Era, en el Derecho Internacional clásico, el anuncio formal que un Estado hacía a otro de que iniciará operaciones bélicas contra él. Hoy esa formalidad ha caído en desuso por el compromiso que la comunidad internacional ha contraído con la causa de la paz. Las leyes de cada Estado, sin embargo, señalan la autoridad competente para declarar la guerra, que es la función legislativa en unos casos, la función ejecutiva en otros o la concurrencia de las dos funciones en otros. Esta es cuestión que pertenece al Derecho Constitucional y no al Derecho Internacional. De todas maneras, las normas internacionales clásicas no justificaban el comienzo de las hostilidades en tiempo de paz sin una previa declaración de guerra, notificada en forma clara al Estado afectado. La Convención III aprobada por la Conferencia de Paz de La Haya de 1907 estableció que “las partes contratantes reconocen que las hostilidades entre ellas no deben comenzar sin una advertencia previa e inequívoca, que adoptará la forma o de una declaración de guerra, que dé razones, o de un ultimátum con una declaración condicional de guerra”.
La declaración de guerra encuentra en la costumbre de algunos pueblos de la Antigüedad sus antecedentes más remotos. Los griegos y romanos anunciaban el comienzo de las hostilidades mediante algo que se parecía mucho a las modernas declaraciones de guerra. Se consideraba como un bandidaje el ataque sorpresivo. Los romanos solían acudir a una reclamación previa —la rerum repetitio—, que no era ciertamente un dechado de justicia, y si ella era rehusada declaraban formalmente la guerra. Durante la Edad Media se implantó la práctica de enviar heraldos que anunciaban solemnemente, en nombre de sus señores, la declaración de guerra. En las épocas posteriores este aviso se lo hacía diplomáticamente. El jurista holandés Hugo Grocio recogió en el siglo XVII esta inveterada costumbre y la convirtió en una regla de Derecho Internacional, en virtud de la cual ningún Estado debe iniciar hostilidades bélicas contra otro sin una previa declaración de guerra. Esta, a su vez, sólo era procedente cuando se habían agotado los esfuerzos por una solución pacífica. Sin embargo, los Estados no siempre se sometieron a esta norma, por lo que la mayor parte de las guerras, desde los tiempos de Grocio a nuestros días, se hizo sin aviso previo.
A esta inobservancia de las normas no fue ajeno el hecho de que en las conferencias de paz de La Haya en 1899 y 1907, al establecer que antes de recurrir a las armas debían los Estados acudir a los buenos oficios o a la mediación de Estados amigos “en tanto que lo permitan las circunstancias”. Esta proposición morigeró tanto la estrictez de estas normas que contribuyó a su desacato. Se había creado una coartada. A partir de ese momento nunca las circunstancias “permitieron” a los Estados expansionistas acudir a los métodos pacíficos de solución de las controversias internacionales y optaron ellos por los ataques sorpresivos, como hizo el Japón contra la flota rusa Rusia en Port Arthur en 1904, la Italia fascista contra Abisinia en 1935, el Japón contra China en 1937, Alemania contra Polonia en 1939 y el mismo Japón contra Estados Unidos en 1941 con el bombardeo de Pearl Harbor.
Las declaraciones de guerra no tienen “fórmulas sacramentales”. Basta con que sean claras e inequívocas. Generalmente toman la forma de notas diplomáticas redactadas en términos corteses pero enérgicos. Así fueron las que se formularon al comienzo de la Primera Guerra Mundial, entre ellas la que presentó el imperio Austro-húngaro a Serbia el 28 de julio de 1914, a raíz del asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo (que fue el hecho detonante de la conflagración mundial); o la que entregó en nombre de su gobierno el embajador alemán en San Petersburgo al ministro ruso de asuntos exteriores el 2 de agosto de 1914; o la que el 3 de agosto de 1914 depositó el embajador alemán en el ministerio francés de asuntos exteriores en París; o la que aprobó contra Alemania el Congreso Federal de Estados Unidos el 6 de abril de 1917.