Se llamó así al conjunto de principios político-militares, vinculados con la seguridad estratégica de Estados Unidos en el marco de la guerra fría, que fueron formulados en la década de los años 60 del siglo pasado por los ideólogos militares norteamericanos con el propósito de contrarrestar la amenaza comunista en los países del tercer mundo.
Estos principios fueron recogidos principalmente por las elites militares de Brasil, Argentina y Chile y difundidos hacia los demás países de América Latina, que contribuyeron a desenvolverlos en lo que llamaron la doctrina de la seguridad nacional con la pretensión de suplantar a las ideologías políticas y de subsumir en su planteamiento global todos los objetivos nacionales permanentes del Estado.
La doctrina de la seguridad nacional dividió a la acción gubernativa en: política de seguridad y política de desarrollo, para cuyo diseño los gobiernos militares crearon consejos nacionales de seguridad y consejos nacionales de desarrollo. El régimen del general Juan Carlos Onganía, por ejemplo, creó en la Argentina en los años 60 del siglo pasado tanto el Consejo Nacional de Seguridad (CONASE) como el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE). El programa económico del gobierno militar de Ecuador presidido por general Guillermo Rodríguez Lara a comienzos de la década de los 70 se denominó Plan de Seguridad y Desarrollo.
En la difusión de los principios de la doctrina de la seguridad nacional fue una pieza clave la Escuela de las Américas fundada por el gobierno norteamericano en 1946 bajo el nombre de Centro Latinoamericano de Adiestramiento, en el Fuerte Amador de la zona del canal de Panamá, con el propósito de capacitar a los oficiales de las fuerzas armadas de la región. En 1949 esta institución y todas las demás escuelas de servicio que funcionaban en la zona del canal fueron unificadas en el Fuerte Gulick de Panamá bajo el nombre de U.S. Army Caribbean School, que en 1963 fue cambiado por U.S. Army School of the Americas, mejor conocida como Escuela de las Américas. Finalmente, bajo las estipulaciones de los tratados Torrijos-Carter sobre el Canal de Panamá, firmados en 1977, la Escuela de las Américas fue reubicada en Fort Benning, Georgia, en 1984, y designada como escuela de entrenamiento y doctrina del ejército de Estados Unidos.
Desde su fundación y hasta el 2000 habían pasado por estas instituciones más de 60.000 oficiales, cadetes y personal de tropa de 22 países de América Latina y el Caribe, que recibieron entrenamiento en operaciones militares conjuntas, tácticas de contrainsurgencia, armas combinadas, operaciones especiales, conflictos de baja intensidad, lucha contra el narcotráfico y decenas de cursos diferentes basados en la teoría de entrenamiento del ejército norteamericano.
En el año 2001 se le cambió el nombre por el de Instituto de Cooperación para la Seguridad Hemisférica y sus dirigentes argumentaban que, dadas las nuevas condiciones políticas de América Latina, el énfasis del adiestramiento de los oficiales ya no estaba en las tareas de contrainsurgencia sino en el combate contra el terrorismo y el narcotráfico.
La Escuela de las Américas fue parte del esquema de la guerra fría, pero sobrevivió una década después de la terminación de la confrontación Este-Oeste. De allí salieron 10 gobernantes de facto en América Latina, 40 ministros de defensa, 76 comandantes de las fuerzas armadas y 496 oficiales, algunos de quienes fueron más tarde acusados de diversos crímenes contra los derechos humanos. Entre los primeros estuvieron Juan Velasco Alvarado, dictador peruano (1968-1975); Omar Torrijos (1968-1978) y Manuel Antonio Noriega (1983-1989), gobernantes de facto de Panamá; Hugo Bánzer, jefe del gobierno militar en Bolivia (1971-1978); Guillermo Rodríguez Lara, dictador ecuatoriano (1972-1976); los dictadores militares argentinos Jorge Rafael Videla (1976-1981), Roberto Viola (1981) y Leopoldo Fortunato Galtieri (1981-1982), vinculados con la >guerra sucia de Argentina; y varios otros.
