Es la rama del Derecho Internacional Público que estudia y reglamenta el uso y aprovechamiento del mar y de sus recursos naturales por los entes políticos.
Desde que a comienzos del siglo XVIII el jurista holandés Cornelius Van Bynkershoek (1673-1743) propuso señalar en aproximadamente tres millas náuticas la extensión del mar territorial de los Estados (4,8 kilómetros) —que era la distancia a la que alcanzaba una bala de cañón disparada desde la costa—, se han hecho, a lo largo de mucho tiempo, numerosos intentos de establecer un Derecho del Mar que fuese obligatorio para todos los Estados. Cuatro de ellos tuvieron alcance mundial: la Conferencia de La Haya en 1930, las de Ginebra en 1958 y 1960 y la III Conferencia de las Naciones Unidas de 1973 a 1982.
La conferencia internacional de La Haya se reunió del 13 de marzo al 12 de abril de 1930, bajo el patrocinio de la Sociedad de las Naciones y con la participación de 48 Estados, con la ambiciosa misión de “codificar el Derecho Internacional”. Uno de los tres temas principales de su agenda fue establecer la naturaleza jurídica y los alcances de las “aguas territoriales”. En el que habría sido el primer artículo de la convención, si ésta hubiera llegado a aprobarse, se decía que “el territorio de un Estado incluye una faja de mar descrita en esta Convención como mar territorial”. Y en el artículo siguiente se establecía que “el territorio del Estado ribereño incluye también el espacio aéreo sobre el mar territorial, lo mismo que el lecho y el subsuelo de dicho mar”.
Los promotores de estas disposiciones explicaron su alcance en el sentido de que “el poder ejercido por el Estado sobre esta faja no difiere en nada, en cuanto a su naturaleza, del poder que el Estado ejerce sobre su dominio terrestre”.
El tema de la libertad de los mares no ofreció dificultad. Todos los Estados estuvieron de acuerdo con este principio. Los tropiezos, que resultaron insuperables, surgieron cuando se trató de definir la extensión del mar territorial de los Estados ribereños. El borrador del documento lo señalaba en tres millas, según el deseo de las grandes potencias y de sus seguidores. La mayoría de los Estados se opuso a esa fijación. La conferencia fracasó por eso. Sin embargo, se deben rescatar, como aportes de ella a la formación del Derecho marítimo, las definiciones que formuló sobre el mar territorial, el altamar y otros temas, que sirvieron de base para las discusiones posteriores.
Después de la Segunda Guerra Mundial se reiniciaron las largas y laboriosas deliberaciones sobre el Derecho del Mar. El nuevo escenario de ellas fue el de las Naciones Unidas. Su comisión de Derecho Internacional preparó, desde 1949, una lista de materias cuya codificación consideraba necesaria. Entre ellas estuvieron, con calificada prioridad, las cuestiones del mar.
Se reunió, entonces, por resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, la conferencia internacional de Ginebra, del 24 de febrero al 27 de abril de 1958, con la asistencia de 86 Estados, a fin de aprobar la Convención sobre el mar territorial y la zona contigua. Pero el problema irresoluble que ella afrontó al final fue el mismo que el de La Haya años atrás: el señalamiento de la anchura del mar territorial. Diez y ocho Estados propusieron 3 millas, cuatro Estados 4 millas, de 6 a 12 millas nueve Estados, 12 millas quince Estados y más de 12 millas ocho Estados. A la postre no hubo acuerdo. En los demás temas se avanzó mucho —se definieron bastante bien los conceptos de mar territorial, altamar, recursos marinos, lecho y subsuelo del mar, espacio aéreo, soberanía sobre el mar territorial, zona contigua y sus medidas de fiscalización, infracciones al Derecho marítimo— pero en cuanto a la extensión del mar territorial la confusión fue total. Y la conferencia de Ginebra, como su antecesora, clausuró sus sesiones sin dar una respuesta unívoca a la cuestión de la anchura de la faja territorial marítima de los Estados ribereños.
