La palabra castellana fue tomada del latín tardío democratia que, a su vez, procedió de la composición de dos voces griegas que significan pueblo y gobierno. El concepto se formó por la superposición histórica de varias nociones. A Clístenes (570-508 a. C.) se considera el iniciador de la democracia ateniense, quinientos años antes de nuestra era, aunque era muy poco probable que él o sus contemporáneos emplearan el término democracia, que recién apareció con Herodoto (484-420 a. C.) para designar la forma de organización social en la que el poder residía en todos los ciudadanos.
Un siglo más tarde en la tradición aristotélica se esbozaron tres formas puras de gobierno: >monarquía, <aristocracia y democracia. La democracia era, según ella, el gobierno del pueblo, es decir, el gobierno de muchos, el gobierno de la multitud. Dos elementos esenciales contenía este concepto: libertad e igualdad. Bajo la forma de gobierno democrática, sostenía Aristóteles, “cada uno vive como quiere” —esta era la libertad— y “todos tienen lo mismo con independencia de sus merecimientos” —esta era la igualdad—. Pero pronto se vio que esos elementos entraban frecuentemente en conflicto porque la acentuación de la libertad menoscababa la igualdad y la profundización de la igualdad atentaba contra la libertad. Las diferencias conceptuales que han surgido en torno a la palabra democracia parten precisamente del énfasis que se ha dado a uno de tales elementos: en unos casos se ha privilegiado la libertad y en otros la igualdad. Las democracias liberales acentuaron la libertad y las democracias socialistas, la igualdad. Se podría decir de manera general que la evolución histórica del concepto de democracia —que ha pasado progresivamente de lo formal a lo económico y social— se ha dado por el avance de la igualdad a costa de la libertad.
Pero en ese curso histórico se han dado también retrocesos. El economista neoliberal de la Escuela de Chicago, Milton Friedman (1912-2006), dentro de su visión extemadamente conservadora de las cosas económicas, sostenía que “una sociedad que priorice la igualdad por sobre la libertad no obtendrá ninguna de las dos cosas”. En cambio, “una sociedad que priorice la libertad por sobre la igualdad obtendrá un alto grado de ambas”.
El primero en mencionar el término democracia, en su sentido original de poder o gobierno del pueblo —kratos y demos—, fue el historiador griego Herodoto (484-420) a mediados del siglo V antes de Cristo para referirse a las deliberaciones políticas de los atenienses en la plaza pública —el Ágora—, donde solían reunirse mil o dos mil ciudadanos para tomar ciertas decisiones de interés general, en acto de plena isonomía, o sea de igualdad de tratamiento legal para todos, que se aproximaba mucho a un régimen de autogobierno.
La experiencia griega del siglo V —el denominado siglo de Pericles— fue lo más cercano a un gobierno del pueblo por el pueblo que registra la historia. Ninguna otra colectividad ha logrado tener tanto poder político real como el que tuvo el pueblo ateniense de aquella época.
Con el paso del tiempo, el crecimiento de las sociedades y la complicación de las funciones de gobierno, se fue alejando la posibilidad de entender la democracia como una suerte de autogobierno y ella se convirtió cada vez más en la mera la facultad de los ciudadanos para elegir a sus gobernantes, limitar el poder de ellos y exigirles cuentas de sus actos.
En las masificadas sociedades actuales sería impensable el fenómeno del ágora. Las cosas se han tornado tan complejas que no es siquiera imaginable la reunión de asambleas populares de centenares de miles o millones de personas para deliberar sobre los asuntos públicos. La única posibilidad democrática actual es la indirecta —la democracia representativa—, en la que elegimos representantes para que actúen en nuestro nombre desde el gobierno y nos vinculen con sus actos.
El pensamiento revolucionario francés en el siglo XVIII atribuyó al pueblo la decisión última de los destinos sociales y forjó el concepto de la soberanía popular. Maximiliano Robespierre (1758-1794) afirmó que “la democracia es un Estado en el que el pueblo soberano, regido por leyes que son obra suya, hace él mismo todo lo que puede hacer, y permite hacer, por medio de delegados, todo lo que él mismo no puede hacer”. En esta definición el líder jacobino conjugó el principio de la soberanía popular con los de la representación política y del Estado de Derecho.
