El 5 de junio de 1947, en un discurso pronunciado en la Universidad de Harvard, el Secretario de Estado norteamericano George Marshall propuso un ambicioso programa de asistencia externa del gobierno de Estados Unidos en favor de los países del Occidente europeo que sufrieron graves daños como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. E invitó a la Unión Soviética a participar en él puesto que, según expresó en aquella ocasión, “nuestra política está dirigida, no contra ningún país o doctrina, sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos”. Y agregó: “el propósito debe ser revivir economías activas en el mundo, así como permitir el surgimiento de condiciones políticas y sociales dentro de las cuales puedan existir instituciones libres”.
El gobierno británico acogió inmediatamente el Plan Marshall y su ministro de relaciones exteriores Ernest Bevin convocó a una conferencia europea en París para tratar el tema, a la que concurrieron pero de la que se retiraron, por orden de Stalin, los delegados soviéticos argumentando que el programa era incompatible con el sistema de planificación central de la URSS.
En el fondo el Kremlin miraba con profunda desconfianza el Plan Marshall, al que consideraba un instrumento de dominación imperialista sobre Europa y una forma disimulada de integrar un frente occidental contra los países comunistas. Por eso su respuesta fue la creación del >Kominform —la oficina de información y propaganda de los partidos comunistas del este europeo fundada en Szklarska Poreba en septiembre de 1947— y del Council of Mutual Economic Assistance (COMECON) para establecer líneas de cooperación externa entre los países del entonces naciente bloque soviético.
Fue a partir de esta iniciativa del Secretario de Estado norteamericano que surgió el concepto de cooperación, asistencia o ayuda externas.
En la mencionada reunión convocada por Bevin en París, los 16 Estados presentes crearon el Comité sobre Cooperación Económica Europea —Committee on European Economic Cooperation (CEEC)— para instrumentar un programa cuatrienal de recuperación económica de Europa basado principalmente en el impulso a la producción agrícola y a la industrial.
La asistencia externa prestada especialmente por Estados Unidos a los países de Asia, África y América Latina recibió un gran impulso durante la guerra fría por el temor que los gobiernos occidentales tenían de que los pueblos del tercer mundo, agobiados por la pobreza y el atraso, se alinearan con el bloque comunista. De modo que la ayuda externa fue utilizada para que los países donatarios permanecieran dentro de la zona de influencia de los países donantes. Esto fue más o menos igual en los dos grandes bloques en que se había dividido el mundo.
La ayuda externa puede provenir de los países industriales, organizaciones intergubernamentales, entidades multilaterales de crédito o agencias privadas. No son los sentimientos altruistas los que la motivan sino intereses geopolíticos y geoeconómicos de orden táctico o estratégico. En algunos casos se pudo identificar que detrás de la ayuda externa estaba la presencia de bases militares del país donante en el territorio del donatario o.
Pero con la caída del >muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y la terminación de la >guerra fría las cosas cambiaron. Los Estados Unidos se volvieron indiferentes con los problemas de los países pobres. Sus intereses se volcaron hacia los países del este de Europa, a fin de que su abjuración del marxismo les resultara rentable. Se produjo, como alguien dijo, una “fatiga de donaciones” en los países donantes —aid fatigue—, especialmente en Estados Unidos, que dejaron de financiar muchos de los programas de desarrollo social y económico en el tercer mundo.
Lo propio ocurrió en el otro lado del planeta con relación a la ayuda exterior de los países comunistas, donde las donaciones para los planes de desarrollo en los países periféricos desaparecieron. Cuba y Zaire se vieron particularmente afectados. Especialmente Cuba que sufría el bloqueo financiero y comercial impuesto en octubre de 1992 por el Congreso de Estados Unidos a través de la Cuban Democracy Act —mejor conocida como ley Torricelli, en razón del nombre de su impulsor, el representante de New Jersey Robert Torricelli— en virtud de la cual, con el propósito de “buscar una transición pacífica a la democracia y un restablecimiento del crecimiento económico de Cuba”, se autorizó al Presidente norteamericano para imponer sanciones a los países que mantuviesen relaciones comerciales o financieras con la isla o le prestasen algún género de asistencia. Este bloqueo se endureció con la ley Helms-Burton aprobada por el Congreso de Estados Unidos en 1996, que además contenía cláusulas de embargo porque a más de cercar comercialmente a Cuba posibilitó la acción judicial contra los bienes de personas y empresas que tuviesen inversiones en la isla caribeña o hiciesen negocios con ella.
El bloqueo, entre muchos otros perjuicios económicos, obligó a Cuba a hacer sus importaciones desde mercados más lejanos, lo cual le encareció los precios finales de las mercancías. Además, en el caso de algunos medicamentos y otros bienes, su vecino del norte era el único proveedor posible.
Por vigésimo cuarto año consecutivo, la Asamblea General de las Naciones Unidas votó en contra del bloqueo a Cuba. Lo hizo en la sesión del 27 de octubre del 2015 con 191 votos contra 2: el de Estados Unidos y el de Israel. Ronald Godard, embajador norteamericano, explicó su voto porque el proyecto de resolución presentado por Cuba, casi idéntico al de año anterior, no reflejaba la situación de acercamiento entre los dos países que en ese momento impulsaban sus gobernantes.
Pero después las cosas se compusieron. En el curso de la VII Cumbre de las Américas celebrada en Panamá 10 de abril del 2015 se produjo un encuentro y amigable conversación entre Barack Obama y Raúl Castro. Inmediatamente personeros diplomáticos de los dos gobiernos mantuvieron conversaciones reservadas a lo largo de varios meses con el fin de restablecer las relaciones diplomáticas entre sus dos países. Y finalmente se reabrieron las embajadas en solemnes ceremonias: el 20 de julio de ese año la embajada cubana en Washington y el 14 de agosto la sede diplomática de Estados Unidos en La Habana.