Esta expresión puede referirse al campo microeconómico —capitales públicos y privados que participan en el accionariado de una empresa—, en el que las decisiones administrativas, la provisión de recursos y el reparto de beneficios se efectúan proporcionalmente al capital aportado por el Estado y los particulares; o al campo macroeconómico, en que el Estado y los particulares comparten responsabilidades en las tareas del desarrollo de un país.
Es a esta última referencia, propia de la economía política, a la que me remito en estas líneas. La economía mixta es el sistema en el cual el sector público y las empresas privadas interactúan y trabajan conjuntamente en el desarrollo de un país, bajo la vigilancia estatal. En este sistema los medios de producción, dependiendo del tipo de actividad de que se trate, pueden ser de propiedad privada, de propiedad estatal o mixtos. Pero todos ellos deben responder a la orientación general que les da la autoridad pública a través de la >planificación.
Este sistema supera las imperfecciones del >laissez faire tanto como las del >estatismo y combina las virtudes del mercado con las de la regulación y planificación estatales. Y aunque la planificación puede ser compulsiva para el sector público e indicativa para el privado, sus señalamientos ejercen mucha influencia en la economía particular, ya como elementos de referencia para su propia planificación, ya como inductores de la inversión en determinados campos cuyo desarrollo tiene carácter prioritario para el gobierno. Este sistema se puso en práctica en varios países a partir de la década de los años 30 del pasado siglo para superar la crisis recesiva mundial de aquellos años. Su gran mentalizador fue el economista inglés John Maynard Keynes (1883-1946), creador de la escuela económica denominada >keynesianismo.
Conceptualmente, la idea de la economía mixta surgió, en una suerte de síntesis hegeliana, para dar cabida a ciertas tesis de la economía de mercado, patrocinadas por las teorías liberales, y a algunas de las antítesis propugnadas por el marxismo como parte de su sistema económico estatificado. Se interpenetran en ella los dos extremos entre los cuales ha oscilado el péndulo de la historia en los últimos doscientos años: la total libertad económica del individuo bajo un sistema de inhibiciones estatales fundado en la propiedad privada, y, por otro lado, la propiedad y el control absolutos del Estado sobre los instrumentos de producción.
El sistema de economía mixta, compatible con la democracia política, convierte al Estado en el representante de los intereses mayoritarios de la población y le encarga, como funciones primordiales en el ámbito de la economía política, planificar, gestionar algunas áreas de la economía a través de sus propias empresas (cuando la seguridad del Estado, la defensa de la economía popular o la limitación del poder económico de las personas particulares lo requiera), hacer inversión pública en los sectores claves de la economía, regular el proceso económico general, promover el desarrollo, dirigir la política monetaria y beneficiar a los sectores más pobres por medio de la distribución del ingreso, la seguridad social, la educación y los servicios públicos.
Estas son las siete funciones claves del Estado en el sistema de economía mixta, que a mi juicio es el único capaz de impulsar el crecimiento económico y a la vez alcanzar el <desarrollo humano.
El Estado tiene funciones económicas que desempeñar. No puede cruzarse de brazos y abandonar todo al afán de lucro individual. Ningún hombre de mentalidad moderna puede hoy admitir aquello de que el mejor gobierno es el que menos gobierna. Ese es un pensamiento anacrónico sin cabida en el mundo actual, en que todo se ha complicado, en que la población ha crecido aluvionalmente, en que es menester defender los <ecosistemas y la <biodiversidad, en que los recursos naturales presentan signos de escasez, en que hay que velar por la justa distribución del ingreso.
Keynes, preocupado por el desempleo, fue el inventor de la más importante teoría macroeconómica del siglo XX, en su libro “The General Theory of Employment, Interest and Money” (1936). La tesis central de su planteamiento es que el gobierno debe intervenir vigorosamente en la economía de la sociedad para estimular la demanda y, por este medio, dinamizar la oferta de bienes y servicios. Las ideas keynesianas representan una contradicción frontal con las tesis tradicionales del >laissez-faire que habían estado en boga en el mundo por más de un siglo y que habían conducido a los países a las insondables profundidades de la crisis depresiva mundial de los años 30 del siglo pasado.