Los pensadores de la Revolución Francesa en la práctica antepusieron la libertad sobre la igualdad no obstante su trilogía revolucionaria de “libertad, igualdad y fraternidad”. Tuvieron un concepto restringido de democracia, que fue el concepto de democracia compatible con su tiempo y sus circunstancias. Por eso el revolucionario francés François-Noël Babeuf (1760-1797), que dirigió la conspiración de los iguales, condenó como “antidemocráticos” a los grupos dirigentes de la Revolución Francesa.
A comienzos del siglo XX vino el fenómeno de la rebelión de las masas y, con él, la extensión de los derechos políticos y, más tarde, económicos hacia sectores cada vez más amplios de la población. Así fue formándose un concepto más integral de democracia en el curso de su evolución histórica.
A partir del triunfo de la Revolución de Octubre se agudizó el debate entre la democracia formal de Occidente, a la que los marxistas llamaban democracia burguesa, y la democracia popular adoptada por ellos, aunque esta denominación recién apareció en la segunda posguerra. Los ideólogos del otro lado de la <cortina de hierro solían medir el carácter de una democracia en función del grado de igualdad social y de homogeneidad ideológica que era capaz de generar. No tenían sensibilidad para el despotismo gubernativo. El intelectual marxista húngaro György Lukács (1885-1971) acuñó la expresión “dictadura democrática” para referirse a la “posibilidad de crear las formas organizativas con cuya ayuda las amplias masas de los trabajadores puedan defender sus intereses frente a la burguesía”.
En Occidente, en cambio, la noción democrática estuvo y está indisolublemente ligada al pluralismo político y social. Esta fue una dilatada discusión que se arrastró desde la segunda mitad del siglo XIX. Federico Engels (1820-1895) escribió en 1884 a Eduard Bernstein (1850-1932) desde Londres que el sistema que proponían los socialdemócratas, visto desde la perspectiva de clase, no era más que una “mera dictadura burguesa”, o sea un sistema destinado a imponer las opiniones y los intereses de la clase dominante al resto de la sociedad. El marxista alemán Karl Kautsky (1854-1938), no obstantes sus diferencias con Lenin, también criticó a Bernstein y le dijo que su democracia era “la dictadura de clases que constituyen la minoría y que tienen sometida económica o intelectualmente a la mayoría”. Pero en la disputa participaron posteriormente también pensadores de la vertiente liberal, como H. Tingsten y Friedrich Hayek, para quienes el socialismo con su planificación económica central era incompatible con la democracia.
Hay que reconocer que el lenguaje político está lleno de ambigüedades y subjetivismos. Muchas de las palabras usuales en la política tienen más de un significado y presentan, por lo mismo, dificultades de definición. Hay razones históricas e ideológicas para ello. Las palabras han sufrido los vaivenes de la tormentosa historia política y han sido sometidas a cambios a veces drásticos. Están, además, muy vinculadas a las ideologías políticas y a sus distintas concepciones del mundo. Esto explica la ambigüedad de muchos vocablos que, como democracia, han sufrido una suerte de erosión semántica por el uso indiscriminado que de ellos hicieron teóricos y políticos de las más diversas vertientes ideológicas.
Hablaron de democracia los fascistas, los comunistas, los grupos oligárquicos, los populistas, los golpistas latinoamericanos. Resulta sarcástico recordar que Mussolini, no obstante propugnar democracias “orgánicas” y “verticales”, se burlaba de las “coronas de papel” de la soberanía popular, de las que decía que “llegan horas solemnes en que ya no se pregunta nada al pueblo, porque se presiente que la respuesta sería fatal: se le arrancan las coronas de papel de las soberanías y se le ordena sin más o que acepte una revolución o una paz, o que marche hacia lo ignoto de una guerra. Al pueblo no le queda más que un monosílabo para afirmar y obedecer. Ya veis que la soberanía, cedida cortésmente al pueblo, se le retira en el momento en que pudiera necesitarla”; y que Hitler habló de democracia a pesar de postular el gobierno de las minorías selectas y de sostener que “la mayoría ha sido siempre, no sólo abogado de la estupidez, sino también de las conductas más cobardes, y así como cien mentecatos no suman un hombre listo, tampoco es probable que una resolución heroica provenga de cien cobardes.”