Después de 54 años de operación, el gobierno norteamericano cerró las puertas de la Escuela de las Américas el 15 de diciembre del 2000, bajo fuertes presiones internas de la opinión pública y de los organismos de derechos humanos.
La Escuela Superior de Guerra de Brasil —formada en 1949 bajo el modelo y la inspiración de la Escuela Superior de Mandos de Estados Unidos— actuó como “torre de retransmisión” de esta doctrina hacia el resto de los países latinoamericanos. Colaboraron en esta tarea la Academia Superior de Seguridad Nacional de Chile, el Centro de Altos Estudios Militares de Perú y la Academia de Guerra de Argentina.
En los cursos de altos estudios militares que se instituyeron en todos los países latinoamericanos se impartían conocimientos intensivos de ciencias militares, economía, organización del gobierno, relaciones internacionales, problemas sociales y ciencias políticas. El concepto de la guerra moderna llevaba a eso porque al tener un carácter total requería una planificación especial de la economía, la producción y la política de un Estado. La guerra no era ya cuestión de la línea de fuego solamente, sino que se convertía en algo muy complejo que volvía indispensable el conocimiento de estas materias. Se sostenía que el objetivo de la guerra moderna es aniquilar la potencia industrial, la capacidad económica y la unidad política del enemigo. Los mandos militares desprendían de esto que para que un país pudiera estar preparado para una guerra total las actividades civiles debían estar subordinadas a los objetivos de la seguridad nacional.
Tales objetivos, que pretendían resumir los intereses fundamentales de la colectividad, tenían que ser alcanzados por el Estado y para ello debía poner en acto su poder político y militar. Eran objetivos nacionales permanentes (ONP) y objetivos nacionales actuales (ONA), según se los considerara vinculados a la propia existencia del Estado —como la defensa de la soberanía o de la integridad territorial— o tuvieran un carácter más bien coyuntural y, por tanto, estuvieran subordinados a circunstancias de orden transitorio.
Las definiciones más precisas de la doctrina de la seguridad nacional las he encontrado en los libros de los oficiales brasileños coronel Golbery Do Couto e Silva, con su “Planejamento Estratégico”, y general Eduardo Domingues Oliveira, con su “Seguranca Nacional”, en los años 50 del siglo pasado. El primero afirma que la política de seguridad nacional es “aquella que busca asegurar el logro de los objetivos vitales permanentes de la nación, contra toda oposición, sea externa o interna, evitando la guerra si es posible, o llevándola a cabo si es necesario con las máximas probabilidades de éxito”. El segundo dice que la seguridad nacional es “el arte de garantizar, sin guerra si es posible, pero con guerra si es necesario, la consecución y salvaguardia de los objetivos vitales de una nación, por sobre los antagonismos que contra ellos se manifiesten en el ámbito interno o en el campo externo”.
La doctrina de la seguridad nacional, concebida en estos términos, surgió como un típico producto de la >guerra fría. Su tesis de fondo fue que entre la “civilización occidental” y el comunismo había un estado de guerra, por lo que era menester formar en cada país un frente interno de lucha contra esa ideología foránea. Con la mentalidad “pentagonista” de ese tiempo equiparó al “enemigo interno” con el agresor externo. Entre líneas propuso como solución alternativa las dictaduras militares frente a las democracias de tipo liberal, consideradas débiles para la “construcción nacional” (nation-building) y para la lucha anticomunista, como puede leerse en el Informe Rockefeller presentado en 1969 al gobierno norteamericano.
En concordancia con esto el politólogo chino afincado en Estados Unidos Lucien W. Pye (1921-2008), en su libro “Aspects of Political Development”, expresó claramente que “abrir la puerta a una cada vez más vasta participación popular en política de ciudadanos analfabetos e inseguros, puede fácilmente destruir toda posibilidad para la existencia de un gobierno ordenado”.
Este fue el pensamiento que a la sazón germinaba en las mentes de los grupos dirigentes de Estados Unidos. Por eso alentaron entonces sangrientas dictaduras en América Latina para combatir al comunismo.
Una de ellas, probablemente la más cruel y despiadada, fue la argentina de los años 1976 a 1983. Sus horrores sólo se conocieron cabalmente a través del sobrecogedor “Nunca Más” que escribió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, presidida por el escritor Ernesto Sábato y nombrada por el presidente Raúl Alfonsín el 15 de diciembre de 1983 con la misión de investigar los horrores de la dictadura militar argentina.
