Habría sido impensable para un hombre primitivo que la riqueza que le rodeaba —tierras, ganado, productos— hubiera podido resumirse en unas cuantas monedas de metal precioso. Y en los albores de la economía monetaria, cuando la moneda poseía valor intrínseco, hubiera resultado increíble que unos formularios de papel —los billetes— pudieran representar un valor de cambio y ser un instrumento de pago. Hoy, en cambio, nos cuesta imaginar el dinero electrónico, es decir, el dinero que no se plasma en un papel, en una moneda ni en un cheque de banco sino que circula intangiblemente por el mundo a través de los impulsos electrónicos.
Dinero electrónico, en sentido amplio, es cualquier sistema de pago que opere mediante una tecnología digital. En este sentido, el concepto comprende tarjetas de crédito, tarjetas de prepago, tarjetas virtuales, títulos-valores electrónicos —cheques y letras de cambio—, cartas de crédito electrónicas, monederos electrónicos, dinero electrónico propiamente dicho y cualquier otra forma de pago por medios digitales.
Pero, en sentido restringido, que es el que adoptamos aquí, dinero electrónico es un medio de pago de curso legal expresado en bits —binary digits—, que puede ser transferido a distancia. Es un instrumento de pago virtual que se guarda, moviliza y transfiere por medio de una tarjeta inteligente y que sirve para saldar de contado la compra de bienes, servicios y valores sin utilizar billetes, monedas, cheques de banco, tarjetas de crédito u otros instrumentos convencionales.
Estas unidades digitales de valor monetario, transferibles a través de redes electrónicas, han recibido en inglés diferentes nombres: “e-money”, “digital cash”, “cybermoney”, “cybercash”, “cybercurrency”, “cyberpayments”. Y consisten en una tarjeta inteligente —smart card— que lleva incorporado un microchip con un software especial.
El dinero virtual cumple todas las funciones del dinero convencional: es medio de pago, instrumento de cambio, medida del valor, unidad de cuenta y medio de acumulación. Pero no tiene consistencia física. Es el medio de pago de la era informática. Se lo puede utilizar a través de internet, teléfono móvil o televisión interactiva. Los pagos digitales —que son pagos instantáneos y seguros efectuados por la vía virtual— se transfieren de un chip a otro a la velocidad de la luz en cualquier lugar del planeta, sin autorización de un banco, sin siquiera exigir a los titulares una cuenta bancaria.
El dinero electrónico —electronic cash—, como valor monetario, se guarda cual información electrónica en el microchip de una tarjeta digital, o sea en una diminuta placa de material semiconductor que contiene múltiples circuitos integrados con los que se realizan numerosas funciones en computadoras y otros dispositivos electrónicos.
El microchip de la tarjeta puede almacenar divisas diferentes, de modo que tiene la opción de hacer transacciones en diversas monedas dentro o fuera de un país.
Puede usarse la tarjeta tanto para pagar como para recibir dinero, es decir, para debitar o acreditar instantáneamente valores monetarios.
Los expertos financieros sostienen que, en el camino hacia la digitalización total de la vida humana y social, el dinero líquido —o sea el papel-moneda y la moneda metálica— ha sido sustituido en significativa medida por el dinero electrónico. Entonces es posible transferir sumas de dinero electrónicamente, dentro y fuera de un país, sin necesidad de acudir a un banco o a una institución bancaria. Y para eso se utilizan complicadas pero seguras técnicas criptográficas con miras a garantizar la seguridad y reserva de las transacciones. Alvin Toffler —el profesor norteamericano que se ha convertido en una suerte de “profeta” de los tiempos modernos— habla del “epitafio para el papel” porque los impulsos electrónicos lo han reemplazado.
El nuevo dinero resuelve —entre otros problemas— lo que curiosamente es un dolor de cabeza para los bancos: el manejo del dinero en efectivo. Ellos nacieron para eso pero les pesa hacerlo. Y les resulta además muy oneroso. Un reciente cálculo hecho en Inglaterra demostraba que el costo de trasladar el dinero en forma segura hacia todos los circuitos de la economía y ponerlo a disposición de los usuarios representaba anualmente al sistema bancario británico un egreso de más de tres mil millones de dólares. De allí el interés de la banca por descubrir nuevas vías —vías electrónicas— para hacer sus transacciones.
