Nacido del movimiento intelectual y de las tribulaciones sociales de la segunda postguerra, el concepto de desarrollo formó parte de las nuevas ideas e inquietudes que agitaron el espíritu de los hombres después del impacto de la conflagración mundial. Hubo una toma de conciencia de los desniveles económicos en que estaban situados los individuos dentro de los Estados y los Estados en el concierto internacional. Nació entonces la teoría del desarrollo y, por contraste, también la teoría del subdesarrollo, con todas sus múltiples implicaciones de dominación y dependencia.
Se empezó a hablar de países desarrollados y países subdesarrollados o, para utilizar el socorrido eufemismo de quienes no gustan llamar a las cosas por su nombre, de países “en vías de desarrollo” (developing countries). Nació de esto la idea de la <dependencia en que están las economías periféricas respecto de las centrales. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en el ámbito latinoamericano, señaló el creciente deterioro de los >“términos de intercambio” entre los países centrales y los periféricos. Y vino toda una teoría de la dominación y de la dependencia internacionales y del papel que en ellas juega la división internacional del trabajo.
Se abrió así un nuevo capítulo de la ciencia económica llamado a estudiar las causas, características y efectos del desarrollo y, correlativamente, los antecedentes, las peculiaridades, los conflictos y las carencias de la estructura del atraso de los países pobres, o sea estudiar lo que, parafraseando a Adam Smith, pudiera llamarse las causas de la pobreza de las naciones.
Como ha ocurrido con frecuencia en la problemática social, el fenómeno del desarrollo nació mucho antes que su teorización científica. Los orígenes de los hechos que lo configuran se remontan a la primera revolución industrial de comienzos del siglo XIX, en la cual, como escribió John Maynard Keynes, emergieron sucesivamente “el carbón, el vapor, la electricidad, el petróleo, el acero, la goma, el algodón, las industrias químicas, la maquinaria automática y los métodos de producción en serie, la radio, la prensa, Newton, Darwin, Einstein y millares de hombres y cosas demasiado famosos”, que impulsaron fuertemente el desarrollo en Europa occidental y en Norteamérica. A partir de esa época, al compás del avance de la ciencia y la tecnología, empezaron a darse los fenómenos estructurales que más tarde se conocieron con el nombre de desarrollo.
Se han dado diversas definiciones sobre desarrollo. El economista estadounidense Paul A. Samuelson (1915-2009) ha dicho que es “el proceso por el cual los países elevan su producción per cápita, mejorando las técnicas de producción o las cualificaciones de los trabajadores”. Michael P. Todaro, economista norteamericano, sostiene que es “la elevación de los niveles de vida de los individuos, es decir, de sus niveles de ingreso y de consumo”. El pensador inglés Roger Scruton dice que el desarrollo es un proceso de crecimiento del ingreso per cápita acompañado de fundamentales cambios en la estructura económica para generar ese crecimiento. el economista y demógrafo ruso-estadounidense Simon Kuznets (1901-1985) también asoció, en el marco conceptual del desarrollo, el incremento del ingreso con los cambios estructurales y las transformaciones sociales que son necesarios para producirlo. Muchos analistas económicos vincularon el desarrollo con la >industrialización y con el progreso tecnológico. Ese fue el caso de la CEPAL en América Latina y de los economistas Paul Rosenstein-Rodan (1902-1985) y Kurt Mandelbaum (1904-1995), con su mirada puesta en los países del este y sudeste de Europa. El Banco Mundial define al desarrollo como “el aumento sostenido de los estándares de vida, lo cual comprende consumo material, educación, salud y protección del medio ambiente”.
