestradores, en un laboratorio de drogas ilícitas, en un depósito de armas, dinamita y carros robados”.
Desde el comienzo, como bien lo dijo Navarro Wolff, fue “una negociación de paz… para la guerra”.
En junio de ese año, después de que las conversaciones de paz con el gobierno de Pastrana colapsaron definitivamente y de que en las elecciones presidenciales triunfó Álvaro Uribe con su posición dura contra el movimiento guerrillero, las FARC conminaron a los 1.098 alcaldes y 4.000 concejales municipales de Colombia para que renunciaran a sus funciones bajo pena de ser secuestrados y ejecutados.
Y decenas de ellos dimitieron por temor.
Esta fue una decisión de la guerrilla tendiente a “desconocer las viejas instituciones y el Estado burgués terrateniente” y desarticular el país. La cual obligó al gobierno a poner en práctica un programa de protección de los personeros de las municipalidades y, al Presidente norteamericano, a ofrecer a Colombia vehículos blindados y ayuda logística.
El 7 de julio de ese año comandos urbanos de las FARC intentaron asesinar al Presidente Pastrana durante su visita a la ciudad de Florencia, en el Caquetá, con un artefacto explosivo de 200 kilos de dinamita a detonarse al paso de la caravana presidencial, pero los efectivos de la inteligencia policial lograron frustrar el atentado.
Se estimaba que las FARC mantenían en cautiverio a 1.140 personas, entre quienes estaban una excandidata presidencial, dos exministros, cinco congresistas, un gobernador en ejercicio, un exgobernador y doce miembros de una Asamblea Departamental.
En febrero, marzo y abril del 2002 Pastrana abrió en La Habana, con autorización del gobierno cubano, conversaciones de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que en ese momento contaba con 3.500 a 4.000 efectivos. Pero esos diálogos tampoco progresaron, según el gobierno, porque los líderes del ELN exigieron para deponer las armas la suma de cuarenta millones de dólares, en dinero efectivo, destinados a pagar a sus hombres durante la tregua.
Las conversaciones se reanudaron a mediados de ese año con el nuevo gobierno, presidido por Álvaro Uribe, pero volvieron a interrumpirse en diciembre porque, según afirmaron los guerrilleros en una declaración pública, el gobierno impulsaba la guerra total y no quería una solución negociada al conflicto armado.
Volvieron a reunirse en un nuevo “encuentro exploratorio” en La Habana en febrero del 2006, con la presencia de delegados de los gobiernos de España, Noruega, Suiza, Cuba y Venezuela, pero tampoco hubo resultados.
En esas circunstancias el Presidente Uribe —que ganó ampliamente las elecciones presidenciales en el 2002 con la promesa de derrotar militarmente a la guerrilla de izquierda y a los escuadrones paramilitares de ultraderecha— privilegió la solución militar sin abandonar la solución política. Incrementó en alrededor de mil millones de dólares el presupuesto anual de la defensa e inició la duplicación del número de soldados y policías mientras abría negociaciones de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Concibió, implementó y puso en marcha a mediados del 2004 el denominado Plan Patriota —con el apoyo técnico, logístico y financiero del gobierno de Estados Unidos—, cuyo objetivo era, al decir del Presidente, sacar de sus madrigueras a los miembros de las FARC. Para eso contaba con 18.000 hombres bien entrenados de las tres ramas militares, dotados de armas sofisticadas —aviones bombarderos, helicópteros artillados, satélites de espionaje, modernos equipos de comunicación—, dispuestos a penetrar en la retaguardia de la organización guerrillera en las selvas del sur del país.
La decisión de Uribe era culminar la solución militar del problema guerrillero. Calificó al Plan Patriota como una “campaña libertadora del siglo XXI”. Según informaciones militares, en el primer año de operaciones se libraron 629 combates contra la guerrilla y los logros parecían importantes: 346 guerrilleros muertos y 273 capturados, 1.076 armas de largo y corto alcance incautadas, lo mismo que granadas y morteros de distinto tipo, cinco aeronaves, 350 vehículos, 112 lanchas, un millón de dólares en efectivo.
Y fueron recuperadas zonas que estaban bajo el dominio las FARC en Miraflores, Peñas Coloradas, Calamar, La Tunia y otras.
74 militares murieron y 74 fueron heridos. Pero, por supuesto, las cifras de las FARC, proyectadas por internet, eran diferentes.
Como lo reconoció su antecesor, los desembolsos de Estados Unidos a Colombia para combatir la violencia y el narcotráfico ascendieron desde 1999 a 2003 a una cifra cercana a los 3.200 millones de dólares, que hicieron de Colombia en ese momento el tercer mayor receptor de ayuda norteamericana después de Israel y Egipto.
En respuesta a las acciones guerrilleras de izquierda surgieron en los años 80 las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), fundadas por los hermanos Fidel y Carlos Castaño, que eran un grupo paramilitar clandestino de ultraderecha destinado a combatir a las guerrillas izquierdistas. Y, en la medida en que sus acciones eran de contrainsurgencia, presumibles eran sus nexos con algunos miembros de las Fuerzas Armadas regulares.
Los hermanos Castaño iniciaron la lucha antiguerrillera a raíz del secuestro y asesinato de su padre en 1981 por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En sus comienzos las AUC estaban financiadas con el aporte voluntario o forzado de los terratenientes, ganaderos y comerciantes de sus zonas de operación, cuyas vidas y patrimonios protegían. Pero pronto fueron secuestradas por los carteles de la droga y empezaron a recibir muy importantes subvenciones del narcotráfico. La organización no gubernamental International Crisis Group, con sede en Bruselas, en un reporte del 2005, calculó que en la década anterior las AUC habían obtenido entre 1.000 y 1.500 millones de dólares procedentes del narcotráfico. Como se calculaba que la manutención de cada combatiente irregular costaba alrededor de tres dólares diarios, el sostenimiento de los efectivos de las AUC representaba treinta millones de dólares por año y aproximadamente veinte millones el de las FARC.
