En la última década del siglo XX, en medio de la turbulencia de preocupaciones que conmovían al hombre contemporáneo, se marcó una tendencia muy definida hacia la búsqueda del desarrollo humano, que es mucho más que el desarrollo económico, que es más que la simple acumulación de bienes monetarios, que está más allá del consumo material y que se relaciona con una amplia gama de bienes tangibles e intangibles que, en conjunto, determinan la <calidad de vida de un pueblo.
Esta debe ser la meta prioritaria en la acción gubernativa de los países.
Durante mucho tiempo, a partir de la última guerra mundial, en que se acuñó el concepto de <desarrollo económico, la pregunta inevitable fue: ¿cuánto produce una sociedad? Y la respuesta se la dio siempre en términos econométricos del producto nacional. Hoy las preguntas son distintas: ¿cómo están los habitantes de un país? ¿cuál es su calidad de vida? Y las respuestas deben encontrarse en la forma en que se distribuyen los beneficios del progreso y en la manera cómo se provee a las necesidades fundamentales del ser humano que, según las definiciones del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), son la vida prolongada, saludable y creativa, los conocimientos, la seguridad social, la libertad política y los derechos garantizados.
Esta es la dimensión humana del desarrollo.
Antes la preocupación era de orden cuantitativo: referida a índices de producción nacional que se midieron siempre con fórmulas econométricas, falaces con frecuencia en los países de grandes contrastes.
Hoy la preocupación es de orden cualitativo: es el desarrollo humano entendido como la suma de libertad, dignidad humana, salud, seguridad jurídica, confianza en el futuro, estabilidad económica, bienestar, cultura, educación, medio ambiente sano, satisfacción por el trabajo desempeñado, buen uso del tiempo libre y una amplia gama de otros valores.
El crecimiento económico no supone por sí mismo y automáticamente desarrollo humano. Hay países que tienen altos índices de crecimiento y bajos niveles de desarrollo humano y, a la inversa, otros que registran exiguos ingresos per cápita y que sin embargo han conquistado apreciables índices de progreso humano. El crecimiento económico carece de sentido si no se refleja en la vida de las personas. Es un elemento necesario pero no suficiente para el desarrollo humano. El crecimiento es apenas un medio para la consecución del bienestar social como fin.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha incorporado desde 1990 una nueva fórmula para medir el grado de desarrollo humano de los países, en vista de que el >producto interno bruto (PIB) ni el >producto nacional bruto (PNB) sirven para este propósito porque no reflejan las realidades profundas de las sociedades.
Acudió al índice de desarrollo humano (IDH), que incorpora nuevos elementos a la medición y que combina indicadores cuantitativos y cualitativos. Esta nueva fórmula pretende ser la medida del bienestar de un pueblo, de sus condiciones integrales de vida, de su índice de felicidad. Ella contiene un summum de elementos diversos que forman la calidad de vida humana. Comprende tres elementos básicos: longevidad, conocimientos e ingreso. La longevidad se mide por la esperanza de vida al nacer que tiene cada persona. Los conocimientos se calculan por el nivel educacional, la alfabetización de adultos y la tasa combinada de matriculación primaria, secundaria y terciaria. Y el ingreso, por el caudal dinerario que percibe periódicamente cada familia, aunque no garantiza por sí solo una mejor calidad de vida. El ingreso alto indica, por supuesto, condicionamientos materiales para vivir mejor pero él es siempre una mera posibilidad que depende del uso que las personas den al dinero.
El organismo internacional añadió después —en su Informe de 1996— otros elementos a la medición para perfeccionar el método: la participación comunitaria, la potenciación de la capacidad de la gente, la cooperación y la interacción de las personas dentro de la comunidad, la promoción de la equidad y la sostenibilidad del desarrollo.
El PNUD entiende la seguridad como la protección ante los riesgos de la vida (delincuencia, violencia, enfermedad, represión política, perturbaciones sociales); la potenciación, como el aumento de la capacidad de la gente para desenvolverse en la comunidad, que abre más el abanico de sus opciones y amplía su libertad; la cooperación, como la interacción de las personas en el marco de la sociedad, que es una fuente de bienestar y proporciona sentido a sus vidas; la equidad, como la distribución de los recursos en forma desigual, de modo que los pobres reciban mayor y mejor atención que los ricos; y la >sustentabilidad, como la forma de desarrollo que no destruye la naturaleza ni compromete los derechos de las generaciones futuras para disfrutarla.