En todo caso, el desarrollo entraña una tendencia duradera y sostenida hacia el avance científico-tecnológico, la acumulación del capital, la hipertrofia de los sectores secundario y terciario de la producción —hacia donde concurre mayoritariamente la fuerza de trabajo—, la expansión del comercio exterior, la tecnificación de los servicios públicos, la equidad social y la elevación de las condiciones de vida de una sociedad. El desarrollo presupone el crecimiento económico, pero es más que eso puesto que es un fenómeno no sólo cuantitativo sino también cualitativo. Me explico mejor: el crecimiento es condición necesaria pero no suficiente para el desarrollo, ya que deben darse también la distribución del ingreso y una serie muy amplia de elementos cualitativos referidos a la calidad de vida de la gente.
El economista norteamericano Walter W. Rostow (1916-2003) fue uno de los que más sistemáticamente ha estudiado el tema del desarrollo. Lo entendió como el proceso de avance rápido y estable de una economía. Distinguió en él cinco etapas. Su punto de partida fue la sociedad tradicional “cuya estructura es determinada por funciones de producción limitadas, fundadas en la ciencia y en la tecnología prenewtonianas y en actitudes prenewtonianas respecto del mundo físico”. No es que la sociedad tradicional no avance. Lo que ocurre es que en ella los cambios se procesan muy lentamente. Su nivel de productividad es muy bajo, la mayor parte de la población trabaja en la agricultura, la movilidad social es incipiente, el poder político está controlado por los dueños de la tierra. La segunda etapa de Rostow es una fase de transición alentada por una ciencia experimental que avanza y un cierto ensanchamiento de los mercados internacionales. Son más bien factores exógenos, provenientes de las economías desarrolladas, los que impulsan el crecimiento. Esa presión externa a veces asumió la forma de <colonialismo y de ocupación militar, que a pesar de todo fueron, según Rostow, el punto de partida de un nuevo proyecto de vida. La tercera es una etapa en la que ocurren cambios cualitativos tanto en las estructuras económicas de la sociedad como en el comportamiento de sus miembros. En esta etapa se produce el llamado >despegue de la economía, para el cual son necesarias tres condiciones: la elevación del coeficiente de la inversión productiva, la implantación de industrias que se expandan a ritmos acelerados y la presencia de un aparato político y social moderno. La cuarta etapa es la continuación del despegue hacia una situación “en que la economía aplica con toda efectividad la gama de técnicas modernas disponibles sobre el conjunto de los recursos”. Ella entraña importantes modificaciones en la composición de la población activa, según Rostow, y despeja el camino hacia la preeminencia social del grupo de gerentes y empresarios. De allí arranca la quinta etapa, que el economista norteamericano llama “la era del consumo en masa”. En este período se produce una enorme <acumulación de riqueza, que generalmente se canaliza hacia una política de poder e influencia en el exterior —el >imperialismo—, la formación del Estado benefactor y el consumo en gran escala.
A partir de estas ideas, y no obstante que el desarrollo es un concepto integral y no solamente económico, generalmente se considera que él se manifiesta en un alto grado de industrialización, migración de la fuerza de trabajo hacia las áreas manufactureras, desenvolvimiento del sector terciario de la economía, altos grados de avance del conocimiento y la información, división del trabajo, altas tasas de ahorro e inversión, utilización de moderna tecnología en las tareas de la producción, elevados ingresos per cápita, consumo masivo y altos niveles de vida de la población.
Uno de los signos preponderantes del desarrollo es la saturación de bienes de consumo en la sociedad: en las colectividades avanzadas hay casi un automóvil por cada dos personas y el 90% de los hogares tiene refrigeradora, lavadora de ropa, secadora, televisor, radiorreceptor, aspiradora, plancha eléctrica, tostadora y otros modernos artefactos de uso doméstico.