Pero tuvo que recorrerse un largo camino para arribar al dinero electrónico. Sus antecedentes fueron varios. Debe mencionarse la implantación del sistema denominado en inglés electronic funds transfer (EFT) a comienzos de los años 70 del siglo anterior en los Estados Unidos, que utilizaba computadoras y componentes electrónicos para transferir dinero y financial assets de un lugar a otro. En su momento, el EFT representó un nuevo modo de pago, diferente de los convencionales, que reemplazó al envío físico de dinero en efectivo, cheques u otros documentos de pago, que antes se solían remitir por avión, tren o vehículo terrestre. Poco tiempo después se incorporaron al sistema EFT las tarjetas de crédito, que impulsaron y extendieron los EFT como modos de pago. El Federal Reserve Bank de Atlanta en 1973 y el de Boston en 1974 hicieron importantes investigaciones y avances sobre el tema. De modo que el Congreso Federal de Estados Unidos se vio precisado a ocuparse del asunto y dictó en 1978 la Electronic Funds Trasfer Act para regular la naciente modalidad monetaria y financiera, que fue definida por esta ley como “cualquier transferencia de fondos iniciada en una terminal electrónica, instrumento telefónico o cinta magnética a fin de ordenar, instruir o autorizar a una entidad financiera para debitar o acreditar fondos en una cuenta”.
Posteriormente vino el point-of-sale (POS), que ganó un “nicho” en el mercado comercial de los años 90 y que abrió la posibilidad de la inmediata transferencia de fondos del comprador a la cuenta de depósitos del comerciante por el monto de la cosa vendida. Funcionó a través de un nuevo tipo de tarjeta inteligente, que su titular entregaba a un cajero en pago por una compra o consumo, y éste la pasaba, a través de un dispositivo electrónico, para que el precio adeudado fuera “debitado” instantáneamente de la cuenta bancaria del cliente y acreditado a la del vendedor.
Surgió otra forma electrónica de pago: la tarjeta magnética prepagada, cuyo contenido de valor disminuye a medida que su titular la utiliza. Se la empezó a usar en el Japón, después en Europa y hoy circula en muchos lugares del mundo para pagar las conferencias telefónicas. Los clientes compran las tarjetas, pagan su precio y luego las utilizan para hacer sus llamadas por teléfono hasta que se agota el valor nominal de ellas. Este sistema funciona al margen del régimen bancario y de sus normas. La emisión de las tarjetas por empresas privadas equivale a emisión de dinero, porque ellas son verdaderos “billetes de plástico” en poder del público para determinados fines.
En Inglaterra, el banco de compensación National Westminster, por intermedio de la Mondex International Ltd. —que fue la compañía creada para desarrollar el proyecto—, puso en circulación en 1995 el dinero electrónico.
La corporación Mondex International Ltd., con sede en Londres, empezó a desarrollar su nueva tecnología en 1990 con el objetivo de que la tarjeta mondex, con los dieciséis dígitos que identifican a su portador, fuera emitida por un banco. Para transferir el dinero, tanto la tarjeta que envía como la que recibe deben insertarse en un aparato lector, conectado con un teléfono, computadora o terminal de televisión. El sistema permite a sus usuarios llevar, guardar, transferir y gastar dinero electrónico en sus compras y transacciones de manera relativamente segura y rápida, ya que no requiere firma, número de clave (PIN) ni autorización para las transacciones.
El mondex —que así se llamó la moneda electrónica creada por esa empresa— consiste en una tarjeta plástica parecida a la de crédito, con un sofisticado chip interior que sirve para cargar y descargar los ahorros del usuario a control remoto y por medios electrónicos. A través de él se puede pagar cualquier suma de dinero, de una manera segura, dentro de un país o fuera de él y hacer toda clase de transferencias instantáneas de recursos monetarios en cualquier lugar del mundo. El sistema mondex guarda el valor monetario —unidades de valor digital— como información electrónica en un microchip y puede luego transferirlo de manera inmediata y segura del microchip de la tarjeta al chip del terminal. La “billetera” mondex, dentro del mercado global de dinero, puede hacer pagos de persona a persona, en cualquier lugar del mundo y en varias divisas, a través de la línea telefónica, computadoras personales o terminales de televisión. Y puede cargar simultáneamente hasta cinco divisas diferentes.
Para ampliar sus operaciones a escala mundial, Mondex International Ltd. se asoció con MasterCard Internacional de Estados Unidos y con otras compañías financieras de cuatro continentes en 1996. Se convirtió entonces en una corporación transnacional. Pero ella no fue la única que ha trabajado en el desarrollo del dinero digital: en el mismo empeño están muy importantes empresas norteamericanas y transnacionales como la DigiCash, la CyberCash, la Microsoft, la Xerox, la Visa, la Citicorp y unas cuantas más.
Con el dinero electrónico los consumidores ya no necesitan portar dinero en efectivo ni cheques de banco ni tienen que acudir a los cajeros automáticos en busca de billetes. El nuevo dinero, como es básicamente un software, puede ser programado para que haga cosas que nunca podría hacer el dinero convencional, como señalar, por ejemplo, el destino de los gastos de modo tal que la tarjeta electrónica no funciona para objetivos distintos de los previstos. Una empresa podría programar que el destino del dinero sea la compra de útiles de oficina en determinado almacén, de manera que si el funcionario intentara pagar con él el consumo de una cerveza en la taberna la tarjeta inteligente no funcionaría. Los padres podrían enviar dinero electróníco a sus hijos con un destino preestablecido de modo que el desvío de esos fondos sea imposible.
