Es una disciplina jurídica en formación. Integra el Derecho Internacional Público. Pretende definir y delimitar el espacio interplanetario, cósmico o ultraterrestre, que es patrimonio común de la humanidad, y establecer las normas para su exploración y uso por los entes políticos, las organizaciones intergubernamentales y las personas.
En su actual etapa de integración, este jus novum —como ocurrió en su momento con todas las demás ramas jurídicas— se alimenta de la ideación filosófica, de las hipótesis científicas, de las experiencias tecnológicas y de la elaboración jurídica que pretende crear normas para la conducta humana fuera de los confines de la Tierra.
La exploración y conquista del espacio por los terrícolas están llamadas a regirse por una serie de principios en proceso de formación, generalmente aceptados, que integran el naciente Derecho del Espacio. Tales principios mandan que la exploración y explotación del espacio ultraterrestre deben responder al beneficio e interés de toda la humanidad; que su libre e igualitaria utilización debe hacerse con fines pacíficos; que no hay lugar para la apropiación del espacio ultraterrestre ni de los cuerpos celestes, ya que son bienes que pertenecen a todos los seres humanos y, eventualmente, también a los habitantes de otros planetas; que no se pueden extender las soberanías estatales hacia esos confines; que se respeta la libertad de promover investigaciones científicas en la Luna y demás cuerpos celestes; que se prohíbe poner en órbita armas nucleares o de destrucción masiva; que deben establecerse control y registro internacionales de las personas y los objetos colocados en el espacio ultraterrestre; que han de prohibirse los usos y prácticas militares en los bienes del espacio; que deben reconocerse la propiedad de los Estados sobre sus naves y objetos espaciales, su jurisdicción sobre los tripulantes y su responsabilidad por los daños que causen en sus actividades espaciales; que pertenecen al respectivo Estado las instalaciones o estaciones que establezca en la Luna o en otros cuerpos celestes, sobre las que ejercerá su jurisdicción y control; y que ha de prohibirse la instalación en ellos de armas nucleares o de cualquier otra clase.
Bajo la jurisdicción de las Naciones Unidas se han reunido varias conferencias sobre exploración espacial y se han formulado algunos instrumentos jurídicos internacionales para regir la actividad de los Estados en el espacio ultraterrestre: el “Tratado sobre el espacio ultraterrestre” (1966), el “Acuerdo sobre salvamento” (1967), la “Convención sobre responsabilidad” (1971), el “Convenio sobre registro” (1974), el “Acuerdo sobre la Luna” (1979) y otros, que han contribuido a dar forma al Derecho del Espacio —nueva rama del Derecho Internacional Público—, constituido por el conjunto de normas para la regulación de las actividades espaciales de los Estados, de las entidades gubernamentales y de los organismos internacionales vinculados a esta actividad.
Consecuentemente, el corpus iuris spatialis de esta nueva disciplina jurídica —denominada también Derecho Espacial, Derecho del Espacio Ultraterrestre o Derecho Interplanetario— son los tratados, convenciones, normas y demás preceptos jurídicos referidos a la materia.
Desde el punto de vista filosófico, el espacio es, juntamente con el tiempo, una de las dos grandes dimensiones en que se desenvuelve la vida. Aristóteles sostenía que el espacio y el tiempo eran valores absolutos e independientes entre sí. Isaac Newton (1642-1727), más tarde, compartió esta afirmación. Pero el físico alemán Alberto Einstein (1879-1956), al establecer a principios del siglo XX nuevas correlaciones entre ellos, en el marco de su teoría de la relatividad, sostuvo que las nociones de espacio y tiempo son categorías relativas e inseparables entre sí. La una implica necesariamente a la otra. El tiempo es, según Einstein, la cuarta dimensión del espacio. En su teoría, que cambió por su base las tesis de Newton —y, antes, la de Aristóteles— sostuvo la existencia de un espacio y tiempo relativos e íntimamente correlacionados. Con su célebre ecuación E=mc2 revolucionó las ideas tradicionales acerca del espacio, del tiempo y del movimiento. Recordemos que para Aristóteles el estado natural de los cuerpos era el reposo, del que no salían sino empujados por una fuerza o impulso exterior. Las cosas carecían de autodinamismo. Galileo y Newton contradijeron esas ideas y su noción de espacio y movimiento se tornó clásica, hasta que advino la teoría de la relatividad para revisarla. A partir de ella, el espacio curvo de Einstein y el tiempo como la cuarta dimensión del espacio constituyen una nueva concepción filosófica y física del universo.
