Se llama desarrollo sustentable, desarrollo sostenible o >ecodesarrollo a la armonización del desenvolvimiento productivo y social de un país con la protección del medio ambiente, de modo que las tareas de la producción económica y la presión de la vida social no destruyan los >ecosistemas, agoten los recursos naturales ni contaminen el entorno natural.
La tesis del desarrollo sustentable fue propuesta en 1987 por la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas para impulsar una forma de desarrollo compatible con el respeto a la naturaleza y con el derecho de las futuras generaciones a disfrutarla. En su Informe Final de 1987 sobre “nuestro futuro común” afirmó que el desarrollo sustentable es “el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”.
La expresión “desarrollo sustentable” apareció por primera vez en el “Brundtland Report” (llamado así en honor a la primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland) de la referida Comisión Mundial en 1987 y de allí se difundió por el mundo.
El desarrollo sustentable busca, en último término, que las actividades productivas destinadas a satisfacer las necesidades de las generaciones presentes no perjudiquen el derecho de las futuras a satisfacer las suyas. Mediante políticas de corto y largo plazos se propone regular el uso de los suelos, ahorrar energía y recursos hídricos, impedir la contaminación del aire por las emisiones de bióxido de carbono y de otras sustancias, reponer los recursos renovables y remplazar los no renovables, en una palabra: dar sustentación ambiental al crecimiento económico. Para ello limita la explotación excesiva o irracional de los recursos naturales finitos, que están en proceso de agotamiento, evita el desperdicio y la dilapidación de ellos y promueve la distribución equitativa de los beneficios del progreso.
El desarrollo sustentable o sostenible impone ciertas limitaciones a la organización social y a las tareas productivas a fin de que las tierras fértiles no se conviertan en desiertos, su flora y fauna no sean arrasadas, no se talen los bosques, el humus de la tierra no se arrastre por los ríos hacia el mar y el clima no sufra transformaciones negativas. Esta forma de desarrollo está subordinada a los límites de la capacidad de carga de la Tierra y de sus ecosistemas.
Para el cumplimiento de sus fines establece parámetros matemáticos a fin de conducir las interrelaciones entre los diversos elementos del desarrollo —como el gobierno, la población, el suelo, el agua, los bosques, las minas, la fauna, la vegetación, la urbanización, la producción industrial, la agricultura— de modo de no generar sobrecargas de explotación en la naturaleza.
Aurelio Peccei, a la sazón presidente del Club de Roma, advirtió ya hace más de dos décadas que “si las tendencias actuales continúan, el crecimiento en proporción geométrica de la producción, del consumo, de la contaminación y del agotamiento de las materias primas del mundo nos conducirá a una situación totalmente insostenible, caracterizada por la saturación humana del planeta, el empobrecimiento del medio, los altos índices de toxicidad de la atmósfera, de las aguas, etc.”
En respuesta a esta y a otras voces de alarma, los círculos científicos del mundo empezaron a hablar de la posiblilidad y de la conveniencia de un “desarrollo sostenible” que pudiese conciliar la necesidad de alimentar a la población y de promover la producción industrial con las demandas de conservación del medio ambiente.
Este fue el origen de la teoría del desarrollo sustentable, que al comienzo recibió el impulso de varias instituciones privadas —como el Club de Roma, el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), la Fundación Bariloche de Argentina—, fue acogida formalmente en 1987 por la Comisión de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente, luego proclamada por la conferencia mundial de Estocolmo en 1972 y más tarde convertida en la conclusión principal del documento final aprobado por la llamada “Cumbre de la Tierra” que en torno al tema ecológico reunió a más de cien jefes de Estado y de gobierno en Río de Janeiro del 3 al 14 de junio de 1992.
Ella fue muy explícita al respecto. Postuló el desarrollo compatible con el respeto a la naturaleza y con el derecho de las futuras generaciones a disfrutar de ella. En su declaración sobre el ambiente y el desarrollo estableció como principio que en las faenas de la producción deben tomarse en cuenta “las necesidades del desarrollo y ambientales de las generaciones presentes y futuras” y manifiestó que, “a fin de alcanzar el desarrollo sostenible, la protección del medio ambiente deberá constituir parte integrante del proceso de desarrollo y no podrá considerarse en forma aislada”.
