Es la versión española del fascismo que se formó bajo la influencia italiana y alemana a comienzos de los años 30 del siglo XX como reacción a la tendencia socializante de la segunda república española. Después de la guerra civil (1936-1939), con la dictadura del general Francisco Franco (1892-1975) el falangismo llegó al poder y se mantuvo durante la larga dominación franquista en España.
Francisco Franco Bahamonde fue un oscuro oficial nacido el 4 de diciembre de 1892 en El Ferrol, al norte de la penísula. En 1907 ingresó en la Academia Militar de Toledo y comenzó su carrera castrense en las fuerzas del ejército español acantonadas en Marruecos. En 1926 ascendió a general de brigada. Dos años después, durante la dictadura del general Miguel Primo de Rivera, dirigió la Academia General Militar de Zaragoza. En la II República iniciada en 1931 condujo la represión contra la insurrección de los obreros asturianos en octubre de 1934 y un año después asumió la jefatura del Estado Mayor por designación del ministro de la guerra, José María Gil-Robles.
Tras el triunfo electoral de la coalición de izquierdas denominada Frente Popular, el 16 de febrero de 1936, el presidente Manuel Azaña sacó de Madrid a dos oficiales que le inspiraban muy poca confianza por sus antecedentes golpistas: el general Francisco Franco y el general Manuel Goded. Al primero lo destinó a las Canarias y al segundo a las Baleares.
España vivía circunstancias muy difíciles en ese momento. Se había convertido en el campo de batalla de dos fuerzas políticas violentas e intransigentes: el fascismo y el comunismo, que alternaban en acciones de fuerza y atentados. El gobierno republicano presidido por Manuel Azaña estaba sometido al fuego cruzado de los dos bandos. Las secuelas de la depresión económica mundial de los años 30 afectaban gravemente a la economía española. La recesión económica y la falta de oportunidades de empleo generaban mucha agitación laboral.
El 17 de julio de 1936 los generales José Sanjurjo, Emilio Mola y Francisco Franco iniciaron un golpe de Estado militar contra el gobierno republicano, en connivencia con las más oscuras fuerzas reaccionarias: la Falange Española, las Juntas de Ofensiva Nacional-sindicalista (JONS), los requetés tradicionalistas, la Liga Nacionalista Catalana, los monárquicos carlistas, la alta jerarquía católica y otros grupos tradicionalistas. Esta acción, que se plasmó al día siguiente con una cadena de sublevaciones militares en toda España, salvas las guarniciones de unas pocas ciudades cuyos jefes se declararon leales al gobierno legítimamente constituido, desencadenó la larga y sangrienta Guerra Civil Española que terminó el 1º de abril de 1939 con la victoria del Movimiento Nacional encabezado por Franco, que a la sazón era el único jefe del alzamiento militar. Desde ese momento y hasta su muerte acaecida el 20 de noviembre de 1975, el “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, “Generalísimo de los Ejércitos”, “Jefe de la Cruzada” y “Autor de la Era Histórica donde España adquiere las posibilidades de realizar su Destino”, como rezaban los adiposos títulos con que estaba investido, ejerció el poder total y absoluto bajo la forma de una monarquía tradicional.
Es muy discutible que el falangismo constituyera una verdadera ideología política, como pretendieron sus seguidores. El escritor ecuatoriano Raúl Andrade (1905-1981) decía que el falangismo, con doctrina supuesta, alquilaba párrocos y gratificaba sacristanes. En realidad su “ideología” no fue más que eso: una serie de “principios” fascistas mal hilvanados, con un fuerte énfasis teocrático de signo católico, que pretendieron ser una concepción del mundo, y un conjunto de reglas pragmáticas para el ejercicio del poder. Ellos estuvieron contenidos principalmente en el discurso pronunciado por el “ideólogo” de la Falange, José Antonio Primo de Rivera (1903-1936), en el acto de fundación del “movimiento” en el Teatro de la Comedia de Madrid el 29 de octubre de 1933 y en los 26 Puntos que fueron aceptados por el general Francisco Franco después de su triunfo en la guerra civil.