La “guerra sucia”, como llamaron a esta forma de terrorismo de Estado los militares argentinos, se hizo bajo los postulados de la doctrina de la seguridad nacional, en su versión más autoritaria y absurda. Su propósito explícito fue el de “limpiar” la Argentina de los “subversivos”, los “apátridas” y los “materialistas y ateos” a fin de defender “los valores de la civilización occidental y cristiana”.
La llamada doctrina de la seguridad nacional estuvo vinculada a un específico modelo político y económico, de estructura vertical y autoritaria en lo político y de características elitistas en lo económico. Promovió, en defensa de la “cultura occidental y cristiana” encarnada en las potencias de Occidente —a la cabeza de las cuales estaban los Estados Unidos—, una guerra permanente contra la subversión comunista. Partió del principio de que en la guerra ideológica que se libraba entre las dos superpotencias había que alinearse con Estados Unidos y adoptar sus sistemas políticos, económicos y sociales. El general argentino Leopoldo Fortunato Galtieri, célebre por su fracaso en el enfrentamiento militar de las Malvinas, describió cabalmente la situación desde su punto de vista estratégico: “La primera guerra mundial fue una confrontación de ejércitos, la segunda lo fue de naciones y la tercera lo es de ideologías. Los Estados Unidos y la Argentina deben marchar juntos en función de sus ansiedades y anhelos”, dijo al diario “La Prensa” de Buenos Aires el 3 de noviembre de 1981.
Como tan elocuentemente lo describió otro de los “ideólogos” de la seguridad nacional, el general Ramón J. Camps, “hay que partir de una concepción estratégica global, ya que la Argentina no es más que un campo operacional en un enfrentamiento global, un enfrentamiento entre Moscú y Estados Unidos; lo que la Unión Soviética procura no es desestabilizar a la Argentina sino a Estados Unidos, para lo cual necesita gobiernos en la región para que los desestabilicen” (Revista “La Semana”, febrero 3 de 1983).
La doctrina de la seguridad nacional proyectó la confrontación Este-Oeste al interior de cada uno de los Estados, como respuesta a la “subversión marxista”. Por eso entendió la política como una forma de guerra interna en la que era preciso aniquilar al “enemigo” y destruir las bases de su poder, y en la que no tuvieron cabida el diálogo ni la conciliación. Dentro de esta concepción, los dictadores argentinos sostuvieron que en el interior de su país se libraba una verdadera guerra contra la subversión de izquierda, como parte de la confrontación mundial, y que la lucha era matar o morir. Exactamente lo mismo argumentaron Pinochet en Chile y los generales uruguayos. El General argentino Roberto Viola (1924-1994) —quien ejerció el poder dictatorial desde el 29 de marzo de 1981 hasta el 11 de diciembre del mismo año—, al hablar ante el “Clarín” de Buenos Aires el 18 de marzo de 1981, dijo: “En esta guerra hay vencedores, y nosotros fuimos vencedores, y tenga la seguridad que si en la última guerra mundial hubieran ganado las tropas del Reich, el juicio no se hubiera hecho en Nurenberg sino en Virginia”. Con esto quiso dar a entender que es derecho de los vencedores condenar a muerte a los vencidos.
El estado de emergencia, en esas condiciones, justificó la supresión de las garantías constitucionales y la adopción de medidas de fuerza. Todos los factores internos adversos fueron vistos como fuerzas antagónicas que debían ser militarmente exterminadas para que pudieran alcanzarse los objetivos nacionales actuales y los objetivos nacionales permanentes. En estas circunstancias, el “enemigo interno” cumplió dos funciones: la de preservar la unidad y el “espíritu de cuerpo” de los cuadros de gobierno y la de cohonestar la adopción de medidas represivas. A través de la >guerra psicológica y de la propaganda oficial se presentó al pueblo la imagen del “enemigo interno” como una amenaza para la supervivencia del grupo y se lograron por este medio ciertas adhesiones populares. Esto condujo con frecuencia a inventarse un enemigo si éste no existía. A forjar un fantasma que justificara la imposición de las drásticas restricciones a la libertad. Lo cual facilitó el control policial de la población y el uso de la fuerza pública.
