Se llama así a la tesis sostenida por el filósofo norteamericano de origen japonés, Francis Fukuyama, en una conferencia que dictó durante el invierno de 1988 en la Universidad de Chicago sobre el triunfo de Occidente en la guerra fría y en dos artículos publicados posteriormente: el primero en la poco conocida revista de asuntos internacionales de Estados Unidos "The National Interest", dirigida por el intelectual australiano Owen Harris, en el verano de 1989; y el segundo en la revista "Facetas" del gobierno norteamericano que apareció en el primer trimestre de 1990.
En esa época Fukuyama era un investigador de la política soviética a sueldo de la Rand Corporation de California y poco tiempo después entró a prestar sus servicios en la Secretaría de Estado del gobierno norteamericano. Estos conceptos fueron posteriormente profundizados y sistematizados por su autor en un libro muy leído que salió a luz a comienzos de los años 90 del siglo pasado, cuyo título original fue “The End of History and the Last Man”.
Fukuyama sostiene la tesis de que después de la confrontación Este-Oeste la historia ha llegado a su final con el triunfo de la democracia liberal —fundada en los “principios gemelos” de libertad e igualdad— sobre las ideologías rivales que se le opusieron a lo largo del tiempo: primero la monarquía hereditaria, después el fascismo y, más recientemente, el comunismo. En consecuencia, la democracia liberal con su “mercado libre” constituye “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad” y “la forma final de gobierno”.
Fukuyama concluye que la historia direccional, orientada y coherente de las postrimerías del siglo XX ha conducido a la mayor parte de la humanidad hacia la democracia liberal como régimen de gobierno, combinada con la economía de mercado como sistema económico. Y que allí termina todo. No hay ni habrá más búsquedas puesto que ha llegado “el fin de la historia”.
Y no obstante que reconoce que “los acontecimientos de la segunda mitad de los noventa (con las agitaciones financieras que dieron lugar a la crisis económica asiática, el aparente estancamiento de la reforma democrática en Rusia y la inestabilidad que repentinamente se ha manifestado en el sistema financiero mundial) han sido en muchos aspectos amenazadores para la hipótesis del final de la historia”, está muy lejos de considerar siquiera que pudiera darse la crisis del capitalismo global, de la que habló George Soros, ni que pudiera haber “una alternativa de modelo de desarollo viable que prometa mejores resultados, ni siquiera tras la crisis de 1997-1998”.
El controvertido profesor Samuel P. Huntington (1927-2008) de la Universidad de Harvard mira las cosas en forma semejante. En su libro “¿Quiénes Somos?” (2004), tras afirmar que “durante más de dos siglos los principios liberales y democráticos del credo americano habían constituido un componente nuclear de la identidad estadounidense”, dice que con la desaparición de la Unión Soviética y del comunismo “ya no queda ninguna otra ideología laica que pudiera desafiar a la democracia como lo habían hecho el fascismo y el comunismo en el siglo XX”.
No dejan de sorprender estas afirmaciones tan arbitrarias como antidialécticas. La historia no se detiene. La evolución ideológica continúa. La terminación de la confrontación Este-Oeste con el triunfo político, económico, científico y tecnológico de los grandes países occidentales abre un nuevo capítulo histórico, en el cual se esperan grandes avances en la conquista del espacio sideral, en la ingeniería biogenética, en la revolución digital y en otros campos del proceso tecnológico, que tendrán efectos sorprendentes sobre el ser humano y la sociedad, esto es, sobre la historia. Están en marcha procesos de cambio en la organización social —tales como las nuevas relaciones de producción, la globalización de las economías, la revolución sexual, el colapso de la familia tradicional, el eclipse de las ortodoxias religiosas, el abatimiento de las normas éticas tradicionales y otros fenómenos— que tienen lugar no en regiones remotas y apartadas del planeta sino en sus centros más avanzados. Desde la perspectiva histórica, el desvanecimiento del marxismo es el equivalente actual del colapso que, en diferentes épocas, sufrieron el monarquismo, la teocracia, el liberalismo, el anarcosindicalismo, el fascismo y otras ideologías carcomidas por el tiempo. Y a nadie se le ocurrió por eso señalar el “fin de la historia”. La obsolescencia es el destino de las ideologías. Son seres vivos que nacen, crecen, llegan a su plenitud y después declinan y mueren. Pero la historia continúa, sigue su curso transitorio, complicado, inextricable, caótico, confuso, enigmático y contradictorio, en el que revolotean ideas, intereses, pasiones, miserias, excelencias y fanatismos humanos.
Ella, hasta aquí, se ha desarrollado dialécticamente. Hay evidencias de esto. Y no existe razón para pensar que en adelante el proceso va a ser diferente, como sugiere Fukuyama. Lo presumible es que el encadenamiento dialéctico de los acontecimientos humanos siga su curso en los términos hegelianos y que la democracia liberal con su economía de mercado, cuestionada por otras propuestas ideológicas, abra un nuevo ciclo de confrontación semejante al que se dio recientemente cuando ella impugnó el estatismo y la economía centralmente planificada de los marxistas. Esos no son más que transitorios capítulos del acontecer humano —brevísimos en relación con la era interglacial en que vivimos— y ninguno de ellos puede reclamar la condición de punto final de la historia. Las formidables transformaciones científicas, previstas por el propio Fukuyama, impulsarán con fuerza el proceso histórico puesto que la historia y la ciencia son un todo inseparable.
