Llamada también democristianismo o socialcristianismo —aunque estas palabras aún no han sido reconocidas por la Real Academia Española de la Lengua—, es el conjunto de ideas políticas que sustentan los partidos demócrata-cristianos. Todas ellas hunden sus raíces en los viejos planteamientos sobre la sociedad y la ética social de los padres y doctores de la Iglesia —san Agustín, Juan Escoto Erígena, san Anselmo, Pedro Abelardo, Alejandro de Sales, san Buenaventura, san Alberto Magno, santo Tomás de Aquino y otros pensadores del escolasticismo medieval—, se enriquecen con el >tomismo que trató de conciliar la razón con la fe, con el neo-tomismo de Thomas Meyer (1821-1913), Víctor Cathrein (1845-1931), Eberhard Welty (1902-1965) y Johannes Messner (1891-1984), quienes intentaron ir hacia una suerte de socialismo cristiano, y más tarde con el tomismo abierto del filósofo católico francés Jacques Maritain (1882-1973) que tuvo muchos seguidores en Francia, Inglaterra y América Latina.
En efecto, el pensamiento tomista dio lugar al neotomismo, formulado por los seguidores de santo Tomás de Aquino (1225-1274), teólogo italiano de la Orden de Predicadores. Esta corriente de pensamiento teológico y político tuvo mucha influencia en la enseñanza de las universidades católicas europeas del siglo XIX y de la primera mitad del XX, a través del cursus thomisticus que en ellas se dictaba, y en la formulación de las encíclicas de los papas que afrontaron los temas políticos y sociales. Pero esa influencia terminó tras el Concilio Vaticano II, que revisó no solamente los fundamentos de la educación teológica tradicional sino también muchos de los conceptos mismos del neotomismo.
Pero, sin duda, la parte medular del acervo de ideas de la democracia cristiana es la llamada doctrina social de la Iglesia Católica, contenida principalmente en las encíclicas de los papas que tocan el tema político y el tema social.
Las más importantes de ellas son, en orden de aparición, la Nostis et Nobiscum expedida por Pío IX el 8 de diciembre de 1849, en la que considera perniciosos el socialismo y el comunismo, a los que el Pontífice incluyó en el párrafo IV del Syllabus, que fue el catálogo de ideas condenadas por la Iglesia (1844); la Quod Apostolici numeris (1878), la Diuturnum illud (1881), la Inmortale Dei, la Libertas (1888) y la Rerum Novarum (1891) de León XIII; la Quadragesimo Anno (1931) y la Divini Redemptoris (1937) de Pío XI; la Sertum Laetitiae (1939) y los mensajes de 1 de junio de 1941 sobre la cuestión social, de diciembre de 1942 sobre el orden y la paz de la sociedad y de 13 de junio de 1943 sobre el tema social de Pío XII; la Mater et Magistra (1961) y la Pacem in Terris (1963) de Juan XXIII; la Populorum Progressio (1967) y la Carta Apostólica en el 80º aniversario de la encíclica Rerum Novarum (1971) de Pablo VI; la Laborem Exercens (1981), la Sollicitudo Rei Socialis (1987) y la Centesimus Annus (1991) de Juan Pablo II.
Sin duda, la más importante de las cartas encíclicas, porque abrió un surco en las ideas de la Iglesia, fue la Rerum Novarum de León XIII sobre la cuestión obrera. En ella el jefe del <catolicismo trató sobre salarios, relaciones obrero-patronales, jornadas de trabajo, descanso, labor de mujeres y niños y otros temas de orden laboral. Condenó la usura “ejercitada por hombres avaros y codiciosos” y el hecho de que “la producción y el comercio de todas las cosas está casi todo en manos de pocos, de manera que unos cuantos hombres opulentos y riquísimos pusieron sobre la multitud innumerable de proletarios un yugo que difiere poco del de los esclavos”.
Creo que deben diferenciarse dos épocas en las ideas de León XIII: las que corresponden a la primera parte de su largo apostolado, que fueron terriblemente reaccionarias, y las posteriores que, al afrontar la cuestión social, tienen conceptos interesantes para su tiempo.
