Se designa con esta expresión —que fue acuñada por el economista norteamericano John Williamson en 1990— al conjunto de las propuestas de los planificadores de la política económica norteamericana para los países de América Latina que fueron discutidas en la conferencia organizada por el Institute for International Economics sobre el tema “Latin American Adjustment: How Much Has Happened?”, reunida en Washington en noviembre de 1989. A ella asistieron los representantes de algunos países latinoamericanos (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, México, Perú y Venezuela), quienes alcanzaron un alto grado de coincidencia con los planteamientos aperturistas norteamericanos, lo cual llevó al economista Williamson a denominar a ese acuerdo expreso o tácito el “consenso de Washington” y a resumir su contenido en las llamadas diez “reformas estructurales” que debían instrumentarse en los países de la región para “modernizar” sus economías e insertarlas en el proceso de >globalización en que estaba interesado el gobierno de Estados Unidos, dentro de su estrategia mundial y como parte del nuevo orden internacional que se avecinaba después de la terminación de la guerra fría.
El gobierno que a la sazón yo presidía en Ecuador no fue invitado a la reunión puesto que los invitadores sabían que no compartía esos proyectos e ideas privatizadores.
La primera de las reformas se refiere a la disciplina fiscal para evitar los grandes déficit, la inflación y la fuga de capitales. La segunda, a la prioridad en el gasto público y a su recorte en las áreas políticamente sensibles que suelen recibir más recursos de lo que su retorno justifica, tales como los subsidios indiscriminados, los egresos militares, la administración pública central y la construcción de “elefantes blancos”. La tercera, al sistema tributario, cuya base de contribuyentes debe ampliarse, y al mejoramiento de las recaudaciones. La cuarta tiene que ver con la >liberalización del sistema financiero y con el establecimiento de tasas reales de interés fijadas por el mercado. La quinta se refiere a la necesidad de establecer un >tipo de cambio suficientemente competitivo para impulsar un rápido crecimiento de las exportaciones no tradicionales dentro del marco de la apertura externa de las economías y de la sustentación del desarrollo en las exportaciones. La reforma sexta propugna la liberalización del comercio exterior con base en el abatimiento de las restricciones cuantitativas y su reemplazo por tarifas arancelarias que deben reducirse progresivamente hasta un nivel uniforme de alrededor del 10%. La siguiente propuesta es la relativa a la recepción de inversión extranjera directa, para lo cual deben abolirse todas las regulaciones a fin de que los inversionistas nacionales y extranjeros compitan en igualdad de condiciones. La octava se refiere a la >privatización de las empresas públicas para incrementar la eficiencia en su gestión, mejorar el desempeño fiscal y eliminar el gravamen que la operación de ellas representa para el Estado. La novena propugna la >desregulación de la economía. Y la última se refiere a la seguridad del derecho de propiedad para todos, incluidos los trabajadores informales.
El “consenso de Washington” —parte del catecismo neoliberal— sometió a las fuerzas del mercado la fijación de los grandes precios de la economía: los salarios, que son el precio del trabajo; los intereses, que son el precio del dinero; y el tipo de cambio, que es el precio de las divisas.
Más tarde, en una ponencia presentada a la conferencia sobre “Pensamiento y práctica del desarrollo” (Development Thinking and Practice) organizada por el Banco Interamericano de Desarrollo en Washington del 3 al 5 de septiembre de 1996, el economista Williamson agregó por su cuenta dos nuevos puntos al “decálogo neoliberal”: uno, la necesidad de construir o, en algunos casos, reconstruir instituciones bien estructuradas para desarrollar programas de compensación a favor de los pobres y para supervisar el sistema bancario; y, dos, el mejoramiento de la educación como un prerrequisito para el desarrollo.
Todos los países de la región, siguiendo el “Washington Consensus”, han instrumentado las denominadas “reformas estructurales”, expresión equívoca que en muchos casos ha significado volver atrás y dejar de lado la promoción de la democracia económica y de los derechos sociales. Se han tomado medidas destinadas a reducir la demanda agregada —mediante el recorte del gasto público, el aumento de los ingresos fiscales, la limitación del crédito— y a modificar la estructura del gasto a través principalmente de la devaluación del tipo de cambio real para incrementar los precios de los bienes negociables. Estas medidas han ido acompañadas de ciertas reformas: entre otras, la desregulación de los mercados del trabajo y del capital, la liberalización del comercio y la apertura de los flujos internacionales de divisas.