El falangismo se integró por etapas. La denominación fue tomada del latín phalanx, que significaba “garrote”, “rodillo”, “línea de batalla”, “batallón”, “tropa”. La organización política que lo sustentó originalmente —la Falange Española— se fundó el 29 de octubre de 1933 por José Antonio Primo de Rivera y un año después se fusionó con las llamadas Juntas de Ofensiva Nacional-sindicalista (J.O.N.S.), lideradas por Ramiro Ledesma Ramos, que operaron en España desde 1931. La nueva organización estuvo al comienzo dirigida por un triunvirato compuestro por Primo de Rivera, Ruiz de Alda y Ledesma Ramos pero después el primero asumió todos los poderes. Y aunque Primo de Rivera afirmó que en el pasado España no había podido alcanzar su “unidad de destino” por “las pugnas entre los partidos políticos” y que “para que el Estado no pueda ser nunca partido hay que acabar con los partidos políticos”, la Falange pronto se convirtió en partido político. En el único partido político de España durante el largo tiempo de la tiranía franquista.
Cuando el 18 de julio de 1936 se produjo el “alzamiento” contra la democracia española —y se inició la “cruzada”, que llamaban los falangistas— la Falange y los requetés tradicionalistas se alinearon con las fuerzas insurgentes. El general Franco, a la sazón jefe del movimiento, dispuso en plena guerra civil la unificación de las dos organizaciones mediante decreto del 19 de abril de 1937, con el nombre de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S.
El nuevo partido asumió como emblema el haz de flechas y el yugo junto con la bandera roja y negra. El uniforme de sus militantes fue la camisa azul y boina roja, a imitación de los camisas negras de Mussolini y de los camisas pardas de Hitler. Por decreto expedido por Franco el 27 de abril de 1937, adoptó el saludo típicamente fascista: el brazo derecho en alto con la mano abierta y extendida, a un ángulo de 45 grados en relación a la línea del cuerpo.
Fue un partido de estructura autoritaria y vertical. El autoritarismo que deseaba para España —y que de hecho lo impuso a partir de 1939— lo practicó internamente en la organización partidista. Resulta difícil poner en orden sus postulados. José Antonio Primo de Rivera habló de España como realidad histórica y de sus fines, que son la “permanencia en la unidad”, el “resurgimiento de su vitalidad interna” y la “participación, con voz preeminente, en las empresas espirituales del mundo”. Para alcanzarlos planteó la supresión de los partidos políticos, de los sistemas electorales —que para él no son más que “unos pedacitos de papel depositados cada dos o tres años en unas urnas“— y del régimen parlamentario. En su lugar propugnó el Estado asentado sobre las “auténticas realidades vitales”, que son la familia, el municipio y el sindicato o el gremio. Rabiosamente anticomunista, la superación de la lucha de clases fue uno de sus objetivos más importantes. Para lograrlo, Primo de Rivera afirmó que “el nuevo Estado, por ser de todos, totalitario, considerará como fines propios los fines de cada uno de los grupos que lo integran” y “no dejará que cada clase se las arregle como pueda para librarse del yugo de la otra”. La Falange Española, agregó, quiere “un Estado que, al servicio de su idea, asigne a cada hombre, a cada clase y a cada grupo sus tareas, sus derechos y sus sacrificios”. Desechó la clasificación ideológica entre derecha e izquierda. Esa, dijo, es una “división superficial”. Con singular simpleza explicó: “unos están a la derecha y otros están a la izquierda. Situarse así ante España es ya desfigurar su verdad. Es como mirarla con sólo el ojo izquierdo o con sólo el ojo derecho: de reojo. Las cosas bellas y claras no se miran así, sino con los ojos, sinceramente de frente”. Esta combinación de poesía, épica y política no resultó, ciertamente, muy afortunada. El “ideólogo” de la Falange consideró que, por su catolicidad y universalidad, la conquista y colonización de América fue una hazaña en la que “ganó España al mar y a la barbarie continentes desconocidos”.