Es de suponer que la doctrina de la seguridad nacional, en la versión de los jefes militares norteamericanos, argentinos y brasileños de las décadas pasadas, ha desaparecido al periclitar la >guerra fría y al esfumarse la confrontación ideológica y militar entre el capitalismo y el comunismo. Esta doctrina estaba íntima e inseparablemente ligada a la guerra fría y a la posibilidad de la guerra caliente entre las dos grandes zonas geopolíticas en que se dividió el planeta durante la última postguerra. Pero concluido ese enfrentamiento, aflorado el conflicto no menos dramático entre los países del norte y los del sur, no se le ve una razón de ser ni un destino a la concepción de la seguridad nacional, entendida como la alineación política y militar de los países periféricos junto a las potencias de Occidente “para defender nuestro sistema de vida occidental y cristiano contra los embates del totalitarismo rojo”, según palabras del general argentino Juan Carlos Onganía al diario “La Razón” el 22 de septiembre de 1965.
Desde la perspectiva democrática, la seguridad nacional, o sea la seguridad del Estado, no puede entenderse independientemente de la fortaleza de los cuatro elementos que lo componen, que son el >pueblo, el >territorio, el >poder político y la >soberanía. No puede haber Estado fuerte si los cuatro elementos que lo integran no lo son ni puede hablarse de seguridad nacional en medio de la debilidad de los factores que la sustentan. Este sería un contrasentido. “Si queremos dar seguridad al Estado —dije en mi primer mensaje al Ecuador al posesionarme de la Presidencia de la República, en agosto de 1988— necesitamos tener un pueblo sano, fuerte, bien alimentado, adecuadamente educado, unido y solidario en función de los grandes objetivos nacionales, anímicamente dispuesto a trabajar por el desarrollo económico y social del país, como la versión más fecunda y moderna del patriotismo. El territorio, elemento geográfico del Estado, debe ser también fortalecido a través de su plena ocupación, del cultivo del suelo, de la colonización agraria, de la defensa de sus recursos naturales y del desarrollo equilibrado de todas las zonas geográficas del país. Hay que rodear de prestigio, confianza y estabilidad al poder político, hay que dotarle de autoridad moral y de crédito para que pueda gobernar. Y la soberanía —esa energía estatal endógena para conducir sus destinos sin interferencias extrañas— debe ser vigorizada en la dimensión de la disciplina interna y de la independencia exterior”.
Aquí está sintetizada mi opinión sobre el tema.
Fortalecer uno de los elementos del Estado —el poder político— a expensas de los demás, como postuló en definitiva la doctrina de los militares argentinos, brasileños y chilenos de las décadas pasadas, no era ciertamente contribuir a la seguridad nacional. Un gobierno autoritario, violador de los derechos humanos, es una amenaza contra la seguridad del Estado tan grave como la asechanza exterior, el terrorismo o el narcotráfico. Un Estado es seguro cuando es capaz de dar protección a su territorio, de garantizar la vigencia de los derechos humanos, de velar por el prestigio del poder y defender celosamente la soberanía. Para afianzar esa seguridad y afrontar las oposiciones internas la ley le da todos los instrumentos necesarios. Incluso prevé medidas de excepción para hacer frente a conmociones internas o agresiones del exterior. Cada vez resulta más evidente que la seguridad nacional es mucho más que poderío militar. En los últimos años incluso ha cobrado importancia una nueva dimensión de la seguridad nacional: la dimensión ecológica. El acceso a fuentes de agua dulce o a recursos naturales y el medio ambiente sano tienen hoy importancia vital para el destino de un país, lo mismo que la defensa de los ecosistemas y de la biodiversidad.
