Es el proceso de mejoramiento cualitativo de la organización estatal, de la eficiencia de su gobierno, de la <cultura política de su pueblo, de la participación ciudadana, del ejercicio de la libertad y del respeto a los derechos humanos. Este tema ocupó la atención de los científicos políticos norteamericanos en las décadas de los años 50 y 60 del siglo pasado, quienes hicieron estudios comparativos de las formas de gobierno, de las instituciones sociales, de los sistemas políticos, de las legislaciones constitucionales y de los métodos de participación popular entre diversos Estados, con la pretensión de establecer quiénes iban adelante en el camino del desarrollo político. Pero la tarea no fue fácil por la falta de parámetros de medición de la calidad de la organización social, dado que en este campo no hay, como en el económico, indicadores cuantitativos y cualitativos de validez general, tales como el producto interno bruto (PIB), o el ingreso per cápita (IPC), o el índice de desarrollo humano (IDH). No existen métodos objetivos y de aplicación general para medir el grado de bienestar social, de felicidad o de respeto a los derechos humanos que prima en una comunidad.
En términos generales se podría afirmar que los mayores índices de desarrollo político han alcanzado aquellos países que han sabido combinar las más altas dosis de libertad personal con las mayores proporciones de igualdad social y de seguridad económica. Valores éstos que, en muchas de las experiencias históricas, no han marchado juntos. En algunas de ellas se estableció la seguridad económica sobre las ruinas de la libertad política y, en otras, a la inversa, se afianzó la libertad política en medio de la desigualdad social y la injusticia económica. Estas soluciones incompletas no representaron grados mayores de desarrollo político porque no resultaba eficiente una organización social montada sobre el desprecio y la humillación del ser humano como tampoco lo era otra que, postulando derechos inasibles que se agotan en la gramática de las leyes, condenaba al hambre y a la pobreza a la mayor parte de sus integrantes. Ni la equidad económica entre cadenas ni la libertad de morirse de hambre. El desarrollo político apunta hacia una sociedad en que los seres humanos puedan actuar libremente y vivan con dignidad y seguridad. Deja de ser apetecible la equidad económica conseguida al precio de la renuncia a la libertad o la libertad de ganar salarios de hambre y dormir bajo los puentes. Estos valores no son intercambiables: la falta de libertad no puede compensarse con ingresos monetarios ni la pobreza puede suplirse con la libertad.
De lo dicho se desprende que el concepto de desarrollo político no sólo implica el avance en la organización y en la administrativo de la sociedad sino también el progreso de la conciencia social, de la ética y de la <cultura política. Es cierto que la inserción de la informática a las tareas administrativas del Estado y de las empresas privadas, en el seno de la moderna >sociedad del conocimiento, ha producido una verdadera “revolución administrativa” y ha dado lugar a un proceso de sofisticación y racionalización en la organización de la sociedad, de su gobierno, de las faenas de la producción y del trabajo social para obtener los mejores rendimientos. La aplicación de la informática a los procesos sociales contemporáneos ha producido un cambio fundamental en la organización de la sociedad. Pero el desarrollo político es más que eso: es también el avance de la conciencia, entendida no sólo como el reflejo del mundo exterior en el pensamiento del hombre sino también como la intelección —libre de duda por su claridad y distinción: por el clare et distincte, de que hablaba el filósofo y matemático francés René Descartes (1596-1650)— de la realidad y de los valores ético-sociales.
En el desarrollo político de los pueblos se pueden distinguir diferentes etapas aunque en modo alguno él sigue un avance lineal, puesto que puede sufrir estancamientos y retrocesos. En las sociedades primitivas el caudillo político era, a la vez, legislador, juez, jefe militar, hechicero y sacerdote. Ejercía un mando total y arbitrario. Todos los elementos del poder estaban concentrados en sus manos. Invocaba una serie de supersticiones para gobernar: decía descender de los dioses o personificarlos para ejercer un derecho divino de gobierno sobre los hombres. Ostentaba un poder mágico. Pero con el paso del tiempo y la acumulación de experiencia el poder se tornó gradualmente impersonal. Empezó a erigirse un “government of law and not of men”, como decían los constitucionalistas norteamericanos de fines del siglo XVIII. La comunidad ya no obedeció los designios caprichosos de los individuos sino los mandatos permanentes de la ley. El desarrollo político marcó el tránsito entre el poder arbitrario, sometido enteramente a la voluntad personal de quienes lo ejercían, y el poder reglado por normas jurídicas, sujeto a competencias, cuyos titulares no pueden hacer algo que previamente no esté autorizado por la ley. Uno de los índices para medir el desarrollo político de los pueblos es precisamente el grado de conversión del poder personal en el poder impersonal de la ley.
Pero este proceso de institucionalización del poder —que tiende a despojarlo de lo personal, lo caprichoso, lo omnímodo y lo incierto para convertirlo en un poder jurídicamente limitado y previsible— puede sufrir detenciones y aun retrocesos. La emergencia de los regímenes nazi-fascistas y comunistas en Europa durante la primera mitad del siglo XX, con ecos en otros lugares del planeta, representó una dramática retrogradación de todo lo andado en el camino del <constitucionalismo a partir de las revoluciones norteamericana y francesa de finales del siglo XVIII. Se produjo entonces lo que podría denominarse la desconstitucionalización de los Estados. El proceso de afirmación constitucional, que tan trabajosamente se había desarrollado desde fines del siglo XVIII, entró en un período crítico con la implantación de las monocracias nazi-fascistas y comunistas. En el >nazismo la voluntad del führer fue la suprema ley. Lo mismo ocurrió con el duce en el >fascismo italiano y con el caudillo falangista de España. En la otra orilla ideológica las cosas no fueron diferentes a pesar de las distintas invocaciones: el poder de Stalin y de otros jerarcas comunistas no tuvo límites.
