Dominó es un juego de fichas conocido desde la Antigüedad por los chinos, los árabes y los egipcios. En el siglo XVIII se introdujo en Italia y de allí se extendió a otros países de Europa. Se juega entre dos personas o entre dos parejas con unas pequeñas fichas de madera, hueso o marfil, de forma rectangular, que llevan grabados unos puntos negros. Los detalles del juego no interesan en este momento. Pero importa explicar que, al margen de su sistema, esas fichas pueden colocarse paradas y en fila, unas tras de otras, de manera que la caída de la primera produce la caída consecutiva de todas las demás.
Este antecedente sirvió para que se llamase efecto dominó, en la vida política, a la interdependencia que se establece entre países vecinos, de modo que el cambio de régimen en uno de ellos arrastra sucesivamente a los demás.
La expresión fue usada con frecuencia en la década de los años 50 del siglo anterior por el National Security Council de Estados Unidos y por el propio presidente Dwight D. Eisenhower para referirse a que el colapso de un país del >tercer mundo bajo la presión comunista produciría la caída consecutiva de todos sus vecinos de la región.
En este sentido, Eisenhower habló de la “teoría del dominó”, que pronto se incorporó al vocabulario político, para explicar este fenómeno.
Eisenhower fue el creador de esta metáfora en una conferencia de prensa celebrada en 1954, cuando al explicar la importancia estratégica de Vietnam para los intereses de Occidente dijo que, en términos de una fila de fichas de dominó —“a row of dominoes set up"— si se golpea a la primera todas las restantes se vendrán abajo rápidamente. De modo que si se dejaba caer a Vietnam bajo el dominio comunista hubieran caído también Indochina, Burma, Tailandia, Malasia e Indonesia, con serio peligro para Japón, Formosa, Filipinas, Australia y Nueva Zelandia. Según los estrategos norteamericanos, la teoría del dominó era válida para explicar los riesgos de América Central en los años 80 con el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua y, en general, para poner en evidencia el peligro comunista en otros lugares del planeta.
La teoría del dominó no se cumplió en Centroamérica, pero paradógicamente tuvo cabal cumplimiento en la Europa del este en el año 1989, cuando uno tras otro se desplomaron los regímenes comunistas. Mediante elecciones parlamentarias libres un hombre del Sindicato Solidaridad, Tadeusz Mazowiecki, se convirtió el 24 de agosto de 1989 en jefe del gobierno de Polonia y formó el primer gabinete no comunista de Europa Oriental. En ese mismo mes decenas de miles de alemanes orientales que habían ido a Hungría de vacaciones destruyeron las alambradas de púas que la separaban de Austria y por allí pasaron a Alemania Occidental. En noviembre sumaban doscientos mil. Inmensas manifestaciones populares en Leipzig y Berlín oriental forzaron la renuncia de Erich Honecker, el gobernante de Alemania comunista. El 9 de noviembre grupos de jóvenes derribaron el Muro de Berlín con picos y palas en una emotiva jornada libertaria. En Checoeslovaquia el pueblo salió a las calles para protestar contra el gobierno y los comunistas se vieron forzados a abandonar el poder. Un golpe palaciego derrocó en Bulgaria a Todor Jivkov, jefe del Estado y del partido. Después de sangrientos enfrentamientos en Timisoara y Bucarest el dictador rumano Nicolae Ceaucescu y su mujer Helena, al intentar huir, fueron detenidos, juzgados sumariamente y ejecutados.
Las fichas del dominó marxista cayeron en apenas cinco meses.