El tema de la seguridad es uno de los puntos claves del manejo del dinero electrónico, ya que sus mecanismos de pago suponen la transmisión de información confidencial a través de redes abiertas. El medio por el que transita esta información no es totalmente seguro a pesar de todos los avances que se han hecho en materia de criptografía. La legislación sobre el uso de estos nuevos medios de pago debe alcanzar el difícil equilibrio entre la privacidad de las personas y las demandas de la seguridad pública.
En Estados Unidos la National Security Agency (NSA) —creada por orden del Presidente Harry Truman en 1952, a comienzos de la guerra fría, para la intervención, interceptación y desciframiento de las comunicaciones secretas de los gobiernos— asumió a partir del atentado del 11 de septiembre del 2001 contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono de Washington el virtual monopolio del know how de la criptografía norteamericana y, a través de su red de espionaje electrónico denominada ECHELON, rastrea, pincha y descifra millones de comunicaciones electrónicas por hora procedentes de todo el mundo, captadas mediante ciento veinte satélites en órbita alrededor del planeta, que luego son procesadas en supercomputadoras, con el propósito de prevenir los actos de >terrorismo.
Las implicaciones del sistema son incalculables. El manejo de la moneda electrónica no está exento de problemas. Los bancos centrales no tienen forma alguna de calibrar eficazmente el monto del medio circulante. Como fluyen diversas formas de dinero —las convencionales, emitidas por los bancos centrales, y las electrónicas, emitidas por empresas privadas—, se torna muy complicado el control estatal sobre los agregados monetarios. Con el dinero electrónico y sus pagos directos será cada vez más difícil para el Estado cobrar los impuestos a las ventas, al valor agregado, a los consumos especiales y a la renta personal. En una economía en la cual las transacciones de dinero electrónico sean la norma aumentará la posibilidad de evasión tributaria.
En general, el control de los gobiernos sobre la economía y sobre los actos de los agentes económicos se torna más difícil. La dificultad de establecer lo “nacional” y lo “extranjero” en una transacción multinacional causa a los tribunales y judicaturas problemas de jurisdicción, ya que las transacciones electrónicas carecen de un lugar físico y se efectúan en el intangible e intrincado mundo del “espacio” cibernético —el <ciberespacio—, de modo que será difícil establecer la territorialidad de ellas.
La digitalización va camino de despojar al dinero y a sus flujos de sus anclas geográficas. Surgen, sin duda, nuevos tipos de delitos financieros y formas de fraude difíciles de detectar y de juzgar. La tarea de financiar actividades ilegales o delictivas es más fácil. Las infracciones financieras, los fraudes, el lavado de dinero y otras acciones delictivas carecen del elemento tradicional que fija la jurisdicción y la competencia, que es el territorio. Los lavadores de dinero sucio pueden resolver las dificultades del transporte físico de los billetes: ya no tienen que enviarlos en valijas de doble fondo sino que lo hacen por la vía electrónica, al margen de las instituciones intermediarias convencionales. Y la velocidad de las transacciones obstaculiza su control y la identificación de actividades sospechosas.
En tales circunstancias, se torna difícil determinar qué ley debe aplicarse y qué tribunal es el competente. La legislación penal, que tradicionalmente tuvo al territorio estatal como su referencia, tiene que incorporar el concepto de ciberespacio. Y resulta más imperioso que siempre armonizar las legislaciones nacionales para regir una economía digital transnacional. Las soberanías nacionales, montadas sobre un planeta dividido en jurisdicciones geográficas estatales, claramente demarcadas y excluyentes, pierden buena parte de su control político y económico —y, por supuesto, monetario— con el advenimiento del dinero electrónico basado en el espacio cibernético y no en el territorio.
La sustitución del papel-moneda por el dinero electrónico empieza a causar profundos cambios en el sistema monetario y constituye una amenaza para instituciones financieras de larga tradición —los bancos, entre ellas— que han ejercido un gran poder social. Tradicionalmente se ha reconocido a los bancos la función exclusiva del servicio de compensación de cheques. Este ha sido para ellos un gran negocio, jurídicamente protegido. Pero el dinero electrónico amenaza con suplantar este sistema. Por eso algunos bancos se han apresurado a incorporarse al negocio de las tarjetas inteligentes y han ampliado su campo de acción con los llamados “cajeros automáticos”.