El poder institucionalizado —signo de un alto desarrollo político— es el que, superando las veleidades personales en la vida de una sociedad política, se apoya sobre instituciones permanentes.
El <desarrollo es un concepto global. Abarca todos los elementos de la vida del hombre en >sociedad. Cuando se habla de “desarrollo económico” o “desarrollo social” se hace una abstracción y se separan elementos de un todo indivisible.
El desarrollo político, por consiguiente, es parte de ese todo y no se puede hablar de él sin hacer una extrapolación. Es un concepto complejo que abarca muchos elementos. Se resuelve, en último término, en la >institucionalización del poder y la racionalización de las instituciones políticas y sociales del Estado. Esto lleva a la estabilidad de los regímenes políticos y de las formas de convivencia de un >pueblo y a la obtención de mayor cúmulo de libertad junto con el mayor cúmulo de bienestar.
Un buen parámetro para medir el desarrollo político —talvez el mejor de cuantos pueden encontrarse— es el grado de sometimiento de un pueblo al Derecho. Mientras más vinculado está a la autoridad impersonal de la ley mayor es su desarrollo político. La historia del hombre y de la sociedad es la lucha por sustituir la caprichosa voluntad de las personas que ejercen el mando político por el imperio impersonal de la norma jurídica. Esto representa, para decirlo con palabras de un clásico español de la Ciencia Política, Adolfo Posada (1860-1944), "un esfuerzo mil veces secular para convertir el gobierno del más fuerte en un régimen jurídico, expresión de la justicia, en el cual el hombre no se impone al hombre ni se somete al hombre, sino que éste obedece a la ley, al Derecho formulado en normas".
Este proceso le ha tomado a la humanidad milenios y marca el grado de desarrollo político de las sociedades. Ha sido un tránsito esforzado para alejarse del imprevisible autoritarismo de la tribu y arribar al >Estado de Derecho.
Por supuesto que existen también otros indicadores del desarrollo político. El grado de diferenciación e independencia de las funciones gubernativas del Estado —plasmada en la división de poderes—, la solidez de las instltuciones democráticas, la separación del Estado y la Iglesia, el nivel de respeto a los derechos humanos, el grado de igualdad social y el sometimiento del poder militar al poder civil, son otros tantos índices del avance político de un pueblo.
El proceso de desarrollo político se reflejó también en las relaciones internacionales, que gradualmente sustituyeron la fuerza militar por el Derecho en la solución de los conflictos entre los Estados. La terminación de la >guerra fría fue un hito de gran importancia en este camino. Los procesos de integración económica y política rompieron barreras de secular hostilidad entre los países. Venciendo odios y rivalidades ancestrales, la formación de la Unión Europea —con la creación de órganos comunitarios de gobierno en algunas materias— señaló el camino del futuro orden internacional de paz y cooperación.
Creo que puede resultar útil para la mejor comprensión del concepto de desarrollo político —que es un fenómeno global— dar a conocer una experiencia personal. Olof Palme, el gran líder y gobernante socialdemócrata sueco del siglo XX —padre de la Suecia moderna, próspera y solidaria—, me honró allá por el año 1986 o 1987 con la invitación para que fuera uno de los oradores en la ceremonia inaugural de la convención anual de su Partido Socialdemócrata.
Esa experiencia fue para mí un postgrado en modestia y austeridad democráticas. El encuentro con Palme fue en un barrio peatonal de Estocolmo. Vino caminando solo por la estrecha calle peatonal, sin edecanes, guardias, ni escolta. Partimos hacia la ciudad de Vesteras, al noroeste de Estocolmo, donde era la convención, en un pequeño automóvil Saab —nada de limousines ni vehículos de lujo— e íbamos solamente el chofer y nosotros, sin escoltas, ni motocicletas, ni sirenas, ni clarines durante la hora y más de viaje.
Cuando ingresamos al gran coliseo en que había alrededor de cuatro mil delegados yo imaginaba la estruendosa ovación con que iba a ser recibido el mayor líder político sueco del siglo XX. Nada de eso ocurrió. Y comprendí entonces que mientras mayores son las parafernalias, las ceremonias, los himnos, los clarines y los honores, más cerca está una sociedad de la tribu primitiva, y que el desarrollo político, entre otras cosas, consiste en el abandono de esos aspavientos.
Di uno de los discursos más emotivos de mi vida pública. Dije que a lo largo del ejercicio de la cátedra universitaria de ciencia política en Ecuador, al afrontar el tema de la democracia, indefectiblemente se me preguntaba cuál era el país que había alcanzado mayor grado de desarrollo democrático —enseñaba yo que la democracia es una obra siempre inconclusa— y mi respuesta invariable era: Suecia, porque había conquistado las mayores dósis de libertad política, igualdad económica y seguridad social. Es decir, la <democracia tridimensional. Y que en ese momento, en que por primera vez veía con mis propios ojos la realidad sueca, me sentía muy contento de no haber mentido a mis estudiantes…