Conceptualmente, democracia directa es aquella en que el pueblo ejerce el gobierno del Estado por sí mismo, esto es, sin intermediarios, en contraste con la democracia indirecta o representativa en que la sociedad está gobernada por personas elegidas por ella y a quienes confía el cumplimiento de funciones de mando de naturaleza y duración determinadas y sobre cuya gestión conserva el derecho a una fiscalización regular.
La democracia directa es un valor puramente conceptual. En rigor ella nunca existió ni puede existir. Ni aun la democracia ateniense, considerada tradicionalmente como modelo de gobierno ejercido por el pueblo, fue realmente directa, puesto que se limitó a la participación de la clase esclavista en las funciones directivas de la sociedad. La mayor parte de la población, constituida por esclavos, no tuvo la menor injerencia en ellas. Federico Engels, en su libro “El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y del Estado” (1884), afirma que, en el tiempo de su mayor prosperidad, el conjunto de los ciudadanos libres de Atenas, incluidos mujeres y niños, componíase de 90.000 personas al lado de las cuales había 365.000 esclavos y 45.000 metecos, o sea extranjeros y libertos.
La democracia directa es un imposible físico porque no hay manera de que el pueblo, masivamente, tome en sus manos la conducción de sus destinos. De ahí que todo gobierno, desde las épocas primitivas en que el hombre valiente asumía la conducción del grupo, ha estado confiado a la gestión de un pequeño núcleo de personas. Y conforme pasa el tiempo el gobierno directo es cada vez más difícil, ya por la extensión de los territorios y la creciente densidad de la población, ya porque la civilización científica conduce hacia la división del trabajo, de manera que, mientras el sabio está en su laboratorio, el artista en sus creaciones y el industrial no puede abandonar su fábrica, ciertas personas asumen la responsabilidad de desempeñar diaria y asiduamente las tareas especializadas en que el gobierno consiste.
En consecuencia, la democracia directa tiene un carácter y un interés fundamentalmente teóricos puesto que en la experiencia humana no hay un solo sistema político que pueda ser exhibido como modelo de esta forma de gobierno. Ella tiene más de hipótesis de laboratorio que de dato de la experiencia. Jamás, en lugar alguno, la masa popular ha sido llamada a desempeñar las funciones gubernativas de la sociedad.
Convengamos en que las palabras del presidente Abraham Lincoln en su célebre discurso Gettysburg —noviembre 19 de 1863—, en el sentido de que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, que han trascendido en la historia como la más lúcida definición de democracia, no pasan de ser un acierto retórico.
Sin embargo, hay autores que piensan que la asamblea abierta, el >referéndum, el >plebiscito, la >iniciativa popular, la revocación o >recall y otras manifestaciones populares de este tipo son formas de democracia directa. Eso es de dudosa precisión. Entre otras razones, porque resulta muy forzado reducir toda la amplia y diversa gama de complejas gestiones de gobierno a unas cuantas operaciones de consulta al cuerpo de electores sobre temas de carácter general.
Por eso he dicho que la democracia directa, entendida como la activa e inmediata participación del pueblo en la dirección de los negocios públicos, es simplemente impracticable. ¿Cómo pudiera ser posible entenderse en una asamblea de varios millones de ciudadanos reunidos para aprobar una ley? ¿Dónde pudiera congregarse tanta gente? ¿Cómo sería posible reunir siquiera multitudes tan grandes?
En la realidad no cabe otra forma de democracia que la indirecta o representativa, en la que el pueblo ejerce el poder político por medio de sus “representantes”. Esta es la única modalidad democrática compatible con la creciente especialización técnica de las funciones de gobierno en la sociedad del conocimiento contemporánea y con el incesante crecimiento demográfico. Pero el hecho de desechar la quimera del gobierno directo no nos debe llevar a promover el gobierno de uno solo, como en las monarquías absolutas de los siglos anteriores o en las modernas monocracias, o el gobierno de algunos autoelegidos en provecho propio, como en los regímenes oligárquicos. Si el gobierno de “todos” es imposible, el gobierno de “uno” o de “algunos” resulta inconveniente. Hay que buscar una solución que concilie el interés general con la especificidad de las tareas de gobierno. Esa solución, con todas sus imperfecciones y su alta dosis de ficción, es la teoría de la >representación que salva de alguna manera el escollo al crear un mecanismo de elección de gobernantes llamados a ejercer el poder “en nombre” del pueblo, esto es, en su representación u ocupando su lugar. Esta es la democracia indirecta o representativa.