Bajo la inspiración del pensamiento de Primo de Rivera se elaboraron los 26 Puntos de la Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S., adoptados por el general Franco como parte de la plataforma que podríamos llamar “ideológica”, después del triunfo de las tropas franquistas en la Guerra Civil.
Ellos constituyeron el ideario del falangismo.
Allí se hicieron algunas definiciones. Se afirmó que “la plenitud histórica de España es el Imperio”, que “España alega su condición de eje espiritual del mundo hispánico como título de preeminencia en las empresas universales” y que reclama “la jerarquía mundial que le corresponde”. En lo interno, proclamó que la forma de organización política que adopta España es el “Estado nacionalsindicalista”, que será “un instrumento totalitario al servicio de la integridad patria” y que estará organizado corporativamente mediante un sistema de sindicatos verticales por ramas de la producción. El punto sexto señalaba que “se abolirá implacablemente el sistema de los partidos políticos con todas sus consecuencias: sufragio inorgánico, representación por bandos en lucha y parlamento de tipo conocido”. Adviertía que “una disciplina rigurosa impedirá todo intento dirigido a envenenar, a destruir a los españoles o moverlos contra el destino de la Patria”. Como parte de su concepción teocrática, que durante el régimen franquista llegó hasta extremos increíbles, el punto 25 “incorpora el sentido católico —de gloriosa tradición y predominante en España— a la reconstrucción nacional”.
El falangismo estableció en España una intransigente y autoritaria >teocracia de signo católico. El general Francisco Franco Bahamonde se hacía llamar “Caudillo de España por la gracia de Dios”, al estilo de los viejos monarcas del <absolutismo. La legislación falangista definió que “España, como unidad política, es un Estado Católico” y que, “para ejercer la Jefatura del Estado, como Rey o Regente, se requerirá profesar la Religión Católica”. Estableció así una religión de Estado y una discriminación en los derechos políticos de los ciudadanos. El Art. 6 del Fuero de los Españoles, que fue una de las llamadas leyes constitucionales, expedido el 17 de julio de 1945, dispuso que “la profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado Español, gozará de la protección oficial”. Y el Art. 2 de los Principios del Movimiento Nacional, promulgados por Franco el 17 de mayo de 1958, declaró que ”la nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación”.
De acuerdo con el equívoco lenguaje fascista —recordemos el nacionalsocialismo de Hitler y el nacionalsindicalismo de Franco— en España, durante la larga dictadura franquista (1936-1975), se denominó nacionalcatolicismo a la identificación de Estado español con la fe católica que hizo la alta jerarquía eclesiástica —ser español era ser católico— y al control que, con el apoyo del Estado, ella ejerció sobre importantes áreas de la vida política y social de los españoles.
Dice al respecto el escritor español Antonio Vereda del Abril, en su libro “La era de la globalidad” (2008), que “esta historia dramática, oscura y tenebrosa de España y de la Iglesia aconteció cuando la religión se convirtió en poder político imponiendo sus creencias, su moral, sus valores y sus ritos, apoyada en el aparato del Estado (…) Fueron tiempos de opresión, de odio, de morir por la religión y de matar por la religión (…) La identificación de lo católico y lo español condujo a que no ser católico era ser el enemigo”.
Desde 1937, cuando los obispos enviaron a Francisco Franco una carta de apoyo durante la guerra civil española, la Iglesia Católica y el Estado permanecieron imbricados. La Iglesia ejerció una determinante influencia en la vida pública y privada de España y asumió el control de las actividades culturales y educativas, la censura del teatro y de la cinematografía, la vigilancia sobre la edición e importación de libros y materiales impresos y la rectoría de la vida moral del pueblo español.
Sin embargo, en la década de los 60 algunos sacerdotes y sectores obreros católicos se desmarcaron del franquismo y empezaron a desarrollar una tenue y clandestina resistencia contra el gobierno de Franco.