Las AUC eran un grupo paramilitar clandestino de ultraderecha integrado por cerca de 30.000 efectivos armados que combatían a la guerrilla izquierdista y que presumiblemente contaban, como todos los movimientos paramilitares, con el apoyo de algunos miembros de las Fuerzas Armadas regulares. Y estaban financiadas con el aporte voluntario o forzado de terratenientes, ganaderos y comerciantes de sus zonas de operación y, por supuesto, con importantes subvenciones del narcotráfico.
Los paramilitares de las AUC fueron de una crueldad extrema. Cometieron masacres de campesinos bajo la acusación de complicidad con la guerrilla y destruyeron sus viviendas y cultivos. Esto provocó masivos éxodos de los trabajadores del campo y sus familias en busca de seguridad.
Durante los días de las conversaciones de paz del Presidente Andrés Pastrana con los líderes de las FARC a comienzos de 1999, los miembros de las AUC dieron muerte a cerca de ciento cincuenta campesinos de la zona norte del país —Urabá, Toluviejo, El Piñón, Magdalena, César, Toledo— como represalia por el ataque perpetrado días antes por las FARC contra el cuartel central del líder paramilitar, en que murieron 24 personas. En otra de sus operaciones, en febrero del 2000, en el pequeño poblado de El Salado, irrumpieron seiscientos efectivos paramilitares y masacraron a treinta y seis campesinos durante dos días de sangre y horror. Los testimonios de los sobrevivientes fueron estremecedores. Los invasores jugaban con sus víctimas al “número premiado”: reunían a la gente, contaban del uno al diez y al que le tocaba el nueve lo mataban despiadadamente, sea hombre, mujer o niño, viejo o joven.
Y después festejaban con música y risotadas cada muerte.
A finales del siglo pasado, los efectivos de las AUC —bajo el mando de su Estado Mayor Central— estaban organizados en seis bloques y divididos en cuarenta grupos emplazados en el norte y centro del territorio colombiano.
Fidel Castaño, fundador y líder máximo de esta fuerza paramilitar, desapareció sin dejar rastro a mediados del 94 junto a cinco compañeros suyos mientras se desplazaban por la selva colombiana hacia Panamá. Su hermano Carlos, al referirse a la desaparición, dijo: “Pienso que a nosotros nos sucedió con Fidel lo mismo que le pasó a Arturo Cova, el protagonista de ‘La Vorágine’, la novela de José Eustasio Rivera: lo devoró la selva”.
Y asumió el liderato de la organización con implacable ferocidad.
“Nosotros nos caracterizamos por respetar al gobierno que se mantenga en el poder”, dijo en una entrevista a la revista “Semana” de julio 9-16 de 1996, con ocasión de los 15 años de lucha contra la guerrilla. Pero el 30 de mayo del 2001 se vio forzado a dimitir por causa de conflictos internos y fue reemplazado por Salvatore Mancuso y un estado mayor de nueve miembros.
Y murió asesinado en abril del 2004 por orden de su hermano mayor Vicente Castaño.
Sus restos fueron encontrados el 1 de septiembre del 2006 en una fosa de Córdoba —cuya ubicación fue dada por un paramilitar desmovilizado— y fueron verificados por medio de una prueba de ADN efectuada por la fiscalía.
Nueve años más tarde, el 27 de septiembre del 2013, agentes del Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía de Colombia encontraron el cadáver de Fidel Castaño —el mayor de los hermanos Castaño— en una fosa común de una finca de San Pedro de Urabá, Departamento de Antioquia.
Fue hallado junto con otros siete cadáveres.
Diferentes versiones apuntaban a que Carlos Castaño fue quien ordenó asesinar a su hermano, mientras que años más tarde su hermano Vicente mandó matar a Carlos.
A mediados de julio del 2003, tras siete meses de negociaciones, el Presidente Álvaro Uribe inició un acuerdo de paz con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) para ir hacia un proceso de desmovilización, desarme y reinserción en la vida civil de los paramilitares de ultraderecha, que se habían caracterizado por su brutalidad contra la población indefensa. El acuerdo con las AUC no incluyó a los bloques Metro y Elmer Cárdenas, que agrupaban a 3.000 efectivos, quienes se negaron a negociar. No obstante, el gobierno logró desmovilizar unos 24.000 miembros de la organización paramilitar hasta mediados del 2006 y recuperar 13.500 armas de fuego de diverso tipo.
Como parte de este proceso de paz el Presidente Uribe promulgó el 22 de julio del 2005 la denominada “Ley de justicia y paz”, aprobada en el Congreso por iniciativa presidencial, destinada a regular la desmovilización y desarme de los escuadrones paramilitares y la posterior reinserción de sus miembros en la vida social.
En medio de encendidas discusiones en torno a si los actos de los paramilitares podían ser considerados como <delitos políticos, la ley fue aprobada por el Parlamento de Colombia en junio del 2005. Ella creó sanciones alternativas menos rigurosas que las previstas en el Código Penal en favor de los paramilitares que abandonaren la lucha clandestina, se incorporaren a la vida civil y repararen los daños causados a sus víctimas.
Las penas oscilaban entre cinco y ocho años de privación de la libertad para los autores de secuestros, asesinatos y matanzas. Se preveía incluso la sustitución de penas impuestas por sentencia como recompensa por su contribución a la restauración de la paz. La ley, en el fondo, aceptaba la tesis de los paramilitares de no someterse a las sanciones penales establecidas. Pero los opositores políticos, con el Partido Liberal a la cabeza, acusaron al gobierno de Uribe de favorecer la impunidad de los autores de atroces crímenes contra la humanidad.