Espacio y tiempo, fundidos en una sola realidad, son coordenadas que señalan la posición cósmica y planetaria de la vida del hombre y de todos los fenómenos conexos con ella.
Desde el punto de vista de la sociología, el concepto de espacio designa el entorno en que se desenvuelve la vida social. Ese entorno de ninguna manera es neutro o inocuo. Es siempre un espacio social, histórico, lleno de dinamismo, que se convierte en fuente permanente de interrelaciones con la sociedad. Este es un concepto muy antiguo. Todos los geógrafos lo han sostenido, desde Herodoto hasta Keith Buchanan, y más tarde lo han confirmado los sociólogos. El espacio físico siempre condicionó el desarrollo de los pueblos y es un elemento esencial en la consideración global del grupo humano.
En el ámbito jurídico —del Derecho Internacional— la noción de espacio es diferente y mucho más restringida, no obstante que los avances de la ciencia y de la tecnología han ampliado sorprendentemente su radio de comprensión. Se refiere a la inmensa zona ultraterrestre, compartida eventualmente con los habitantes de otros sistemas planetarios de vida inteligente, que comienza donde termina el espacio aéreo de los Estados.
El espacio aéreo es el conjunto de capas atmosféricas que gravitan sobre la costra terrestre y la superficie del mar territorial. Es parte inseparable del territorio estatal y es el ámbito hasta donde alcanza la soberanía en su sentido vertical.
Más allá del espacio aéreo, que está sometido a la soberanía de los respectivos Estados, empieza el espacio interplanetario, considerado como res communis de la humanidad.
Las nociones jurídicas del >espacio aéreo y del >espacio interplanetario se han modificado sustancialmente desde que el primer globo Montgolfier de aire caliente voló sobre París en 1783 hasta el lanzamiento por la NASA de la sonda Kepler el 6 de marzo del 2009, en la que fue la primera misión de búsqueda de planetas fuera de nuestro sistema solar que pudieran tener condiciones habitables como la Tierra.
En la medida en que está llamado a ser escenario de actividades humanas, el ámbito ultraterrestre —nueva dimensión espacial— debe ser definido, delimitado y regido por la ley internacional. ¿Hasta dónde llega el territorio aéreo de los Estados y desde dónde comienza el espacio interplanetario? No se ha señalado aun. Se han expresado numerosas opiniones, se han hecho muchos intentos, pero hasta hoy no existe un régimen jurídico de validez internacional que defina y delimite los espacios áereo y cósmico, a pesar de que este régimen es un imperativo en la era espacial que vivimos.
No hay un precepto normativo que defina el espacio ultraterrestre ni que determine los linderos que lo separan del espacio aéreo de los Estados. Esa linderación bien pudiera hacerse en función de la geografía —una determinada altitud— o de la naturaleza de las diferentes actividades espaciales. Se han propuesto varias referencias para realizar la delimitación: la zona donde termina la presencia del aire, el punto hasta donde llega la atracción gravitatoria de la Tierra, la órbita más baja de los satélites lanzados al espacio —de modo que ninguno de ellos quede sometido a una soberanía estatal—, el punto de desaparición del sostén aerodinámico de la Tierra o el lugar donde se inicia la velocidad de escape de ella.
Lo que en la práctica ha ocurrido es que, a falta de una delimitación jurídica de validez general, los Estados desarrollados han establecido, con la fuerza de sus avances científicos y tecnológicos, una norma consuetudinaria internacional según la cual el límite superior del espacio aéreo de los Estados —hasta donde alcanza la tercera dimensión de su soberanía— está dado por el perigeo mínimo de los satélites en órbita, esto es, entre 100 y 110 kilómetros sobre la superficie terrestre. Todo lo que está encima de ese límite —incluidos la >órbita geoestacionaria que está situada a 35.786,55 kilómetros de distancia de la superficie terrestre y los cuerpos celestes— es el espacio sideral, considerado como bien común de la humanidad para fines pacíficos.