Con esta fórmula ha descubierto que no existe necesariamente una relación directamente proporcional entre ingreso y desarrollo humano. Tradicionalmente, Colombia, Costa Rica, Chile, Guayana, Madagascar y Sri Lanka —anota el PNUD— han logrado reflejar el nivel de su ingreso en las condiciones de vida de sus habitantes, y aun puede decirse que el progreso humano ha superado el nivel de sus ingresos, pero en otros países —como Angola, Arabia Saudita, Argelia, los Emiratos Árabes Unidos, Gabón, Guinea, Libia, Namibia, Senegal y Sudáfrica— su renta nacional va por delante del desarrollo humano de su población.
Esto demuestra que no siempre el nivel de ingresos de un país significa un avance en términos de desarrollo humano.
Con base en esta nueva fórmula el PNUD, en su informe del 2013, clasificó a los países en función de sus índices de desarrollo humano. Según este cuadro —que estudió 187 países—, Noruega estaba en el primer lugar en desarrollo humano, seguida de Australia, Estados Unidos, Holanda, Alemania, Nueva Zelandia, Irlanda, Suecia, Suiza, Japón, Canadá, Corea del Sur y los demás países. Por cierto que este cuadro es susceptible de pequeñas variaciones a través de los años. Los países desarrollados se turnan en los primeros lugares. De todas maneras, se nota muy claramente que el escalafón, en función del desarrollo humano, no coincide con el del producto interno bruto. Hay países que están adelante en la medición cuantitativa (PIB) y postergados en la cualitativa (IDH). Lo cual quiere decir que la distribución de su ingreso no es eficiente o que los recursos no están empleados en concordancia con las prioridades humanas.
En América Latina y el Caribe el país mejor situado fue Chile, que ocupó el puesto 40, seguido de Argentina (45), Bahamas (49), Uruguay (51), Cuba (59), Panamá (59), México (61), Costa Rica (62), Granada (63), Antigua y Barbuda (67), Trinidad y Tobago (67), Venezuela (71), Dominica (72), Saint Kitts y Nevis (72), Perú (77), San Vicente y las Granadinas (83) y Brasil (85). Los más atrasados fueron: Haití (161), Santo Tomé y Príncipe (144), Guatemala (133), Nicaragua (129), Honduras (120), Guyana (118), Paraguay (111) y Bolivia (108).
En el contexto total los países más rezagados fueron: Níger (187), República Democrática del Congo (186), Mozambique (185), Chad (184), Burkina Faso (183), Mali (182), Eritrea (181), República Centroafricana (180) y Guinea-Bissaud (179). Todos situados en África.
Para formular este escalafón del IDH el PNUD ponderó el progreso medio de los países en tres aspectos prioritarios del desarrollo humano: a) vida larga y saludable para su población, medida a través de la esperanza de vida al nacer; b) educación, medida a través de la tasa de alfbetización de adultos y la tasa bruta combinada de matriculación en nivel primario, secundario y terciario; y c) nivel de vida digno, medido a través del producto interno bruto per cápita.
En algunos países hay diferencias de desarrollo humano entre los grupos étnicos de la población. Unos tienen indicadores menores que la media general. Con frecuencia la desventaja se inicia al momento de nacer. Es singular el caso de los Estados Unidos: si sólo se tomara en cuenta a la población blanca, ese país ocuparía el primer lugar en el desarrollo humano, pero si sólo se contabilizara a la población negra, bajaría al puesto 31.
Algo parecido ocurre con Sudáfrica como resultado del <apartheid: su índice de desarrollo humano global, según cifras de 1994, fue 0,650 puntos. Pero éste se formó del promedio de 0,878 que tenía la población blanca y de 0,462 la población negra. Por tanto, si sólo se tomara en cuenta a los blancos Sudáfrica estuviera en el puesto 24 del escalafón; pero si sólo contaran los negros, bajaría al puesto 123.