En todo caso, la ley propugnó la desmovilización y entrega de armas por parte de los paramilitares y de otros grupos insurgentes, que fueron las metas fijadas por el Presidente Uribe para pacificar Colombia. Según un informe de la oficina del Comisionado para la Paz en ese país, Frank Pearl, gracias a esa ley y a la Ley 782 del año 2002 —prorrogada y modificada por la Ley 1106 del 2006—, hasta fines de abril del 2010 se habían desmovilizado 53.037 combatientes de las filas paramilitares, las FARC, el ELN y el Ejército Revolucionario Guevarista (ERG),incluidos importantes comandantes, y se conocieron, a través de los testimonios de quienes se acogieron a la ley de justicia y paz, 40.455 hechos de violencia ocurridos con anterioridad a la fecha de su vigencia. Fueron exhumadas 2.679 fosas, en las que se encontraron 3.131 cadáveres. Se pudo conocer que 281.661 personas se registraron ante la Fiscalía como víctimas de la violencia. Establecióse que cerca de quinientos dirigentes políticos y trabajadores del sector público mantuvieron nexos con paramilitares o con guerrilleros de las FARC y el ELN. Todo lo cual fue posible conocer, en gran parte, gracias a que la ley autorizó el perdón de los delitos de rebelión y sedición. El informe dijo que el 60 por ciento de la desmovilización obedeció a los acuerdos de paz entre el Presidente Uribe y los paramilitares.
Pero la desmovilización planteó los ingentes problemas del desmantelamiento del poder militar del grupo, el reintegro de sus casi 30.000 miembros a la sociedad colombiana y el castigo de los paramilitares que habían delinquido. Esos fueron algunos de los problemas cruciales que debió afrontar Uribe en su segundo período presidencial, para el que fue reelegido por un amplio margen de votos el 28 de mayo del 2006.
Al promulgar la ley, la intención del Presidente fue que ella se aplicase también a la desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), pero los militantes de estos grupos armados se negaron a acogerse a ella y declararon la guerra a Uribe.
En su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 27 de septiembre del 2007, Uribe dijo: “Hoy no hay paramilitarismo. Hay guerrillas y narcotraficantes. El término paramilitar se acuñó para denominar a organizaciones privadas criminales cuyo fin era combatir a la guerrilla. Hoy, el único que combate a la guerrilla es el Estado, que ha recuperado el monopolio que nunca debió perder”.
En el caso de las FARC era difícil saber cuál de las soluciones resultaba menos problemática: si la solución política o la solución militar. La solución política tropezaba con el obstáculo de la existencia de un solo poder, que era ejercido por el gobierno para mantener el establisment y era codiciado por la guerrilla para ejecutar su proyecto marxista-leninista. En uno de los diálogos en San Vicente del Caguán, Marulanda dijo con entera claridad al delegado de Pastrana que a las FARC les interesaba “hacer política para gobernar el país”. Pero, al mismo tiempo, los guerrilleros sabían que por la vía electoral jamás podrían alcanzar su objetivo porque estaban conscientes de su aplastante impopularidad en Colombia. De modo que para ellos la única vía abierta parecía ser la insurgencia armada.
El fracaso del proceso de paz en que tanto se empeñó el Presidente Pastrana demostró lo difícil que resultaba la solución política. En el curso de ese proceso el grupo armado fusiló a numerosas personas, secuestró un avión comercial, plagió a una candidata presidencial y consumó innumerables atentados dinamiteros. De nada sirvieron la intervención mediadora del Presidente Cubano Fidel Castro ni la colaboración amistosa de varios gobiernos europeos que asistieron a las conversaciones del Caguán como integrantes del grupo de países facilitadores. De modo que la solución política parecía inviable. La solución militar, en cambio, encaraba el reto de enfrentar enormes contingentes de combatientes irregulares y ubicuos —muy bien armados, equipados y financiados— que se beneficiaban tácticamente de las ventajas de la sombra, la emboscada y el atentado. A finales de los años 90 los contingentes guerrilleros infligieron tales golpes a las unidades militares y policiales de elite, que el jefe del comando sur del ejército norteamericano declaró en 1998 que si la situación seguía así las FARC podrían ganar la guerra en el plazo de cinco años.
Fue allí cuando los gobiernos de Colombia y de Estados Unidos concibieron el >plan Colombia para intentar revertir la situación. En diciembre de 1998 el Presidente Andrés Pastrana propuso el ambicioso programa para combatir el narcotráfico y la guerrilla en su país y para alcanzar la recuperación de la economía y el desarrollo social, con una inversión total de 7.500 millones de dólares a lo largo de varios años, de los cuales Colombia debía aportar 4.900 millones y Estados Unidos, los países europeos y Japón la diferencia, en partes más o menos iguales.
Pero la ejecución del plan tuvo tropiezos políticos, financieros y técnicos.
Dada la imbricación de los carteles de la droga con las FARC —que no la han negado los líderes guerrilleros—, siempre he pensado que había y hay una tercera solución a ser ser explorada: la despenalización de la producción, comercialización y consumo de <drogas, como medio de terminar con el financiamiento a los grupos alzados en armas y con la corrupción de los organismos estatales encargados de combatir el narcotráfico.
Este es el único camino de solución que veo en el horizonte, aunque tampoco está exento de dificultades, la primera de las cuales es la de alcanzar una concertación internacional en torno a la solución planteada. Ella pasa por convencer a los mandos políticos norteamericanos, europeos y latinoamericanos de la conveniencia de tomar tal medida, como el menor de los males.
Los capos del >narcotráfico y del >narcolavado se han convertido en uno de los grandes poderes fácticos transnacionales de nuestro tiempo. Las cifras comerciales del tráfico de drogas ilícitas a escala mundial son de tal volumen que superan a las del petróleo y sólo son inferiores a las del comercio de armas. Esto ha convertido a los carteles en la mayor internacional política del mundo, muy conscientes de que sus éxitos económicos y políticos están íntimamente ligados a la prohibición. Los capos del tráfico de drogas saben muy bien que en la medida en que se mantengan las prohibiciones el precio de su “mercancía” subirá y las ganancias serán mayores. Su éxito está vinculado a la creciente demanda de la droga en los grandes centros de consumo, que son Estados Unidos, Canadá y Europa. Mientras la demanda crezca y los consumidores estén dispuestos a pagar lo que sea para conseguir la droga, el suministro se expandirá. De acuerdo con las propias leyes del mercado capitalista, mientras haya un bien fácil de producir, que tenga precios tan desmesuradamente altos y tan grandes márgenes de utilidad, no habrá sistema de prohibiciones que impida que los canales de suministro de la droga se “lubriquen” y operen fluidamente.