Los primeros elementos de un sistema de economía mixta, para combatir los efectos de la depresión, fueron enunciados en los Estados Unidos por el presidente Franklin D. Roosevelt en su discurso de 1932 ante el congreso norteamericano y formaron parte de su plan de gobierno. Al conjunto de sus planteamientos se conoce con el nombre >new deal. Para contrarrestar los efectos de la crisis, Roosevelt aplicó medidas estatales de intervención en la economía de la sociedad, fomentó las actividades productivas, impulsó políticas de generación de empleo y desarrolló amplios programas de bienestar social a cargo del Estado. Estos planteamientos significaron un radical apartamiento de las tesis del >laissez-faire que habían prevalecido largamente en la conducción económica de los Estados Unidos y de otros países occidentales.
Los partidarios de la escuela clásica y de la nueva derecha política —neoliberalismo— han criticado duramente este sistema, al que acusan de propiciar una excesiva injerencia del Estado en la economía y de vulnerar los principios de la libre empresa, la propiedad privada y el mercado abierto.
No obstante eso, me declaro partidario de la economía mixta como sistema para afrontar la actual crisis económica mundial. Ni el “Estado megalómano” ni el “Estado desertor”: que el gobierno y las empresas privadas compartan responsabilidades en el desarrollo. Que se combine la planificación estatal con las libres decisiones de los productores particulares y que un dinámico sector privado coordine sus acciones con un eficiente sector público, para que ambos compartan responsabilidades en las tareas del <desarrollo.
Dentro de este esquema, el gobierno debe regular los principales precios de la economía, que no pueden quedar librados a las maquinaciones del mercado: el precio del trabajo que es el >salario, el precio del dinero que es el >interés, el precio de las <divisas que es el >tipo de cambio y los precios de los artículos de consumo masivo así como de aquellos en cuyo intercambio no esté asegurada la libre competencia.
Hablo de América Latina. Sus mercados generalmente estrechos no vuelven operable la libre competencia para todos los productos. En unos hay la posibilidad de una oferta diversificada, que opera aceptablemente bien como reguladora de los precios, pero en otros funcionan >monopolios, >oligopolios, >monopsonios y >oligopsonios que desvirtúan el sistema y lo invalidan como factor de formación de los precios y de asignación de recursos. Esto resulta inevitable por motivos estructurales. De ahí que la intervención del Estado, para imponer los convenientes equilibrios, no admite discusión. Por eso pienso que el sistema de economía mixta es el aconsejado para América Latina y, en general, para los pequeños países del >tercer mundo.
Por lo ocurrido en los últimos años de la experiencia latinoamericana —y aun mundial— he llegado a la conclusión de que el sistema de mercado tanto como el de estatificación de la economía han demostrado ser ineficientes. El uno ha fallado por el flanco de la equidad social y el otro por el de la eficacia económica. Hay que buscar un nuevo camino para el desarrollo, combinando las cualidades de ambos sistemas, esto es, las virtudes del mercado y las de la planificación. De este modo pueden complementarse, en forma dinámica y creativa, los mecanismos estatales y los de la libre competencia para alcanzar las metas del progreso social.
En la República Popular de China se adoptó a partir de diciembre de 1978, por iniciativa del Comité Central del Partido Comunista chino y bajo el liderato e inspiración de Deng Xiaoping (1904-1997), la llamada política de reforma y apertura que modificó por su base los principios del sistema económico, en virtud de la cual se abrió la economía del país hacia la iniciativa privada, se combinó la planificación estatal con las fuerzas del mercado, se estableció una nueva estructura de la propiedad y se permitió la inversión extranjera en algunas áreas de la producción.
Estos procesos se iniciaron en las llamadas zonas económicas especiales que se constituyeron en cinco lugares de China —Shenzhén, Zhu Hai, Shan Tou, Xia Men y Hainán— como proyectos pilotos del nuevo sistema.