En la sociedad del conocimiento de nuestros días han entrado en juego nuevos parámetros para medir el grado de desarrollo de una sociedad, tales como el volumen del tráfico telefónico, la cantidad de computadores personales en servicio y el número de usuarios de >internet. Los norteamericanos han creado una nueva palabra para designar el índice de computadores personales conectados a internet: connectivity. En función de este factor el mundo se divide entre países “conectados” y países “no conectados”. Mientras mayor es el número de ordenadores per cápita incorporados a la red mayor es el grado de desarrollo de un país. Las estadísticas a principios del siglo XXI señalaban que solamente el 5% del total de ordenadores del mundo y apenas el 5% de los usuarios de internet pertenecían a los países subdesarrollados y que el 80% del tráfico telefónico mundial se concentraba en sólo dos rutas: Norteamérica-Europa y Norteamérica-Sudeste de Asia. Todo lo cual nos permite afirmar que la tecnología informática y las telecomunicaciones están creando nuevas brechas entre las economías ricas y las pobres.
En el mundo moderno el desarrollo implica el libre y masivo acceso de la población al conocimiento, a la información y a la intercomunicación entre personas y comunidades geográficamente separadas. El nivel de conexión con internet es uno de los parámetros primordiales para medir el avance de los países. A mediados del año 2016 el total de usuarios de internet en el mundo llegaba a 3.585'749.340, de los cuales correspondían a China 742'261.240, Estados Unidos 312'322.257, India 243'000.000, Brasil 120’773.650, Japón 118’626.672, Rusia 98’567.747, Alemania 79’127.551, Indonesia 72’412.335, Nigeria 71'300.000, México 62'452.199, Inglaterra 61'766.690, Francia 60'421.689, Italia 54'798.299, Turquía 52'382.850, Egipto 48'211.493, Irán 42'112.274, Corea del Sur 45'314.248, Filipinas 44'275.549, España 30’654.678, Vietnam 30’516.587, Bangladesh 43'876.223, Argentina 41'586.960, Ucrania 40'912.381, Canadá 36'397.891, Pakistán 34'128.972 y en dimensiones menores los demás países.
En términos porcentuales de población conectada a la red las cifras eran diferentes y demostraban con mayor evidencia la brecha digital. En el primer lugar estaba Suecia con el 98,9% de su población conectada, seguida de Bahrein con el 98,6%, Dinamarca 98,3%, Holanda 97,8%, Noruega 97,2%, Finlandia y Australia 97,1%, Nueva Zelandia 96,8%, Canadá y Emiratos Árabes Unidos 96,7%, Suiza y Corea del Sur 96,4%, Qatar 95,5%, Alemania 94,6%, Bélgica 93,4%, Argentina 92,7%, Kuwait 92,5%, Austria 92,4%, Letonia 94,2%, España 91,7%, Japón 91,6%, Lituania 91,5%, Estados Unidos 91,4%, Inglaterra 90,8%, Francia 90,6% y los demás países.
China tenía el 60,4% de conectividad.
Los últimos lugares estaban ocupados por Etiopía con el 1,9% de conectividad, República Democrática del Congo 2,2%, Costa de Marfil 5,2%, Mozambique 5,9% y Afganistán 5,9%.
Los más rezagados de América Latina eran Haití con el 18,2%, Honduras 18,6%, Guatemala 18,7% y El Salvador 28,5%.
Los idiomas mayormente empleados en internet eran en ese año: el inglés 25,9%, el chino 20,9%, el español 7,6%, el portugués 3,9%, el japonés 3,4%, el ruso 3,1%, el malayo 2,9%, el francés 2,9% y el alemán 2,5%.
Hay, sin duda, una relación directamente proporcional entre el nivel de desarrollo económico y los índices de conexión a la red.
El grado de desenvolvimiento e importancia de la clase media en el contexto económicosocial de un país es también un índice del desarrollo. Hay una constante relación entre el estatus de la clase media y el desarrollo. Mientras más avanzado es un país más grande es su clase media. En el Japón, por ejemplo, la clase media representa aproximadamente el 89% de la población, en Suecia y Suiza el 80%, en Alemania el 75% y en Estados Unidos el 50%. En cambio, en los países subdesarrollados la clase media es tan incipiente, débil y fraccionada que no puede hablarse propiamente de clase media sino de <capas medias.
Pero esta descripción en modo alguno es completa. El desarrollo —igual que el >subdesarrollo— es una operación que abarca todos los elementos de la vida de la comunidad y no solamente los económicos.