Las primeras están contenidas en la encíclica Quod Apostolici numeris (1878), en la que señala que la doctrina católica es incompatible con el socialismo y acusa de todos los males de la sociedad al pensamiento racionalista, y en la poco conocida Encíclica sobre el origen del poder, en la que critica acerbamente a los enciclopedistas franceses “que en el pasado siglo se atribuyeron el nombre de filósofos” y afirma la procedencia divina del poder político de suerte que “los que administran la república deban obligar a los ciudadanos de manera que el no obedecer sea pecado”.
Ratifica estos conceptos en la encíclica Diuturnum illud, de 29 de junio de 1881, y los morigera más tarde en su Inmortale Dei, en que sostiene que la autoridad viene de Dios pero que “no está vinculada a ninguna forma de gobierno”. Conmina a los jefes de Estado a no abusar de su poder, aunque advierte que no es legítimo desacatarlos pues “la sedición es un crimen de lesa majestad no sólo humana sino también divina”.
En su encíclica Libertas (1888) impugna la libertad de cultos, sostiene el derecho de la Iglesia a castigar a los que no creen y limita las libertades humanas porque “de ninguna manera es lícito pedir, defender u otorgar la libertad ilimitada de pensamiento, de imprenta, de enseñanza o de religión”.
Las ideas sociales del pontífice, en cambio, están vertidas en la encíclica Rerum Novarum (1891) sobre la cuestión obrera, en la que, no obstante sostener que “se debe mantener intacta la propiedad privada” y que en la sociedad civil no pueden ser todas las personas iguales, como se afanan en vano los socialistas, “porque ha puesto en los hombres la naturaleza misma grandísimas y muchísimas desigualdades”, condena el egoísmo económico de los grupos dominantes y afirma que es “verdaderamente vergonzoso e inhumano el abuso de los hombres, como si no fuesen más que cosas, para sacar provecho de ellos, y no estimarlos en más que lo que dan de sí sus músculos y sus fuerzas”.
En esta encíclica el papa advierte que “los ricos y los patrones recuerden que no deben tener a los obreros por esclavos y que deben en ellos respetar la dignidad de la persona”. Aboga en favor de la protección de los derechos de los pobres, “porque la clase de los ricos, como se puede amurallar con sus recursos propios, necesita menos del amparo de la pública autoridad; el pobre pueblo, como carece de medios propios con qué defenderse, tiene que apoyarse grandemente en el patrocinio del Estado”.
Al conmemorarse cuarenta años de la vigencia de la encíclica Rerum Novarum, Pío XI expidió la Quadragesimo Anno el 15 de mayo de 1931, para reafirmar todos los puntos tratados por León XIII, “poner al día” su doctrina y precautelarla de las calumnias y falsas interpretaciones. Habló de la propiedad, cuyo derecho “defendió Nuestro Predecesor contra las arbitrariedades de los socialistas de su tiempo, demostrando que la supresión del dominio privado había de redundar no en utilidad sino en daño extremo de la clase obrera”, y se refirió a las pretensiones injustas del capital, las pretensiones injustas del trabajo, el justo salario, los cambios en el régimen capitalista, la libre competencia, la cristianización de la vida económica y otros temas de carácter económico y social.
En el orden político, Pío XI dijo que, desde los tiempos de León XIII, el socialismo se ha dividido en dos partes, “sin que ninguna de las dos reniegue del fundamento propio del socialismo, contrario a la fe cristiana”: la rama más violenta es el comunismo, que enseña la lucha de clases encarnizada y que suprime la propiedad privada, y la otra rama es la “moderada” que conserva el nombre de socialismo y “se inclina y en cierto modo avanza hacia las verdades que la tradición cristiana ha enseñado siempre solemnemente: pues no se puede negar que sus reivindicaciones se acercan mucho a veces a las de quienes desean reformar la sociedad conforme con los principios cristianos”.
No obstante que reconoce cierta convergencia entre los principios cristianos y el socialismo que él llama “moderado”, Pio XI lamenta que “no pocos hijos nuestros, de quienes no podemos persuadirnos que hayan abandonado la verdadera fe y perdido su buena voluntad, dejan el campo de la Iglesia y vuelan a engrosar las filas del socialismo: unos, que abiertamente se glorían del nombre de socialistas y profesan la fe socialista; otros, que por indiferencia, o talvez con repugnancia, dan su nombre a asociaciones cuya ideología o hechos se muestran socialistas”.