En el fondo de esta hojarasca seudoideológica se pueden identificar unos cuantos elementos claves del gobierno franquista: la veda de los partidos políticos —fuera de la Falange, naturalmente— para impedir la movilización de toda opinión discrepante; la prohibición de “envenenar” a los españoles o de “moverlos contra el destino de la Patria”, lo cual debe entenderse como la supresión de la libertad de pensamiento y de prensa; la regimentación de la sociedad por medio del llamado “nacionalsindicalismo”, compuesto por un sistema de sindicatos verticales, controlados por el gobierno, en todas las ramas de la producción; y la manipulación de la fe católica como instrumento político.
Este fue, en resumen, el ideario falangista. Su estilo y su contenido fueron típicamente fascistas. Formado por planteamientos desarticulados, proposiciones imprecisas y pensamientos incipientemente elaborados, el falangismo no llegó a ser una <ideología política. Con él ocurrió lo mismo que con el >fascismo italiano y el >nazismo alemán: careció del equivalente de la generación de pensadores que forjaron en su hora las doctrinas del >liberalismo, el >marxismo, la >socialdemocracia o el >socialismo democrático. Por eso los idearios fascistas no sobrevivieron a sus líderes y bajaron con ellos a la tumba.
Franco formuló y dictó, a su imagen y semejanza, un conjunto de leyes —denominadas leyes fundamentales del Reino de España— que fueron: el Fuero de los Españoles, el Fuero del Trabajo, la Ley Constitutiva de las Cortes, la Ley de Principios del Movimiento, la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado y la Ley Orgánica. Todas ellas de corte autoritario, que depositaban en el caudillo la totalidad del poder no sólo durante sus días sino aun después, ya que en virtud de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, él podía designar —e incluso de arrepentirse de designar— a quien debía gobernar España después de su muerte.
El franquismo estableció, como todos los regímenes fascistas, un Estado corporativo en el cual los derechos políticos no pertenecieron a los ciudadanos sino a las “corporaciones”. Esta fue una táctica para suprimir las libertades personales y para imponer el riguroso control gubernativo sobre la sociedad, porque las corporaciones no podían existir sin la autorización oficial. El <corporativismo falangista se fundó en las tres unidades naturales de que habló Primo de Rivera: la familia, el municipio y el sindicato. El individuo sólo tenía valor en cuanto miembro de una o más de esas organizaciones. Las tres estaban absolutamente sometidas al gobierno. Los llamados sindicatos verticales fueron una de las tantas farsas del falangismo. En ellos se agrupaban, a escala nacional, los empresarios y los obreros de una misma rama de la producción. No fueron realmente sindicados, sino corporaciones de control político, al más puro estilo fascista.
El Fuero del Trabajo, expedido por Franco el 9 de marzo de 1938 —y que fue una de las leyes fundamentales del Reino— proclamó que “la organización nacional sindicalista se inspirará en los principios de Unidad y Jerarquía” y que “todos los factores de la economía serán encuadrados, por ramas de la producción o servicios, en sindicatos verticales. Las profesiones liberales y técnicas se organizarán de modo similar”.
La totalidad de la población quedó regimentada bajo el sistema corporativo manejado y controlado por el gobierno.
“El sindicato vertical —dispuso su Art. XIII— es una corporación de derecho público” que está “ordenada jerárquicamente bajo la dirección del Estado” y agregó que “el sindicato vertical e s instrumento al servicio del Estado”
Los principales actores políticos en los 36 años que duró el franquismo —1939-1975— fueron, aparte del “Movimiento”, los militares que auspiciaron el alzamiento y la Iglesia Católica, que se adhirió a él desde el comienzo en una pastoral colectiva de los obispos españoles hecha pública en julio de 1937. En la segunda parte de la dictadura, el apoyo de la Iglesia se entregó principalmente a través del Opus Dei, cuya elite tecnocrática formó parte importante del gobierno de Franco.
En octubre del 2008 —a los 72 años del alzamiento franquista— el juez español Baltasar Garzón se declaró competente para investigar las denuncias formuladas ante la Audiencia Nacional por las asociaciones para la recuperación de la “memoria histórica” integradas por los hijos y nietos de los fusilados, asesinados, desaparecidos, mutilados, encarcelados y torturados en el curso de la guerra civil española y de la dictadura franquista. Por primera vez se atribuyó a Franco y a 34 de sus generales y ministros la responsabilidad penal del derrocamiento de un gobierno legítimo y de la ejecución del “plan de exterminio sistemático de sus oponentes políticos” que costó la vida a más de cien mil de ellos.