Lo cual nos lleva a distinguir el crecimiento del desarrollo, que no son conceptos iguales. El crecimiento es la mera expansión del aparato productivo, el desarrollo es eso más la justa distribución de sus beneficios. El crecimiento es, por tanto, un concepto de orden cuantitativo, referido a la cantidad de la producción y al incremento de la productividad, mientras que el desarrollo es un concepto cualitativo que tiene que ver con la distribución del ingreso y la calidad de vida de la comunidad.
El crecimiento se logra por la acción espontánea de los agentes económicos privados espoleados por su afán de lucro. Cada uno de ellos concurre al proceso productivo en búsqueda de su individual prosperidad y la suma de estas acciones produce el crecimiento de la economía. El desarrollo, en cambio, es una operación planificada, deliberada, inducida y eventualmente coactiva de la autoridad pública. No se da de manera espontánea. Los agentes económicos privados no están dispuestos de modo natural a la distribución de los beneficios de su actividad. Son la ley y la autoridad las que les obligan a hacerlo. Por eso hablo de una operación deliberada y eventualmente coercitiva, porque la producción puede lograrse de modo casi natural pero la distribución, en la medida en que choca contra el interés individual de los agentes económicos privados, requiere la intervención del poder político.
En América Latina ha resultado muy difícil combinar crecimiento con equidad. Ningún país lo ha logrado en los últimos cincuenta años. En algunos países ha habido períodos de altos niveles de crecimiento no acompañados de niveles equivalentes de equidad. Ha sido, en realidad, el crecimiento de enclaves económicos rodeados de pobreza creciente y el aumento de las disparidades sociales.
Para ponerlo esquemáticamente, el desarrollo tiene tres componentes principales: la productividad, o sea el mayor rendimiento por unidad de factor de producción; la equidad, entendida como justicia social e igualdad de oportunidades; y la sostenibilidad, que tiende a asegurar los derechos de las futuras generaciones sobre los bienes de la naturaleza.
Crecimiento o desarrollo pueden ser los objetivos de la política económica de un Estado, dependiendo de la ideología de su gobierno. La >ideología dice lo que hay que hacer y para quién desde el poder. Las tendencias conservadoras, liberales y neoliberales ponen énfasis en el crecimiento; las socialistas y socialdemócratas, en el desarrollo, que por lo general implica cambios sociales para la remover los obstáculos que impiden la realización de la equidad económica y del >desarrollo humano.
En los años 50 del siglo XX, a raíz del proceso de descolonización de algunos de los países del mundo subdesarrollado y de su creciente participación en la política mundial, la tesis del desarrollo como derecho humano se incorporó al debate público. El primer reconocimiento del derecho al desarrollo, cuyo ejercicio se atribuyó a los pueblos y no a los individuos, se dio en el Convenio Africano sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos aprobado por la Unión Africana en Banjul, capital de Gambia, en 1981. Posteriormente, en 1986, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaracion sobre el Derecho al Desarrollo, en medio de una cierta preocupación de los Estados industrializados que temían que aquel fuera un “derecho a todo”, exigible por los países subdesarrollados y sus ciudadanos a los países ricos, en demanda del cumplimiento de las condiciones que hagan posible el desarrollo social, político, económico y cultural de los primeros. Su primer artículo establecía que “el derecho al desarrollo es un derecho humano inalienable en virtud del cual todo ser humano y todos los pueblos están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y las libertades fundamentales”. Este derecho “implica también la plena realización del derecho de los pueblos a la libre determinación” y su “plena soberanía sobre todas sus riquezas y recursos naturales”. En 1993 la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, que reunió a 171 Estados, adoptó la Declaración y el Programa de Acción de Viena que consagró el derecho al desarrollo como un “derecho humano inalienable, del cual cada ser humano y todos los pueblos deben gozar por virtud propia”. Más tarde los jefes de Estado y de gobierno reunidos en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York del 6 al 8 de septiembre del 2000 aprobaron la denominada Declaración del Milenio en la que ratificaron la vigencia de los objetivos del desarrollo y la erradicación de la pobreza en todos los pueblos del mundo junto con la necesidad de sumar esfuerzos para “hacer realidad para todos ellos el derecho al desarrollo y a poner a toda la especie humana al abrigo de la necesidad”.