Bajo el patrocinio de las Naciones Unidas y por decisión de su Asamblea General, se reunió en Ginebra, entre el 17 de marzo y el 26 de abril de 1960, una nueva conferencia del mar —la segunda convocada por la Organización Mundial— para “examinar de nuevo las cuestiones de la anchura del mar territorial y de los límites de las pesquerías”, según decía la resolución 1307 de la Asamblea General que aprobó convocarla. Los debates fueron duros. Las posiciones de los países grandes y de los chicos se mantuvieron distantes e inflexibles. No se llegó a resultado concreto. Y esta nueva conferencia volvió a fracasar en su intento de crear un régimen jurídico internacional que regulara el tamaño del mar territorial y las dimensiones de la zona pesquera.
Con el afán de dar término a la incertidumbre jurídica que rodeaba a los asuntos marítimos, por iniciativa de la Asamblea General de las Naciones Unidas, una nueva conferencia del mar abrió sus deliberaciones en Nueva York el 3 de diciembre de 1973 y las clausuró en Jamaica el 10 de diciembre de 1982.
Esta conferencia aprobó la Convención sobre el Derecho del Mar el 30 de abril de 1982 por 130 votos a favor, 4 en contra (Estados Unidos, Israel, Turquía y Venezuela) y 17 abstenciones, que entró en vigencia doce años más tarde de la fecha de su firma. Fue la más grande de su género: concurrieron a ella 168 Estados. Durante sus doce períodos de sesiones, efectuados en lugares y fechas diversos, tomaron parte en las deliberaciones alrededor de diez mil delegados.
Esta convención codificó las normas llamadas a regir internacionalmente la soberanía, la jurisdicción, el uso y el aprovechamiento de los mares y de sus recursos. En ella se enfocaron, entre otros, los asuntos referentes al mar territorial, a la zona económica exclusiva, al altamar, a la plataforma continental y al lecho marino, a la navegación, al derecho de paso inocente, a la transportación de sustancias nucleares o peligrosas, a la jurisdicción civil y penal a bordo de los buques, al régimen aplicable a los navíos de guerra, a la investigación económica y científica, la explotación de los recursos naturales, a la transferencia de tecnología, al tendido de cables y tuberías sobre el lecho marino, a la represión de la piratería, a la navegación por los estrechos, al sobrevuelo de aviones, al status de los Estados-archipiélago, a la situación de los Estados mediterráneos, a los archipiélagos oceánicos pertenecientes a Estados continentales, a la solución de las disputas entre los Estados, a las infracciones de las normas establecidas y a diversos otros elementos de las relaciones marítimas entre los Estados.
La convención dividió las aguas marinas situadas fuera de las líneas de base en tres segmentos:
1) el >mar territorial de hasta 12 millas marinas de anchura, según la voluntad de cada Estado ribereño, sobre el cual éste ejerce soberanía aunque está obligado a permitir el paso inocente de naves extranjeras;
2) la zona económica exclusiva situada entre el mar territorial y el altamar, cuya dimensión está sujeta a la voluntad del respectivo Estado ribereño, dentro del límite máximo de 200 millas marinas medidas desde la costa. Su extensión, en cada caso, depende de la anchura del mar territorial del que es complemento. Los Estados que lo han señalado en 12 millas tienen derecho a 188 complementarias. Esta zona es adyacente al mar territorial y en ella se reconocen al Estado costero derechos exclusivos de explotación de los recursos naturales y jurisdicción sobre las investigaciones científicas y la preservación ambiental, pero no soberanía; y
3) el <altamar —con sus respectivos espacio aéreo, fondo marino, lecho y subsuelo— que se reputa patrimonio común de la humanidad y sobre la cual ningún Estado ni grupo de Estados puede reivindicar derechos soberanos.