Los últimos tres pontífices volvieron a afrontar el problema social, aunque con ópticas distintas y acaso contradictorias con las de los anteriores. Juan XXIII escribió las encíclicas Mater et Magistra en 1961 y Pacem in Terris en 1963. En la primera de ellas, al formular precisiones sobre las enseñanzas de la Rerum Novarum, habló de la “socialización” como uno de los fenómenos típicos de la época moderna, entendida como un progresivo multiplicarse de las relaciones de convivencia, y dijo que “el mundo económico es creación de la iniciativa personal de los ciudadanos”, sin embargo de lo cual “deben estar también activamente presentes los poderes públicos a fin de promover debidamente el desarrollo de la producción en función del progreso social en beneficio de todos los ciudadanos”.
En su segunda encíclica, Pacem in Terris, Juan XXIII reafirma el viejo criterio de la Iglesia sobre el origen divino del poder, aunque en los términos definidos por san Juan Crisóstomo: los del derecho divino providencial, y hace una amplia consideración sobre los derechos civiles, políticos y económicos de las personas, entre los que está el derecho de propiedad privada, que brota de la naturaleza humana pero al que va inherente una función social.
Pablo VI, en su encíclica Populorum Progressio (1967), puso énfasis en el desarrollo solidario de la humanidad y en la asistencia especial a los débiles. En el ámbito de las relaciones entre los Estados afirmó que los pueblos ya desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los países en vía de desarrollo y que, en las relaciones de comercio internacional, cuando las condiciones son demasiado desiguales de país a país: los precios que se forman “libremente” en el mercado pueden llevar consigo resultados no equitativos, por lo que es el principio fundamental del liberalismo, como regla de los intercambios comerciales, el que está aquí en litigio.
Juan Pablo II tiene tres encíclicas importantes. En la Laborem Exercens (1981) se refiere a cuestiones laborales y repite los conocidos conceptos de los últimos tiempos de la Iglesia sobre el tema.
La Sollicitudo Rei Socialis (1987) toca, entre otros asuntos, el del >desarrollo humano. Dice al respecto que ha entrado en crisis la concepción “económica” o “economicista” vinculada a la palabra desarrollo y que la mera acumulación de bienes y servicios, incluso en favor de una mayoría, no basta para proporcionar la felicidad humana. Critica en ella la llamada civilización del “consumo” o consumismo, que comporta tantos “desechos” o “basuras”. Un objeto poseído, y ya superado por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre.
En la Centesimus Annus (1991), expedida para conmemorar los cien años de la Rerum Novarum, vuelve sobre la cuestión laboral, insiste en que la consecución del <bien común demanda la articulación de esfuerzos entre la personas y el poder público y además analiza los espectaculares cambios producidos en el mundo durante los últimos meses de 1989 y primeros de 1990 —la caída de la Unión Soviética y el comienzo de la desintegración de su bloque de países—, acontecimientos de los que dice, en una afirmación de muy dudosa veracidad, que fueron “previstos” por el papa León XIII en su crítica al socialismo hace cien años. Juan Pablo II insiste, de conformidad con la rancia tradición pontificia, en culpar de todos los males de la sociedad al <ateísmo que induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona. Repite los viejos conceptos contra el “racionalismo iluminista”. Partiendo del prejuicio de que el único socialismo posible es el marxismo, condena la >lucha de clases y los otros métodos marxistas que brotan, según él, de la misma “raíz atea”.
Lo que se saca en claro de los pronunciamientos pontificios de los últimos treinta años es su rechazo a la teoría y práctica del >liberalismo y del >neoliberalismo, con sus métodos deshumanizados, y la condenación al >marxismo, al que parecen concebir equivocadamente —con la equivocación muy frecuente y común en los hombres de la >derecha— como la única forma posible de >socialismo.
Al margen de las encíclicas, el Concilio Vaticano II aprobó en 1965 un documento de raíces renovadoras, que fue la Constitución Pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo moderno, dirigido “no sólo a los hijos de ella y a quienes invocan el nombre de Cristo, sino, sin vacilación, a la humanidad entera, deseoso de exponer a todos la manera que tiene la Iglesia de concebir su propia presencia y la actividad en el mundo de hoy”.
