Es la expresión solemne que hace una comunidad política, hasta entonces sometida al régimen colonial, de los motivos por los cuales ha decidido declarar su emancipación de la metrópoli y constituirse en Estado. Generalmente esto ocurre al inicio o durante el curso de las jornadas bélicas de la emancipación.
Sin duda, la más célebre de las declaraciones de independencia, y la más hermosa de ellas por su profundidad conceptual y por los ideales de libertad e igualdad que alentaba, fue la redactada por Thomas Jefferson y aprobada por los representantes de las trece colonias inglesas de América del Norte reunidos en Filadelfia, el 4 de julio de 1776, en el curso de la dura, larga y sangrienta revolución de la independencia norteamericana.
En ella se explica que “cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario que un pueblo rompa los lazos políticos que lo han unido a otro, para ocupar entre las naciones de la Tierra el puesto de independencia e igualdad a que le dan derecho las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza, el respeto decoroso al juicio de la Humanidad exige que declare las causas que lo han llevado a la separación”.
Este admirable documento, que forma parte de la historia de las ideas políticas por su temprana convicción democrática y profundo contenido filosófico-político, ejerció notable influencia sobre la Revolución Francesa que habría de venir trece años más tarde.
“Sostenemos como verdades evidentes —afirmaba— que todos los hombres nacen iguales; que a todos les confiere su Creador ciertos derechos inalienables entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar esos derechos, los hombres instituyen gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tiende a destruir esos fines, el pueblo tiene derecho de reformarla o abolirla, a instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en aquella forma que a su juicio garantice mejor su seguridad y su felicidad…”
En otra parte proclamaba, al más puro estilo russoniano, el derecho y el deber de los pueblos de resistir la opresión: “cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente hacia el mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevas garantías para la futura seguridad”.
El documento producido por los revolucionarios norteamericanos del siglo XVIII es un modelo de declaración de independencia. En ella se afirma vigorosamente su voluntad de emancipación, se explican las razones que la inspiran y se definen maravillosamente los grandes ideales políticos de la época llamados a modelar la nueva organización social. Se ve muy claramente que su principal fuente de inspiración fueron las ideas de Locke y Rousseau acerca del derecho de rebelión de los los pueblos contra la conquista.
En la historia reciente ha habido muchas declaraciones de independencia, que dieron lugar a la desmembración de territorios estatales —secesión— y a la creación de nuevos Estados que ingresaron a la comunidad internacional.
Una de ellas fue la de la República Socialista Soviética de Georgia, que a partir del plebiscito celebrado el 31 de marzo de 1991 decidió por una amplia mayoría de votos separarse de la Unión Soviética —de la que formó parte por setenta años— y constituirse en un nuevo Estado.
Georgia fue la cuarta república socialista soviética que mediante consulta popular decidió la secesión de la URSS —las tres primeras fueron: Lituania, Letonia y Estonia— y la formación de un nuevo Estado dentro de la comunidad internacional.
Pero a partir de ese momento se despertaron afanes independentistas al interior de Georgia, originados en diferencias étnicas, culturales y religiosas. Tal fue el caso de las provincias de Osetia del Sur y Abjasia, que lucharon por su independencia bajo los auspicios de Rusia.
Cuando en el 2004 asumió el poder el joven y arrogante presidente de Georgia, Mikhail Saakashvili, se propuso dos objetivos importantes: impedir que las provincias separatistas Osetia del Sur y Abjasia se escindieran y alinear a Georgia con Occidente.
Esto, por supuesto, incomodó tremendamente a Rusia, su vecina del norte, que tenía designios completamente diferentes para el pequeño país caucásico.
En un nuevo esfuerzo por contener los reiterados movimientos secesionistas de las mencionadas provincias georgianas, que se originaron en los cruentos conflictos étnicos de comienzos de los años 90, el gobierno de Georgia lanzó el 8 de agosto del 2008 una fuerte operación militar sobre las provincias separatistas, cuyos parlamentos habían solicitado meses antes a las Naciones Unidas, a la Unión Europea y al gobierno ruso —con ocasión de la emancipación de Kosovo— que “reconocieran la independencia de la República de Osetia del Sur y de Abjasia, que tienen todas las condiciones y atributos de un Estado soberano”.
Las dos provincias separatistas eran pequeñas: Osetia del Sur tenía en ese momento 70.000 habitantes y 3.900 kilómetros cuadrados de territorio; y Abjasia, 200.000 habitantes y una superficie de 8.600 kilómetros cuadrados. Pero ocupaban una zona geopolítica estratégica.
La operación militar georgiana fue respondida inmediata y violentamente por el gobierno ruso del presidente Dimitri Medvedev —quien había visto siempre con simpatía los anhelos independentistas de las provincias georgianas— con el envío de la artillería, infantería y fuerza aérea rusas al territorio de Georgia para “proteger” a Abjasia y a Osetia del Sur de las tropas georgianas, alentar su independencia y, eventualmente, promover su anexión al territorio ruso.
Veintitrés mil soldados rusos fueron desplegados en la región. La flota rusa del Mar Negro bloqueó las costas de Georgia. Se dio la severa protesta del presidente Viktor Yushchenko de Ucrania. Lo cual produjo un severo conflicto militar y político en los Balcanes, con resonancia en varios Estados cercanos o lejanos del epicentro de los acontecimientos.
Se reabrió entonces la vieja discusión jurídica y política en torno al principio de la libre determinación de los pueblos, que invocaban los líderes independentistas georgianos y que la comunidad internacional aceptó en el caso de Kosovo. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reunió pero no pudo tomar una resolución debido a la diversidad de opiniones de sus miembros permanentes. Rusia impulsó el incidente o se aprovechó de él para cumplir su objetivo geopolítico de impedir o aplazar una decisión de la OTAN de aceptar el ingreso de las exrepúblicas soviéticas de Georgia y Ucrania a la organización.
