Desde el punto de vista objetivo, el territorio de un Estado es un cuerpo tridimensional de forma cónica, cuyo vértice señala el centro de la Tierra y cuya base se pierde en el espacio aéreo. No es una figura plana de dos dimensiones: longitud y latitud, sino un cuerpo geométrico que tiene también una tercera dimensión: la profundidad.
Por tanto, el ámbito jurisdiccional de un Estado comprende: el territorio superficial, el territorio o espacio aéreo, el territorio subterráneo y el territorio marítimo.
El espacio aéreo abarca las capas atmosféricas que cubren la superficie firme y marítima de su territorio, hasta el límite en que comienza el >espacio interplanetario. El territorio superficial comprende la costra terrestre, dentro de las fronteras estatales. El espacio subterráneo está integrado por los estratos subyacentes que van hasta el centro del planeta. Y el territorio marítimo es la masa de agua, con sus respectivos lecho marino y subsuelo, hasta la distancia en que comienza la llamada zona económica exclusiva.
El territorio aéreo o espacio aéreo es el ámbito superior hasta donde llega la soberanía estatal en su sentido vertical. Linda con el espacio interplanetario. El límite superior del espacio aéreo es, al mismo tiempo, el límite inferior del espacio interplanetario. Pero ese límite aún no se ha fijado. Todos entendemos que el ámbito atmosférico del Estado debe tener una frontera, que no puede extenderse ad infinitum, pero esa delimitación todavía no se ha efectuado y no veo posibilidades próximas de que se lo haga porque la indefinición sirve a los intereses de las potencias espaciales, que son las únicas que, con su dominio científico y tecnológico, pueden hacer uso pleno de la “libertad del aire”.
La convención de Chicago de 1944 sobre aviación civil internacional intentó, sin lograrlo plenamente, señalar el límite del espacio aéreo en la altura hasta donde una aeronave puede sustentarse en las “reacciones del aire”, es decir, en las respuestas que el aire da a las acciones del motor de la aeronave, pero como la tecnología aerodinámica avanza y cada vez se inventan aviones más eficientes que, con mejores medios de propulsión y sustentación, pueden elevarse a mayores alturas, este límite se vuelve extremadamente incierto.
El progreso tecnológico hace variable y relativa aquella distancia y la invalida como referencia para señalar los límites superiores del espacio aéreo y los inferiores del espacio cósmico.
Urgidas por el vuelo de los dirigibles zeppelin en 1901 y por la máquina voladora inventada en 1903 por los hermanos Wright, las teorías que se emitieron en el siglo XX para tratar de señalar los límites del espacio aéreo han sido de lo más disímiles. A principios de siglo se propusieron diversas tesis: la de que el espacio aéreo debe ir hasta donde alcance el poder de la vista, o hasta la altura máxima a donde puede llegar la bala de cañón, o tan lejos como el Estado subyacente pueda ejercer control efectivo sobre su atmósfera, o hasta la altura donde una aeronave pueda sustentarse en las reacciones del aire, o el criterio de la fuerza de gravedad, es decir, de la atracción terrestre a los objetos que vuelan sobre el firmamento. Después se propusieron distancias concretas medidas en millas. Todas ellas resultaron arbitrarias. En resumen, unas teorías carecieron de la necesaria perspectiva histórica para prever los avances de la aeronáutica y de la astronáutica, otras obedecieron a los intereses concretos de los países que manejan la tecnología, por lo que ninguna de ellas prosperó.
En la primera mitad del siglo XX se realizaron importantes conferencias internacionales sobre aeronavegación y se intentó delimitar el espacio aéreo de los Estados. En 1910 se reunió una en París, otra en Verona el mismo año, la de los aliados en 1919 en París, la conferencia iberoamericana de Madrid en 1926, la interamericana de Lima en 1928, la de aviación comercial en La Habana en 1928, la panamericana de Montevideo en 1933, la de Chicago en 1944, en 1967 la de las Naciones Unidas sobre el Tratado del Espacio y la convención sobre actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes de 1979.