El Legatum Institute —entidad privada de investigaciones sociales, con sede en Londres— inició en el año 2007 un nuevo método de medición del desarrollo humano al que denominó Índice de Prosperidad, que combina 79 variables económicas, sociales, políticas, culturales y científico-tecnológicas, que se subsumen en nueve índices básicos de la prosperidad y bienestar humanos: fuerza empresarial emprendedora y creadora de riqueza, sanas condiciones medioambientales, libertad personal, educación, salud, seguridad, gobernabilidad, eficacia y honestidad gubernativas e innovación tecnológica.
El Legatum Institute concibe a la prosperidad como la intuitiva percepción que la gente tiene de su felicidad dentro del grupo social, que va más allá del dinero y que es un valor inseparable de la forma de organización social democrática. Sostiene que “los países más prósperos en el mundo no son necesariamente aquellos que poseen un alto ingreso per cápita sino los que tienen además alegres, sanos y libres ciudadanos”.
En el Índice de Prosperidad Legatum 2011, entre 110 países estudiados, fue Noruega el más próspero, seguido de Dinamarca, Australia, Nueva Zelandia, Suecia, Canadá, Finlandia, Suiza, Holanda y Estados Unidos. En estos países se vive mejor y la riqueza está más equitativamente distribuida. Los países latinoamericanos más altamente situados fueron Uruguay (29), Chile (31), Costa Rica (34), Panamá (37), Argentina (39), Brasil (42), Trinidad y Tobago (47) y México (53). Y los peor ubicados en el escalafón de la prosperidad: Honduras (87), NIcaragua (86), Bolivia (85), Guatemala (84), Ecuador (83), El Salvador (77), Venezuela (73) y República Dominicana (72). Cierran la lista de los 110 países analizados: República Centroafricana (110), Zimbabue (109), Etiopía (108), Pakistán (107), Yemen (106), Sudán (105), Nigeria (104), Mozambique (103), Kenia (102), Zambia (101), Uganda (100), Camerún (99), Ruanda (98), Irán (97) y Tanzania (96).
El desarrollo humano está dado por la atención a las necesidades básicas de la población. Los indicadores tradicionales, todos ellos de carácter cuantitativo, no son hábiles para medirlo.
En la sociedad del conocimiento se ha creado un nuevo parámetro para medir el desarrollo, que los norteamericanos lo llaman connectivity. Es el número de computadores personales conectados a internet. Mientras mayor es el número de ordenadores per cápita incorporados a la red mayor es el grado de desarrollo de una sociedad.
Durante los últimos años ha habido una creciente preocupación por los efectos negativos que tiene el VIH/SIDA —el síndrome de inmuno- deficiencia adquirida— sobre el desarrollo humano. En un reciente estudio formulado por investigadores de la Universidad de Columbia y del Instituto Harvard para el Desarrollo Internacional se llegó a la conclusión de que, en la medida en que esta mortal enfermedad disminuye las esperanzas de vida, constituye un factor que conspira contra el desarrollo humano. Ella afecta especialmente a las personas entre 20 y 45 años de edad. En algunos países el retroceso ha sido especialmente severo. Han perdido varios años de progreso en el desarrollo humano por esta causa. Zambia ha perdido más de 10 años, Tanzania 8, Ruanda 7 y la República Centroafricana más de 6. Burundi, Kenia, Malawi, Uganda y Zimbabue han retrocedido entre tres y seis años en desarrollo humano.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) informó en noviembre del 2002 que, desde su descubrimiento en 1981, la enfermedad había matado a 20 millones de personas en el mundo y advirtió que a causa de ella morirán 70 millones en los siguientes 20 años, a menos que se descubran métodos para detenerla. Peter Piot, de la ONUSIDA, afirmó en esos días que ella era “una epidemia sin precedentes en la historia de la humanidad” y que, “de un problema médico puro, se ha convertido en un asunto de desarrollo económico y social, e incluso de seguridad”.
Según cifras de noviembre del 2002 proporcionadas por la Organización Mundial, en ese año 42 millones de personas estaban afectadas por el VIH, incluidas 29,4 millones de África subsahariana, donde tan sólo 30.000 tenían acceso al tratamiento.