En el financiamiento del desarrollo en América Latina se pueden distinguir tres etapas: la que lo fundó en la explotación irracional de los recursos naturales, la que obtuvo recursos del endeudamiento externo y la que pretende financiarlo con la venta de los activos estatales. Nunca se acudió seriamente a la tributación como fuente de recursos. La carga fiscal en los países latinoamericanos es notablemente menor a la europea o asiática mientras que la evasión es mucho mayor.
Una de las bases del desarrollo es la tecnología, o sea la aplicación de los conocimientos científicos a las tareas de la organización social y de la producción.
Todo se resume hoy en la palabra >tecnología.
Las diferencias entre los países desarrollados y los subdesarrollados en el campo de la ciencia y de la tecnología son aun mayores que las que existen en lo económico. Según el Club de Roma —que es la organización de pensadores creada en 1968 para estudiar los problemas del planeta y vislumbrar el futuro de la humanidad— aproximadamente el 95% de la investigación científica y tecnológica del mundo se realiza en los Estados desarrollados. Esta desproporción determina una creciente brecha en el ritmo de progreso de los países y la consecuente agudización de las relaciones de dependencia. Se da un verdadero círculo vicioso. La capacidad productiva de los países pobres no puede incrementarse sin una sólida infraestructura científica y tecnológica pero ésta no existe sin los recursos financieros procedentes del desarrollo. La forma de salir de este punto muerto es uno de los tantos desafíos que arrostran los países atrasados.
La investigación científica y tecnológica es factor clave para el desarrollo económico, social y humano. Según datos del año 2011, los doce países del mundo que más invirtieron en investigación y desarrollo fueron: Israel con el 4,2% de su producto interno bruto (PIB), Japón el 3,3%, Suecia el 3,3%, Finlandia el 3,1%, Corea del Sur el 3%, Estados Unidos el 2,7%, Austria el 2,5%, Dinamarca el 2,4%, Taiwán el 2,3%, Alemania el 2,3%, Suiza 2,3% e Islandia el 2,3%.
Todo se condensa en la tecnología. No en vano el dominio de ella produjo dos >revoluciones industriales: la de las grandes máquinas que se inició en el siglo XIX y la revolución electrónica de nuestros días. Ambas diseñaron, en épocas distintas, sus respectivos órdenes económicos internacionales.
La penetración de la microelectrónica en todas las fases de la industria —desde el diseño al embalaje— y en la operación de oficinas y centros de producción ha dado gran impulso a la economía al mismo tiempo que ha liberado al ser humano de muchos de sus esfuerzos productivos. El microprocesador chip de silicio, extremadamente miniaturizado, ha tornado factible proporcionar cerebro y memoria a cualquier aparato diseñado por el hombre. Cada vez aparecen nuevas generaciones de robots inteligentes, capaces de ver y de sentir al tacto, que sustituyen al hombre en muchas de sus faenas de producción, especialmente en las repetitivas y aburridas, que envilecen la inteligencia humana, y en las que entrañan peligro o demandan extremada precisión.
La tecnología electrónica ha entrado en una etapa de crecimiento exponencial en cuanto a la potencia y capacidad de los ordenadores. Después de haber producido ordenadores de la primera a la cuarta generación, busca los ordenadores de la quinta y sexta generaciones. Esto vuelve impredecibles sus efectos sobre la industria, la economía y la sociedad del futuro. Los avances científicos y tecnológicos ocurren con vertiginosa velocidad. Hace no mucho tiempo, en 1903, la máquina voladora de los hermanos Wright logró mantenerse en el aire por 59 segundos y recorrer 852 pies de distancia; en 1969 un hombre llamado Neil Armstrong posó sus plantas en la Luna; y el 7 de abril del 2010 en el aeropuerto de Peyerne en Suiza, el Solar Impulse, alimentado exclusivamente por energía solar, voló durante hora y media a mil metros de altura y fue el primer avión impulsado por energía solar. Este avance se produjo en apenas 106 años.
