Cuando en 1939 los nazis invadieron Praga una niña de dos años —hija del diplomático checo Josef Korbel, perseguido por la GESTAPO— quedó encargada en casa de unos amigos mientras sus padres se refugiaron en Inglaterra. La familia se reencontró años más tarde cuando terminó la guerra, pero tuvo que volver a huir a causa de una nueva persecución política: la de los comunistas soviéticos y checos. Con el paso de los años esa pequeña refugiada fue Embajadora de Estados Unidos ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y Secretaria de Estado norteamericana durante los gobiernos de Bill Clinton. Ella se llama Madeleine Albright —en realidad: Madeleine Korbel— y recuerda que “cuando era niña, mi familia tuvo que abandonar su hogar dos veces, primero por culpa de Hitler y luego de Stalin”. Por eso, “siempre que miro a los ojos de un niño refugiado veo algo de mí misma”.
Sin duda que este antecedente fue determinante en la conducta pública de Madeleine Albright, primero como embajadora de su país ante las Naciones Unidas durante el inicial gobierno del presidente Bill Clinton y después como Secretaria de Estado en su segunda administración. La funcionaria norteamericana fue una de las inspiradoras de la decisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de enviar 14.000 cascos azules a Croacia en febrero de 1992 para proteger a la población civil de las zonas ocupadas por las fuerzas armadas serbias y más tarde de la resolución de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) de intervenir militarmente en Kosovo para impedir la nueva >“limpieza étnica” emprendida en 1998 por Slobodan Milosevic, presidente de Serbia, contra la población albano-kosovar asentada al sur de Yugoeslavia, que llevó en el primer semestre de 1999 al bombardeo por las fuerzas aliadas de Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania de los “centros de decisión” de Belgrado y de los puntos estratégicos de otras ciudades yugoeslavas para doblegar al gobernante racista serbio.
Tanto desde la tribuna del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como en el ejercicio de la Secretaría de Estado norteamericana, Albright expresó una serie de opiniones de política internacional que marcaron un punto de partida de la discusión en Estados Unidos acerca del nuevo papel que este país debe jugar para evitar las atrocidades humanas y la sangrienta violación de los derechos del hombre en otros territorios. Con ellas aportó un nuevo elemento a la política exterior de su país: las consideraciones humanitarias y éticas —y no solamente las económicas y geopolíticas— como móviles de sus acciones internacionales, respaldadas por el uso de la fuerza militar, en operaciones limitadas, para alcanzar aquellos objetivos morales. Por eso, con ocasión de la intervención militar en Serbia expresó Albright: “estamos reafirmando el objetivo central de la OTAN como defensora de la democracia, la estabilidad y la decencia humana en suelo europeo”.
Clinton, respaldando a su Secretaria de Estado, declaró a la revista "TIME" de Nueva York en mayo de 1999 desde su “oficina aerotransportada” del Boeing 747, durante el vuelo de regreso de su visita a los refugiados kosovares en Alemania, que “redunda en nuestro beneficio que Europa sea un continente próspero y pacífico. A ello se suma el tema humanitario: si Estados Unidos da un paso atrás en una atrocidad como ésta, donde nuestra actuación puede influir, estas situaciones se multiplicarán. Hay en el mundo numerosas luchas étnicas, desde Irlanda hasta Oriente Medio y los Balcanes. Si podemos convencer a los demás de que superen estas tensiones, habremos cumplido con nuestros intereses y también con nuestros valores”.
Aunque la Secretaria de Estado en algún momento dijo que todavía no existía una doctrina organizada, sus ideas, propuestas y normas intervencionistas han sido calificadas como doctrina Albright en la política internacional de Estados Unidos. Ella sostiene que este país y, en general, todos los del primer mundo, después de la guerra fría, deben involucrarse en la defensa de ciertos valores morales en el planeta, especialmente en Europa cuya estabilidad política y social ha sido esencial para Estados Unidos durante los últimos doscientos años. Aparte de consideraciones puramente morales, Albright creía que la “limpieza étnica” en tierra europea en las postrimerías del siglo XX era una de las amenazas contra los intereses norteamericanos y contra sus más altos valores deontológicos y concluía que el hecho de que “no podamos actuar en todas partes no significa que no actuemos en alguna”.