Este es hoy un principio que no se discute.
En el común propósito de optimar las formas de producción tendrán que unir sus esfuerzos la >economía, preocupada de la mejor utilización y distribución de los recursos para la satisfacción de las necesidades humanas, y la >ecología, encargada de estudiar la interrelación entre los seres vivos y el medio en que habitan, para alcanzar las metas del ecodesarrollo. Y por supuesto que la >política, como ciencia de la síntesis, no podrá estar ausente de esta operación. Deberá ocupar el lugar de confluencia para armonizar los puntos de vista económicos, que ven a la naturaleza primordialmente como fuente de abastecimiento de recursos y como el escenario en que se desenvuelve la fuerza de trabajo del hombre, y los puntos de vista ecológicos que tienden a verla, no como fuente de recursos, sino como un sistema vital autorregulado que es menester preservar de la acción depredadora del hombre para que pueda seguir en funcionamiento e, incluso, para que no agote las riquezas que guarda en sus entrañas.
El uso racional y sustentable del patrimonio natural implica varias cosas. En primer lugar, que la extracción de materias primas o la utilización de energía no superen permanentemente la capacidad de regeneración que tienen los >ecosistemas. Luego, que la colocación de residuos en el medio ambiente se realice en forma compatible con su capacidad de asimilación. Y después, que los movimientos y el emplazamiento de las poblaciones, de las instalaciones industriales, de los materiales y de las actividades económicas se efectúen en concordancia con la capacidad de sustentación de las tierras y de las aguas, a fin de que ellas no sean desbordadas persistentemente por las acciones destructivas del hombre.
El problema es dramático. Al empezar la era industrial el género humano estaba compuesto por 850 millones de individuos que compartían la Tierra con formas muy diversas de vida, esto es, con una muy rica biodiversidad. Hoy, con una población seis veces más grande y un consumo de recursos desproporcionadamente mayor, estamos ya afrontando las limitaciones de la capacidad de sustentación del planeta y el efecto de los primeros estragos causados por los abusos contra la naturaleza. La situación no puede ser más dramática. Estamos abocados a tomar una decisión: o seguimos en la acción depredadora del planeta para atender las necesidades y los caprichos inmediatos, a expensas de los intereses de largo plazo, o conservamos su diversidad biológica y la usamos en forma sustentable. En nuestra voluntad está legar a la próxima generación, y a las que después de ella vendrán, un mundo rico en posibilidades de vida o uno desecado y estéril.
Tengo muy fundadas dudas de que la >economía de mercado y la >sociedad de consumo a la que ella conduce, cuyos rasgos negativos se han agudizado terriblemente en los últimos tiempos, puedan llevar a los países hacia un desarrollo sustentable. Las fuerzas del mercado no tienen preocupación alguna por las cuestiones de biodiversidad o de ecosistemas. Entre sus preocupaciones no está la protección del medio ambiente. En su loco afán de optimar sus beneficios atropella sin piedad a la naturaleza y trata de extraer de ella el mayor cúmulo de riqueza en el menor tiempo posible y a los costes más bajos. Esto es lo que manda el “afán de lucro” que constituye el motor de las economías liberales. Ellas están motivadas por “incentivos perversos” que les inducen a extraer de la naturaleza, sin contemplaciones, el mayor provecho posible para poder “competir” en el mercado. No les importa si en el camino destruyen la biodiversidad o alteran el equilibrio de los ecosistemas. La cuestión es bajar los costes de produción y vender más. Para ello la ampliación de la escala de explotación de los recursos naturales es muy importante. Los impactos que sufre la naturaleza no están contabilizados en los cálculos económicos de las empresas. Los precios de los productos primarios de exportación tampoco incluyen los costes ambientales, como debería ocurrir si se consideraran las cosas desde la leal perspectiva del manejo sostenible de los recursos. Los subsidios a la producción y los incentivos tributarios mal dirigidos por gobiernos “aperturistas” para atender las demandas de grupos económicos influyentes, no han hecho más que empeorar las cosas porque han conducido a la sobreexplotación de los recursos naturales. Es muy difícil, en el marco de este orden económico y de las leyes del mercado, que los impetuosos depredadores se vuelvan conservacionistas.