Me resulta incomprensible que los gobiernos de Colombia y Estados Unidos, que han hecho del combate contra la producción y el tráfico de drogas un elemento esencial de sus políticas de seguridad —dada la vinculación de los carteles del narcotráfico con los grupos irregulares armados—, no se hayan planteado la despenalización de la droga, para atacar el mal en sus causas antes que en sus efectos.
Desde el primer día de su administración el Presidente Uribe adoptó mano dura contra las FARC. Esa fue la principal y más atractiva oferta de su campaña electoral, que le valió una notable aceptación popular en el proceso eleccionario y, después, en el ejercicio del poder por dos períodos consecutivos. Por un buen tiempo fue el presidente latinoamericano con mayor respaldo popular en su país: cerca del 80 por ciento de apoyo.
En cumplimiento de su oferta, Uribe descartó la solución política y optó por la militar. Las fuerzas armadas de Colombia cercaron a los guerrilleros. Hubo frecuentes y duros combates. Según el gobierno, los resultados fueron positivos. En una entrevista al diario “La Nación” de Buenos Aires a mediados de diciembre del 2007, el Presidente Uribe, al hacer un balance de la gestión de su gobierno contra los alzados en armas, en el marco de lo que denominó “una seguridad con garantías democráticas”, dijo que “en Colombia asesinaban a 35.000 personas al año y esa cifra se ha reducido sustancialmente” y que secuestraban a 3.000 mientras que en ese año la cifra bajó a 170 secuestros.
A comienzos de mayo del 2007 el Presidente Uribe expresó que se proponía, “por razones de Estado” y para allanar el camino a la liberación de algunos rehenes en un canje humanitario, disponer la excarcelación de unos 200 a 300 guerrilleros de las FARC en el siguiente mes de junio. Señaló cuatro condiciones para la excarcelación: “que acepten desmovilizarse, que se comprometan a no volver a las filas armadas, que se comprometan a trabajar por la paz y que acepten vigilancia de un gobierno extranjero o de la Iglesia Católica”. Bajo esas condiciones, admitidas por los detenidos, el gobierno colombiano, como un gesto del que esperaba reciprocidad de las FARC, liberó a 206 guerrilleros que purgaban condenas en las cárceles por rebelión pero que no habían sido encausados por delitos contra la humanidad, entre ellos el llamado “canciller” de la organización guerrillera, Rodrigo Granda, para que sirviera como “gestor de la paz”.
Pero las FARC rechazaron la excarcelación, a la que calificaron de “farsa” y “actitud demagógica”, y tildaron de “desertores” a quienes se acogieron a ella. Dijeron que solamente aceptarían el canje humanitario si el gobierno dispusiera la desmilitarización de una zona de 800 kilómetros cuadrados en el suroeste de Colombia.
En la madrugada del 11 de junio del 2007, en un oscuro incidente que nunca llegó a aclararse, murieron once de los doce diputados regionales del Valle del Cauca que habían permanecido por cinco años cautivos de la guerrilla y que formaban parte del grupo de rehenes que las FARC proponían canjear por quinientos de sus combatientes presos. Los legisladores fueron capturados en abril del 2002 cuando sesionaban en la sede de la asamblea legislativa en la ciudad de Cali por comandos armados disfrazados de militares que ingresaron a ella. Posteriormente, su trágico fallecimiento se supo por un comunicado de las FARC publicado en su página web de internet, en el que informaban que los diputados “murieron en medio del fuego cruzado, cuando un grupo militar sin identificar hasta el momento atacó el campamento donde se encontraban”. Sólo uno —Sigifredo López— sobrevivió. Y concluyó el comunicado: “La demencial intransigencia del presidente Uribe para llegar a un intercambio humanitario y su estrategia de rescate militar por encima de toda consideración conlleva a tragedias como la que estamos informando”.
El gobierno, por su parte, acusó a la guerrilla de haberlos ejecutado. Y el Presidente Uribe calificó de “asesinato” la muerte de los once legisladores.
López fue el único sobreviviente de aquel secuestro. Se salvó de la muerte porque días antes lo llevaron enfermo a otro campamento. Fue liberado el 5 de febrero del 2009, juntamente con tres policías, un soldado y el exgobernador Alan Jara. Los seis liberados relataron detalles de la vida infernal que padecieron en las selvas del sur, donde fueron tratados como animales, agrupados en corrales alambrados, vigilados 24 horas diarias, expuestos a los bombardeos y sometidos a la orden de matarlos en cualquier intento de fuga o de rescate militar.
En lo que fue un giro de importancia en su política, el Presidente Uribe propuso a las FARC el 6 de diciembre del 2007, como contrapropuesta al planteamiento de una “zona de despeje” que ellas habían formulado, la apertura de una “zona de encuentro” como escenario de las eventuales negociaciones para el canje de rehenes por prisioneros. Lo hizo bajo fuerte presión de la opinión pública nacional e internacional y a instancias del Presidente de Francia, Nicolás Sarkozy, quien se mostró muy interesado en alcanzar la liberación de Ingrid Betancourt, ciudadana colombiana de origen francés, quien en ese momento había cumplido casi seis años de cautiverio en las selvas de Colombia. El Presidente colombiano señaló que aquel espacio geográfico, temporalmente condicionado, “debe ser de alrededor de 150 kilómetros en la zona rural, donde no haya puestos militares ni policías”. La respuesta de las FARC no se hizo esperar. Calificaron la propuesta presidencial de “improvisada e inaceptable”, descalificaron al Presidente con los peores denuestos y se negaron a sostener conversación alguna con el “mentiroso” comisionado de paz del gobierno, Luis Carlos Restrepo. Además, el Comandante Raúl Reyes solicitó la renuncia inmediata del Presidente Uribe y de su gabinete, como condición para un eventual canje humanitario.