Sin embargo, el desarrollo científico y tecnológico tiene también elementos preocupantes. Por falta de designios éticos, buena parte de la ciencia se ha puesto al servicio de la destrucción, de la muerte e, incluso, de la enfermedad a través de las armas químicas y bacterianas. Los avances de la ciencia no siempre han ido acompañados de regímenes de libertad y la tecnología moderna con frecuencia ha servido los intereses del despotismo político. No ha sido posible hasta la fecha proscribir a los tiranos, autócratas y fanáticos políticos ni tampoco lograr índices apreciables de equidad. La autoridad pública no ha podido todavía liberarse de las viejas taras de la intolerancia. La democracia ha avanzado pero no ha triunfado definitivamente. Y la ética del poder está todavía muy atrasada con relación a los avances de la ciencia.
Un grupo de expertos no gubernamentales norteamericanos, bajo la dirección de la Central Intelligence Agency (CIA) y del National Intelligence Council, hizo en el 2000 una prognosis del mundo hacia el año 2015. En el documento, titulado Global Trends 2015 (Tendencias Globales 2015), afrontó una serie de temas de importancia global: agua, energía, recursos naturales, medio ambiente, demografía, salud, ciencia y tecnología, economía global y globalización, crisis económicas, mercados emergentes, tecnología digital, biotecnología, conquista del espacio, distribución del ingreso, gobernabilidad, organizaciones del crimen, narcotráfico, conflictos internos e internacionales del futuro, armas de destrucción masiva, terrorismo transnacional y otros. Se analizó también la situación futura de las diversas regiones del planeta: sudeste de Asia, Rusia y Euroasia, Oriente Medio, China, India, África del norte, África del sur del Sahara, Europa, Estados Unidos y su hegemonía mundial, Canadá y América Latina.
Afirma el documento que el del futuro será un planeta lleno de asimetrías, desigualdades e injusticias, cuyas regiones marcharán a velocidades diferentes. En los siguientes quince años los países más débiles de América Latina, especialmente los de la subregión andina, se retrasarán aun más en su desarrollo. La incapacidad de los gobiernos para procesar eficazmente las demandas populares, y, además, el imperio del crimen, la corrupción, el tráfico de drogas y la violencia provocarán reveses y retrocesos en sus incipientes democracias.
Hacia el 2015 —concluyen los científicos norteamericanos— algunos países de América Latina —México, Argentina, Chile, Brasil— habrán construído instituciones democráticas más consistentes, pero en otros la violencia, la corrupción, la profundización de la pobreza, el narcotráfico y la ineptitud de los gobiernos para corregir la desigualdad del ingreso ofrecerán un campo fértil para la emergencia de políticos populistas y autoritarios.
El Institute for Economics and Peace (IEP) —entidad internacional de investigaciones sociales sin fines de lucro fundada en el 2007, con sede en Sydney y Nueva York— formula anualmente su Índice Global de Paz, en el que incluye el escalafón de los países en función del nivel de sus conflictos internos e internacionales. Lo hace con la combinación de veintitrés indicadores cuantitativos y cualitativos que miden la paz, entre ellos: procesos económicos, número de pobres, homicidios por cada cien mil habitantes, nivel de estabilidad política y tolerancia social, grado de corrupción, relaciones con los países vecinos, guerras internas y externas, nivel de respeto a los derechos humanos, número de personas encarceladas, gastos en armamento y equipo militar, volumen de las fuerzas militares y policiales y otros indicadores.