Todo lo dicho nos lleva a sostener que se requieren nuevos enfoques en la organización social, en la planificación económica, en la política demográfica, en la agricultura, la minería, la industria y, en general, en todas las actividades económicas para preservar las riquezas naturales. Las actividades económicas se desentendieron antes de la naturaleza, de la contaminación, de los >ecosistemas, de la <biodiversidad, de la desertización, del agotamiento de los recursos naturales y de la preservación del medio ambiente. Fue un desarrollo de rapiña y depredación de la naturaleza cuyo precio hemos empezado a pagar.
En la actualidad los recursos del medio ambiente no se consideran como activos productivos a pesar de que un país puede encaminarse a la bancarrota por la degradación de ellos. Los costes ambientales son ignorados. El >producto interno bruto no toma en cuenta la depreciación de los activos naturales ni los indicadores económicos convencionales registran la disminución del capital “natural” cuando esos recursos disminuyen o se destruyen. Y hasta se llega a la paradoja de contabilizar como “crecimiento económico” la destrucción de los bienes del medio ambiente porque el incremento de la cuenta corriente, a causa de la industrialización o comercialización de ellos, no tiene la contrapartida del decrecimiento en la cuenta de capital, por su extinción.
Aunque los recursos del medio ambiente no son fáciles de contabilizar porque son bienes que no tienen asignado un “precio” en el mercado y algunos de los cuales se suelen considerar incluso como intangibles, es menester incorporar el valor del medio ambiente a las cuentas nacionales. Hay que poner un precio al agotamiento de los recursos naturales, a la destrucción de los bosques, a la contaminación del aire y del agua, en suma, al deterioro del medio ambiente. Alguien tiene que pagar por ello. La fórmula quien contamina paga, aplicada por algunos países miembros de la OCDE, debe ser perfeccionada y puesta en vigencia de modo general. Concomitantemente es conveniente establecer incentivos directos a favor de quienes reducen el impacto negativo de sus actividades productivas sobre el medio ambiente, manejan adecuadamente los bienes de la naturaleza, reforestan los campos, racionalizan la pesca y toman otras precauciones ambientales. En el ámbito internacional hay un amplio campo para que los países ricos estimulen las políticas conservacionistas de los países pobres a través de subsidios, trueques de deuda externa, préstamos blandos, asistencia técnica, equipamiento y otros arbitrios. Esto, por supuesto, al margen de lo que ellos denominan “dumping laboral” o “dumping social” que son estratagemas de los países desarrollados para instrumentar políticas proteccionistas en sus mercados e impedir el ingreso de bienes competitivos del tercer mundo.
Todos estos elementos deben ser regulados por el Derecho Ambiental —interno e internacional— que es la nueva disciplina jurídica en formación, cuyo propósito es proteger el entorno natural de los países. Ya éstos han empezado a concertar alianzas, asumir compromisos e imponer restricciones de índole ambiental en aras de un interés público que trasciende sus fronteras e incluso sus capacidades de gestión. Se han celebrado convenciones, tratados, convenios, acuerdos y protocolos cuya finalidad es la de aunar voluntades y esfuerzos para defender el medio ambiente.
La explosión demográfica también conspira contra el desarrollo sustentable, al igual que el deterioro de los recursos naturales, la extinción de las especies animales, los biotipos de plantas y la degradación ambiental. Hace más de veinte años el Club de Roma llamó la atención sobre los límites del crecimiento, esto es, sobre los dinteles que impone la naturaleza a la expansión económica sin mesura que el hombre contemporáneo se propone, y advirtió acerca de las graves consecuencias que tendrá la búsqueda del crecimiento indiscriminado por parte de los países industriales, a costa de un planeta que no puede extenderse más y cuyos recursos naturales son agotables. Sufrimos ya las consecuencias de esos excesos. Pero aún estamos a tiempo —más vale tarde que nunca— para instrumentar políticas de conservación del medio ambiente y de armonización de las demandas del desenvolvimiento económico con los imperativos de protección de la biosfera, que es la casa común de la humanidad actual y de la futura.