Todo el movimiento neoliberal que ha recorrido América Latina, originado en el >thatcherismo inglés e impulsado por la >reaganomics norteamericana, ha respondido a los puntos aprobados consensualmente en la reunión de Washington. Sin embargo, hay que anotar que en los años recientes tanto el Banco Mundial como el Banco Interamericano de Desarrollo, expíando viejas culpas contra la equidad social, han buscado ampliar la agenda de Washington e incorporar los temas de los derechos humanos, la justicia social, la protección del medio ambiente, la lucha contra el narcotráfico y la promoción de la democracia.
Un estudio del propio Banco Mundial efectuado en 1993 llegó a la conclusión de que en la década de los 80 la distribución del ingreso se deterioró en diez de los países de América Latina analizados mientras que mejoró solamente en cuatro.
En realidad, salvando algunas de sus recomendaciones de prudencia fiscal y monetaria, los logros fueron no sólo insuficientes sino negativos y frustrantes, especialmente desde el punto de vista social. Como bien afirmó el economista norteamericano Joseph E. Stiglitz, en su libro “El malestar en la globalización” (2002), “los resultados de las políticas promulgadas por el Consenso de Washington no han sido satisfactorios: en la mayoría de los países que abrazaron sus dogmas el desarrollo ha sido lento y allí donde sí ha habido crecimiento sus frutos no han sido repartidos equitativamente”.
Y el profesor Stiglitz sabía por qué lo decía, ya que, además de haber ganado el premio Nobel de economía en el año 2001, sirvió como jefe del consejo de asesores económicos de la Casa Blanca durante la administración del presidente Bill Clinton.
El auge del aperturismo económico y las privatizaciones, contrariamente a lo que habían previsto sus impulsores, produjeron como resultado en América Latina un crecimiento del PIB de apenas el 1% por habitante durante el período en que se aplicaron con rigor las recetas del Consenso de Washington —1990-2005—, pero además se profundizó la brecha entre los grupos de altos ingresos y los de ingresos bajos. El profesor de economía de la Universidad de Chile, Ricardo Ffench-Davis, afirmó que en el año 2005 existían en nuestra América unos 13 millones de pobres más que en 1990, a pesar de que crecieron las exportaciones, disminuyeron los desequilibrios fiscales y hubo mejor control de la inflación (Revista Nueva Sociedad Nº 207, enero-febrero 2007).
Sin duda, el Consenso de Washington, con sus propuestas de privatización, apertura comercial y “desregulación” de la economía, indujo hacia una >reforma del Estado en América Latina en concordancia con el pensamiento económico neoclásico que lo inspiraba. En nombre de la racionalidad técnica y de los cánones macroeconómicos, aquel proceso iniciado en 1989 condujo a suplantar los principios de la era keynesiana-desarrollista del capitalismo latinoamericano —implantados a partir de la terminación de la Segunda Guerra Mundial— bajo la convicción de que el secreto del éxito en el desarrollo de los países atrasados era copiar las instituciones, métodos y prácticas de los países industriales de Occidente.
En opinión de Mijail Gorbachov, “el llamado Consenso de Washington, que reflejó esos principios, intentó imponerse al mundo” a comienzos del siglo XXI y “los principios del monetarismo, de la irresponsabilidad con la sociedad y con el medio ambiente, y del exceso de consumo y de ganancias como motores de la economía y de la sociedad, comenzaron a considerarse un estándar internacional”.
Alain Gresh, periodista francés de “Le Monde Diplomatique”, especialista en el Oriente Medio, acuñó en el 2008 la expresión “consenso de Pekín” —a imagen y semejanza del “consenso de Washington”— para referirse a la etapa que se abría en ese momento de la postguerra fría con el ascenso económico y financiero de China, su gravitación en la toma de decisiones políticas y económicas en el tercer mundo, el advenimiento de nuevos actores influyentes en el ámbito internacional, el fortalecimiento de los movimientos de izquierda en América Latina y la tendencia de los países del mundo subdesarrollado a tomar sus propias determinaciones y decisiones políticas al margen de la voluntad de las potencias occidentales, asumir posturas relativamente independientes y encontrar socios no alineados con la gran potencia unipolar.