Los comunistas llamaron “democracias populares” —con pleonasmo y todo— a sus regímenes monocráticos sometidos a la ortopedia deformante del partido único.
Los golpistas latinoamericanos de pasadas décadas justificaron su asalto al poder por la necesidad de “defender los principios de la democracia occidental y cristiana”. Bajo esta invocación en las >guerras sucias del cono sur de América Latina se arrojaron al mar desde aviones a los perseguidos políticos y se robaron los hijos recién nacidos de las prisioneras.
Esos hechiceros del siglo XXI que son los caudillos populistas —que arremolinan a las masas, sin brújula doctrinal ni bandera, y las conducen a defender intereses políticos y económicos contrarios a los suyos— hablan también de democracia para etiquetar sus ofertas del paraíso terrenal a la vuelta de la esquina.
Y las oligarquías de nuestra región denominan “democracias representativas” a sus regímenes socarrones que ofrecen a los pueblos libertades ilusorias y derechos aparentes.
Tiene toda la razón, por tanto, el filósofo político y escritor francés Roger Labrousse (1908-1955) cuando afirma que nada indigna más a los partidarios de la democracia que encontrar que la palabra pertenece también al vocabulario de sus adversarios.
Por eso se hace indispensable precisar el contenido de ella.
La democracia es una poliarquía cuyas características principales son la participación ampliada en los quehaceres públicos y la oposición tolerada. En este sentido, ella es un sistema abierto y libre de organización social y de gobierno.
Desde un punto de vista extremadamente realista y simple el filósofo austriaco Karl Popper (1902-1994) señala que la democracia es el único de los regímenes en el que los gobernantes cambian sin derramamiento de sangre. Con esto alude al alto grado de disposición a transformarse pacíficamente que tiene el sistema democrático.
Democracia es un concepto compuesto de realidades y de ideales. Constituye, por eso, un proceso de continua e interminable construcción. Su condición inacabada es inherente a su propia esencia y no depende de períodos históricos ni de lugares. En cualquier época y en cualquier sitio la democracia será siempre, conceptualmente, algo inconcluso.
1. Democracia: algo más que forma de gobierno. Empiezo por decir que la democracia es una forma de organización estatal —no solamente forma de gobierno— que promueve un alto grado de participación popular en las tareas de interés general. Mientras mayor es esa participación tanto más democrático es el >Estado y, a la inversa, mientras menores posibilidades de participación se otorgan al pueblo, tanto menos democrático es y tanto más cerca está del modelo autocrático de organización.
Hay que enfatizar que la democracia es más que una forma de gobierno, es decir, más que un modo de ordenación de las magistraturas públicas o que una manera de ejercer el poder. La democracia es una forma peculiar de organización de la sociedad en su conjunto, que por tanto compromete al todo social y no solamente a una de sus partes, que es el gobierno. Con esto quiero decir que ella comprende las relaciones interpersonales y no sólo las de las personas con el poder.
La democracia es, por consiguiente, una forma de Estado antes que una forma de gobierno.
Es o debe ser, además, una forma de vida y de convivencia, una conducta, un hábito de la gente. Se debe enseñar a los niños, desde la más temprana edad, a que sean demócratas, del mismo modo que se les enseña que sean limpios y que tengan buenas costumbres.
2. La democracia como meta. La democracia, como forma de Estado, es un modelo puramente conceptual que jamás se dio ni puede darse en su realidad más pura. Solamente hay aproximaciones mayores o menores al modelo abstracto. La democracia es un ideal, una meta, a las que hay que acercarse en lucha permanente no obstante saber que nunca se las alcanzará plenamente y que el orden quimérico de total identificación entre gobernantes y gobernados nunca dejará de ser una generosa utopía. Aquel orden de cosas en que el pueblo es, al propio tiempo, el sujeto y el objeto del orden jurídico y en que la autoridad del Estado está ejercida por los mismos que a ella están sometidos, no se da en la realidad. Siempre hubo y habrá intermediarios entre el pueblo y el ejercicio del poder.