Si bien ninguna de ellas alcanzó el objetivo de señalar los límites del espacio áereo, todas contribuyeron sin duda a la integración del Derecho Aéreo y del Derecho del Espacio, como ramas especializadas del Derecho Internacional Público.
Esas conferencias propugnaron el principio de que las capas atmosféricas forman parte del territorio estatal sobre el cual gravitan y de que, por tanto, deben estar sometidas a la soberanía del Estado subyacente, pero no llegaron a definir las dimensiones del espacio aéreo.
El signo de la incertidumbre ha acompañado, en estos puntos y durante mucho tiempo, a todas las conferencias internacionales. Y la indefinición, que parece ser buscada de propósito, ha favorecido a las potencias aéreas que son las únicas que pueden ejercer, en el marco de un amplio aer liberum, las más irrestrictas prerrogativas sobre el espacio.
La misma incertidumbre ha imperado en el ámbito de la teoría jurídica. Partiendo del convencimiento de que la delimitación del territorio aéreo de los Estados es un imperativo de la >seguridad nacional y de la vida de relación entre los Estados, los tratadistas han propuesto toda clase de fórmulas para precisarla. Unos han señalado, de un modo más o menos arbitrario, distancias que van de los 80 a los 140 kilómetros desde la superficie terrestre, otros han hablado del apogeo o perigeo de los satélites artificiales como referencias para fijar ese límite. Se ha pretendido por algunos autores señalar el ámbito territorial aéreo en función de la capacidad efectiva de los Estados para controlarlo o han pretendido fijarlo en razón del grado de densidad del aire. Han sido numerosas las formulaciones teóricas que se han hecho con arreglo a criterios territoriales, espaciales o funcionales.
En todo caso, a muchos tratadistas les parece razonable que aquel límite aún no establecido no debería ir más allá de la atmósfera porque el propio sentido geofísico de la expresión “espacio aéreo” se refiere al aire y más allá de la atmósfera no se encuentra este elemento.
Pero en la práctica ha ocurrido que, mientras se buscan fórmulas de aceptación general, los Estados desarrollados han establecido, con la fuerza de los hechos consumados, una norma consuetudinaria internacional según la cual el límite superior del espacio aéreo de los Estados —hasta donde alcanza la tercera dimensión de su soberanía— está dado por el perigeo mínimo de los satélites en órbita, esto es, entre 100 y 110 kilómetros sobre la superficie terrestre. Todo lo que está encima de ese límite —incluidos la >órbita geoestacionaria que está situada a 35.786,55 kilómetros de distancia de la superficie terrestre y los cuerpos celestes— es el espacio sideral, considerado como bien común de la humanidad para fines pacíficos.
Esto dijo con entera claridad el delegado de la entonces Unión Soviética ante el subcomité jurídico de las Naciones Unidas en 1979: “un creciente número de Estados ha venido defendiendo el establecimiento de la frontera entre el espacio aéreo y el espacio exterior a una altitud de 100 a 110 kilómetros sobre el nivel del mar”.
Por eso es imprescindible que una convención internacional, lo suficientemente representativa de la opinión mundial, elabore un régimen jurídico para el espacio aéreo de los Estados, determine su forma y su límite superior —que es, al propio tiempo, el límite inferior del espacio interplanetario—, establezca la regimentación jurídica a que debe estar sometido, regule las nuevas relaciones humanas que nacen de la utilización de esos espacios y señale los deberes y derechos de los Estados en los ámbitos espaciales que se abren.
En su propósito de circunscribir la tercera dimensión del territorio estatal, esa convención tendrá que proyectar, desde el centro de la Tierra, que es el punto donde convergen los territorios de todos los Estados, las líneas radiales que configuren el cuerpo geométrico conoide en que el territorio consiste, hasta el límite donde comienza el espacio cósmico sometido al régimen de res communis omnium.