En 1992, con la asistencia de numerosos jefes de Estado y de gobierno, se reunió en Río de Janeiro la Cumbre de la Tierra —o conferencia de las Naciones Unidas sobre medio ambiente y desarrollo— para contribuir a difundir información acerca del preocupante proceso de degradación del entorno natural, sensibilizar la conciencia mundial alrededor del tema y movilizar la voluntad política de los gobernantes y de los pueblos hacia la toma de decisiones que contribuyan, en el mundo entero, a frenar las acciones depredatorias contra el medio ambiente. La conclusión central del documento final aprobado por la conferencia reiteró la tesis del desarrollo sustentable como la única posibilidad de enmendar las cosas.
En la búsqueda del desarrollo sustentable, como Presidente de Ecuador expedí un decreto el 22 de abril de 1990 mediante el cual declaré a los años 90 como la década del ecodesarrollo en mi país, a fin de someter todos los planes y proyectos que tenían que ver con la producción a una calificación previa desde la óptica ambiental para que pudieran ser ejecutados. De esta manera, según dispuso el decreto, “el desarrollo económico y social del país será planificado, ejecutado y evaluado con criterios ambientales a fin de que dicho desarrollo sea sostenido y no aniquile el medio ambiente y los recursos naturales y busque, al mismo tiempo, no sólo la acumulación material sino el mejoramiento de la calidad de vida de nuestro pueblo”. Este decreto estuvo acompañado de una ley para el manejo de los recursos costeros, del plan de conservación de las Islas Galápagos, de la repartición gratuita de tierras a los grupos étnicos de la región amazónica, del canje de deuda externa para fines ambientales y de la creación de la subsecretaría del medio ambiente (viceministerio) y de la unidad ambiental en la empresa ecuatoriana de petróleos.
La decimonovena cumbre de las Naciones Unidas sobre cambio climático —COP19—, celebrada del 11 al 22 de noviembre del 2013 en Varsovia con la participación de 192 países, buscó acercar posiciones hacia un acuerdo global en el año 2015, que permita reducir las emisiones contaminantes. Se acordó que el fondo de financiamiento de medidas de control de los fenómenos climáticos se mantuviera en 100.000 millones de dólares anuales —fondo que fue negociado en la COP16 de Cancún, pero que seguía sin concretarse— y se convocó a los países desarrollados para integrar esa cantidad a partir del año 2020 con recursos públicos y privados.
En la conferencia de Varsovia se decidió establecer un mecanismo internacional para asistir y proteger a los países pobres más vulnerables ante los fenómenos meteorológicos severos. Y se acodó crear un instrumento —al que se denominó Marco de Varsovia, cuyo financiamiento fue prometido por Estados Unidos, Noruega e Inglaterra— para ayudar a los países subdesarrollados a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero causadas por la deforestación y la degradación de los bosques, que son sumideros de carbono, estabilizadores del clima y hábitat de la diversidad biológica.
Sin embargo, los avances de esta conferencia no fueron mayores en las cuestiones más urgentes y vitales. La Internacional Socialista, en una declaración que formuló al respecto, afirmó que “las decisiones para sellar un nuevo acuerdo global, para reemplazar el de Kioto y lograr compromisos financieros firmes y suficientes de parte del mundo desarrollado (…) fueron débiles o estuvieron ausentes”. Añadió: “sobre el tema del Consejo del Fondo Verde del Clima (…) algunos requerimientos esenciales para su administración aún no han sido finalizados y la movilización se observa débil”. Y concluyó: “urgimos enérgicamente a la comunidad internacional a apoyar el Fondo con suficientes contribuciones financieras (…) porque la tarea más crucial de esta generación es asegurar la estabilidad del planeta para la raza humana, y la acción debe tener lugar en todos los rincones del mundo, en todas las naciones del planeta”.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, en su período ordinario de sesiones del año 2015, aprobó 17 objetivos globales para el desarrollo sostenible mundial en los próximos quince años:
“Objetivo 1. Poner fin a la pobreza en todas sus formas en todo el mundo”.
“Objetivo 2. Poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición y promover la agricultura sostenible”.