De esto se desprende que democracia y <autocracia son los dos extremos inalcanzables de una escala muy rica en posibilidades intermedias. Para juzgar a los regímenes políticos actuales o a las experiencias del pasado hay que ver cuánto se aproximan o se alejan de esos paradigmas abstractos. No hay en la historia Estado alguno que haya sido absolutamente democrático. Se diría que la democracia es un imposible físico porque no hay forma de que los gobernados participen masiva y directamente en la conducción del Estado —y en el desempeño de las tareas crecientemente especializadas que ella entraña— ni de que la distribución de los bienes económicos y sociales, por óptima que sea, pueda tener plenos alcances igualitarios.
La realidad no admite el ideal de un gobierno de todos: una “omnicracia”. Siempre será de algunos: de los más, pero en el marco de sociedades inclusivas.
La democracia debe estar consciente de sus propias limitaciones. No puede ignorar las restricciones inherentes al sistema. Para enfrentar los hechos sociales debe perfeccionarse, actualizarse y modernizarse constantemente. En este sentido la democracia es tarea de todos los días. Dista mucho de ser un sistema acabado. Pero no hay opción alternativa. Al menos no la hay para quienes amamos la libertad. Winston Churchill tuvo razón cuando expresó irónicamente que “la democracia es el peor de los sistemas, a excepción de todos los demás”.
En julio del 2002 circuló un informe de las Naciones Unidas que afirmaba que solamente 82 de 200 Estados —que representaban el 57% de la población mundial— tenían un sistema democrático que garantizara los derechos humanos, la educación, la libertad de prensa y un aparato de justicia independiente. Señalaba que si bien 140 Estados realizaban “elecciones pluralistas”, muchos de ellos imponían limitaciones a las libertades civiles y políticas de sus pueblos.
3. La participación. La democracia es participación. Mientras mayores son las posibilidades reales de participación popular tanto más democrático es un Estado y, recíprocamente, mientras menores son ellas tanto más cerca está del modelo autocrático.
La democracia es la conjugación del verbo participar en todos sus tiempos y personas. Cuando yo, tú, él, nosotros, vosotros y ellos participen igualitariamente así en la toma de decisiones políticas como en el disfrute de los bienes y servicios de naturaleza socio-económica dentro del Estado, habrá aproximación a la democracia.
Bajo este orden de ideas, en los regímenes democráticos existen métodos directos e indirectos de participación popular en la toma de decisiones políticas dentro del Estado. Los métodos directos más usuales —llamados así porque a través de ellos el pueblo toma decisiones concretas que habrán de cumplirse— son la >iniciativa popular, el >referéndum, el >plebiscito, las >elecciones y la revocación del mandato o recall. Los métodos indirectos —por medio de los cuales la comunidad o parte de ella influye o condiciona el ejercicio del poder— son principalmente: la >opinión pública, los >partidos políticos, los >grupos de presión, los >grupos de tensión, los >nuevos movimientos sociales y las llamadas >organizaciones no gubernamentales (ONG).
Estas últimas, que recientemente se han incorporado al juego democrático, representan intereses sociales de la más variada clase —desde el ambientalismo hasta la preocupación por la discriminación de las minorías— y ejercen el derecho de opinar desde abajo, desde fuera del poder, para defender sus puntos de vista.
Se ha multiplicado en los últimos tiempos el número de los actores políticos y sociales. En nombre de la llamada >sociedad civil han insurgido numerosos grupos que no se sienten representados por los partidos políticos ni por los sindicatos obreros —tradicionales protagonistas de la actividad pública— y que buscan hacer política al margen de ellos e incluso contra ellos. Esto amplía la órbita de participación de la gente en las cuestiones de interés general y enriquece la temática de la discusión pública.
