carrera espacial El 27 de enero de 1967, durante una prueba del Apolo 1, murieron trágicamente los astronautas estadounidenses Virgil I. Grissom, Edward H. White y Roger B. Chaffee al incendiarse su cápsula espacial.
Esta fue la primera misión tripulada del programa espacial estadounidense —conocido como Programa Apolo— cuyo objetivo era el alunizaje tripulado.
En estos términos quedó planteada la carrera espacial entre las dos superpotencias de aquella época.
Pero tres años después Estados Unidos tomaron la vanguardia de la competencia espacial al llevar al hombre a la Luna. Neil Armstrong fue el primer ser humano en llegar al satélite. Lo hizo a bordo del Apolo 11. Y suya fue la célebre frase pronunciada al momento de pisar suelo lunar el 20 de julio de 1969:
“¡Este es un pequeño paso para el hombre; un salto gigantesco para la humanidad!”
Y junto con su compañero Edwin Aldrin plantó la bandera norteamericana en la Luna, habló por radio con el Presidente Richard Nixon, caminó por dos horas sobre la superficie lunar bajo una gravedad seis veces menor que la terrestre, recogió muestras de materiales lunares e instaló sofisticados equipos electrónicos de rastreo.
Esto fue parte del Programa Apolo (1963-1972) diseñado para enviar el hombre a la Luna y “devolverlo sano y salvo a la Tierra antes del fin de la década”, según dijo el 25 de mayo de 1961 el Presidente John F. Kennedy ante el Congreso Federal en el apogeo de la guerra fría y en medio de la implacable competencia por la conquista espacial entre las dos grandes potencias de aquel tiempo.
Seis de las misiones Apolo alcanzaron el objetivo: Apolo 11, 12, 14, 15, 16 y 17.
La Apolo 13, en abril de 1970, no pudo posarse en la Luna por problemas mecánicos en el tanque de oxígeno número 1 y, por tanto, sus tripulantes se limitaron a tomar fotografías durante su circunvalación en la órbita lunar y retornaron a la Tierra.
Las seis misiones trajeron cerca de 400 kilos de muestras de materias lunares para su análisis científico.
Estas misiones fueron precedidas por dos tripuladas que giraron en órbita alrededor de la Luna pero que no bajaron a su suelo: la del Apolo 8 en diciembre de 1968 y del Apolo 10 en mayo de 1969.
El Apolo 11 partió desde Cabo Kennedy (antes Cabo Cañaveral) en La Florida el 16 de julio de 1969, llegó a la superficie de la Luna el 20 y retornó a la Tierra el 24.
Después de esta misión, que fue la primera en alunizar, vinieron: Apolo 12 que se posó en la Luna el 19 de noviembre de 1969, Apolo 14 el 5 de febrero de 1971, Apolo 15 el 30 de julio de 1971, Apolo 16 el 20 de abril de 1972 y Apolo 17 el 7 de diciembre de 1972.
En cada uno de estos viajes dos de los tres cosmonautas de la tripulación caminaron sobre la superficie lunar mientras que el tercero esperaba a sus compañeros en la nave principal, que giraba en órbita alrededor de la Luna, para emprender el regreso a la Tierra. En el caso del Apolo 11 fue Michael Collins quien se mantuvo girando a bordo del “Columbia”, a una altura aproximada de ciento once kilómetros de la Luna, en espera del retorno de Armstrong y Aldrin en el “módulo lunar” para incorporarse a la nave principal.
El viaje y el descenso en la Luna se transmitieron en tiempo real por los medios de comunicación audiovisuales de aquella época. Se exhibieron y publicaron fotografías, vídeos y películas de testimonio. La gran perdedora de la jornada, que fue la Unión Soviética, reconoció la hazaña espacial de sus adversarios. Sin embargo, se han publicado varios libros en Estados Unidos que sostienen que el famoso alunizaje del Apolo 11 el 20 de julio de 1969 —considerado uno de los mayores logros científicos en el curso de la conquista del espacio— no fue un hecho real sino un montaje y que la nave norteamericana “alunizó” en realidad en algún lugar del Desierto de Nevada en el propio territorio de Estados Unidos. Cuestionaron la autenticidad de las fotografías y filmaciones hechas por los astronautas y mostradas por la NASA. Afirmaron, en relación con ellas, que no se veía alrededor de la nave el efecto que debieron causar en la superficie polvorienta de la Luna los cohetes retropropulsores usados para amortiguar el choque, que las sombras proyectadas por el Sol no parecían reales, que había una sospechosa iluminación adicional a la solar, que las luces y las sombras no eran verdaderas, que —en fin— esas fotografías y vídeos eran forjados.