La epidemia del SIDA en África subsahariana es verdaderamente dramática. Desde que apareció la enfermedad y hasta mediados del año 2000 habían muerto por esa causa 13 millones de africanos y se esperaba que 10 millones murieran en los siguientes cinco años. En Sudáfrica uno de cada cinco habitantes estaba infectado. En Zimbabue un tercio de los adultos era portador del virus y Botsuana, el país más afectado, tenía el 39 por ciento de los adultos infectados y la esperanza de vida había disminuido por debajo de los 40 años por primera vez desde 1950 y en el año 2010 fue de menos de 30 años. Las condiciones de salubridad en la región eran lamentables: menos de la mitad de la población tenía agua potable y sólo la mitad de los niños estaba vacunada contra la difteria, la poliomielitis y el tétanos. Debido a los niveles tan bajos de gasto en salud pública —34 dólares anuales por persona como promedio, comparados con los 2.485 dólares de los países desarrollados— la esperanza de vida en esta región se reducirá a 30 años hacia el final de la primera década de este siglo.
Sin embargo, con las cifras mejor logradas, el informe de ONUSIDA del año 2008, con base en el estudio de 147 países, estableció que, al 31 de diciembre del 2007, de los 33,2 millones de personas afectadas, 22,5 millones correspondían a África subsahariana, donde el 76% de las defunciones de ese año se debieron al SIDA. Lo cual significaba que el 68% de los adultos y el 90% de los niños afectados en el mundo vivían en esa región africana y que 1,7 millones de personas se infectaron en ese año.
Pero el papa Benedicto XVI, de espaldas ante esta tragedia mundial, declaró públicamente que “al sida no se puede superar con la distribución de preservativos”, ya que ellos, “por el contrario, agravan los problemas”. Lo hizo en su vuelo hacia Camerún el 17 de marzo del 2009, en lo que fue la etapa inicial de su primer viaje a tierras africanas. Lo cual, como era lógico, produjo una ola de reproches en el mundo entero. Fue durísima la reacción contra el pontífice en la opinión pública global. Muchos gobiernos protestaron. El gobierno conservador francés, presidido por Nicolás Sarkosy, condenó enérgicamente las palabras del papa. Su portavoz oficial en la Cancillería, Eric Chevallier, expresó que las frases del jefe de la Iglesia “ponen en peligro las políticas de sanidad pública y los imperativos de protección de la vida”. La ministra de Sanidad de Bélgica, Laurette Onkelinx, dijo que “estas declaraciones pudieran perjudicar años de trabajo de prevención del VIH”. Personeros del gobierno alémán declararon que “los preservativos tienen un papel decisivo en la lucha contra el sida en el África subsahariana, donde 22 millones de personas padecen la enfermedad”. El gobierno español se sumó a las críticas contra el papa. Su Secretario General de Sanidad, José Martínez Olmos, lo aconsejó entonar el mea culpa y rectificar sus recomendaciones “sobre la base de la evidencia científica”. Y España, como señal de protesta, envió un millón de preservativos al continente africano. La organización no gubernamental Actionaid calificó de “ciegas y desafortunadas” las palabras del pontífice romano y la asociación alemana de ayuda contra el sida DAH las tildó de “cínicas, ignorantes y de desprecio a la humanidad” y acusó al papa de “pecar no sólo contra los creyentes sino contra toda la humanidad”. Hasta organismos religiosos, como la ONG mexicana Católicas por Derecho a Decidir (CDD), manifestaron su “tristeza e indignación”. Los gobiernos latinoamericanos, en cambio, guardaron un vergonzoso silencio sobre el tema.
En el resto del mundo las cifras eran las siguientes: América del Norte 1,3 millones, América Latina 1,6 millones, el Caribe 230.000, Europa occidental y central 760.000, Europa oriental y Asia central 1,6 millones, África del norte y Oriente Medio 380.000, Asia oriental 800.000, Asia meridional y sudoriental 4 millones y Oceanía 75.000.
De ninguna manera puede el Estado declararse neutral ante el proceso económico de la sociedad. Sin la dinámica participación suya no puede alcanzarse el desarrollo humano. No son las leyes del mercado ni su “mano invisible” las que nos lo van a dar. Es cosa averiguada que este valor no entra en la esfera de preocupaciones de las fuerzas del mercado y que, por tanto, se necesita la vigorosa e insustituible acción estatal para promover los elementos que forman la <calidad de vida de un pueblo.
