La protección diplomática de sus ciudadanos en suelo extranjero ha sido una vieja práctica de los Estados. Hay un añoso texto del jurista suizo Emmeric de Vattel (1714-1767) que dio sustento a esta práctica, al afirmar que “quienquiera que causa un mal a un ciudadano ofende indirectamente al Estado, el que está obligado a proteger a ese ciudadano; y el soberano de aquél debiera vengar esas injurias, castigar al agresor y, si posible, obligarlo a efectuar satisfacción plena; pues de otra manera el ciudadano no obtendría el gran fin de la asociación civil, que es la seguridad”.
En razón de estas ideas, en el Derecho Internacional clásico, y aun en el contemporáneo, se ha considerado que es obligación de un Estado prestar su amparo personal y económico a sus nacionales por los daños y perjuicios que sufran fuera de sus fronteras. Ciertas Constituciones incluso obligan a los gobiernos a ejercer esa protección. En alguno de sus fallos la Corte Internacional de Justicia de La Haya afirmó que los Estados tienen la obligación “de hacer respetar en las personas de sus súbditos el Derecho Internacional”. En esta línea de pensamiento, en el siglo XIX y a comienzos del XX era una práctica corriente que los Estados, para defender los derechos y propiedades de sus ciudadanos residentes en el exterior, interviniesen en los asuntos internos de otros. Lo cual dio lugar a innumerables fricciones entre los países.
Fue célebre el reclamo de Rosa Gelbtrunk, planteado porque los bienes de un ciudadano norteamericano, que residía y tenía negocios en El Salvador, fueron saqueados en 1898 en Sensuntepeque, Cabañas, por soldados levantados en armas. Los árbitros no consideraron justificada la indemnización puesto que cuando un extranjero establece en un país relaciones mercantiles se convierte en “partícipe de la suerte de los súbditos y ciudadanos del Estado en el que reside y donde cumple sus transacciones comerciales” y, en este caso concreto, el ciudadano Gelbtrunk no había sido tratado en peor forma que los demás ciudadanos salvadoreños. Lo cual produjo un conflicto diplomático entre la República de El Salvador y Estados Unidos. Esto ocurrió a principios del siglo pasado.
Se podrían citar muchos otros casos similares. El del ciudadano italiano Sambiaggio, residente en Venezuela, por ejemplo, cuyos bienes fueron gravemente afectados por una frustrada acción insurreccional, que motivó la reclamación diplomática de Italia contra Venezuela. El árbitro dictaminó en este caso que “la sola existencia de una revolución evidente presupone que un cierto grupo de individuos se ha puesto, permanente o definitivamente, fuera del alcance de las autoridades” y que, por consiguiente, “no puede decirse que ellas sean responsables por un estado de cosas creado contra su voluntad”. En la reclamación del “Hogar de Misioneros”, una congregación religiosa norteamericana afincada en el entonces protectorado británico de Sierra Leona, en África, por daños causados en sus bienes debido a los actos violentos ejecutados por una rebelión, el tribunal de arbitraje desechó la demanda fundado en que “ningún gobierno puede ser considerado responsable por los actos cometidos por grupos rebeldes en violación de su autoridad, salvo que se compruebe que ha actuado con mala fe o que ha mostrado negligencia en el control de la rebelión”.
Aunque más tarde cambió de criterio, el gobierno de Estados Unidos rechazó, por medio de un cruce de notas en que intervino su Secretario de Estado Seward, las reclamaciones formuladas por Gran Bretaña, Austria y Francia por las pérdidas que la guerra civil norteamericana de mediados del siglo XIX causó en los negocios y propiedades de los súbditos de sus respectivos países. En aquel tiempo los Estados Unidos eludieron toda responsabilidad por las acciones realizadas por grupos humanos, especialmente los llamados “confederados” de los estados del sur, que habían escapado a todo control de la autoridades federales.
Fue tal la avalancha de este tipo de reclamaciones diplomáticas en el convulsionado mundo latinoamericano que, como reacción a ellas, el internacionalista argentino Carlos Calvo (1822-1906) planteó en su libro "Derecho Internacional Teórico y Práctico" (1896) la tesis de que los Estados no son responsables por las pérdidas causadas a los extranjeros por insurrecciones armadas, guerras civiles o alteraciones del orden público, de modo que no pueden aceptar reclamaciones de indemnización propuestas por otros Estados.
Esta tesis fue conocida a fines del siglo XIX con el nombre de doctrina Calvo y de ella se derivó la llamada <cláusula Calvo, que es la renuncia expresa a toda reclamación diplomática de daños y perjuicios que hace un inversor extranjero, sea persona física o persona jurídica, al momento de formalizar la relación contractual con un Estado.
En realidad la doctrina Calvo es más amplia que la cláusula Calvo y tiene que ver con el principio de no intervención de los Estados en los asuntos internos de otros. Calvo fue uno de los adalides que tuvo este principio a fines del siglo XIX. La cláusula Calvo no es más que un desprendimiento de su doctrina: es la aplicación de parte de ella a las relaciones contractuales entre un gobierno y un ciudadano o corporación extranjeros. Responde a la necesidad de asegurar que éstos no recurrirán a la protección de su gobierno cuando estimen que han sufrido daño de las autoridades del país con el que han contratado. Con lo cual los extranjeros tendrían una situación de privilegio y desigualdad con relación a los nacionales.
La cláusula Calvo tiene varias modalidades, pero todas se enmarcan en la idea de que un Estado no debe asumir más obligaciones hacia los extranjeros que aquellas que su Constitución y leyes reconocen para los nacionales. Bajo este principio general, los Estados suelen incluir en sus contratos con extranjeros una estipulación en virtud de la cual éstos renuncian explícitamente a toda intención de acudir a la protección diplomática de su gobierno en los casos de conflicto a que dé lugar el contrato. En otra modalidad, menos rigurosa, este dispositivo contractual sólo admite la interposición diplomática en caso de una clara denegación de justicia a un ciudadano extranjero, o bien le obliga a agotar la vía y las instancias de la justicia local ante de recurrir al amparo diplomático de su gobierno.
El propósito que tuvo Calvo al enunciar su teoría fue precautelar la soberanía de los Estados receptores de inversión extranjera ante las presiones e injerencias en sus asuntos internos por otros países a propósito de la protección de su nacionales, puesto que los Estados cuya nacionalidad ostentaban los inversionistas solían considerar que el Estado receptor era responsable de la debilidad de la organización estatal y de la incapacidad para mantener el orden público, por lo que debía resarcir los daños sufridos por los ciudadanos extranjeros a causa de la ruptura del orden jurídico y político.