El norteamericano Bill Kaysing —que había trabajado entre 1956 y 1963 como redactor técnico en la empresa Rocketdyne Systems, relacionada con el programa Apolo— publicó en 1981 un libro titulado “We never went to the Moon”, en el que sostuvo que la NASA y la Agencia de Inteligencia del Pentágono (DIA), al darse cuenta de que aún no poseían la tecnología adecuada para llevar con seguridad al hombre a la Luna, trucaron el “aluzinaje” del Apolo 11 en el Desierto de Nevada con el fin de defender la palabra y la promesa de Kennedy.
Kaysing sembró la duda en algunos sectores de la opinión pública norteamericana.
Por otro lado, Ralph Rene en su libro “NASA Mooned America!” (1992), compartiendo la tesis del trucaje, afirmó que para poner un hombre en la Luna las paredes de la nave espacial debían haber tenido un grosor mínimo de dos metros de plomo a fin de impedir que la radiación cósmica “cocinara” a los astronautas. Y los más febriles cuestionadores de la NASA sostuvieron que el truco fue posible gracias a un pacto norteamericano-soviético para utilizar conjuntamente la Luna como escala en los futuros viajes a Marte.
Una de las preguntas que se hacían los cuestionadores era: ¿por qué la NASA no ha enviado nuevos astronautas a la Luna ahora que tiene posibilidades científicas y tecnológicas inmensamente superiores a las de los años 60 y 70?
Hubo dos puntos de vista sobre este tema: el de quienes sostuvieron que la NASA consumó un gigantesco “fraude cósmico” y que forjó un “alunizaje” en las arenas del Desierto de Nevada; y el de los que afirmaron que la llegada del hombre a la Luna fue real pero que el organismo espacial norteamericano ocultó los indicios o pruebas obtenidos por la misión tripulada y las anteriores misiones no tripuladas porque seres de fuera de nuestro planeta estuvieron antes en la Luna, en épocas no aún precisables, y dejaron allí señas de su presencia, tales como una enorme plaza cuadrada, un entramado de líneas rectas, muros que parecen artificiales y otros vestigios ajenos al capricho de la geología.
Pero lo cierto es que los observatorios astronómicos ingleses, soviéticos, chinos, alemanes y de otros países pudieron seguir, mediante sus radiotelescopios, las misiones Apolo a la Luna, sin que hayan denunciado fraude alguno. Muchos astrónomos aficionados detectaron con sus aparatos la trayectoria de ida y de regreso de las naves del programa Apolo y poseen testimonios fotográficos de estos hechos. Algunos radioaficionados pudieron captar las conversaciones entre los cosmonautas de las misiones Apolo y las de éstos con el centro de control en la Tierra. Y entre los varios relatos que ellos hicieron se encuentra el del científico y escritor sueco Sven Grahn sobre su seguimiento al Apolo 17 que se posó en la Luna el 7 de diciembre de 1972 y cuyos tripulantes caminaron sobre su suelo.
En la misión del Apolo 15 el cosmonauta norteamericano Dave Randolph Scott, durante su paseo por la superficie lunar, comprobó la teoría de Galileo de que es la resistencia del aire la que determina en la Tierra que los cuerpos caigan a la superficie terrestre a diferente velocidad. En aquella ocasión Scott dejó caer al mismo tiempo una pluma y un martillo y ambos cuerpos, atraídos por la débil fuerza de gravedad del satélite, tocaron la superficie lunar simultáneamente, fenómeno que sería imposible reproducir en la Tierra.
En el curso de las actividades en la Luna los cosmonautas realizaron decenas de experimentos científicos y trajeron rocas lunares y muestras de la superficie y el subsuelo selenitas, que han sido analizadas por decenas de instituciones científicas del mundo, sin que alguna de ellas haya impugnado su autenticidad. Las misiones Apolo 11, 14 y 15 instalaron en diversos puntos de la Luna los denominados laser ranging retroreflectors, que son una especie de espejos que reflejan los rayos láser disparados desde observatorios astronómicos en la Tierra para establecer con precisión la distancia que separa al planeta de su satélite.