Georgia —pequeño país de 69.500 km2 de territorio y 4,6 millones de habitantes— no estaba en posibilidad de resistir la invasión rusa. Las diferencias militares eran abismales. Según datos de la Jane’s Sentinel Country Risk Assessments y del ministerio de defensa ruso, Georgia tenía 26.900 efectivos, Rusia 641.000; Georgia 288 tanques, Rusia 6.717; Georgia 17 aviones de combate y reconocimiento, Rusia 1.206; Georgia 95 unidades de artillería pesada, Rusia 7.550. Rusia tenía, en ese momento, 141 millones de habitantes sobre sus 16’894.740 kilómetros cuadrados de territorio.
Pero la independencia de Osetia del Sur y Abjasia, reconocida por Rusia, Venezuela, Nicaragua y otros Estados, no ha sido aceptada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el G-7, la Unión Europea, Estados Unidos de América y otros Estados, que consideraban que ella “viola la integridad territorial y la soberanía de Georgia y es contraria a las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU apoyadas por Rusia” y que, además, es fruto de la política expansionista de Rusia. Consecuentemente, levantaron una protesta por la ocupación de la fuerza militar rusa sobre zonas del territorio georgiano.
En otro lugar del planeta, el largo proceso de descomposición de la República Federal Socialista de Yugoeslavia, que se inició después de la muerte del mariscal Josip Broz Tito en 1980, condujo al plebiscito del 21 de mayo del 2006 en el cual los ciudadanos de Montenegro, en ejercicio de su derecho de autodeterminación, decidieron su secesión del Estado federal de Serbia y Montenegro, regimentado por la Constitución del 4 de febrero del 2003.
Ya antes los seis grupos nacionales que integraban la vieja Yugoeslavia —Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia, Montenegro y Macedonia— se habían desprendido de ella para buscar su propio destino nacional. Solamente Serbia y Montenegro se habían mantenido hasta ese momento leales al legado de la antigua Yugoeslavia.
El plebiscito de Montenegro enfrentó a “unionistas”, encabezados por Predag Bulatovic, contra “independentistas”, liderados por su primer ministro Milo Djukanovic. Los primeros querían mantener la unidad federal con Serbia, en los términos de la Constitución que consagró el pequeño Estado federal Serbia y Montenegro, y los segundos pugnaban por la formación de un Estado separado de Serbia, con plena soberanía nacional.
Con base en el triunfo de los independentistas —con el 55,5% de los votos— Montenegro optó por la secesión de Serbia y formó su propio Estado con sus 616.000 habitantes, que fue inmediatamente admitido como miembro de las Naciones Unidas.
Dos años más tarde, el proceso de descomposición de Serbia culminó con la secesión de su pequeña provincia de Kosovo, cuyo parlamento declaró unilateralmente la independencia nacional el 17 de febrero del 2008 y la constitución de un nuevo Estado. Eso ocurrió cuando el parlamento kosovar —con el voto de 109 de sus 120 diputados— proclamó la emancipación nacional como consecuencia de las viejas disputas internas y como reacción al brutal proceso de represión y de “limpieza étnica” que contra ella emprendió el gobierno serbio de Slobodan Milosevic en 1998.
Con 10.887 kilómetros cuadrados de territorio y una población de 1,8 millones de habitantes —en un 90 por ciento de origen albanés—, Kosovo se constituyó en un nuevo Estado, denominado República Democrática de Kosovo.
Pero su estatus político el materia de controversia. Serbia lo considera una provincia autónoma integrante de su territorio, de acuerdo con su Constitución con la resolución 1244 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, aunque su administración, desde que terminó la guerra de Kosovo, está a cargo de la OTAN y de la Misión de Administración Provisional de las Naciones Unidas. Este episodio secesionista de los Balcanes inquietó a varios Estados, algunos de ellos muy lejanos del epicentro de los acontecimientos. En el seno del Comité de Ministros del Consejo de Europa el ministro serbio de asuntos exteriores, Vuk Jeremic, expresó que el caso de Kosovo es un “precedente peligroso”.
La comunidad internacional estaba dividida en el año 2014: 108 de los 193 Estados miembros de las Naciones Unidas lo reconocían como Estado. Los restantes se habían negado a reconocerlo o se han declarado neutrales frente al tema.
Otro pronunciamiento independentista se dio el 11 de marzo del 2014 en la península de Crimea —con la ciudad de Sebastopol incluida—, por decisión de su órgano parlamentario regional, ratificada cinco días después por los ciudadanos crimeos en el plebiscito del 16 de marzo de ese año, en el cual el 96,77 por ciento de los votantes se pronunció por la separación de Ucrania y la inserción de Crimea como provincia de Rusia.
Consecuentemente, el presidente Vladimir Putin de la Federación Rusa; Vladimir Konstantinov, presidente del Consejo Estatal de Crimea; el primer ministro de Crimea Serguéi Aksiónov y el alcalde de Sebastopol, Alexéi Chaly, firmaron el acuerdo de incorporación de los nuevos territorios a la Federación de Rusia.
Dentro del acuerdo, Crimea fue considerada zona económica especial y Sebastopol asumió la calidad de ciudad federal —al igual que Moscú y San Petersburgo— dentro de la Federación Rusa.
La península de Crimea, con una población de 2’033.700 habitantes en ese momento, tenía una superficie de 26.100 kilómetros cuadrados.