En actitud no inspirada en motivos ni sentimientos humanitarios sino en razones puramente geopolíticas, las FARC liberaron el 10 de enero del 2008 a dos secuestradas: Clara Rojas (44 años), que fue candidata vicepresidencial con Ingrid Betancourt en las elecciones presidenciales del 2002, y Consuelo González (57 años), dirigente del Partido Liberal y congresista. Ellas fueron entregadas al sur del Departamento del Guaviare, en territorio colombiano, a una comisión del gobierno de Venezuela y al comité internacional de la Cruz Roja. Fue este un acto sin precedentes, con el que la organización guerrillera pretendió demostrar, ante la opinión pública local e internacional, que para la liberación de sus rehenes puede pactar directamente con los gobiernos de Francia, Venezuela o Estados Unidos y prescindir de Uribe.
La abogada Clara Rojas, secuestrada el 23 de febrero del 2002 junto con la candidata presidencial Íngrid Betancourt, tuvo un hijo en su cautiverio, fruto de sus amores con uno de los guerrilleros. El niño nació en la selva colombiana en abril del 2004. Lo cual le permitió al septuagenario fundador y jefe de las FARC, Manuel Marulanda (“Tirofijo”), decir
Consuelo González reveló públicamente que algunos de los secuestrados “vivían encadenados todo el día con unas cadenas al cuello que tenían que cargar ellos para hacer todo tipo de actividad”.
Cuarenta y seis días después, siguiendo igual procedimiento y en la misma zona selvática del Guaviare, los guerrilleros liberaron a cuatro rehenes más: los exlegisladores Gloria Polanco de Lozada, Orlando Beltrán Cuéllar, Luis Eladio Pérez y Jorge Eduardo Géchem Turbay, quienes habían permanecido cautivos en las montañas por más de seis años. Pero en esa ocasión los líderes de las FARC anunciaron que no harán más liberaciones unilaterales y reiteraron la exigencia de la desmilitarización de los municipios de Pradera y Florida en el Valle del Cauca para que sirvieran de escenario durante 45 días de las negociaciones para el canje de cuarenta de sus secuestrados por quinientos rebeldes que en ese momento permanecían en las cárceles de Colombia.
El gobierno se mantuvo en su propuesta de la “zona de encuentro” y además sugirió que sirviera de mediador entre las partes el guerrillero Rodrigo Granda, conocido como el “canciller” de las FARC, que había sido liberado y que en ese momento residía en Cuba.
El gobierno colombiano calculaba que eran 750 los secuestrados por las FARC —entre ellos ocho políticos colombianos, tres ciudadanos estadounidenses, catorce militares y al menos diecinueve policías—, aunque la Fundación País Libre sostenía que las víctimas de secuestro sumaban en ese momento 3.254, en poder de grupos guerrilleros o de delincuentes comunes.
Por esos días el diario español “El País” afirmó, en su edición del 20 de febrero, que Latinoamérica concentraba más de la mitad de los plagios en el mundo y que la “industria” del secuestro ha sido muy rentable durante los últimos años para los grupos guerrilleros, paramilitares y delictivos que se habían dedicado a ella. Consignó cifras impresionantes. Precisó que en el año 2007 se produjeron 7.500 secuestros, cifra que pudo establecerse a pesar de que “la mayoría de los miles de secuestros cometidos anualmente en América Latina no se denuncian pero sí se pagan”. Afirmó que las bandas bien organizadas de secuestradores, a veces en entendimiento con mafias policiales, recaudan anualmente más de 1.500 millones de dólares por el rescate de sus víctimas en Colombia, México, Brasil, Argentina, Venezuela y Ecuador, y que son numerosos los secuestrados que resultan mutilados o muertos al apremiar el pago de sus rescates.
En lo que fue un duro golpe contra la guerrilla y un importante triunfo militar para el gobierno, el comandante Raúl Reyes (cuyo verdadero nombre era Luis Édgar Devia), segundo en la línea de mando de las FARC y uno de sus ideólogos, quien además se desempeñaba como su vocero internacional, murió bajo el bombardeo y el fuego de las tropas regulares colombianas en la madrugada del 1 de marzo del 2008, junto con 25 de sus compañeros y compañeras, en Angostura —cerca del poblado de Santa Rosa de Sucumbíos—, en territorio amazónico ecuatoriano próximo a la frontera con Colombia. Esa incursión militar colombiana en territorio de Ecuador creó tensión entre los dos Estados, generó una turbulencia verbal entre sus gobiernos y produjo la ruptura de las relaciones diplomáticas el 3 de marzo de ese año por iniciativa del gobierno ecuatoriano. Pero pocos días después, en el seno de la reunión presidencial del Grupo de Río en Santo Domingo, República Dominicana, se dio por superado el incidente diplomático entre los dos Estados, aunque no se restablecieron sus relaciones diplomáticas. Y el siguiente 17 de marzo la Organización de los Estados Americanos (OEA), por órgano de su XXV Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, rechazó “la incursión de fuerzas militares y efectivos de la Policía de Colombia en territorio del Ecuador” por constituir una violación de la Carta de la OEA, pero al propio tiempo reiteró “el firme compromiso de todos los Estados miembros de combatir las amenazas de la seguridad provenientes de la acción de grupos irregulares o de organizaciones criminales, en particular de aquellas vinculadas a actividades del narcotráfico”.