El mar territorial comprende, según este instrumento internacional, las capas de agua, el lecho marino, los estratos subterráneos y el espacio aéreo encerrados dentro del límite de hasta doce millas marinas medidas a partir de las líneas de base, trazadas desde la bajamar de los puntos más salientes de la costa de cada país.
En cuanto a la zona económica exclusiva adyacente de hasta 188 millas marinas —que los juristas latinoamericanos suelen denominar mar patrimonial—, todos los Estados tienen la libre navegación sobre ella y el derecho de tender tubos y líneas submarinas, pero solamente el Estado costero puede disfrutar de las riquezas que guardan sus aguas, el lecho del mar y las capas subyacentes.
Bajo las aguas de la zona económica exclusiva yace la plataforma continental de los Estados que la tienen hasta esa distancia, que es la prolongación sumergida de su suelo, dentro de la isóbata de 2.500 metros, que comprende el lecho del mar y el subsuelo, hasta el borde exterior de ella, si está más allá de las 200 millas marinas medidas desde la costa, o hasta el límite de las 200 millas, en caso de que el borde de la plataforma no llegue a esa distancia. Sin embargo, la convención señala también otros métodos por los cuales los Estados pueden optar para fijar los límites de sus plataformas. Aunque el Art. 77 de la Convención señala impropiamente que “el Estado ribereño ejerce derechos de soberanía sobre la plataforma continental a los efectos de su exploración y de la explotación de sus recursos naturales”, la verdad es que no hay tal soberanía sino sólo el ejercicio de derechos económicos.
La parte restante es el altamar, que está abierta a todos los Estados —sean ribereños o Estados sin litoral— para su utilización con fines pacíficos. Ninguno de ellos podrá pretender potestades de soberanía sobre ella.
Las libertades que se les reconoce son: la de navegación, la de sobrevuelo, la de tender cables y tuberías submarinas, la de construir islas artificiales y otras instalaciones permitidas por el Derecho Internacional, la libertad de pesca y la libertad de investigación científica.
La Convención sobre el Derecho del Mar, a pesar de que fue suscrita el 10 de diciembre de 1982, entró en vigencia recién el 17 de noviembre de 1994, un año después de haber completado el número necesario de ratificaciones y adhesiones. Su Art. 308 estableció que ella “entrará en vigor doce meses después de la fecha en que haya sido depositado el sexagésimo instrumento de ratificación o adhesión”. Guayana completó ese número el 17 de noviembre de 1993. Por consiguiente, un año después cobró vigencia el instrumento, dado que la ratificación es un requisito esencial para el perfeccionamiento de los tratados y convenciones internacionales.
La disconformidad de varios países pequeños con la dimensión fijada al mar territorial y la de las potencias industriales con las disposiciones de la parte XI referente a la explotación de los recursos minerales oceánicos, impidieron por largo tiempo la entrada en vigencia de la Convención sobre el Mar. Le tomó 12 años reunir el número necesario de ratificaciones para entrar en vigencia.
En el ámbito latinoamericano ha habido mucha actividad en este campo. En 1939, veintiún Estados asistieron en Panamá a la Reunión de Consulta de los Ministros de Relaciones Exteriores en que se trató del tema del mar. Lo propio hicieron el Comité Jurídico Interamericano en 1952, en 1965 y en 1973; la Décima Conferencia Interamericana celebrada en Caracas en 1954, la segunda y la tercera reunión del Consejo Interamericano de Jurisconsultos en Buenos Aires 1953 y en México 1956, la Conferencia Especializada Interamericana sobre “Preservación de los Recursos Naturales, Plataforma Submarina y Aguas del Mar” reunida en el mismo año en la República Dominicana, la conferencia de Montevideo sobre el Derecho del Mar en 1970, la Reunión Latinoamericana sobre aspectos del Derecho del Mar en Lima en 1970, la Conferencia Especializada de los Países del Caribe en Santo Domingo 1972, la Cuarta Cumbre de los Países no Alineados celebrada en Argel 1973, la reunión del grupo latinoamericano de la III Conferencia sobre el Derecho del Mar en Nueva York 1973 y muchos otros pronunciamientos y resoluciones latinoamericanos que se inscribieron en la perseverante lucha por introducir el tema en la Asamblea General de las Naciones Unidas, para buscar un marco general que unificara las normas dispersas y desarticuladas que se habían dado sobre el uso y aprovechamiento del mar.
