Las fascinantes Islas Galápagos del Ecuador, donde el tiempo parece haberse detenido, fueron el principal laboratorio natural en que el sabio inglés Charles Darwin (1809-1882) investigó los fundamentos de su teoría de la evolución de las especies, que expuso en su obra “El Origen de las Especies” publicada en 1859, cuyos 1.250 ejemplares de la primera edición se vendieron el mismo día de su aparición.
En una breve pero interesante conversación que mantuve con el naturalista francés Jacques Cousteau en el aeropuerto de Madrid el 24 de febrero de 1994, mientras esperábamos el vuelo a Santa Cruz de Tenerife, el científico francés me confirmó que la visita de Darwin a las Galápagos —en que entró en contacto por primera vez con animales que no temen al hombre porque no tienen experiencias de la agresividad humana— le sirvió para reafirmar su teoría acerca de la evolución de las especies, que ya había sido esbozada antes por el naturalista francés Jean-Baptiste de Lamarck (1744-1829), en su libro “Philosophie Zoologique” publicado en 1809, y por el geógrafo, botánico y naturalista inglés Alfred Russell Wallace (1823-1913) en varios de sus artículos y después en su obra “El Archipiélago Malayo” (1869).
La teoría de Darwin sostiene que, en la lucha de todos los seres por la existencia, superviven los más aptos, en una suerte de selección natural. Los demás desaparecen.
En este proceso de selección natural las especies tienden a desarrollar cambios y variaciones para adaptarse al medio en que viven y ellos se perpetúan o desaparecen de acuerdo al grado de compatibilidad que alcanzan con las exigencias de la vida. De esta manera, a lo largo de las edades, las especies animales —incluido el hombre— y las especies vegetales han evolucionado incesantemente desde las formas más primitivas a las más avanzadas.
Este principio fue desarrollado posteriormente en su libro “The Descent of Man and Selection in Relation to Sex”, publicado en 1871, que produjo gran escándalo y mayor indignación entre muchos de sus contemporáneos porque trató de demostrar que el hombre y los monos descienden de un antepasado común.
El tema dividió en dos a la sociedad de su tiempo: los darwinistas y los antidarwinistas, que se trabaron en dura lucha hasta después de muchos años de la muerte del sabio inglés.
La aparición del libro de Darwin sobre el origen y evolución de las especies desató una tormenta filosófica, religiosa y política de gran magnitud porque sustituyó la idea de un mundo estático por la de un mundo en interminable evolución, cuestionó la tesis religiosa de la creación, hirió de muerte el antropocentrismo, es decir, la idea de que el propósito del universo era la aparición del hombre, explicó los procesos cósmicos en función de energías puramente materiales y conspiró contra la idea del “alma” ya que el hombre, descendiente de los animales, no es más que un chimpancé evolucionado que ha desarrollado una hiperplasia en el cerebro, o sea una extraordinaria multiplicación de sus células normales.
El darwinismo es una de las cuatro teorías que, en distintas épocas, hirieron profundamente el ego del hombre, considerado a sí mismo como el “centro de la creación”.
La primera fue la teoría heliocéntrica de la gravitación sideral, debida al astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), al astrónomo inglés Thomas Digges (1545-1595) y al científico italiano Galileo Galilei (1564-1642), que contradijo la concepción geocéntrica del sabio egipcio Tolomeo, quien vivió en el segundo siglo de la era cristiana, según la cual la Tierra era el eje en torno del cual giraban el Sol y los demás cuerpos celestes. La teoría heliocéntrica fue vislumbrada en la Antigüedad por el sabio griego Aristarco de Samos (310-230 a. C.), pero permaneció olvidada por varios siglos. La apoyó ardientemente el astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630), quien valiéndose de las observaciones del astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601), descubrió las leyes que rigen el movimiento planetario —las leyes de Kepler—, en virtud de las cuales: 1) los planetas se mueven en órbitas elípticas con el Sol en un foco de la elipse; 2) las distancias que separan a los planetas del Sol son proporcionales a los tiempos empleados en recorrerlas; y 3) los cuadrados de los períodos de revolución de los planetas son proporcionales a los cubos del semieje mayor de la respectiva elipse.
Esta teoría conmovió profundamente hasta los cimientos de la Iglesia Católica, que se demoró casi doscientos años en aceptarla. En una carta escrita en 1615, el tristemente célebre cardenal jesuita Roberto Bellarmino —que había dedicado largamente su tiempo y energías a contradecir a Copérnico, a reprimir a Galileo desde la Santa Inquisición y a tratar de juzgar a través de los textos sagrados una verdad científica— afirmó que “si hubiera una prueba real de que el Sol es el centro del universo, de que la Tierra está en el tercer cielo y de que el Sol no gira alrededor de la Tierra sino la Tierra alrededor del Sol, entonces habremos de ser muy cautelosos al explicar los pasajes de las Sagradas Escrituras que parecen enseñar lo contrario”.
Eran los tiempos en que los teólogos se oponían al uso del telescopio, bajo el argumento de que, si dios hubiera querido que el hombre mirara los cielos de esa manera, le habría dado ojos telescópicos…
La segunda fue la teoría darwiniana del origen de las especies, que afirmó que el ser humano no es más que un eslabón, especialmente evolucionado, de la larguísima cadena zoológica producida por la evolución de las especies.
Después vino la teoría de Sigmund Freud (1856-1939), creador del sicoanálisis, de que muchas de las conductas humanas no tienen motivaciones conscientes sino subconscientes y que, por tanto, ellas escapan al control volitivo y racional del hombre.