El IEP sostiene que el desarrollo económico y la paz están íntimamente relacionados y que, en la economía de la paz, la concordia social favorece el progreso, la equidad y la formación de sociedades incluyentes.
En su reporte del 2012, tras estudiar 158 países, estableció el orden de ellos en función de la paz. Los primeros diez fueron: Islandia, Dinamarca, Nueva Zelandia, Canadá, Japón, Austria, Irlanda, Eslovenia, Finlandia y Suiza. Europa occidental volvió ser la región más segura y tranquila del mundo con siete países entre los diez primeros. Los diez peor ubicados fueron: Somalia, Afganistán, Sudán, Irak, República Democrática del Congo, Rusia, Corea del Norte, República Centroafricana, Israel y Pakistán.
En América Latina y el Caribe los mejor situados fueron: Chile, Uruguay, Costa Rica, Argentina, Panamá, Guyana, Cuba, Paraguay y Perú. Y los diez más violentos: Colombia, México, Honduras, Guatemala, Venezuela, Jamaica, El Salvador, Haití, Trinidad y Tobago y República Dominicana.
No obstante, el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), en su informe de diciembre del 2012, sostuvo que Venezuela —bajo el gobierno del teniente coronel Hugo Chávez— fue el país más violento e inseguro de América Latina y el Caribe durante ese año, en que se produjeron 21.692 homicidios, lo cual significó un índice de 73 por cada cien mil pobladores. El distrito federal de Caracas, con 122 asesinatos por cada cien mil habitantes, fue el más violento de Venezuela, seguido por los estados de Miranda con 100 homicidios, Aragua 92, Vargas 83 y Carabobo 66.
El IEP sostuvo que en el 2012 la violencia política y el terrorismo disminuyeron ligeramente en relación con el año anterior, a excepción del Oriente Medio y del norte de África. Señaló también que en ese año disminuyó el gasto militar con relación al producto interno bruto de los países y que seis de los principales gastadores en armas —Brasil, Francia, Alemania, India, Reino Unido y Estados Unidos— recortaron en ese año sus presupuestos de defensa. Aseguró que el potencial beneficio económico de un mundo totalmente pacífico sería de 9 trillones de dólares anuales y que una baja anual del 25% en los niveles de violencia política y terrorismo mundiales sumaría al menos 2,25 trillones de dólares. Estos podrían ser los respectivos dividendos anuales de la paz.
Desde un punto de vista diametralmente diferente, otros pensadores y analistas políticos, con la mirada puesta en el futuro del planeta, plantean el decrecimiento de la economía global como la única solución compatible con los permanentes intereses de la humanidad.
En orden a alcanzar el objetivo del decrecimiento, el economista ecuatoriano Alberto Acosta, en su trabajo "Decrecimiento, un reto a la imaginación" —que forma parte del libro "Decrecimiento, un vocabulario para una nueva era" (2015), cuyos trabajos representan, según se dice en su prólogo, una "alternativa a la acumulación capitalista"—, escribe que "el crecimiento económico no garantiza la equidad, ni la felicidad. Hay que desarmar, entonces, tanto la economía del crecimiento, como la sociedad del crecimiento. Y, simultáneamente, hay que construir otros patrones de producción y de consumo". Agrega: "Si las economías, sobre todo en el Norte Global van a decrecer, su demanda de materias primas tenderá a disminuir. Por lo tanto, mal harían los países del Sur si siguen sosteniendo sus economías con crecientes exportaciones de materias primas. Entonces, también en estos países hay que abordar con responsabilidad el tema del crecimiento. Al menos aquí ya se ha entendido que el crecimiento económico no es sinónimo de desarrollo".