El concepto de cohesión social tiene mucha importancia en el fortalecimiento del pueblo, como elemento fundamental del Estado, y por consiguiente de la seguridad democrática. El líder socialista español José Borrell, en su prólogo al pequeño libro del primer ministro inglés Tony Blair publicado por la Fundación Alternativas de España, que contiene su propuesta de la >tercera vía formulada en 1998, escribió que “una sociedad está cohesionada socialmente cuando comparte ciertos objetivos y genera la voluntad necesaria para alcanzarlos. Una sociedad con cohesión social se muestra capaz de garantizar su existencia con armonía y de desarrollar una coexistencia positiva con sus vecinos”.
Borrell se refiere a los sentimientos de “pertenencia” al grupo que deben tener sus miembros, o sea a la identidad en él y con él para que puedan abrigar anhelos de solidaridad social y compartir los mismos objetivos nacionales.
Atento el hecho de que hay nuevos factores de disociación en las colectividades contemporáneas, que se suman a los tradicionales trizamientos de orden económico, para mantener la cohesión social, como sustento de la seguridad nacional, es menester no solamente alcanzar la coexistencia armoniosa de los diversos sistemas de valores y de creencias dentro del grupo, sin amenazas, intimidaciones ni conflictos, sino también manejar adecuadamente los nuevos elementos que han surgido de la revolución electrónica en la sociedad del conocimiento y que apuntan a profundizar las diferencias sociales y económicas.
En la moderna >sociedad del conocimiento hay una clara tendencia hacia la concentración del saber científico y tecnológico en pocas mentes, que agudizará la segmentación de la sociedad y la injusta distribución del ingreso. Temo mucho que la acumulación del conocimiento en pocas mentes juegue el mismo papel disociador que la concentración de la renta en pocas manos. El monopolio del conocimiento en pequeños grupos va a causar una injusta distribución del ingreso. En la economía del conocimiento el acceso a las nuevas tecnologías, por la propia naturaleza de éstas, no podrá ser privilegio de muchos y, por tanto, el efecto polarizador se producirá no sólo al interior de los países y sino también entre ellos.
La seguridad nacional, vista desde la perspectiva democrática y no “pentagonista”, no puede desentenderse de estas nuevas realidades científicas y tecnológicas que inciden en la sociedad de nuestros días.
Después de las cuatro décadas de fricción ideológica, política, económica y militar de la guerra fría se inició un proceso de nueva correlación internacional de fuerzas. Los retos de la postguerra fría fueron objeto de intenso debate en los años 90 dentro de los medios políticos y académicos norteamericanos. Los diversos enfoques —neoaislacionistas, internacionalistas liberales de corte wilsoniano, neorrealistas, unilateralistas, multilateralistas y otros— pugnaban por prevalecer y buscaban una redefinición de lo que debía ser el “interés nacional” y la fijación de las líneas maestras de la política exterior y de defensa en la nueva etapa histórica. Pero la ausencia de un reto emblemático y único —equivalente a la amenaza comunista de la guerra fría—, que fuera capaz de suscitar consensos, complicaba la situación. El debate fue arduo. En eso se produjo el atentado terrorista islámico del 11 septiembre de 2001 contra las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York y el Pentágono en Washington, que cambió muchas cosas en el mundo.
En medio de la profunda tragedia que vivía el pueblo norteamericano, el presidente George W. Bush explicó que la lucha contra el nuevo enemigo invisible y ubicuo —el >terrorismo— es diferente de otras luchas en la historia porque no es contra un régimen político, una ideología o una religión sino contra los líderes, comandos, fuerzas, comunicaciones, arsenales, materiales de apoyo y finanzas manejados por grupos terroristas clandestinos ubicados alrededor del mundo.
“En el curso de la guerra fría —explicó Bush en su discurso en la academia militar de West Point el 1 de junio de 2002— las armas de destrucción en masa eran vistas como armas de última instancia, en cambio hoy los grupos terroristas las consideran como opciones preferentes e inmediatas. Debemos crear defensas eficaces contra los misiles balísticos que ellos poseen. Y por sentido común y legítima defensa los Estados Unidos deben actuar contra esos peligros antes de que se pongan en marcha. La historia juzgará duramente a aquellos que vieron venir los peligros y se cruzaron de brazos. Estamos convencidos de que en un mundo de tantas acechanzas el único camino hacia la paz y seguridad es el camino de la acción. Lo ocurrido en septiembre 11 nos enseñó que Estados débiles, como Afganistán, pueden sin embargo ser muy peligrosos para nuestra integridad y para la integridad de otros Estados grandes”.
