Es la acción de debilitar las instituciones políticas de un Estado y de erosionar la autoridad de sus gobernantes, de modo que el sistema en su conjunto pierda seguridad y firmeza.
Los equilibrios políticos, en esas circunstancias, se vuelven precarios, y las instituciones rectoras de la convivencia social pierden fuerza.
Varias son las causas de este fenómeno. Unas son externas y otras internas. Durante mucho tiempo los Estados acostumbraron intervenir subrepticiamente en los asuntos domésticos de otros para tratar de desestabilizar sus gobiernos y, por este medio, debilitar al Estado en su conjunto. Lo hicieron por razones geopolíticas o ideológicas. En la confrontación militar entre países por causas territoriales la desestabilización siempre fue un arbitrio importante para alterar la correlación de fuerzas. Y en la confrontación ideológica la cuestión fue igual. La erosión o el derrumbamiento de gobiernos de signo político contrario se presentó con frecuencia como una condición para ampliar hacia allá las fronteras ideológicas. La historia reciente está plagada de ejemplos de este tipo de desestabilización.
La desestabilización interna es diferente. Está ligada primordialmente a factores endógenos, referentes en unos casos a la conducta de los gobernantes —incapacidad, <corrupción, entrega a intereses oligárquicos— o, en otros, imputables a los gobernados: impaciencia, irritabilidad, agitación de los partidos o de otras fuerzas sociales, sobrecarga de demandas populares, ausencia de convicciones democráticas en los dirigentes políticos o ambiciones de poder de los sectores militares.
Por la concurrencia de esos y otros factores, cada vez es más frecuente en los regímenes democráticos el problema de la >gobernabilidad. Están ellos acosados por graves conflictos, que son otras tantas fuerzas desestabilizadoras. La combinación de ellos produce un proceso de deterioro institucional y de desprestigio de los regímenes democráticos que puede conducir, eventualmente, a su naufragio.