“Objetivo 3. Garantizar una vida sana y promover el bienestar para todos en todas las edades”.
“Objetivo 4. Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos”.
“Objetivo 5. Lograr la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y las niñas”.
“Objetivo 6. Garantizar la disponibilidad de agua y su gestión sostenible y el saneamiento para todos.
“Objetivo 7. Garantizar el acceso a una energía asequible, segura, sostenible y moderna para todos”.
“Objetivo 8. Promover el crecimiento económico sostenido, inclusivo y sostenible, el empleo pleno y productivo y el trabajo decente para todos”.
“Objetivo 9. Construir infraestructuras resilientes, promover la industrialización inclusiva y sostenible y fomentar la innovación”.
“Objetivo 10. Reducir la desigualdad en y entre los países”.
“Objetivo 11. Lograr que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles”.
“Objetivo 12. Garantizar modalidades de consumo y producción sostenibles”.
“Objetivo 13. Adoptar medidas urgentes para combatir el cambio climático y sus efectos”.
“Objetivo 14. Conservar y utilizar en forma sostenible los océanos, los mares y los recursos marinos para el desarrollo sostenible”.
“Objetivo 15. Proteger, restablecer y promover el uso sostenible de los ecosistemas terrestres, gestionar los bosques de forma sostenible, luchar contra la desertificación, detener e invertir la degradación de las tierras y poner freno a la pérdida de la diversidad biológica”.
“Objetivo 16. Promover sociedades pacíficas e inclusivas para el desarrollo sostenible, facilitar el acceso a la justicia para todos y crear instituciones eficaces, responsables e inclusivas a todos los niveles”.
“Objetivo 17. Fortalecer los medios de ejecución y revitalizar la Alianza Mundial para el Desarrollo Sostenible”.
Las emisiones de dióxido de carbono —responsables del cambio climático—, al causar la creciente acidez de los océanos y mares, afectan también el desarrollo sustentable.
Una nueva declaración de alerta sobre la acidificación de las aguas marinas a causa de la penetración en ellas de dióxido de carbono (CO2) se dio en la 12ª reunión de las partes del Convenio sobre Diversidad Biológica de las Naciones Unidas —Convention on Biological Diversity (1992)—, que juntó del 6 al 17 de octubre del 2014 en la ciudad de Pyeongchang, Corea del Sur, alrededor de treinta científicos procedentes de diversas universidades y centros de investigación del mundo.
Los científicos afirmaron en su informe que más dos mil millones de toneladas de dióxido de carbono (CO2) entran cada año a las aguas marinas alrededor del planeta, como consecuencia de lo cual la acidez de los mares ha crecido en el 26% desde los tiempos preindustriales y crecerá, en dimensiones peligrosas, hacia el futuro. El científico inglés Sebastian J. Hennige, profesor de la Heriot-Watt University de Inglaterra —quien fue el editor principal del informe—, afirmó: “cuanto más CO2 se libere de los combustibles fósiles a la atmósfera, más se disolverá en el océano”.
Dice el informe que el vínculo entre este fenómeno y las “emisiones antropogénicas de CO2 es clara, ya que en los dos últimos siglos, el océano ha absorbido una cuarta parte del CO2 emitido por las actividades humanas”.
La acidificación marítima —advierten los redactores del informe— es de una amplitud inédita y se ha producido con una rapidez jamás vista, por lo que “es inevitable que en los próximos 50 a 100 años tenga un impacto negativo a gran escala sobre los organismos y ecosistemas marinos”.
Eso se desprende, además, de los estudios y experimentos que numerosos científicos han hecho a bordo de barcos en los océanos y mares del planeta durante la primera década de este siglo.
Por eso los científicos claman por medidas urgentes para frenar la acidez de los océanos, puesto que ella daña los ecosistemas del mar, compromete su biodiversidad, altera la química de las aguas marinas, extingue algunas especies de peces y microrganismos marinos, vulnera los ecosistemas costeros y, por tanto, baja la productividad de las faenas de pesca, perjudica a las comunidades costeras que viven de los productos del mar y afecta a centenares de millones de seres humanos alrededor del planeta que dependen de los productos marinos para su alimentación.