Como ha sido usual en Estados Unidos, a la serie de declaraciones, discursos y propuestas de su Presidente en torno al tema de la seguridad nacional la prensa empezó a denominar la <doctrina Bush.
Ella se concretó y sistematizó posteriormente en el documento titulado “The National Security Strategy of the United States of America”, expedido en la Casa Blanca el 17 de septiembre de 2002, que resumió los objetivos y las prioridades de la seguridad norteamericana para el nuevo siglo.
Los conceptos claves de la nueva doctrina norteamericana de la seguridad nacional son el “unilateralismo” y la “anticipación”. Ella postula que Estados Unidos no están obligados a consultar ni a lograr acuerdos previos con otros Estados ni con las Naciones Unidas para tomar iniciativa en acciones militares preventivas contra cualquier enemigo que juzguen capaz de atacarlos. La nueva política de defensa norteamericana se funda en la “prevención” de acciones terroristas y en la neutralización temprana de potenciales agresores. Los Estados Unidos no pueden esperar a ser atacados —no pueden esperar que se coloque clandestinamente una bomba atómica de construcción casera en algún lugar de su territorio— sino que deben adelantarse a los ataques mediante acciones militares preventivas.
En la doctrina Bush el multilateralismo ha pasado a desempeñar un papel subalterno en la política de seguridad y ha sido suplantado por el unilateralismo.
La doctrina sostiene que, para hacer frente a los “nuevos enemigos” y amenazas nuevas, los Estados Unidos deben acudir a todas las herramientas disponibles: poder militar, labores de inteligencia, defensas territoriales eficaces, fortalecimiento de la legislación y desmantelamiento del financiamiento terrorista. La lucha contra el terrorismo es una empresa global de indeterminada duración. Y en esa lucha debe buscarse la unión de todos los Estados que comparten los mismos intereses y que están comprometidos contra la violencia y el terror que amenazan a la civilización, puesto que los terroristas poseen armas de destrucción masiva que pueden ser fácilmente ocultadas, transportadas clandestinamente y usadas sin previo aviso.
Como sustentación de la doctrina Bush, Henry Kissinger, que ejerció las funciones de Secretario de Estado de 1973 a 1977 durante el gobierno de Richard Nixon, en una entrevista de prensa del 10 de mayo de 2003, refutando a Jürgen Habermas, afirmó que “el criticismo del filósofo alemán no toma en cuenta el gran cambio que ha ocurrido entre el orden internacional creado en el Tratado de Westfalia en 1648 y los nuevos procesos en gestación. Los principios de Westfalia basaron su orden en la soberanía de los Estados y definieron la agresión como el traspaso de las fronteras por unidades militares organizadas. Pero septiembre 11 introdujo un nuevo elemento caracterizado por la ‘privatización’ de la política exterior en las manos de grupos no gubernamentales, tácita o expresamente apoyados por algunos Estados tradicionales, y la proliferación de armas de destrucción masiva que genera la amenaza de una devastación global”. En esas condiciones, agregó el ex Secretario de Estado norteamericano, no se puede esperar cruzado de brazos que la agresión con armas de destrucción masiva se produzca para después responder. Eso sería demasiado tarde. Lo cual, según él, justifica las acciones preventivas de los Estados amenazados, aunque ellas no pueden ser una norma general.
Pero el problema de la seguridad norteamericana y europea era muy complicado por esos días porque la “disuasión creíble” de la guerra fría, que era la disuasión nuclear dirigida hacia la Unión Soviética y los países de su bloque, tenía poca o ninguna eficacia ante los fundamentalismos islámicos y otras fuerzas contestatarias del sur. Los mecanismos disuasorios que se utilizaron en el curso de la guerra fría no tenían efecto alguno sobre los fanatismos político-religiosos en boga. ¿Le importaba la amenaza de una bomba atómica a un integrista fanático del mundo islámico, seguro de que su muerte en el combate contra los “infieles” le garantizaba la bienaventuranza eterna? ¿Podía detener esta amenaza a un apasionado musulmán convencido de que actuaba en nombre de Alá?