Las actividades de los astronautas fueron grabadas en cintas magnetofónicas. En ellas se registró toda la secuencia del alunizaje y de las caminatas de Armstrong y Aldrin por la superficie selenita, incluida la histórica declaración de Armstrong al pisar la Luna: “este es un pequeño paso para el hombre; un salto gigantesco para la humanidad”. Todas las actividades cumplidas por los tripulantes de la misión del Apolo 11 fueron grabadas; pero las grabaciones originales, que estaban guardadas en setecientas cajas, desaparecieron misteriosamente de los archivos de la NASA en el año 2005, con lo cual se han perdido los testimonios de uno de los hechos más importantes de la historia, aunque quedaron copias de ellos de calidad muy inferior. Los funcionarios de la agencia norteamericana se percataron de la pérdida cuando pretendieron convertir las grabaciones al formato digital para alcanzar mayor claridad y asegurar su conservación.
En la competencia espacial planteada entre Estados Unidos y la Unión Soviética —que, sin duda, fue parte de la guerra fría—, los soviéticos enviaron al satélite en septiembre y noviembre de 1970 las naves no tripuladas Luna 16 y Luna 17 para recolectar por medios automáticos muestras de su suelo y traerlas a la Tierra. Y el 17 de noviembre el Luna 17 colocó el robot automático Lunokhod 1, manejado a control remoto desde la Tierra, que recorrió la superficie lunar por once días.
Pero al margen de las fútiles argumentaciones fotográficas en torno a las sombras e iluminaciones, los cuestionamientos realmente científicos fueron dos: 1) que la temperatura de la Luna es tan alta —alrededor de 280 grados Fahrenheit (138º centígrados) durante el mediodía lunar— que era imposible que el celuloide de las fotografías y de las películas dejara de fundirse; y 2) que alrededor del planeta Tierra existe un poderoso cinturón de radiación que supera los 300 grays —denominado Van Allen, en honor a su descubridor: el físico estadounidense de la Universidad de Iowa— que no puede ser atravesado por un ser humano.
Los científicos de la NASA han explicado que tales temperaturas se alcanzan solamente durante el mediodía lunar, en que el Sol está en el punto más alto de su elevación sobre el horizonte, y que por eso las operaciones de alunizaje y caminata se realizaron al “amanecer”, cuando el astro estaba en su punto más bajo, con temperaturas relativamente moderadas.
La mayor permanencia de los hombres en la Luna fue de tres días terrestres, que son casi la quinta parte del día lunar. El día lunar equivale a catorce días terrestres aproximadamente. Los científicos explicaron, además, que tanto los astronautas como sus equipos estaban eficientemente protegidos del calor por elementos aislantes. Las cámaras de fotografía y de filmación, construidas con materiales especiales para resistir los cambios térmicos, mantener una uniforme temperatura interna y prevenir la acumulación de electricidad estática que pudiera dañar las películas, fueron inmunes al calor producido por la luz solar; y las películas, guardadas dentro de cargadores herméticos, sin aire, estaban casi totalmente aisladas del calor.
En cuanto al cinturón de radiación, descubierto en 1958 por el satélite Explorer 1 diseñado por James Van Allen, la NASA lo ha investigado exhaustivamente y ha hecho muchos experimentos previos, incluso con naves tripuladas. Los astronautas del Programa Apolo cruzaron por la parte más delgada y menos agresiva de la radiación a una velocidad de más de 40.000 kilómetros por hora y el tiempo de su exposición a ella fue de aproximadamente cuatro horas en el curso de su viaje de ida y vuelta a la Luna.
Según los científicos, el casco de las naves y los cristales de sus ventanas fueron suficientes para proteger a los astronautas contra los protones y electrones de alta energía de esa zona de radiación.
Sostienen que no fue necesario el recubrimiento de metal pesado —la capa de seis pies de plomo, que dicen los cuestionadores— para dar a los cosmonautas la debida protección. Los tripulantes de la nave Apolo 14, que recibieron la mayor cantidad de radiación en comparación con los tripulantes de los otros vuelos, llegaron a 2’85 rem, que es una dosis moderada, dentro de los parámetros de seguridad científicamente aceptados. Por eso, como se ha podido conocer después de la guerra fría, tampoco los diseños de los vehículos espaciales soviéticos, destinados a llevar tripulación hacia la Luna, contemplaban el recubrimiento de plomo. De modo que los efectos de la radiación, que en otras circunstancias pudieran ser letales, no constituyen un obstáculo insuperable para las misiones tripuladas a la Luna o a otros cuerpos siderales.
