Se llama así a la exhortación hecha en 1907 por el canciller de Ecuador, doctor Carlos R. Tobar, en defensa de la legitimidad democrática, para que los gobiernos de América Latina se abstuvieran, “por su buen nombre y crédito”, de reconocer a los regímenes de facto surgidos de acciones de fuerza.
La doctrina Tobar fue enunciada por el canciller ecuatoriano en una carta dirigida el 15 de marzo de 1907 al cónsul de Bolivia en Bruselas, en la que le decía que “las repúblicas americanas por su buen nombre y crédito, aparte de otras consideraciones humanitarias y altruistas, deben intervenir de modo indirecto en las discusiones intestinas de las repúblicas del Continente. Esta intervención podría consistir, a lo menos, en el no reconocimiento de los gobiernos de hecho surgidos de las revoluciones contra la Constitución”.
Ante ciertas críticas que recibió su doctrina, en el sentido de que era “intervencionista”, Tobar replicó que “una intervención convenida no es propiamente intervención” y que, incluso, “los autores mismos que no aceptan las intervenciones aisladas las aceptan cuando son hechas por varios países en colectividad”.
La doctrina Tobar tuvo inmediata resonancia. Y en el mismo año de 1907 los gobiernos de los Estados centroamericanos firmaron un tratado por el que se obligaron a no reconocer a “gobierno que en cualquiera de las cinco repúblicas pudiese llegar al poder como consecuencia de un golpe de Estado, o de una revolución contra el gobierno reconocido, en tanto los representantes elegidos libremente por el pueblo no hubieran reorganizado constitucionalmente al país”.
Los principios de la doctrina Tobar fueron también acogidos por el presidente Woodrow Wilson de los Estados Unidos de América y aplicados en los casos de los gobiernos de facto surgidos en México, con el general Victoriano Huerta que derrocó al presidente Francisco Madero en 1913, y en Costa Rica con el general José Federico Tinoco en 1917.
En contraposición a la doctrina Tobar surgió en 1930 la que sostuvo que cada pueblo tiene el derecho de establecer su propio gobierno y de cambiarlo libremente y que, en consecuencia, no necesita el reconocimiento de los demás para cobrar plena validez jurídica, reconocimiento que, de otro lado, implicaría una indebida intervención de un Estado en los asuntos internos de otro.