4. La regla de la mayoría. En el sistema democrático impera, como norma de procedimiento, la regla de la >mayoría, en virtud de la cual se considera que la voluntad de ella es la voluntad del grupo porque es la que mayor número de consentimientos individuales abarca. De este modo, para que la voluntad sea general y se imponga no es menester la unanimidad: basta la mayoría. Esta regla impera en las elecciones universales, en las operaciones parlamentarias, en las decisiones de los órganos colegiados del Estado y en todas las modalidades del >sufragio.
La ley determina, en cada caso, de qué mayoría se trata: si de la mayoría absoluta —que es la mitad más uno de sus miembros—, la mayoría relativa —que lo es en relación a las minorías, aunque no llegue a la mitad más uno— o la mayoría especial —que puede ser de las dos terceras partes o cualquier otra porción de los integrantes del cuerpo colegiado—.
El principio de la mayoría para la toma de las decisiones de interés general dentro de la vida estatal funciona en las operaciones de participación popular directa previstas en el sistema democrático, que son el referéndum, el plebiscito y las elecciones.
Sin embargo, el hecho de que la voluntad de la mayoría valga como voluntad del grupo no significa que el poder de ella esté exento de limitaciones. La primera limitación que soporta es precisamente el respeto a la opinión de las minorías. Este es un supuesto legal y moral del sistema democrático. Se hace lo que la mayoría dispone pero se garantiza la opinión de las minorías y su derecho a expresarla.
La democracia prohíbe a la mayoría el abuso de la fuerza que la determina: la del número; y a las minorías, el uso de la única fuerza que podría estar a su alcance: la material.
5. La democracia social. La democracia debe ser entendida como un sistema tridimensional integrado por elementos políticos, económicos y sociales. Quiero decir con esto que en el sistema democrático deben darse eficaces, positivos y concretos métodos de participación popular no solamente en la toma de decisiones políticas dentro del Estado sino también en el disfrute de los bienes y servicios de naturaleza socioeconómica —la propiedad, la renta, el bienestar, la cultura, la educación, el trabajo, la seguridad social, la salud, la recreación y otros— que se generan con el trabajo de todos. Este es el componente económico y social de la democracia. Ciertamente que es importante que mande en la sociedad solamente quien tiene derecho a mandar y que lo haga dentro de los cánones de la libertad y del respeto a las prerrogativas de las personas; pero no se agota allí la democracia, que tiene también efectos económicos y sociales trascendentales.
Estamos muy lejos de menospreciar la democracia liberal o burguesa y el conjunto de sus libertades formales, que han sido el fruto de siglos de lucha del hombre por su libertad. La caída de la Unión Soviética y de su bloque de países marxistas a finales del siglo anterior nos puso de manifiesto lo importantes que son las libertades políticas. No se trata, por consiguiente, de sustituir la democracia formal por la democracia material o económica sino de complementarla, agregando a las libertades tradicionales las modernas libertades socioeconómicas que le hacen falta.
6. Democracia y electoralismo. La democracia es más que un sistema de legitimación del ejercicio del poder: es un régimen global de participación popular. Por supuesto que es importante que gobierne en la sociedad solamente quien tiene derecho para hacerlo —y este derecho nace de la voluntad popular electoralmente expresada— pero no se agota allí la democracia, que tiene componentes económicos y sociales muy importantes. Ella es un sistema tridimensional compuesto de elementos políticos, económicos y sociales. Se diferencia así del mero electoralismo, que es la tendencia, muy del gusto de la gente de Derecha, de reducir el sistema al rito periódico de depositar un voto en la urna electoral. Ciertamente que la cuestión eleccionaria es muy importante porque los gobernantes no pueden ser autoelegidos ni designados por un cónclave de amigos sino que deben resultar de una amplia consulta popular. Pero la democracia, obviamente, es mucho más que elegir. Si no hay participación popular en el disfrute de los bienes y servicios económicos no hay democracia o hay una democracia incompleta y restringida.