Lo dijo con entera claridad el delegado de la Unión Soviética ante el subcomité jurídico de las Naciones Unidas en 1979: “un creciente número de Estados ha venido defendiendo el establecimiento de la frontera entre el espacio aéreo y el espacio exterior a una altitud de 100 a 110 kilómetros sobre el nivel del mar”.
En todo caso, hay quienes piensan que es razonable que ese límite aún no establecido no debería ir más allá de la atmósfera porque el propio sentido geofísico de la expresión espacio aéreo se refiere al aire y más allá de la atmósfera no existe este elemento.
De cualquier manera, llegará el momento en que la comunidad internacional, de común acuerdo, señalará los límites entre el espacio aéreo de los Estados y el espacio ultraterrestre.
El proceso de formación del Derecho del Espacio empezó en realidad un año después de que la Unión Soviética sorprendió al mundo con el lanzamiento del Sputnik en 1957. Ese hecho, que marcó el comienzo de la conquista del espacial, desencadenó una gran preocupación mundial. La Asamblea General de la Naciones Unidas creó inmediatamente el Comité ad-hoc sobre la utilización pacífica del espacio ultraterrestre, compuesto por 18 Estados miembros, con la finalidad de realizar “el estudio de la naturaleza de los problemas jurídicos que pueden surgir de la realización de los programas de exploración del espacio exterior”.
El referido comité llegó pronto a dos conclusiones primeras: que la Carta de las Naciones Unidas ni el estatuto de la Corte Internacional de Justicia están limitados, en su aplicación, a los confines de la Tierra; y que el espacio exterior se encuentra abierto a la exploración y utilización por todos los Estados, en igualdad de condiciones, y de conformidad con el Derecho Internacional actual y futuros acuerdos.
Nació así esta nueva rama del Derecho.
Sobre esta base se incorporaron progresivamente nuevos principios llamados a regir las actividades del hombre en el espacio, la libertad de exploración espacial, las responsabilidades por daños causados por vehículos espaciales, la asignación de frecuencias de radio, los sistemas de identificación de vehículos espaciales, la coordinación de su lanzamiento, su retorno a la Tierra y tantos otros problemas nuevos vinculados a las actividades espaciales del hombre.
La Duodécima Conferencia Interamericana de Abogados, reunida en Bogotá en 1961, aprobó la Carta Magna del Espacio, cuyos principios fundamentales establecen, aunque sin fuerza vinculante, que el espacio habrá de dividirse en espacio aéreo y espacio interplanetario, que el primero será considerado como parte del territorio del Estado que bajo él se encuentra, que el espacio interplanetario deberá considerarse como “res communis” y no como “terra nullius” (o sea que no podrá ser susceptible de apropiación a título de descubrimiento, de ocupación ni a otro título), que el espacio interplanetario se usará exclusivamente con fines pacíficos, que el derecho de explorarlo corresponde a todos los Estados en beneficio de la humanidad, que el desembarque y la ocupación en otro planeta no darán a Estado alguno el derecho de propiedad o de control sobre él y, finalmente, que se proscribirá la guerra en el espacio interplanetario o cósmico.
Bajo el patrocinio de las Naciones Unidas, fue aprobado por aclamación el 19 de diciembre de 1966, en el seno de su Asamblea General, el Tratado del Espacio (cuyo nombre completo es “Tratado sobre los principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes”), que entró en vigencia el 10 de octubre de 1967 y en el que se consignan, entre otros, los siguientes principios:
“Art. I. La exploración y utilización del espacio extraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, deberán hacerse en provecho y en interés de todos los países, sea cual fuere su grado de desarrollo económico y científico, e incumben a toda la humanidad.
Art. II. El espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional por reivindicación de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera.
Art. IV. Los Estados Partes en el Tratado se comprometen a no colocar en órbita alrededor de la Tierra ningún objeto portador de armas nucleares ni de ningún otro tipo de armas de destrucción en masa, a no emplazar tales armas en los cuerpos celestes y a no colocar tales armas en el espacio ultraterrestre en ninguna otra forma.
La Luna y los demás cuerpos celestes se utilizarán exclusivamente con fines pacíficos por todos los Estados Partes en el Tratado.