En este documento, al tratar el tema del desarrollo económico y en lo que yo creo que es un alegato en favor del sistema de >economía mixta, se afirma “que no se puede dejar este desarrollo ni al juego casi mecánico de las fuerzas económicas ni a la sola decisión de la autoridad pública: de ahí que no estén exentas de error tanto las doctrinas que por una apariencia de falsa libertad se oponen a las necesarias reformas, como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos a la organización colectiva de la producción”.
Evidentemente, cuando el documento pastoral habla del “juego casi mecánico de las fuerzas económicas” se refiere a las fuerzas del mercado, a las que, en concepto del Concilio, no se puede entregar la conducción de la economía de un país.
A comienzos del siglo XX las derechas europeas con sensibilidad social discutieron mucho el nombre que habrían de dar a las ideas sociales y políticas expuestas por León XIII, Pío XI y otros pontífices del catolicismo. Barajaron varios nombres: socialismo católico, cristianismo popular, catolicismo social, socialcristianismo y otros más. Finalmente se inclinaron por el de democracia cristiana, y en torno de las ideas pontificias empezaron a organizar en varios países los partidos políticos de la nueva derecha.
Tal fue el entusiasmo que el propio papa León XIII juzgó del caso expedir una nueva encíclica en 1901, titulada Graves de Communi, con ánimo de aclarar ciertas cosas a fin de frenar el exceso “socializante” de sus seguidores.
A pesar de que tienen las mismas fuentes doctrinales, no siempre existe coherencia en los planteamientos democristianos de los diferentes países. Sus partidos han dado distintas interpretaciones a los textos pontificios, que por cierto están concebidos en términos muy generales y con frecuencia mantienen contradicciones entre sí. El llamado “bien común”, incesantemente repetido por los pensadores de la Iglesia, ha cambiado sustancialmente a lo largo del tiempo. El bien común era una cosa para el >tomismo y otra muy distinta para los papas del siglo XX. Aparte de esto, los textos pontificios, siempre muy generales, pueden recibir diversas lecturas. Y eso es lo que ha ocurrido. Cómo entender, por ejemplo, aquello del “dese a cada cual la parte de bienes que le corresponde”, que manda Pío XI en su Quadragesimo Anno. Frases como estas se prestan a muchas interpretaciones y explican las incoherencias del socialcristianismo en los diversos países.
Existen partidos demócrata-cristianos que, en sus ideas sociales, están próximos al >socialismo democrático, aunque dentro del invariable <confesionalismo que caracteriza la posición de todos ellos; pero hay otros francamente cercanos al >fascismo. Es muy amplia la gama de las ideas democristianas. Y eso vuelve muy difícil su sistematización. En Europa la democracia cristiana es una forma renovada del <conservadorismo tradicional y las organizaciones políticas que sustentan estas ideas tienen sus raíces en los “partidos católicos” que, inquietos por los cambios sociales, el >laicismo y las tesis de separación del Estado y la Iglesia que propugnaron los socialistas y los >jacobinos, se formaron en Europa durante el siglo XIX y a principios del XX para defender los “derechos de la religión y de la Iglesia”.
En Italia y en Alemania, a partir de la segunda postguerra, cobraron gran fuerza los partidos demócrata-cristianos, que mantuvieron una larga hegemonía política en esos países, hasta que en 1993 el italiano se desplomó bajo el peso de la corrupción de sus cúpulas dirigentes —e incluso tuvo que cambiar su nombre por el de Partido Popular Italiano en enero de 1994— y arrastró con su desprestigio al alemán y a otros partidos europeos menos influyentes.
En Latinoamérica los partidos democristianos forman un abanico muy amplio de posibilidades ideológicas y juegan roles muy distintos de un país a otro. En algunos casos sus planteamientos sociales se acercan a los del socialismo democrático. Son partidos de centro-izquierda. Puede decirse que son un socialismo democrático y confesional. En otros casos han tomado el lugar y han asumido el papel de los partidos conservadores. Son partidos de la >derecha.
De esto se desprende que hay una gran heterogeneidad en los planteamientos doctrinales de la democracia cristiana o socialcristianismo, a pesar de su homologación internacional y de la creación de organizaciones mundiales y regionales que agrupan a sus partidos y coordinan sus actividades.