Para el pensamiento liberal y neoliberal —que postula una democracia restringida—, el sufragio universal es un punto de llegada mientras que para el pensamiento socialista es apenas el punto de partida para la consecución de ulteriores conquistas sociales. Para aquél es sólo un método de legitimación del poder en tanto que para éste —que propugna una democracia sustancial— es también un modo de distribución de las opciones económicas y sociales dentro de la comunidad.
No debemos cometer el error de confundir democracia con electoralismo. La democracia no se reduce al rito periódico de depositar un voto en una urna. La democracia no se agota en el acto electoral. La democracia es un punto de llegada mientras que las elecciones son un punto de partida para organizar las cosas sociales, políticas y económicas en términos de libertad, justicia y equidad, es decir, en términos democráticos.
7. Democracia y mercado. Es importante analizar las relaciones entre democracia y mercado, tema que está rodeado de muchas confusiones. Con frecuencia se afirma que no hay democracia sin libre mercado. Esa es una de las tantas argucias con que nos envuelve la retórica interesada. En realidad, la democracia y el mercado no son necesariamente compatibles. Mientras la democracia busca la igualdad y la justicia como valores fundamentales del sistema social que auspicia, el mercado tiene otros valores éticos y distintos objetivos. No le importa que los individuos o corporaciones económicamente fuertes desplacen a los demás y los sojuzguen. Acepta como un derecho que los primeros expulsen a los incompetentes y les condenen a la extinción económica. La libre competencia consiste, en la mayoría de los casos, en arrebatar a los otros toda oportunidad de ganancia y condenarlos a la desaparición. Y esto es sólo el principio puesto que después el dinero genera más dinero y la riqueza acumulada abre oportunidades de ganancia que están fuera de las posibilidades de los que no la tienen. La <democracia no es compatible con estos procedimientos. Ella acepta la diferencia de opiniones y de creencias pero no las diferencias económicas. La libertad de la democracia es distinta de la libertad del zorro en el gallinero que implanta el mercado.
Creo que hay que plantearse con toda claridad la cuestión de las relaciones entre el Estado y el mercado. Más exactamente: entre el Estado democrático y el mercado. ¿Cuál es el límite de injusticia económica que puede tolerar la democracia sin desvirtuarse? ¿Cuánta desigualdad le es soportable? ¿Cuáles son los alcances admisibles del poder económico dentro del sistema democrático? No es verdad, como suele afirmarse con frecuencia, que la democracia y el mercado son enteramente compatibles. Es evidente que ellos tienen diferentes puntos de vista acerca de la distribución del poder político y del poder económico.
Para la democracia hay ciudadanos, para el mercado: consumidores. Los ciudadanos tienden hacia la igualdad mientras que los consumidores buscan las ventajas y los privilegios. Los ciudadanos poseen los mismos derechos, en tanto que las prerrogativas de los consumidores dependen de su poder de compra.
El escritor norteamericano Francis Fukuyama sostiene que la democracia es un régimen basado en el principio de la soberanía popular, usualmente institucionalizado a través de periódicas elecciones; y que el liberalismo es el sistema en el cual una cierta esfera de derechos individuales es protegida ante el poder del Estado —e, incluso, ante el poder de las mayorías democráticas— por las normas de la ley. Afirma que en un sistema económico orientado por el mercado el Estado precautela el derecho de propiedad privada y provee a la sociedad aquellos bienes primarios, como la defensa, la educación y ciertos servicios sociales que el mercado privado no puede proporcionar por sí solo. Hechas estas definiciones, Fukuyama concluye que es posible tener liberalismo sin democracia, como en el caso de la Alemania de Weimar y de Hong Kong bajo la dependencia inglesa; que es posible tener democracia sin liberalismo, como en Irán bajo los <ayatolás; y que es posible tener una economía orientada por el mercado sin democracia ni liberalismo, como en Taiwán y Corea del Sur en el temprano período de la guerra fría.