Art. V. Los Estados Partes en el Tratado considerarán a todos los astronautas como enviados de la humanidad en el espacio ultraterrestre y les prestarán toda ayuda posible en caso de accidente, peligro o aterrizaje forzoso en el territorio de otro Estado Parte o en altamar.
Art. VIII. El Estado Parte en el Tratado, en cuyo registro figura el objeto lanzado al espacio ultraterrestre, retendrá su jurisdicción y control sobre tal objeto, así como sobre todo el personal que vaya en él mientras se encuentre en el espacio ultraterrestre o en un cuerpo celeste.”
Este instrumento internacional es la principal fuente jurídica del Derecho del Espacio. Hay otros tratados, convenciones y resoluciones internacionales que, aunque no tienen la importancia del tratado de 1967, constituyen también fuentes del Derecho espacial. Entre ellos cabe mencionar la Declaración de los principios jurídicos que regulan las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio exterior adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 13 de diciembre de 1963, la Resolución de esa misma fecha sobre la cooperación internacional en la utilización pacífica del espacio exterior, el Acuerdo sobre salvamento y devolución de astronautas y la restitución de objetos lanzados al espacio de 22 de abril de 1967, el Convenio sobre responsabilidad internacional por daños causados por objetos espaciales suscrito el 29 de marzo de 1972, el Convenio sobre el registro de objetos lanzados al espacio ultraterrestre firmado el 14 de enero de 1975 y el Acuerdo que debe regir las actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes de 18 de diciembre de 1979.
Por su importancia, cabe llamar la atención hacia el acuerdo que, después de un largo proceso de estudio y negociación que duró más de siete años, fue aprobado consensualmente por la Asamblea General de las Naciones Unidas, con la participación de 152 Estados, para regir las actividades humanas en la Luna y otros cuerpos celestes.
Este instrumento internacional, que fue abierto a la firma de los Estados el 18 de diciembre de 1979, forma parte importante del Derecho del Espacio.
Su ámbito de validez está señalado por el Art. I, que afirma que “las disposiciones del presente Acuerdo relativas a la Luna se aplicarán también a otros cuerpos celestes del sistema solar distintos de la Tierra, excepto en los casos en que con respecto a alguno de esos cuerpos celestes entren en vigor normas jurídicas específicas”.
Reitera el principio de que “la Luna no puede ser objeto de apropiación nacional mediante reclamaciones de soberanía, por medio del uso o la ocupación, ni por ningún otro medio” y aclara que “el emplazamiento de personal, vehículos espaciales, equipo, material, estaciones e instalaciones sobre o bajo la superficie de la Luna, incluidas las estructuras unidas a su superficie o subsuperficie” no creará derechos de propiedad sobre parte alguna del satélite.
Sin embargo, esto no significa que los recursos naturales de los cuerpos celestes no puedan ser explotados. Hay plena libertad para hacerlo. Lo que no se admite es el imperium soberano de un Estado sobre ellos. Nadie puede “colonizar” la Luna y los demás cuerpos celestes ni someterlos a su gobierno y jurisdicción, pero —como ocurre, mutatis mutandis, con el <altamar— hay respecto de ellos libre exploración y explotación de sus recursos en provecho de la humanidad.
Parte muy importante del Derecho del Espacio es la que se refiere a los satélites sincrónicos que el hombre ha colocado en la llamada >órbita geoestacionaria constituida por un “anillo” imaginario que circunda la Tierra en dirección paralela a la línea ecuatorial, a una altura aproximada de 35.786,55 kilómetros desde la superficie terrestre, y que tiene 150 kilómetros de ancho y un espesor de aproximadamente 30 kilómetros.
En esa órbita geoestacionaria —en realidad, “geoestacionarios” son los satélites y no la órbita por la que ellos gravitan en el espacio— surcan ciertos satélites artificiales que cumplen funciones de telecomunicación, meteorología u observación de la Tierra.