En 1952 ocurrió un hecho muy importante para la formación del Derecho del Mar. El 18 de agosto Ecuador, Chile y Perú suscribieron en Santiago la Declaración de Zona Marítima, en la que proclamaron “como norma de su política internacional marítima, la soberanía y jurisdicción exclusivas que a cada uno de ellos corresponde sobre el mar que baña las costas de sus respectivos países hasta una distancia mínima de 200 millas marinas desde las referidas costas”, y afirmaron además que “la jurisdicción y soberanía exclusivas sobre la zona marítima indicada, incluye también la soberanía y jurisdicción exclusivas sobre el suelo y subsuelo que a ella corresponden”.
Esta tesis produjo una gran controversia internacional. Los países grandes se apresuraron a formular sus reservas. Los pequeños la vieron con simpatía. Varios países latinoamericanos se adhirieron a la tesis del mar territorial de las doscientas millas. Pero, sin duda, la discusión del tema cobró con ella una nueva dimensión, que se dejó sentir en la última conferencia de las Naciones Unidas sobre el mar.
El propósito de todas las reuniones y gestiones internacionales fue establecer normas claras y de validez mundial sobre los complejos problemas del mar, respecto de los cuales rige una total anarquía. Los intereses contrapuestos de los Estados, especialmente los que separaban a las potencias marítimas de los demás países ribereños, impidieron por largo tiempo —y aún impiden— la posibilidad de un consenso general sobre temas tan importantes como el de la delimitación del territorio marítimo y del altamar, el uso de la plataforma continental y de los fondos marinos, el aprovechamiento del lecho del mar, la situación de los Estados sin litoral y de los Estados-archipiélagos, las islas, los mares cerrados, los archipiélagos oceánicos pertenecientes a Estados continentales, la navegación por los estrechos, los recursos del mar, los experimentos nucleares en altamar, la deposición de desechos industriales, la solución de controversias y tantos problemas del complejo mundo marítimo.
Pero la contraposición de intereses entre los Estados no ha permitido hasta la fecha llegar a un acuerdo de carácter general y vinculante.
Ante esta situación de vacío jurídico, las normas de regulación marítima terminaron por ser fijadas unilateralmente por los Estados y, naturalmente, su eficacia resultó muy relativa. Algunos países ribereños, para precautelar sus intereses, fijaron sus mares territoriales en 12 y otros hasta en 200 millas marinas. Estas distancias fueron impugnadas por las potencias marítimas —Estados Unidos, Inglaterra, Japón, la desaparecida Unión Soviética— que deseaban marginarse zonas más amplias y más ricas para sus faenas de pesca en las aguas del mundo.
Pero lo cierto es que cada uno de los Estados ha expedido sus propias normas. En algunos casos —como en el de Ecuador, Perú y Chile— ha habido acuerdos bilaterales, trilaterales o multilaterales, aunque de todas maneras sus disposiciones han tenido validez parcial.
Por el otro lado, ante la falta de acuerdo, la llamada libertad de los mares ha cobrado, en la práctica aunque no en el Derecho, toda la fuerza que han podido comunicarle las grandes potencias marítimas interesadas en ampliar su radio de acción.
Según hemos visto, aquélla comprende básicamente cuatro libertades: la de navegación, la de pesca, la de tender cables y tuberías submarinos y la de volar sobre el espacio aéreo del altamar. En la práctica, sin embargo, estas cuatro libertades sólo pueden ser aprovechadas por los países poderosos, capaces de manejar las modernas tecnologías de exploración y explotación de los recursos marinos.