Sobra decir que el desarrollo humano forma parte de la <democracia tridimensional, es decir, de la democracia entendida no sólo como modo de gobierno sino como forma de organización social en la que se reconocen concretas y eficaces posibilidades de participación popular en la toma de decisiones políticas dentro del Estado y en el disfrute de los bienes y servicios que genera el trabajo colectivo.
En materia de intervención estatal en la economía la historia ha ido de bandazo en bandazo. Rara vez ha encontrado el punto de equilibrio. Del intervencionismo estatal en los tiempos del absolutismo monárquico —con el mercantilismo como su teoría económica— se pasó bruscamente a la teoría del >laissez faire postulada por el liberalismo triunfante de fines del siglo XVIII. Vinieron luego las ideas socialistas para impugnar furiosamente la teoría económica liberal y buena parte de la humanidad fue a parar en el otro extremo: el de la estatificación absoluta de los medios de producción. Finalmente, con el colapso de los países marxistas, a comienzos de los años 90 del siglo anterior se pasó traumáticamente —como una suerte de reacción vengativa contra la tesis de la intervención estatal— a la >privatización indiscriminada de los instrumentos productivos.
Me parece que en ninguno de estos extremos está la verdad. La economía centralmente planificada ni la economía capitalista de mercado han demostrado ser eficientes. La una ha fallado por el flanco económico y la otra por el social. Hay que buscar, con los pedazos de verdad que encierran las tesis contendientes, una solución nueva al problema del subdesarrollo económico, de la injusticia social, de la opresión política y de la ineficiencia gubernativa.
¿Qué hacer con el Estado? ¿Desmantelarlo como hicieron los liberales? ¿Endiosarlo como pretendieron los fascistas? ¿Aniquilarlo como postularon los anarquistas? ¿Llevarlo al museo de antigüedades, como afirmaron los marxistas? ¿O esterilizarlo, como quieren los neoliberales? ¿Qué hacer con el Estado? La solución más racional parece ser la de utilizarlo como instrumento del desarrollo humano y remodelarlo para que pueda cumplir con su misión.
El debate sobre la reforma del Estado en América Latina tiene que liberarse de las influencias emocionales que en el pasado llevaron a dar bandazos. La reacción rencorosa contra la estatificación no debe conducir, sin escalas intermedias, hacia el otro extremo: la privatización irreflexiva.
El desmantelamiento del Estado y la amputación de sus elementales facultades de regulación del proceso económico permiten que, en lugar de la “mano invisible” a la que se refería Adam Smith, funcione la “mano visible” de los ventajistas, especuladores, agiotistas, acaparadores y toda esa gente de mal vivir económico que hace y deshace en las economías desguarnecidas.
No hay noticia de países que tengan una economía poderosa y un Estado débil. Los Estados Unidos de América, los países de la Unión Europea, el Japón, los emergentes países de Asia sudoriental, todos ellos tienen aparatos estatales con vigorosas facultades de regulación sobre la economía. En el mundo industrializado el Estado ha sido el promotor del desarrollo, ya con su gestión directa en áreas productivas claves o que requieren mucha inversión, ya con el aliento o desaliento a determinadas actividades económicas, ya con la expedición de normas para potenciar la acción creativa de los agentes económicos privados.
Los más importantes procesos de la economía en los países desarrollados de Occidente tienen al Estado como su principal protagonista. La reconstrucción de Europa después de la última guerra tuvo en la autoridad pública al más importante actor económico, fue por iniciativa estatal que se integró la Comunidad Europea como instrumento del desarrollo de los doce países originalmente y hoy de los veintisiete, el gobierno japonés fue el que decidió impulsar el proyecto de computadoras de la quinta generación para dar a su país el liderazgo de la tecnología de punta. Y si volvemos la vista hacia el pasado podremos ver que los grandes hechos económicos —desde el descubrimiento de América hasta la conquista del espacio— se debieron a iniciativas de gobierno.
No puede el Estado renunciar a su deber de conciliar y armonizar los intereses contrapuestos que bullen dentro de la sociedad, ni mantenerse impasible frente a las deformaciones del mercado ni dejar de velar por intereses sociales que no merecen la atención de las fuerzas mercantiles, como la defensa del medio ambiente, la explotación racional de los recursos naturales, la justicia social, la promoción de la cultura y todo ese amplio espectro de valores tangibles e intangibles que forman parte del desarrollo humano.