Es en el campo de las telecomunicaciones donde mayor aplicación han recibido esos satélites. La televisión, la telefonía, la radiocomunicación han alcanzado con ellos un radio de acción planetario y una impresionante eficiencia. Ellos han revolucionado la <comunicación de masas a escala planetaria. En lo que se refiere a la televisión, que es el área más importante desde el punto de vista político, sin duda, la tecnología moderna ha hecho posible la difusión de programas por encima de las fronteras nacionales y ha planteado con ello un problema político y cultural de suma importancia. Las emisiones directas que, a través de los satélites ubicados en la >órbita geoestacionaria, se irradian sobre todo el planeta han causado profunda preocupación a los países del mundo subdesarrollado, que ven amenazados sus valores culturales, políticos, sociales, económicos e incluso su estilo de vida por los mensajes e influencias que vienen desde lugares y culturas remotos y que ingresan en su ámbito territorial sin el consentimiento ni la posibilidad siquiera de interceptación de los Estados receptores.
En pasados años el tema se discutió ardorosamente en la Comisión del Espacio Ultraterrestre de las Naciones Unidas, donde se enfrentó la tesis de la “soberanía nacional”, sostenida por la antigua Unión Soviética, los Estados de Europa oriental y muchos de los Estados del tercer mundo, contra la tesis de la “libertad de expresión” esgrimida principalmente por Estados Unidos y las potencias de Occidente.
La controversia fue ardua.
Los unos pusieron énfasis en el derecho soberano de los Estados a controlar el ingreso de las señales radioeléctricas en su espacio territorial, vulnerado por la teledifusión directa de imágenes y sonidos que llegan a sus territorios por medio de los satélites, y concluyeron que las emisiones televisuales debían subordinarse al consentimiento del Estado receptor. Los otros, en cambio, invocaron el principio de la libertad de expresión para llegar con su pensamiento e información a todos los confines del planeta.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, en una ambigua e imprecisa resolución del 10 de diciembre de 1982, trató vanamente de conciliar las prerrogativas de los Estados, incluida la de no intervención en sus asuntos internos, con el derecho de las personas a buscar, recibir y difundir información libremente.
Pero los satélites sincrónicos se utilizan también para la observación de la Tierra desde el espacio. Lo cual tiene aplicaciones prácticas de la mayor utilidad. Se pueden hacer prospecciones sísmicas y meteorológicas, detecciones de recursos naturales y mediciones de la Tierra.
Sus aplicaciones son múltiples. Ellos sirven para el control de la navegación marítima y aérea. Hay satélites de observación meteorológica capaces de detectar los movimientos de la atmósfera terrestre y anticipar tormentas y desórdenes climáticos. Está en la etapa de experimentación la posible utilización de estos artefactos como generadores de fuerza eléctrica para abastecer a la Tierra, con base en la energía solar. Los científicos han predicho que, para mediados del este siglo, el 50% de las necesidades de energía eléctrica del mundo podrán ser satisfechas por los satélites geoestacionarios.
El tema de la teledetección (expresión que ha sustituido a la de “teleobservación”) ha dado lugar también a discusiones. Descartada por inviable científica y tecnológicamente la demanda de los países atrasados de prohibir la detección de territorios ajenos sin el consentimiento de sus gobiernos, posición que fue asumida en principio por los Estados latinoamericanos, el debate se ha centrado en el acceso a los datos obtenidos por los satélites. Hoy esta es la cuestión. El Estado “observado” tiene derecho a compartir esa información en beneficio de su desarrollo, aunque en la práctica no tenga manera de verificar si la información que reciba esté completa y sea la correcta.
El día 3 de diciembre de 1986 la Asamblea General de las Naciones Unidas trató el tema y adoptó por consenso la resolución A/41/65 sobre los principios que deben regir la teledetección. Esos principios son muy generales, como es lógico suponer. Mandan que las actividades de los satélites han de realizarse en beneficio de todos los países, cualquiera que sea su nivel de desarrollo económico, social, científico o tecnológico; que han de atender de manera especial a los países en desarrollo; que deben fomentar la defensa del medio ambiente; y que deben prevenir las catástrofes climáticas en cualquier parte del planeta.
Se han constituido organizaciones internacionales para controlar la operación de estos artefactos. En 1964 se creó en Washington la INTELSAT al servicio de los países de Occidente y en 1971, por el Tratado de Moscú, la INTERSPOUTNIK de la entonces órbita de influencia soviética. Para las comunicaciones marítimas ambos bloques constituyeron la organización única de carácter técnico denominada INMARSAT, que a partir de 1990 sirve también a las comunicaciones aeronáuticas.