Un nuevo y gravísimo contraste soportó la guerrilla dos días después: el comandante Iván Ríos (cuyo verdadero nombre era Manuel de Jesús Muñoz), el más joven de los nueve miembros del comando superior de las FARC, fue asesinado a traición por su propio jefe de seguridad llamado Rojas, para cobrar los 2,5 millones de dólares que el gobierno colombiano ofrecía como recompensa por la captura, vivo o muerto, de Ríos. Esto resultó terrible para los mandos guerrilleros cuyas cabezas tenían precio. Era un funesto precedente para ellos. El episodio fue macabro. Después de matarlo, el asesino cortó la mano derecha de su jefe y al día siguiente la llevó como prueba de su muerte, junto con su computadora portátil y su documento de identificación, a las autoridades militares colombianas. Ríos fue el segundo alto jefe guerrillero muerto en menos de una semana. Al recibir su cadáver en el batallón de Pereira, el general Mario Montoya, comandante del ejército colombiano, afirmó que esta baja supondría en el futuro la “implosión” de las FARC. El diario “El Tiempo” de Bogotá informó días después que, según datos recuperados de su computador personal, el recio y duro comandante Ríos, tras los respectivos consejos de guerra, había ordenado ejecutar entre el 2005 y el 2007 a más de doscientos guerrilleros bajo la acusación de “infiltración” y, en algunos casos, por faltas menores de indisciplina o desobediencia.
Marulanda —el fundador y líder de las FARC— murió por infarto cardíaco el 26 de marzo del 2008. Fue reemplazado por Alfonso Cano —cuyo verdadero nombre era Guillermo León Sáenz—, de 59 años, miembro del secretariado, surgido de las juventudes comunistas, con estudios de antropología en la Universidad Nacional de Colombia, que ingresó a las FARC a finales de los años 70.
Por medio de la más sofisticada y audaz operación diseñada y ejecutada por la inteligencia militar de Colombia —la Operación Jaque—, el 2 de julio del 2008 fueron rescatados de la selva colombiana quince prisioneros de elite en poder de las FARC: la excandidata a la Presidencia de Colombia Ingrid Betancourt, secuestrada el 23 de febrero del 2002; los militares norteamericanos Thomas Howes, Keith Stansell y Marc Gonsalves, capturados el 13 de febrero del 2003 cuando las fuerzas guerrilleras derribaron la avioneta en que viajaban sobre las selvas del Caquetá; y once suboficiales del ejército y la policía colombianos, algunos de quienes llevaban más de una década en cautiverio.
La noticia conmovió al mundo.
Después de varios meses de espionaje electrónico satelital sobre los prisioneros y sus captores, que permitió al Departamento de Inteligencia del Ejército de Colombia conocer la exacta ubicación de ellos y su rutina de actividades cotidianas, agentes militares se infiltraron en las filas guerrilleras y desde allí manejaron las cosas de modo de reunir a los cautivos que deseaban liberar en un determinado lugar de la selva colombiana, al sureste del país. La operación se planificó casi con un año de antelación. Durante diez meses los jefes guerrilleros que custodiaban a los prisioneros creyeron que las órdenes que recibían provenían del secretariado de las FARC, pero en realidad eran órdenes que partían del departamento de inteligencia del ejército colombiano. Las órdenes se dieron en forma tan perfecta —con las consignas, el estilo y los giros idiomáticos usuales en la dirigencia guerrillera— que no despertaron la más mínima sospecha en quienes las cumplían ni en los secuestrados. Cuando todo estuvo listo, simulando pertenecer a una misión internacional humanitaria, dos helicópteros militares con las insignias de la Cruz Roja se posaron en el campamento de las FARC del Departamento del Guaviare con la supuesta misión de conducir a los cautivos ante el Comandante Alfonso Cano, que en ese momento ejercía la jefatura de las FARC por la muerte de Marulanda. Los tripulantes de los helicópteros, en cumplimiento de las “órdenes” del secretariado e invocando el “acuerdo humanitario”, engañaron a los guerrilleros y levantaron vuelo con los cautivos esposados y con dos de sus custodios. Para que el engaño fuera perfecto, los tripulantes —algunos de los cuales vestían camisetas con la imagen del Che Guevara— llegaron acompañados de “periodistas” de la cadena noticiera TeleSur de Venezuela, que gozaba de la plena confianza de la dirigencia guerrillera.
En el vuelo, los agentes militares neutralizaron a los dos custodios y comunicaron a los secuestrados, en nombre del ejército de Colombia, que estaban libres.
Esto se hizo sin disparar un solo tiro.
Después se supo que los servicios de inteligencia militar de Colombia, tras meses de rastreo, lograron penetrar en las comunicaciones electrónicas cifradas de la guerrilla, revelar sus claves, desentrañar su criptografía, descubrir sus criptogramas y sus códigos secretos e imitar las voces, tonos y estilos de los principales jefes guerrilleros. Fue así que los agentes secretos militares, suplantando a los jefes de las FARC, dieron órdenes de viva voz para reunir en un solo punto a los quince cautivos dispersos y liberarlos después, en el marco de la supuesta “misión humanitaria”. Órdenes que fueron cumplidas sin la menor sospecha.
Tres días después de la liberación, el líder cubano Fidel Castro expresó desde su retiro político que, “por elemental sentimiento de humanidad, nos alegró la noticia de que Ingrid Betancourt, tres ciudadanos norteamericanos y otros cautivos habían sido liberados” y, con esa oportunidad, sugirió públicamente a las FARC que pusieran en libertad, sin condición alguna, a los secuestrados y prisioneros que aún estaban en su poder, aunque aclaró que no les pedía que depusieran las armas “si en los últimos 50 años los que lo hicieron no sobrevivieron a la paz”. Y reiteró su crítica a “los métodos objetivamente crueles del secuestro y retención de prisioneros en las condiciones de la selva”.
Mediante un nuevo y exitoso dispositivo de inteligencia denominado “operación camaleón”— el Comando de Operaciones Conjuntas de las Fuerzas Armadas Colombianas rescató en el límite entre los departamentos de Guaviare y Guainía al general de policía Luis Mendieta, a los coroneles Enrique Murillo y William Donato y al sargento del ejército Arbey Delgado, quienes habían permanecido cautivos de las FARC en las selvas colombianas por casi doce años. La operación empezó en la madrugada del 13 de junio del 2010. Los comandos militares incursionaron en la base guerrillera mientras sus miembros estaban dedicados a cocinar alimentos y, después de abrir fuego por veinte minutos y lograr la huida de ellos —que abandonaron sus armas—, rescataron a los cuatro secuestrados.
