Es algo más que la convicción de que los fenómenos sociales obedecen a procesos de transformación continuos que se desarrollan en el tiempo y en el espacio. El evolucionismo, como postura filosófica, es más que la consideración de que ellos están sometidos a un cambio incesante e irreversible: es la visión o actitud que hace de ese cambio el eje central de la concepción del mundo y el principio fundamental de su método de análisis, que se aplica no sólo a la filosofía sino también a los campos científicos.
El concepto de evolucionismo es bastante más amplio y menos riguroso que el de <dialéctica pues ésta es una forma específica de transformación de las cosas y las ideas a través de la contraposición sucesiva de tesis y antítesis, de la cual resulta una síntesis en la que se conservan o guardan ciertos elementos de la contradicción y se suprimen otros para formar una nueva unidad que, a su turno, volverá a ser negada por otra antítesis. Así se produce el movimiento universal. El evolucionismo puede considerar que las cosas “se mueven” por la acción de una fuerza exterior, como en la concepción newtoniana, o por un impulso inmanente. En cambio, la dialéctica sólo acepta esta última forma de movimiento: la que se produce por la energía interior que tienen las cosas a causa de la contraposición en el seno de ellas de elementos antagónicos que pugnan por imponerse. En otras palabras, a diferencia de muchas formas de evolucionismo, la dialéctica sólo concibe el movimiento a partir del autodinamismo que tienen las cosas.
Por consiguiente, se debe concluir que hay varias formas de evolucionismo o, para ser más preciso, varias formas de entender la evolución. Hay un evolucionismo “idealista”, para llamarlo de alguna manera, y uno “materialista”. Hay un evolucionismo marxista, que completa una visión de la evolución inmanente del proceso económico y, en consecuencia, del proceso social y político, y un evolucionismo biológico de Jean-Baptiste de Lamarck (1744-1829), Charles Darwin (1809-1882) y Alfred Russell Wallace (1823-1913) que concibe la transformación de las especies animales a partir de los influjos del medio exterior y como una necesidad de adaptarse a él para poder subsistir. Hay el evolucionismo, que el economista austriaco Joseph Schumpeter (1883-1950) llama “intelectualista”, del Marquis de Condorcet (1743-1794) y de Augusto Comte (1798-1857) que sostiene que la fuerza de la razón humana mantiene una constante “guerra de conquista” contra el medio físico que rodea al hombre y contra las creencias y los hábitos de pensamiento heredados de las anteriores etapas de la historia. El resultado de esta lucha triunfante es la cada vez mejor comprensión de las leyes que rigen la naturaleza y el incesante avance tecnológico, por una parte, y por otra, la creciente libertad que asume el ser humano al desprenderse de las erróneas creencias anteriores. En fin, el evolucionismo ha tomado distintas direcciones y ha ido de la filosofía a la ciencia, a la política y a la economía.
Es importante anotar que el evolucionismo de Lamarck, de Russell y de Darwin sostiene que, en la lucha de todos los seres por la existencia, superviven los más aptos, en una suerte de selección natural. Los demás desaparecen. En este proceso de selección natural las especies tienden a desarrollar cambios y variaciones para adaptarse al medio en que viven y ellos se perpetúan o desaparecen de acuerdo al grado de compatibilidad que alcanzan con las exigencias de la vida. De esta manera, a lo largo de las edades, las especies animales —incluido el hombre— y las especies vegetales han evolucionado incesantemente desde las formas más primitivas a las más avanzadas.
Este principio, enunciado por Lamarck en su libro “Philosophie Zoologique” en 1809 y desarrollado posteriormente por Darwin en "The Descent of Man and selection in relation to sex", publicado en 1871, produjo gran escándalo y mayor indignación entre muchos de sus contemporáneos y fue condenado por la Iglesia Católica porque, según ella, al tratar de demostrar que el hombre y los monos descienden de un antepasado común, atentaba principalmente contra el dogma del pecado original.
No obstante, como ha ocurrido tantas veces, la Iglesia ha tenido que aceptar finalmente las aserciones de la ciencia. En el caso del evolucionismo el papa Juan Pablo II, en un viraje inesperado para el mundo católico, reconoció que la teoría de la evolución era “más que una hipótesis” y trató de conciliarla con la fe religiosa. Esta tesis consta en un documento enviado por el pontífice en octubre de 1996 a la Academia Pontificia de las Ciencias, que es el grupo que asesora a la Iglesia en temas científicos, en el cual reconoce como válida la teoría de la evolución y de la selección natural pero sólo en lo que concierne al aspecto “físico” del hombre mas no a su alma, que no está sujeta a proceso evolutivo. Por eso el papa tuvo buen cuidado en afirmar que persiste la condenación católica contra “las teorías de la evolución que, en función de las filosofías que las inspiraron, consideran al espíritu como emergente de fuerzas de la materia viviente o como simple epifenómeno material”.
Pero la intención de Juan Pablo II fue tratar de conciliar lo inconciliable: el evolucionismo con el creacionismo, cosa que en el pasado intentó hacer el teólogo francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) en su libro “El Fenómeno Humano", que recibió en la época de Pío XII serias advertencias de la Congregación del Santo Oficio, entidad que a partir de 1908 fue la sucesora de la >Inquisición para velar por la integridad de los dogmas.
Investigaciones científicas recientes parecen proporcionar la clave de la evolución y de la aparición de nuevas especies. A partir de la observación de que las mutaciones en el gen que codifica la proteína denominada Hsp90 pueden provocar en la mosca drosophila una gran variedad de cambios físicos hereditarios —en el color y tamaño de sus ojos, en la forma de las alas, en la morfología de las patas y deformaciones en otras partes de su cuerpo— los investigadores han llegado a la conclusión de que las mutaciones específicas en ese gen son las que producen los cambios en las especies. Ellos han podido comprobar en experimentos de laboratorio que las modificaciones producidas en ladrosophila por las mutaciones en el gen tienden a transmitirse por vía hereditaria, de modo que las nuevas generaciones de moscas no sólo que las mantienen sino que a su vez las transmiten a las generaciones posteriores, aun en el caso de que se cruzaran con moscas de genes de Hsp90 normales. Lo cual demostraría que sus nuevas formas, originadas en la modificación del Hsp90, se habrían tornado independientes y habrían asegurado la evolución.
Este descubrimiento abre el camino hacia la identificación del mecanismo de la evolución de los seres vivos. En la edición de noviembre de 1998 de la revista "Nature", Suzanne L. Rutherford y Susan Lindquist, del Instituto Médico Howard Hughes de la Universidad de Chicago, describieron la existencia de un dispositivo molecular que coadyuva en el proceso del cambio evolutivo que suele producirse en épocas de crisis ambiental en que, de acuerdo con la teoría de la evolución de las especies de Lamarck, Russell y Darwin, los organismos responden a los desafíos del medio, diversificándose en nuevas especies. Lo cual se explica porque la Hps90 es una proteína del estrés que se produce en el organismo en los momentos de presión fisiológica causada por los rigores medioambientales: el calor, la falta de oxígeno, la altitud, la escasez de alimentos, etc.