Vistas las cosas en perspectiva histórica, el dinero de la primitiva sociedad agrícola estaba constituido por cosas tangibles, sólidas, capaces de retener valor: el ganado, el trigo, la sal, las conchas, el tabaco y otros bienes apetecibles. Era ese un dinero “analfabeto” porque su valor dependía de su volumen y peso y no de las palabras inscritas en él. Después los metales preciosos, con su gran capacidad de condensar el valor, se convirtieron en dinero. Fue un dinero de valor intrínseco. Ese fue un gran salto de la humanidad. El dinero de la era industrial fue de papel. Vino la noción del dinero representativo, fundado enteramente en la confianza de que un formulario de papel representaba un determinado valor y era aceptado por las demás personas. Empezó el simbolismo monetario. Su valor liberatorio fue el que aparecía impreso en el papel. El dinero electrónico —que es el dinero del siglo XXI— prescinde del papel y consiste en impulsos electrónicos que se reflejan en una pantalla de cristal líquido.
Ha habido a lo largo de los siglos un cambio en las “creencias” de la gente en lo que al dinero se refiere. Primero sólo se creyó en lo tangible, en lo material, en lo medible, en lo que podía verse y tocarse. Después se depositó la confianza en los signos impresos respaldados por la autoridad pública. Hoy imperan los símbolos comunicados por intangibles impulsos electrónicos capaces de recorrer las distancias a 300.000 kilómetros por segundo. Y la sociedad tiene confianza en que esos símbolos pueden cambiarse por bienes y servicios.
El dinero electrónico merece hoy más confianza que el dinero convencional, hasta el extremo que despiertan dudas y suspicacias los pagos de importantes sumas en dinero efectivo y conllevan la creciente sospecha de que el uso del dinero “sonante y contante” es un síntoma de evasión de impuestos o de negocio sucio.
Pero el dinero electrónico no está exento de problemas que tienen que ver:
a) con las imposibilidades de control de las autoridades monetarias de cada país sobre la nueva “masa monetaria” que ha entrado a la circulación y que es emitida, no por las autoridades tradicionales, sino por corporaciones privadas;
b) con las infinitas posibilidades de la evasión tributaria que se abren dado que ese dinero tendrá una circulación nacional e internacional invisible;
c) con la incapacidad de los gobiernos de ejercer control sobre los flujos monetarios puesto que el dinero electrónio puede desplazarse dentro y fuera de los países a la velocidad de la luz sin dejar rastro; y
d) con las facilidades para el “lavado de dinero” sucio que brinda una especie monetaria que puede entrar y salir de los países sin ser detectada.
Es previsible que el dinero electrónico no acabe completamente con la moneda convencional sino que coexistan, como hoy ocurre, ambas formas dinerarias. Lo cual, por supuesto, implica problemas con los bancos centrales que tradicionalmente han tenido el monopolio de la emisión de moneda convencional y han ejercido facultades de control sobre su distribución y circulación. Ellos han determinado, a través de diversos métodos de política monetaria y crediticia, el volumen de dinero en poder del público —la masa monetaria— y han vigilado la creación de dinero secundario por los bancos comerciales y el grado de liquidez de la economía. Pero hoy no están claras sus facultades de control sobre la creación y circulación del dinero digital de curso legal. Sin duda que la incorporación de los nuevos medios de pago ha alterado la liquidez de la economía de los países, con efectos sobre el poder adquisitivo de su signo monetario y sobre el nivel general de precios, dado que el volumen de moneda en circulación no es un elemento inocuo o neutral en el proceso económico.
Hacia el futuro, en lo que hoy parece ciencia-ficción, una de las posibilidades de manejo del dinero electrónico puede ser mediante el implante de un microchip bajo la piel de cada persona —tecnología que ha sido probada a lo largo de varios años en animales— para que ella pueda disponer, realizar y registrar los movimientos monetarios individuales. El pequeñísimo microchip implantado bajo la piel del usuario contendrá el software necesario para efectuar estas operaciones. El sistema tendrá alrededor de 34 billones de códigos de identificación individual, más que suficientes para asignar un código único e irrepetible a cada uno de los habitantes del planeta. El chip sustituirá a los documentos de identidad, pasaportes, tarjetas de crédito, carnets de la seguridad social y demás instrumentos de identificación. Emitirá señales captables por los satélites que permitirán saber dónde se encuentra cada persona. Ya no será necesario portar chequera, tarjeta de crédito ni dinero en efectivo. Para hacer un pago bastará que la persona pase su mano por el escáner de la farmacia, almacén, banco o cualquier otra entidad financiera o de comercio.
A comienzos del año 2006 la empresa norteamericana de videovigilancia Citywatcher.com de Cincinnati, Ohio, fue la primera en implantar microchips del tamaño de un grano de arroz en el cuerpo de sus empleados para controlar el acceso a las zonas restringidas de seguridad. El microchip funcionaba como una tarjeta de identificación individual para el acceso a las áreas protegidas. Pero varios grupos defensores de los derechos humanos protestaron contra esta forma de identificación, que invadía la intimidad de los trabajadores.