Un monstruoso acto de terrorismo se cometió en Colombia el 25 de marzo del 2010. Un niño negro de doce años de edad —pequeño e inocente kamikaze— fue despedazado en el Municipio de El Charco, Departamento de Nariño, por la explosión de la bomba que portaba por encargo de individuos no identificados que le entregaron unas cuantas monedas para que la llevara con destino a un cuartel de policía. Este atroz acto criminal, según dijo un vocero gubernamental, formó parte de la campaña emprendida por los grupos violentos para interferir las elecciones presidenciales de mayo. La tragedia del niño-bomba traumatizó a la opinión pública colombiana.
En marzo del 2010 el juez Eloy Velasco de la Audiencia Nacional de España —principal instancia penal española— inició un proceso judicial contra el activista etarra José Arturo Cubillas Fontán —residente en Venezuela— y cinco otros presuntos miembros de ETA, así como siete de las FARC, por su intento de asesinar a personalidades colombianas, entre ellas el presidente Álvaro Uribe. En un auto judicial expedido el 1 de marzo, el juez español desveló la supuesta “cooperación gubernamental” del gobierno de Venezuela, presidido por el teniente coronel Hugo Chávez, con las FARC y la ETA para el cumplimiento de estos y otros propósitos delictivos. El gobierno español de José Luis Rodríguez Zapatero demandó “información” a Caracas. Los personeros del régimen venezolano respondieron con la acusación de que el magistrado español “actúa bajo las órdenes de la ultraderecha franquista” y responde a una campaña orquestada por el “imperio yanqui”.
Dos días después las cosas se complicaron más cuando otro juez español, Fernando Grande-Marlaska, en auto judicial expedido el 3 de abril de ese año, denunció con base en documentos incautados a ETA en Burdeos en mayo del 2008 los numerosos viajes a Venezuela del activista etarra Joseba Agudo Mancisidor, detenido después en la localidad francesa de Hendaya y entregado a las autoridades españolas por sus actividades insurgentes. Según el auto del magistrado español, entre enero del 2006 y febrero del 2009, el activista había viajado a Venezuela no menos de ocho veces.
Un informe emitido por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) de Colombia en marzo del 2010 señaló que activistas de ETA y grupos iraníes recibían cursos de adiestramiento dictados por líderes del Frente 59 de las FARC en 28 campamentos clandestinos situados en varios puntos del territorio venezolano. Doce días después, tras la desarticulación de una base de ETA en la región portuguesa de Óbidos —donde se hallaron 1.500 kilos de explosivos listos para ser utilizados—, fue detenido por la policía de Portugal el fugitivo etarra español Andoni Zengotitabengoa en el aeropuerto de Lisboa, momentos antes de embarcarse en un avión con rumbo a Caracas.
La prensa internacional recogió con amplitud las incidencias de este litigio político.
El tema llegó a los linderos de lo anecdótico cuando, en la discusión que al respecto se armó en la Asamblea Nacional, el diputado oficialista venezolano Carlos Escarrá planteó que, como respuesta a lo que ocurría en España, Venezuela demandara “a la Corona española por los cien millones de muertos que ocasionó la Conquista, porque son crímenes de lesa humanidad que no prescriben…”
El 28 de marzo del 2010 —sesenta días antes de las elecciones presidenciales en Colombia— fue liberado por las FARC el joven soldado Josué Daniel Calvo (23 años), tras casi un año de cautiverio, con cinco heridas de bala en sus piernas. Y dos días después fue entregado el sargento del ejército Pablo Emilio Moncayo, que permaneció doce años secuestrado en las selvas colombianas. Tenía 18 años de edad cuando empezó su martirio. Helicópteros militares brasileños recogieron a los dos prisioneros en en diversas zonas selváticas, acatando el acuerdo informal entre el gobierno colombiano y las FARC, y los entregaron a las autoridades colombianas.
En febrero del 2011 fueron liberados por las FARC en la selva colombiana otros cinco rehenes: el Concejal del Municipio de Garzón, Armando Acuña; el Infante de Marina Henry López; Marcos Baquero, Presidente Municipal de San José del Guaviare; el Cabo del Ejército Salín Sanmiguel y el Mayor de Policía Guillermo Solórzano.
Según la Fundación Seguridad y Democracia, dirigida por Alfredo Rangel, las FARC habían sufrido muchas deserciones en esos últimos años. De los 18 mil miembros que tenían habían bajado a 12 mil, o sea que habían sufrido una reducción del 40% de sus efectivos. La intensidad de sus ataques contra las fuerzas regulares había disminuido también. Y, según la Fundación, la situación de los guerrilleros se había complicado por el cerco militar, el estrechamiento de sus zonas de influencia y las crecientes dificultades de abastecimiento de armas, municiones y alimentos.
Sin embargo, la revista colombiana “Semana” advertía por esos mismos días que el final de la guerrilla más antigua de América Latina pudiera ser “largo y sangriento”.
Echó mucha luz sobre la actividad guerrillera y la vida de los prisioneros el libro “7 años secuestrado por las FARC”, publicado en mayo del 2008, poco tiempo después de su liberación, por el exsenador colombiano Luis Eladio Pérez, capturado el 10 de junio del 2001. Allí narra con todo detalle su confinamiento de “seis años, ocho meses, diecisiete días y nueve horas” en las selvas de Colombia. Refiere la penosa cotidianidad del cautiverio, el maltrato que sufren los secuestrados, el miedo, el hambre, las interminables noches de insomnio, las largas marchas por la selva virgen encadenados de a dos —acechados por los animales, las alimañas, las culebras, los alacranes, los bichos, los insectos, las arañas—, los angustiosos trances de las enfermedades —malarias, disenterías, fiebres, leishmaniasis, mal de chagas—, la falta de medicamentos, las cadenas con que permanecen inmovilizados en las noches, la obsesión por la fuga, el temor a la muerte, la vida sexual, los choques e intolerancias entre los propios compañeros de cautiverio, los eventuales acercamientos afectivos entre secuestrados y secuestradores —que pueden llegar incluso al denominado >síndrome de Estocolmo— y demás peripecias que ellos soportan en su confinamiento selvático.