En el debate quedó claro que habían surgido nuevas amenazas contra la seguridad de Estados Unidos, que son el contrabando y la posesión de materiales nucleares estratégicos, la proliferación de armas de destrucción masiva, la degradación ambiental, el tráfico de drogas, los gigantescos y descontrolados flujos internacionales de capital, los movimientos migratorios ilegales, las nuevas epidemias, la reacción violenta del fundamentalismo islámico humillado por la penetración cultural de Occidente, el terrorismo sin fronteras impulsado por los fundamentalismos, el comportamiento de las denominadas “zonas de inestabilidad potencial”, que incluyen los Balcanes, Irak, Turquía, el Mediterráneo meridional, el golfo Pérsico y partes de Europa oriental, y otras amenazas generadas dentro de las costas norteamericanas y fuera de ellas.
Bajo tales circunstancias y en esos términos surgió una nueva doctrina de la seguridad nacional, llamada a reemplazar a la que rigió durante la >guerra fría. Sólo que el objetivo ya no era el comunismo sino el terrorismo. En concordancia con ella se expidió en la Casa Blanca el 17 de septiembre del 2002 “The National Security Strategy of the United States of America”, que resumió las metas y las prioridades de la seguridad norteamericana. En su prólogo se afirma que las grandes batallas del siglo XX entre la libertad y el totalitarismo terminaron con la decisiva victoria de las fuerzas de la libertad y con el surgimiento de un solo modelo sustentable de organización nacional: el fundado en la libertad, la democracia y la libre empresa. En el siglo XXI solamente los Estados que se comprometan con la defensa de los derechos humanos básicos y que garanticen las libertades políticas y económicas estarán en capacidad de asegurar para sus pueblos un futuro de prosperidad, dice el documento. Por consiguiente, los Estados Unidos se juntarán con todos aquellos países y regiones que estén resueltos a construir un mundo de libre comercio y mercados abiertos para conquistar el crecimiento económico y la prosperidad para sus pueblos. A ellos les será entregada asistencia para el desarrollo a través de la New Millennium Challenge Account.
Al amparo de estos principios se creó en Estados Unidos una nueva unidad secreta de espionaje para misiones específicas de inteligencia en el exterior, denominada Departamento de Apoyo Estratégico, bajo la jurisdicción del Pentágono, y se incrementaron los gastos en la defensa y las asignaciones de los servicios de inteligencia con el fin de resguardar las fronteras, asegurar el transporte aéreo y financiar el uso de tecnología sofisticada para vigilar las llegadas y salidas de turistas a suelo estadounidense.
El gobierno norteamericano, bajo la presidencia de George W. Bush, formuló 15 de marzo del 2005 la denominada “Doctrina para Operaciones Nucleares Conjuntas” (Doctrine for Joint Nuclear Operations), que contiene los principios de la seguridad nuclear de Estados Unidos llamados a regir la acción conjunta de sus fuerzas armadas en operaciones multinacionales y el eventual empleo de sus armas nucleares. Esta fue otra de las respuestas norteamericanas al 11-S. En ella hay una calculada ambigüedad en cuanto a las circunstancias en que se usarán las armas nucleares, para crear desconcierto en sus potenciales adversarios o disuadirlos de sus propósitos hostiles. El documento dice que la defensa estratégica de Estados Unidos sirve a sus propósitos de paz y prosperidad, para lo cual fija cuatro objetivos claves: a) asegurar amigos y aliados firmes en el propósito y la capacidad de cumplir sus compromisos de seguridad; b) disuadir a sus adversarios de asumir programas o realizar operaciones que amenacen los intereses de la seguridad de Estados Unidos o de sus aliados y amigos; c) desalentar la agresión por medio de la capacidad de respuesta rápida, capaz de infligir severos daños en la infraestructura militar del agresor; y d) derrotar contundente y decisivamente al agresor si la disuasión fallara.
Este documento evoca e invoca las palabras de Paul Nitze, asesor de los presidentes Franklin D. Roosevelt y Harry Truman, pronunciadas con ocasión del ataque japonés a Pearl Harbor a comienzos de la Segunda Guerra Mundial: “You know, the worst possible case is generally worse than the imagination can imagine.”