Naturalmente que todo esto es posible porque la democracia no depende necesariamente del liberalismo ni del mercado. Algunas de las ideas liberales restringen el contenido de la democracia; y el mercado, según hemos visto, es en muchas materias incompatible con ella. La democracia se basa más en la igualdad que en la libertad. Pero Fukuyama, cuando definió la democracia capitalista liberal como la única opción posible al terminar el siglo XX, es decir, al llegar el “fin de la historia”, sostuvo que aquélla estaba formada por los tres elementos: democracia, liberalismo y economía de mercado, como un todo articulado e inseparable.
8. La democracia del futuro. La informática está llamada a tener efectos impredecibles sobre los regímenes democráticos del siglo XXI. Las votaciones populares se harán mediante el ordenador que los ciudadanos tendrán en su casa. Por este medio los gobiernos podrán también consultarles temas importantes de la vida pública. Ya no será necesario que se trasladen a los recintos electorales. El voto lo depositarán electrónicamente desde sus domicilios o lugares de trabajo. Será un televoto. Unos pocos minutos después de cumplido el acto electoral se conocerán los resultados. La democracia del futuro, en la sociedad digital, será una democracia informatizada: una telecracia.
La revolución electrónica —la revolución digital, como algunos la llaman— abrirá estas y muchas otras impensadas posibilidades de participación a los ciudadanos en la vida pública de los Estados. Dado que la política es esencialmente una cuestión de información y comunicación, los diversos medios que la >informática pone a disposición de los electores les permitirán estar mucho mejor enterados de las realidades nacionales e internacionales y tener, en consecuencia, opiniones más certeras sobre los asuntos públicos para tomar sus decisiones. A través de sistemas de comunicación fundados en la combinación de la televisión y los ordenadores personales interconectados, ellos podrán expresar su opinión política ante la pantalla de sus computadoras desde sus propias casas. Ya no será necesario que los ciudadanos se trasladen a las mesas electorales ni que los parlamentarios, en ejercicio de la representación popular, voten una ley en el recinto parlamentario. Bastará que pulsen una tecla desde sus hogares.
La democracia informatizada, dentro de la sociedad digital del futuro, tendrá repercusiones importantes en la vida política de los Estados. Esto nos parece hoy política-ficción, como hace no muchos años los actuales logros de la <cibernética nos parecían ciencia-ficción, pero la experiencia histórica demuestra que los horizontes científicos han ido más allá que la imaginación humana.
La informática ofrecerá a la democracia de este siglo la posibilidad de reducir las actuales distancias entre electores y elegidos. A través de las redes de ordenadores interconectados los gobernantes podrán estar en contacto permanente con sus pueblos, ya para informarles directamente de su gestión, ya para escuchar sus opiniones. Esto cambiará la naturaleza del debate político. Lo propio puede decirse de las campañas electorales. Las relaciones entre el candidato y sus electores serán más estrechas. Sus planes de gobierno y programas de acción podrán ser conocidos inmediatamente a través de internet.
Ya en la campaña presidencial de Estados Unidos en 1996 el señor Robert Dole difundió por este medio su home page, con textos, fotografías y vídeos para dar a conocer sus propuestas. Pero como el sistema es completamente abierto y cualquier persona puede acceder a él, sus adversarios pusieron en circulación home pages apócrifas para desacreditarlo. Lo mismo ocurrió antes con uno de los precandidatos republicanos, Patrick Buchanan: sus detractores, escondiéndose en el anonimato, insertaron una imagen en la cual las 50 estrellas de la bandera norteamericana fueron remplazadas por la >esvástica. Y así han proliferado en Estados Unidos las home pages clandestinas elaboradas por los opositores políticos, quienes las hacen pasar como auténticas para hacer daño a sus adversarios. Les resulta una forma barata, fácil y moderna de difundir información. Esta práctica volvió a producirse en las elecciones presidenciales del 2000 con los candidatos George W. Bush y Al Gore.