En los regímenes constitucionales de América Latina se produjo también el efecto dominó en la década de los años 60 con la emergencia de dictaduras militares. En 1962 cayeron dos regímenes libremente elegidos: el del presidente Arturo Frondizi en Argentina el 29 de marzo y el del presidente Manuel Prado en Perú en las primeras horas de la mañana del 18 de julio. Ambos gobernantes fueron reemplazados por dictaduras militares. A las 20:15 horas del 31 de marzo de 1963 una columna de tanques Sherman rompió las puertas de la casa presidencial en ciudad de Guatemala e Ydígoras Fuentes fue derrocado bajo la acusación de complicidad con los comunistas y enviado en avión hacia Nicaragua. El 11 de julio de 1963, al mediodía, un grupo de tanques de guerra rodeó el palacio de gobierno de Quito. Los comandos militares arrestaron al presidente Carlos Julio Arosemena y, pese a que éste se defendió pistola en mano, fue expulsado a Panamá y sustituido por una junta militar. Setenta y cuatro días más tarde, a las tres de una madrugada de septiembre, el presidente Juan Bosch de la República Dominicana fue sacado del palacio presidencial de Santo Domingo por las fuerzas combinadas de la aviación, el ejército y la marina y sustituido por una junta de gobierno de tres civiles. La misma suerte corrió ocho días más tarde el presidente de Honduras Ramón Villeda Morales: dos escuadrones de aviones caza sobrevolaron el palacio presidencial para conminarle a que renuncie, mientras las tropas del ejército dominaban a la guardia civil. A las cinco de la mañana se escuchó a través de la radio la voz del comandante en jefe de las fuerzas militares, coronel Oswaldo López, quien informó que “las patrióticas fuerzas armadas habían intervenido para acabar con las flagrantes violaciones de la Constitución y la infiltración comunista”. El 31 de marzo de 1964 el general Olimpio Mourao, acantonado en Minas Gerais, inició el golpe de Estado contra el presidente Joao Goulart de Brasil con el respaldo de otras unidades militares que se dirigieron hacia Río de Janeiro, donde estaba la sede del gobierno, para “liberar a la Nación del yugo comunista”, según dijo el general Amaury Kruel, comandante del segundo ejército.
Uno tras otro cayeron, como fichas de dominó, estos siete gobiernos constitucionales de América Latina y el Caribe por acción de las fuerzas militares y como parte de la >guerra fría que libraban las dos superpotencias.
Otro efecto dominó muy claro se produjo en el Magreb, Oriente Medio y África del norte a comienzos del 2011. El heterogéneo mundo árabe compuesto por veintidós Estados e incontables tribus se conmovió por espectaculares manifestaciones de violencia popular, que se iniciaron en Túnez en diciembre del 2010 —cuyo gobierno fue la primera pieza del dominó en caer—, pasaron a Egipto —la plaza Tahrir de El Cairo fue el emblemático punto de reunión— y desde allí se extendieron hacia Argelia, Yemen, Jordania, Siria, Libia, Bahréin, Sudán, Marruecos, Omán, Mauritania y otros lugares. El descontento popular, represado y reprimido por décadas, explosionó en las calles. Las masas salieron a manifestar su descontento contra los sátrapas corruptos, poseídos por el fanatismo religioso, que se habían perpetuado en el poder. Buena parte del protagonismo inicial correspondió a los jóvenes tunecinos y egipcios, que exigían libertad, trabajo y fin de la podredumbre del poder, y que pudieron comunicarse, convocarse y organizarse por la red informática. Y esto se contagió a los demás países árabes de la zona.
Los déspotas habían gobernado largamente aunque con signo político diferente. Hasta ese momento —primer trimestre del 2011— Gadafi llevaba 42 años en el poder de Libia, Qabus Ben 41 en Omán, Ali Abdullah Saleh 33 años en Yemen, Mubarak 30 años en Egipto, 24 años Zine El Abidine Ben Ali en Túnez, Abdala II bin al-Hussein —que heredó de su padre el poder— 12 años en Jordania, por igual período se mantuvieron el rey Mohamed VI de Marruecos y el argelino Abdelaziz Buteflika, Bashar al-Assad en Siria 11 años, en sustitución de su padre que gobernó por 29.
Todos ellos eran portadores de gigantescas fortunas amasadas al socaire del poder. Según la revista "Forbes", Bashar al-Assad poseía un patrimonio avaluado en 45.000 millones de dólares. La fortuna del Sultán de Brunéi, Hassanal Bolkiah, llegaba a los 40.000 millones de dólares, incluida la demencial colección de cinco mil automóviles de lujo y una gigantesca mansión con bóvedas de oro y un salón de banquetes para cinco mil invitados. Les seguían el rey Abdullah bin Abdulaziz de Arabia Saudita con 18 mil millones, el jeque Khalifa bin Zayed al Nahayan de los Emiratos Árabes Unidos con 19 mil millones y Shayj Mohammed bin Rashid Al Maktoum también de los Emiratos Árabes Unidos con 16 mil millones.