Como parte de sus nuevos planteamientos sobre seguridad nacional, la Casa Blanca expidó en febrero del 2003 el documento “National Strategy for Combating Terrorism”, reformulado en septiembre del 2006, en el que sostiene que el enemigo actual no es una persona, un régimen político ni una religión sino el terrorismo transnacional —premeditado, políticamente motivado y dirigido contra objetivos civiles por grupos subnacionales o agentes clandestinos—, que mata, secuestra, extorsiona, roba y aterroriza. Afirma que este terrorismo no es el resultado de la guerra de Irak, puesto que los ataques contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono de Washington fueron anteriores. La red terrorista al Qaeda señaló como su objetivo a Estados Unidos antes de que éstos tuvieran como objetivo militar al Qaeda. Tampoco es la consecuencia del conflicto israelí-palestino aunque mantiene con él evidentes nexos. Lo que ocurre es que con la guerra de Irak y con los otros conflictos del Oriente Medio el terrorismo se exacerbó, se extendió y cobró más fuerza.
Según el documento, el terrorismo transnacional está movido por una interpretación torcida del islamismo, que ha creado una doctrina que sirve a fines malvados y que glorifica a quienes matan deliberada y planificadamente a inocentes. Pero los musulmanes que entienden que su religión es de paz están de nuestro lado —dice el texto— y son nuestros aliados en la lucha contra la violencia. Los Estados Unidos se sienten orgullosos de estar al lado de ellos en varios lugares del mundo. Y continuarán ayudándolos en sus esfuerzos dentro de su territorio y en ultramar para rechazar la violencia extremista, que es una forma de totalitarismo que sigue el mismo camino del fascismo y el nazismo. La democracia —continúa el documento— no es inmune al terrorismo. Al contrario, algunas democracias están amenazadas por dentro ya que los grupos violentos aprovechan para sus fines las libertades, los derechos y los medios que el sistema les ofrece. El terrorismo transnacional representa una amenaza interna y externa para los regímenes democráticos. Por eso ellos se han visto precisados a extremar sus controles y sus defensas.
El instrumento fija objetivos prioritarios de corto plazo para prevenir ataques de las redes terroristas: hacer un seguimiento de sus movimientos, capturar o aniquilar a sus agentes dondequiera que se encuentren, impedir que ellos ingresen a Estados Unidos, obstaculizar sus desplazamientos internacionales, preparar la defensa de los potenciales objetivos de ataque, impedir que los movimientos terroristas accedan a la fabricación o compra de armas de destrucción masiva, eliminar los “santuarios” —physical sanctuaries— que acogen y protegen a los terroristas, controlar que internet no sirva para la propaganda, proselitismo, reclutamiento, entrenamiento y planificación operativa de las organizaciones terroristas, vigilar que los sistemas financieros no sean utilizados para el acopio y la transferencia de fondos de los grupos terroristas; establecer nexos de colaboración, coordinación e intercambio de información entre las agencias de seguridad de Estados Unidos y entre éstas y las de otros países, bajo la autoridad del Director of National Intelligence (DNI); crear en todos los niveles de la población norteamericana una “cultura de preparación” —culture of preparedness— que sea capaz de prevenir y dar una respuesta ciudadana a las acechanzas terroristas o a las eventuales catástrofes producidas por el hombre o la naturaleza; ampliar y fortalecer la alianza antiterrorista internacional, que ha transformado a viejos adversarios en aliados vitales en la lucha contra el terror.
Concluye el National Strategy for Combating Terrorism que la violencia política ha sido un mal endémico de la condición humana, pero que el terrorismo de hoy busca combinar el poder de las modernas tecnologías y eventualmente el uso de armas de destrucción masiva para aniquilar la sociedad civilizada. Por lo que la estrategia nacional contra el terrorismo sólo podrá tener éxito a través de una sostenida, firme y sistemática acción de todos los elementos del poder estatal: el diplomático, el económico, el de la información, el financiero, el jurídico, el de inteligencia y el militar, en operación simultánea y coordinada.