Lo mismo han hecho las >mafias, los carteles de la droga, los grupos terroristas, el >Ku klux klan, el movimiento musulmán denominado Nación del Islam, el grupo Stormfront que pretende la “purificación” de la raza blanca, el activista canadiense de los “cabezas rapadas” George Burdi, impulsor de la acción nazi, y otros grupos que tienen a su disposición internet para dar a conocer sus ideas, por aberrantes que sean. En febrero de 1995 el Ejército Zapatista de México envió por este medio un manifiesto en el que acusó al gobierno mexicano de practicar torturas. Y desde entonces mantuvo permanente información acerca de sus actividades. Todo esto es posible hacer a través de esta gigantesca red de comunicación. Y nadie está en capacidad de impedirlo dado que internet es una red abierta a la que tienen acceso decenas de millones de personas en el mundo entero, por lo que se vuelve imposible controlar la información o imponerle <censura. Cualquier usuario, en un lugar cualquiera del planeta, puede difundir por medio de la red toda clase de datos de procedencia desconocida, que recorren libremente por las pantallas de las computadoras del mundo.
La fisonomía de lo que hoy conocemos como democracia cambiará sustancialmente. Se mediatizará la intervención de la masa, como ente orgánico, en la vida pública. No habrá deliberación entre los miembros del cuerpo político. Cada individuo tomará por su lado y casi aisladamente sus decisiones sobre las cuestiones de la vida social y expresará su modo de pensar a través del ordenador. La masa, como tal, estará ausente en la futura democracia electrónica.
La relación misma entre el líder y la masa ha comenzado a ser diferente. Con la irrupción de la televisión en la vida política la oratoria de multitudes ha quedado relegada, puesto que la conquista del voto y las campañas políticas ya no se hacen principalmente desde los balcones ni desde las tribunas levantadas en las plazas sino desde los sets televisuales, y esta forma de comunicación demanda un estilo completamente diferente del que asiste a la retórica multitudinaria tradicional. La televisión requiere una técnica especial, que incluye desde el cuidado en el vestir y en la apariencia física del líder hasta la previsión de los más pequeños detalles de su presentación. Como los espacios son usualmente cortos, exigen un gran esfuerzo de síntesis en la exposición de las ideas. La retórica ampulosa ya no tiene cabida en la pantalla. La exaltación emotiva tampoco. Se impone el estilo coloquial. En los pocos minutos disponibles, el líder debe procesar sus palabras de modo que pueda satisfacer las exigencias de todos los sectores de la población: de los intelectuales, de la gente joven, de las mujeres, de los trabajadores, de los habitantes de los barrios marginales, de las zonas campesinas, de las minorías étnicas y culturales y de los demás estratos de la población. En suma, debe atender, en el corto espacio de la televisión, las demandas distintas —y, a veces, contrarias— del amplio espectro popular. Esto no es fácil. Lo demostró el fracaso ante las cámaras de los viejos líderes de la era pretelevisiva. Se requiere un nuevo género de oratoria: más dinámica, de mayor agilidad mental y lógica más rigurosa, al tiempo que una alta dosis de simpatía personal, de buen sentido del humor y de lo que los publicistas llaman “imagen telegénica”.
En la audiencia televisual no funcionan los mecanismos que la psicología de masas promueve en las multitudes: la emoción, el delirio, el contagio, el magnetismo, la nivelación hacia abajo del índice intelectual de las personas. En la TV el orador se enfrenta a telespectadores fríos, analíticos, aislados, sentados tranquilamente en las salas o alcobas de sus casas, que en nada se parecen a las muchedumbres delirantes de la plaza pública. Y que, por supuesto, tienen una capacidad mucho mayor de reflexión y análisis.
En el mundo contemporáneo la libertad y la igualdad, componentes básicos de la democracia, están amenazados por dos fenómenos que se entrecruzan: la sociedad de masas, que con su hiperurbanización limita la capacidad de movimiento de los individuos, reduce su espacio, constriñe su voluntad y produce una sobrecarga de demandas sociales insatisfechas; y la revolución electrónica, que lleva en sus entrañas una irremisible tendencia hacia la concentración del saber científico y tecnológico en pocas mentes, que eventualmente puede llevar hacia la formación de una nueva clase social hegemónica en función de su dominio sobre la ciencia y la tecnología de última generación. La democracia, como forma de organización colectiva, está amenazada por estos dos factores surgidos de la propia dinámica social.