Me parece que la política de reforma y apertura de China va más alla de los cambios meramente económicos. Es un proceso político. En cierta manera la reforma china es la antecesora de la >perestroika soviética. Con esto quiero decir que es un proceso global de cambio que en modo alguno se circunscribe, como pretenden los dirigentes chinos, a la órbita de lo económico. Ellos insisten en que se trata de un diferente “régimen económico” pero no político. Pero la verdad es que ese régimen responde, como todo programa económico, a un proceso político del cual es inseparable. No hay medidas económicas políticamente asépticas. Esto nos ha enseñado, con sobra de razón, el propio marxismo. Todos los fenómenos sociales están interconectados. Unos influyen sobre otros. Detrás de la >reforma y apertura de la economía china y de la formación de las >zonas económicas especiales hay sin duda un proceso político de “occidentalización” de ese gigantesco país de más de 1.333 millones de habitantes, cuya economía se abre crecientemente al capital extranjero y busca su inserción en el mercado mundial. De esto no me cabe la menor duda. Y los resultados que pude observar hace no mucho tiempo en la ciudad de Shenzhén, que es una de las zonas económicas especiales en las que se permite la presencia del capital extranjero, son impresionantes.
Los dirigentes chinos llaman “economía socialista de mercado” al nuevo régimen económico, que conlleva una modificación del sistema de formación de los precios y de la administración macroeconómica del Estado, acompañadas de la diversificación de las formas de propiedad.
Durante los años de vigencia del nuevo sistema China ha experimentado profundos cambios. Antes tuvo un régimen económico herméticamente cerrado hacia el exterior y terriblemente ineficiente desde el punto de vista científico y tecnológico. Eso ha cambiado rápidamente en los últimos años. El control estatal sobre la economía, que estuvo tradicionalmente basado en las decisiones directas de la autoridad pública, ha dado paso a un sistema de intervención indirecta ejercida principalmente por medio de palancas económicas y jurídicas —tales como tarifas tributarias, tasas de interés, tipos de cambio, emisión monetaria, política crediticia— para orientar la economía de una manera más eficiente.
Según me explicaron el Primer Ministro Li Peng en Nueva York en enero de 1991 y después Hu Jintao —en ese momento el miembro más joven del buró político del Comité Central del Partido Comunista, elegido Presidente de China en marzo del 2003— en una reunión que con él mantuve en Pekín en octubre de 1994, el nuevo modelo de distribución económica adoptado a partir de la reforma se regía bajo el principio de “a cada uno según su trabajo”, lo cual permitía estimular el desempeño laboral y mejorar la remuneración de quienes cumplían mejor con su deber. Este principio, sin embargo, difería sustancialmente del viejo postulado distributivo marxista de “a cada uno según sus necesidades”. En el cambio estuvo implícita la idea de corregir las deficiencias anteriormente experimentadas en las economías marxistas por la falta de discriminación en favor de quienes rendían más y trabajaban mejor dentro del proceso productivo. Al contrario de lo que había ocurrido en el pasado, se premiaba el trabajo eficiente para que la suma de las aportaciones de eficiencia individuales produjera el aumento de la producción y productividad generales de la economía.
La estructura de la propiedad ha experimentado también un viraje muy importante. De la >estatificación absoluta se ha pasado a la coexistencia de varias formas de propiedad: la estatal, la colectiva, la individual y la extranjera, si bien con el claro predominio de la pública, que sigue siendo el eje fundamental de la economía china.
Como consecuencia de la combinación de la planificación con las fuerzas del mercado, como medios de regulación económica, se han abierto posibilidades de competencia “justa” en el seno de un amplio mercado unificado, abierto y ordenado. De lo cual han resultado nuevos y más flexibles mecanismos de fijación de los precios. Actualmente, después de las reformas progresivas en la estructura económica, los precios del 80% de los medios de producción, del 85% de los productos agrícolas y del 95% de los bienes industriales de consumo están fuera del control gubernativo directo y se fijan en función de la oferta y la demanda.
Todos estos cambios implicaron una emancipación ideológica muy importante de la dirigencia política china, encabezada en aquellos años por el veterano líder Deng Xiaoping y después por Hu Jintao y Xi Jinpin, quienes decidieron buscar la verdad económica en los hechos de la realidad antes que en los envejecidos textos de la interpretación maoísta del marxismo.
Un poderoso mecanismo de mercado cobró fuerza en las áreas de apertura del sur de China, en articulación con un fuerte >dirigismo estatal. Y conforme aumenta la prosperidad de los ciudadanos, en el curso de la dinamizada economía de las zonas de apertura, se establecen nuevos negocios y pequeñas empresas de naturaleza privada que contribuyen a la progresiva modificación de la estructura de la propiedad en China.