Entre la masa popular y el ejercicio del poder siempre hay personas interpuestas, dado que hasta hoy no ha podido resolverse la contradicción que se planteó —y que cada vez asume mayor fuerza— entre el pueblo, titular de la soberanía, y la imposibilidad física del gobierno directo.
La fórmula que se ideó para resolver esta contradicción, aunque deja mucho que desear, fue la del sistema representativo, en que el poder se ejerce por personas que, elegidas por el pueblo, actúan en su nombre y representación y le ligan con sus actos.
Varios juristas, entre ellos el francés León Duguit (1859-1928), sostienen que este sistema es una ficción y que en la práctica no se da una relación representativa entre gobernantes y gobernados. Más aun: afirman que en la realidad ocurre todo lo contrario: se plantea entre ellos una permanente contradicción. No dejan de tener alguna razón esos juristas. Hay en efecto algo de fantasía en la condición representativa que se atribuye a los gobernantes. Sin embargo, merece la pena mantenerla si de ella pueden surgir imperativos éticos que lleven a los gobernantes a la convicción de que conducen a un grupo humano gracias a la voluntad de sus miembros, por lo cual deben hacerlo con el mayor respeto a sus derechos, y de que administran bienes de propiedad de la comunidad y no propios, de modo que están obligados actuar con la máxima delicadeza.
La democracia es y seguirá siendo una meta. El mérito de una sociedad —y de su gobierno— es acercarse a ella impaciente y militantemente a sabiendas de que nunca se la alcanzará plenamente.
La sustancia de la forma democrática de Estado es la participación popular. Esto es lo que define y caracteriza al sistema. No existe democracia sin participación. Por tanto, no hay para qué hablar de democracia participativa. Esto es casi un pleonasmo. La democracia es participativa o no es democracia.
Lo que deben discutirse son los campos y los límites de esa participación. La democracia, por definición, es un sistema que abre posibilidades reales y objetivas de participación popular en la toma de algunas de las decisiones políticas dentro del Estado y en el disfrute de los bienes y servicios de naturaleza económica y social que se producen con el trabajo colectivo. De esto se sigue que la democracia es un sistema integrado por elementos políticos, económicos y sociales. Ella significa participación popular en la actividad política —a través de la libre emisión del pensamiento, de las diversas formas del >sufragio, del desempeño de funciones públicas, de la militancia en >partidos políticos y en organismos sindicales y, en general, de todos los métodos de concreción y manifestación de la voluntad popular que prevé el sistema democrático— pero también implica la equitativa distribución de la renta nacional y el acceso popular a los bienes y servicios sociales, tales como el bienestar, la cultura, la educación, el trabajo, la seguridad social, la medicina, la recreación y otros. Este es el elemento económico y social de la democracia.
La >representación política ha entrado en entredicho en los últimos tiempos no solamente porque su concepto mismo es abstracto e inasible, hasta el punto que algunos pensadores lo consideran una mera ficción jurídica, sino además porque en general han entrado en crisis las intermediaciones sociales. Todas ellas: las religiosas, las políticas, las culturales, las sindicales. Vivimos una hora en que la gente quiere actuar por sí misma y no confía su destino a decisión ajena. El creyente quiere comunicarse directamente con su dios, al margen del sacerdote. La sociedad política no se siente representada por los partidos ni por las nuevas organizaciones que en nombre de la denominada >sociedad civil han proliferado. Los miembros de la comunidad cultural quieren pensar con su propia cabeza. En este contexto de rebelión contra las intermediaciones, los partidos políticos, como representantes de la masa social, que operan como intermediarios entre ella y el poder, han perdido buena parte de su vigencia.