Según Fukuyama, las dos grandes fuerzas impulsoras del proceso histórico son y han sido siempre: la economía —que él entiende como la aplicación por el hombre de las ciencias naturales modernas y su capacidad para manipular la naturaleza— y lo que, siguiendo a Hegel, llama “la lucha por el reconocimiento”, o sea el empecinado propósito de los seres humanos por alcanzar la aceptación de su dignidad y de su status por los demás seres humanos. Afirma el filósofo norteamericano-japonés que este reconocimiento —que puede adoptar varias formas: desde el reconocimiento de los dioses y lugares sagrados hasta el reconocimiento de la identidad nacional en el seno de la comunidad interestatal— “es la pasión fundamental que subyace a la política”.
Las hipótesis de Fukuyama levantaron con mucha razón una ola de controversias por parte de quienes consideraron que la historia no concluye con el triunfo de una forma de gobierno, por legítima que sea, sino que sigue adelante por la sucesiva e incesante contraposición de tesis. Y que, por tanto, ella no tiene fin: se hace todos los días. Las cosas son siempre perfectibles, nada hay acabado. Todo fluye incesantemente en un ser y dejar de ser interminables.
Lo que parece haber concluido o al menos amainado en la última década del siglo pasado es la lucha entre dos tesis: capitalismo y comunismo; pero vendrá —y de hecho ha venido— una nueva antítesis para impugnar a la democracia liberal —que en muchos lugares difícilmente puede considerarse democracia, dada la concentración del ingreso— y proponer soluciones alternativas, llenar sus vacíos y forjar nuevas contradicciones que se resolverán en el curso de la historia.
Una década después, al hacer el análisis retrospectivo de los fundamentos de sus hipótesis, Fukuyama llegó a la conclusión de que “nada de lo que aconteció en la política internacional o en la economía global en los últimos diez años contradice la conclusión de que la democracia liberal y el orden económico orientado hacia el mercado son las únicas opciones viables para las sociedades modernas”. Afirmó que el debate en torno del fin de la historia no pasó de ser una cuestión de semántica puesto que muchos lectores no entendieron que él usó la palabra historia en su sentido hegeliano-marxista de evolución progresiva de las instituciones políticas y económicas. Pero precisamente esta postrera consideración destruye su planteamiento original porque es evidente que la evolución progresiva de esas instituciones no tiene fin. Como él mismo afirmó diez años después, “lo que confiere a la historia su dirección fundamental y su carácter progresivo son las ciencias naturales modernas. El conocimiento científico sobre el mundo y la capacidad de manipular la naturaleza por la tecnología son acumulativos; la máquina a vapor y el chip de computador no pueden ser desinventados después de haber sido descubiertos. El progreso de la ciencia y la tecnología, a su vez, crea toda una frontera de posibilidades productivas y, consecuentemente, un orden económico” (Revista brasileña "Política Externa", Vol. 8, Nº 2, septiembre 1999).
Las más encendidas críticas a las afirmaciones de Fukuyama provinieron de los marxistas, no obstante que Marx, como lo sabemos, llegó a una conclusión parecida a la del filósofo oriental: toda la búsqueda y la lucha terminarán cuando la humanidad alcance la sociedad socialista sin clases. Este será “el fin de la historia” según el marxismo. Los planteamientos son parecidos aunque formulados desde ángulos diametralmente opuestos. Para Fukuyama el desenlace final de la historia es la democracia liberal de corte occidental y para Marx es la democracia socialista. Ambos coinciden en que, desde ese punto en adelante, no hay más opciones ideológicas. Descartan la posibilidad de avances y retrocesos. No admiten que puedan descubrirse formas nuevas y diferentes de organización social que representen grados superiores de evolución histórica o que, por el contrario, puedan darse retrocesos, como en el drama de Penélope, que obliguen a los hombres a comenzar de nuevo. Fukuyama funda su tesis en que la democracia liberal no tiene las contradicciones internas ni los defectos e irracionalidades que condujeron al colapso de las otras formas de gobierno mientras que Marx sustentó sus asertos en que, eliminadas las clases sociales gracias a la supresión de la propiedad privada de los instrumentos de producción, la sociedad se desembarazará de sus contradicciones internas. En este punto, paradójicamente, la dialéctica marxista encuentra su final: la lucha de los contrarios termina allí.
Sin cometer la irreverencia de equiparar, ni mucho menos, a los dos filósofos, simplemente anoto que ambos tienen su propio “fin de la historia”.
Pero el “fin de la historia” de Fukuyama es, en realidad, el comienzo de otra historia: la historia del orden internacional unipolar, del >neoliberalismo, del >pensamiento único, de la >globalización, de la monarquía del capital, del mercado como regidor de la economía y del unilateralismo en la política internacional.