Afirma que “la mayoría de los guerrilleros son muy jóvenes: de 14, 16, 18 años. Lo que pasa es que aparentan más edad, son muchachos con cara de viejo y con cuerpos de viejo, porque no descansan un día. Los 365 días del año hacen trabajos pesados. Las mujeres además de trabajos físicos hacen trabajos sexuales, entonces las niñas de 13, 14, 15 años tienen caras de viejas (…) Los mantienen ocupados para que no piensen. Entonces desde las cuatro y media de la mañana hasta las ocho de la noche tienen que cumplir con distintas obligaciones, y después de las ocho de la noche empiezan los turnos de guardia”.
Los guerrilleros se someten a “un reglamento mucho más estricto que el militar, pues están contemplados delitos castigados con pena de muerte”, no obstante lo cual —relata— “me tocaron muchísimos casos de deserción”. Guerrilleros salieron “en alguna de las misiones a las que los mandan, de reconocimiento, de exploración, cacería o pesca, pero no volvieron nunca”.
Asegura Pérez que “todos los guerrilleros están bien adiestrados en el uso de las armas, en el manejo del terreno, hacen ejercicio físico a diario y se mantienen en relativa forma”. Comenta que las FARC “tienen recursos suficientes para mantener en muy buena condición a su tropa, a toda su guerrillerada, pero no consiguen artículos de consumo de una manera tan fácil”.
Cuenta que, sin imaginar que eso le ocurriría, un día vio el desfile de los militares y policías encadenados. Dice que el espectáculo le “partía el alma” y recuerda que lloró “al verlos en esa situación, encadenados de dos en dos, era verdaderamente grotesco, por decir lo menos. ¡Nunca imaginamos que después nosotros íbamos a terminar en las mismas condiciones!”
“Yo dormí solo casi todo el tiempo —relata— pero me tenían encadenado de la garganta a un palo las veinticuatro horas del día, desde el 25 de julio del 2005”.
Según Pérez, bajo el poder omnímodo de Marulanda, el secretariado de las FARC estaba integrado por siete miembros, cada uno de quienes tenía una misión específica: el Bloque Sur era comandado por Joaquín Gómez, el Bloque Oriental por el Mono Jojoy, el Bloque Central por Alfonso Cano, el Bloque Caribe por Iván Márquez y el Bloque Occidental por Jorge Eliécer Torres. Cada bloque tenía bajo su mando diez, quince o veinte frentes guerrilleros, dependiendo de la zona. Raúl Reyes, hasta el día de su muerte, era el verdadero canciller y portavoz de las FARC en sus contactos con el exterior.
Refiere que los jefes guerrilleros estaban muy bien equipados con aparatos electrónicos y computadoras de última generación, a través de los cuales “hacen seguimientos de todo, en algunos campamentos tienen salas de grabación y graban lo que dicen las cadenas radiales a nivel nacional”. De modo que estaban completamente enterados de la vida política de Colombia y del exterior. Y agrega que usaban energía solar para cargar las baterías y para operar las computadoras.
Dice Pérez que en ese momento había alrededor de 2.800 personas secuestradas: 700 por las FARC y las restantes por grupos delictivos. Dice que hay dos clases de secuestrados: los que lo son por razones políticas y los que obedecen a motivos de extorsión económica. Por eso “es tan difícil cuantificar el número de secuestrados (…) Se habla de que la guerrilla de las FARC puede tener entre 700 y 800 secuestrados”.
“El secuestro se ha convertido —sostiene Pérez— en un negocio magnífico. Existen empresas dedicadas a conducir las negociaciones. Inclusive personajes que ocuparon altísimos cargos en los organismos de seguridad del Estado colombiano, hoy son grandes empresarios de esta tragedia, sirven de intermediarios, que se disfrazan de humanitarios y de gente de buena fe, pero que en el fondo tienen el interés de ganar grandes comisiones”.
Se calcula que los secuestradores obtuvieron en los últimos veinte años más de dos mil millones de dólares a cambio de la liberación de sus víctimas.
El Presidente Uribe formuló una suerte de balance de la situación en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 24 de septiembre del 2008. En referencia a los grupos paramilitares, al ELN y a las FARC, informó que “de un número aproximado de 60.000 terroristas que afectaban al país al inicio del gobierno, 48.000 han abandonado sus organizaciones criminales y han hecho parte del programa de reinserción que es un gran reto de Colombia. En 2008, hasta el 17 de septiembre, se habían desmovilizado 2.436 guerrilleros, de ellos 2.147 de las FARC”.
Días antes del bombardeo de Angostura —en que murió el comandante Raúl Reyes— la inteligencia militar ecuatoriana encontró en el campamento guerrillero ubicado en Tasé, Puerto El Carmen del Putumayo, Ecuador, unos manuscritos del fallecido comandante presumiblemente destinados a formar parte de un libro de sus memorias, que echaban mucha luz sobre la actividad política, militar y económica de las FARC.
Allí afrontaba Reyes, con profunda preocupación, el tema de las vinculaciones del narcotráfico con algunos de los jefes guerrilleros. En la página 24 de su proyecto de diario —fechada el 30 de noviembre del 2007— dictó: “Últimamente he pensado mucho en que cualquier proyecto a futuro de regenerar a la guerrilla exige terminar con toda clase de relación con el narcotráfico. Hace unos meses comencé a exigir en todos los niveles de la organización un informe sobre nuestras finanzas, todo lo que se ha recibido en dinero, pesos, dólares, euros y lo que se está encaletando en la selva, en las ciudades, las inversiones, los depósitos en bancos, todo, hasta el último centavo. Esto enfureció a muchos de los comandantes que ven los recursos de la organización como su fortuna personal, su botín, del que no tienen por qué rendir cuentas a nadie. Allí está para mí, la mayor amenaza”. Y Reyes asumió el comentario de un admirado amigo suyo: “¡Solo falta que los comandantes narcos utilicen la silueta del Che para empaquetar la coca!”