Y, finalmente, la denominada >teoría del caos, sustentada en las últimas décadas por importantes filósofos y científicos, que al pretender demostrar que el desorden no es una ruptura ocasional del orden cósmico sino que, al contrario, el orden es una ruptura ocasional del desorden —de modo que el desorden es lo esencial y el orden lo aleatorio—, echó por tierra las afirmaciones de filósofos, teólogos y científicos tradicionales de que la armonía y el equilibrio imperan en el cosmos, en el planeta, en la sociedad y en el hombre porque así lo ha dispuesto el ser todopoderoso y omnisciente que rige los destinos universales.
Estas cuatro hipótesis científicas dieron un golpe mortal al orgullo humano. Por eso fueron tan duramente combatidas. La primera porque era inadmisible para el fanatismo religioso que este planeta, donde había nacido el hijo de Dios para redimir a los hombres, fuese un punto insignificante en el espacio y no el centro de la gravitación universal. Eso resultaba herético e inaceptable para el pensamiento tradicional. Por sostener esa tesis fue perseguido Galileo y obligado por el Tribunal de la Santa Inquisición a retractarse de sus afirmaciones científicas, bajo amenaza de muerte en la hoguera. En 1616 la Inquisición comunicó a Galileo, en nombre del papa, “que la mencionada opinión según la cual el Sol era el centro del mundo y que la Tierra se movía había de abandonarse en absoluto y en manera alguna sustentarse, ni enseñarse, ni defenderse ni de palabra ni por escrito; de lo contrario el Santo Oficio procederá contra él, a cuyo mandato él se había atenido y prometido obedecer”. Galileo fue obligado a retractarse, aunque dicen que al final del proceso inquisitorial exclamó: “eppur si muove”. Sus libros fueron prohibidos y la teoría del movimiento de la Tierra fue declarada “necia y absurda desde el punto de vista filosófico y en parte formalmente herética” por once calificadores de la >Inquisición. Sin embargo, la ciencia terminó por dar la razón al astrónomo italiano.
La teoría darwiniana demostraba que el hombre pertenece a una de las escalas zoológicas y que es un ser básicamente igual a los animales. Afirmación que resultó inconcebible también para los sectores tradicionales, puesto que el ser humano se había empeñado siempre en diferenciarse de los animales y con frecuencia había utilizado el nombre de ellos para injuriar a sus semejantes. Y resultaba que era igual a ellos. ¡Cómo iba ser igual a los animales! Esa fue también otra herejía para el pensamiento católico de su tiempo.
La arremetida de los líderes religiosos contra el biólogo, geólogo y naturalista inglés Charles Darwin (1809-1882) fue inmediata. Como escribe el cientista catalán Eduardo Punset, “quien haya creído durante toda su vida que Dios creó a los primeros humanos no puede aceptar la idea darwiniana de que venimos del mono”.
La teoría freudiana del psicoanálisis sostuvo que en el subconsciente está la motivación última de muchos de los actos humanos, de modo que sobre ellos el hombre no tiene control. Esto resultaba también insultante. ¡Que el rey de la creación, hecho a imagen y semejanza de dios, no tenga el absoluto dominio sobre todos sus actos! Absurdo.
Y la teoría del caos pretende demostrar que la desorganización, el desequilibrio, la turbulencia, la entropía, la discontinuidad, la anomalía, la incertidumbre, la arritmia, la tormenta y el desconcierto son las únicas verdades de la realidad. Y esto ha sido así desde hace 15.000 millones de años, cuando la inconmensurable explosión cósmica de materia-energía —el big bang—, al expandirse y enfriarse, dio origen al universo.
La ciencia se ha encargado, con el tiempo, de probar la verdad de las afirmaciones básicas de Galileo, Darwin y Freud.
Recientes investigaciones de la ingeniería biogenética demuestran que compartimos más del 98% de los genes con el chimpancé —con quien tenemos un ancestro común— y que somos más parecidos a los chimpancés que éstos a los gorilas. La ciencia ha tornado menos clara la línea divisoria entre los humanos y los simios.
El darwinismo ha recibido malas y buenas interpretaciones en el campo de las ciencias sociales. La transferencia de sus conceptos a la esfera de la sociedad ha tenido diversa dirección. En sus tesis biológicas han encontrado argumentos ciertas teorías racistas para sostener la importancia que las características raciales tienen en la determinación de los destinos de una comunidad. Los expansionistas bélicos han acogido la idea de que las sociedades, lo mismo que las especies, están sometidas a un proceso de selección natural. Los seguidores de la filosofía materialista han hallado explicación a muchas cosas con las teorías de Darwin. Y los marxistas han fortalecido con ellas su interpretación materialista de la historia, especialmente Karl Kautsky (1854-1938), quien probablemente fue después de Marx y Engels el más importante de los ideólogos del >marxismo.
La palabra darwinismo suele aplicarse frecuentemente a la política y a la economía, en sentido figurado, como la lucha feroz por el poder en la que sobreviven los más aptos o los que mejor se adaptan a las diversas situaciones. Se la emplea también para designar el orden de cosas en el que, dentro de la vorágine de libertades económicas y en la implacable emulación interna e internacional, triunfan los más fuertes y los más agresivos. Este es el darwinismo económico de las sociedades organizadas bajo el signo del >neoliberalismo, en cuyo ordenamiento social y económico ha prevalecido el más fuerte, el mejor dotado económicamente o el más hábil para conducirse en medio de una sociedad abierta e implacablemente competitiva. Los demás, como en la selección natural de Darwin, simplemente perecen.