En un hecho sin precedentes, se levantó el manto de silencio y miedo que cubrió los crímenes del franquismo desde 1936.
El magistrado ordenó la exhumación de los cadáveres enterrados en 19 fosas comunes de Parrillas, Hadrada de Haza, San Juan del Monte, Valdeconeda, La Robla, Ponferrada, Balboa, Dehesas de Camponaraya, Magaz de Abajo, Tejedo del Sil, Carucedo y otras, donde reposan los restos de las víctimas —incluida la fosa de Viznar que guarda los de Federico García Lorca, fusilado en la madrugada del 18 de agosto de 1936— para que los expertos hiciesen la investigación genética de los restos óseos encontrados.
Como era lógico, la decisión del juez Garzón levantó una encendida polémica en España en los círculos políticos tanto como en los judiciales. Se escucharon muchas voces de protesta —entre ellas la del conservador Partido Popular— que invocaban la amnistía decretada en 1977, en los inicios del proceso de transición política después de la muerte del caudillo falangista. Un fiscal argumentó que “los hechos investigados están prescritos y perdonados por la Ley de Amnistía de 1977”. Pero Garzón respondió que los delitos contra la humanidad no prescriben ni pueden ser amnistiados.
La decisión del magistrado —según su propia explicación— se proponía reparar moralmente a las víctimas del franquismo y era “una forma de rehabilitación institucional ante el silencio desplegado hasta la fecha”.
Por su parte, el gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011) abrió los archivos oficiales de acuerdo con la Ley de Memoria Histórica y el ministro de Justicia Mariano Fernández Bermejo puso a disposición del juez Garzón el Instituto Nacional de Toxicología “para que sea la referencia en materia de identificación” de las víctimas del franquismo.
La referida Ley de Memoria Histórica, expedida en el 2007, mandaba además que “los escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación personal o colectiva del levantamiento militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura deberán ser retirados de los edificios y espacios públicos” a menos que concurrieran “razones artísticas, arquitectónicas, o artístico-religiosas protegidas por la ley”. En acatamiento de ella fueron removidos todos los bustos y las esculturas ecuestres de Franco que había en España. Las últimas en retirarse fueron la estatua ecuestre que se alzaba en el cuartel militar José Millán Astray de Melilla y la escultura ubicada a los pies del recinto amurallado de Melilla La Vieja, en la misma ciudad. En la época franquista casi todas las ciudades españolas tenían un monumento en homenaje al “generalísimo” en su plaza pública.
El Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas, creado por la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ante la “situación de impunidad” que ha rodeado a los funcionarios políticos, judiciales, militares y policiales del franquismo, culpables de delitos de lesa humanidad durante el largo régimen totalitario, pidió en septiembre del 2013 al gobierno conservador presidido por Mariano Rajoy derogar la Ley de Amnistía de 1977, desclasificar los documentos de la época franquista, instrumentar un plan nacional de búsqueda de los desaparecidos, investigar las desapariciones forzadas y sancionar a los autores de los crímenes franquistas.
Luego de reunirse con las asociaciones de las víctimas de la dictadura de Franco, los expertos de la ONU señalaron la necesidad de establecer la imprescriptibilidad de las desapariciones forzadas y demandaron la acción urgente de las autoridades españolas.
Los especialistas de las Naciones Unidas, además, consideraron que España debe ratificar la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad.
El grupo de trabajo recomendó que la base de datos elaborada por el Juzgado de Instrucción Penal Nº 5, que contiene información sobre más de 114.000 victimas del franquismo, debería ser de conocimiento público en forma inmediata.
España, desde la perspectiva de los relatores de la ONU, debía adoptar un plan nacional de búsqueda de personas desaparecidas, coordinar las actividades de exhumación e identificación de las víctimas y actualizar los mapas de fosas de acuerdo a lo que manda la Ley de Memoria Histórica.