Afirman los investigadores Giorgos Kallis, Federico Demaria y Giacomo D’Alisa, en el mencionado libro: "Estas nowtopías desde las bases comparten cinco características. Primero, hay un desplazamiento de la producción para el intercambio a la producción para el uso. Segundo, hay una sustitución del trabajo asalariado por la actividad participativa voluntaria, lo que implica una desmercantilización y una desprofesionalización de la mano de obra. Tercero, siguen una lógica a través de la cual se favorece la circulación de bienes, al menos parcialmente, mediante un intercambio recíproco de 'dones' en lugar de la mera búsqueda de beneficio. Cuarto, a diferencia de la empresa capitalista, no tienen una dinámica integrada tendente a la acumulación y la expansión. Quinto, son resultado de procesos de 'puesta en común'; las conexiones y relaciones entre los participantes conllevan un valor intrínseco en y por sí mismas. Estas prácticas son no capitalistas: disminuyen el papel de la propiedad privada y del trabajo asalariado. Son nuevas formas de procomún".
Quienes sustentan estas tesis afirman que el sistema económico basado en el crecimiento ilimitado es insostenible. El cambio climático y los desórdenes del clima son fruto del crecimiento ilimitado que propugnan los sectores más dinámicos y enriquecidos del empresariado privado mundial, que están conduciendo al planeta hacia la catástrofe global. El desarrollo en el siglo XXI es un sistema "biocida", es decir, un sistema que mata, que extermina la vida.
Con motivaciones tan generosas como utópicas, en la década de los 70 comenzó en Europa el debate sobre la fórmula del decrecimiento de la economía y en el año 2000 se inició en Lyon, Francia, el activismo y la militancia en torno al tema, ya que, según sus propulsores, las sociedades actuales viven "embrujadas" por el crecimiento. En julio del 2001 Bruno Clémentin y Vincent Cheynet, residentes en la ciudad francesa de Lyon, lanzaron la expresión "decrecimiento sostenible". Y a principios del 2007 grupos ecologistas fundaron en Barcelona el colectivo Entesa pel Decreixement para luchar por la nueva tesis en búsqueda de la sanidad del planeta y de la seguridad de la vida humana. Y declararon su oposición frontal a todas las formas de capitalismo, que impulsan el crecimiento, la producción y el consumo ilimitados.
Ellos proponen el decrecimiento como la única solución para la conservación del equilibrio planetario y el desarrollo armónico de las especies humana, animal y vegetal.
Propugnan, por tanto, un cambio en el "metabolismo" social puesto que, según afirman los investigadores Giorgos Kallis, Federico Demaria y Giacomo D’Alisa —en su trabajo "Decrecimiento", que forma parte del mencionado libro—, "la mercantilización, que es una parte esencial del crecimiento, está erosionando la sociabilidad y las buenas costumbres" y "el crecimiento es, además, ecológicamente insostenible" porque "con un crecimiento global continuo acabaremos sobrepasando la mayoría de los límites del ecosistema planetario".
En consecuencia, sostiene el economista Acosta que "el buen vivir nos conmina a disolver el tradicional concepto del progreso en su deriva productivista y del desarrollo en tanto dirección única, sobre todo con su visión mecanicista de crecimiento económico".
En este marco de ideas los partidarios del decrecimiento consideran que el ecologismo es insuficiente puesto que no va más allá de proponer el desarrollo sostenible, o sea el desarrollo que no dañe el medio ambiente, y que hay que tomar medidas más radicales.
Todo lo cual es verdadero. El desarrollo capitalista atropella la naturaleza y está generando grandes problemas al planeta y a su población. Los desechos y las sustancias contaminantes se echan y acumulan en las zonas marginales de las comunidades empobrecidas. Pero todo eso obedece a la naturaleza egoísta del ser humano, que es la que le conduce al uso de tecnologías ecológicas sucias y poco eficientes que están carbonizando la Tierra.
Pero esto no siempre toman en cuenta los intelectuales y activistas del decrecimiento. Por lo que la incompatibilidad de sus tesis con la realidad temperamental y conductual del ser humano las vuelve de muy difícil o, acaso, imposible aplicación. El decrecimiento productivo acompañado de la reducción del consumo individual afectará a las capas sociales dominantes, que se opondrán tenazmente a los movimientos políticos antidesarrollistas.