La NASA rehusó entrar en esta discusión: le pareció “poco digno” ponerse a refutar los disparatados argumentos que se habían dicho, escrito o cinematografiado por los “conspiradores” contra el alunizaje. Pero científicos y tecnólogos independientes sí participaron en el debate.
Las argumentaciones y contraargumentaciones fueron de diversa clase. Los fotógrafos impugnadores inquirían: si en la Luna no hay aire ¿cómo fue que la bandera norteamericana aparecía ondeando en las fotografías? La respuesta fue que en los vídeos grabados se podía observar que la bandera quedó completamente inmóvil después de que los astronautas dejaron de manipularla.
Quienes cuestionaban la legitimidad del alunizaje se preguntaban, con suspicacia, ¿por qué las fotografías del Apolo 11 tienen líneas tan claras de definición en los objetos lejanos que aparecen al fondo? Pues porque es lógico que las fotografías lunares sean más nítidas que las terrestres dado que allá no hay atmósfera que torne borrosos los objetos de lejanía.
Otros cuestionadores sostenían que, puesto que el módulo de alunizaje pesaba 17 toneladas, resultaba extraño que al posarse no hubiera dejado huellas profundas en la superficie lunar. La respuesta fue: el módulo lunar tenía aproximadamente ese peso en la Tierra, con sus tanques de combustible llenos; pero en la Luna su peso era seis veces menor en razón de la diferencia de la fuerza de gravedad, de modo que, con la evacuación de su combustible, su peso al alunizar fue de unos 1.400 kilos.
Recordando a Yuri Gagarin, quien desde su cápsula espacial dijo que las estrellas eran muy brillantes, los impugnadores argumentaban que no dejaba de ser extraño que las fotografías de la NASA no mostraran estrellas en el cielo lunar. La refutación fue que la visión de las estrellas por los astronautas depende de las condiciones de observación: Gagarin las vio brillantes desde su vuelo a la sombra de la Tierra —o sea desde la penumbra que acrecentaba su brillo— mientras que los vuelos de las naves Apolo fueron por fuera de la sombra proyectada por la Tierra y por tanto la luminosidad de los astros era menor a los ojos de los cosmonautas.
Los contradictores afirmaban que, por falta de oxígeno, no se podía producir una llama en el vacío, por lo que era inadmisible que las tomas del módulo lunar mostraran llamas que salían de su tobera. La explicación era que las imágenes del motor del módulo no mostraban llamas, propiamente dichas, sino las reacciones luminosas de su combustible —la hidracina— en contacto con el tetróxido de nitrógeno, que no necesitaba oxígeno ni chispa para reaccionar.
Las imágenes de televisión del Apolo 11 eran muy malas —decían los cuestionadores— y era sospechoso que hubieran mejorado “mágicamente” en las siguientes misiones. Esto se explica —contestaban los defensores— porque las misiones posteriores utilizaron una antena de alta ganancia, capaz de transmitir imágenes en color.
Los que sostenían el trucaje del alunizaje afirmaban que el salto más alto de los astronautas en la Luna fue de 19 pulgadas, cuando con una gravedad seis veces menor bien pudieron saltar 10 pies. Esta afirmación fue contradicha por Neil Armstrong cuando dijo que llegó a dar saltos de 5 o 6 pies; pero obviamente los astronautas evitaron hacer movimientos exagerados por el riesgo de que se produjese el desgarramiento de sus trajes por una mala caída.
Otro de los cuestionamientos fue que el rover lunar, que era del tamaño de un jeep normal, hubiera necesitado un ancho de 20 pies para no volcarse en una curva, atenta la baja fuerza de gravedad de la Luna. La explicación que dieron los técnicos fue que el peso del rover era de 34,7 kilos en la Luna —209 kilos en la Tierra— y que para evitar un volcamiento se limitó su velocidad a 14 kilómetros por hora. Este vehículo —que se usó en las misiones Apolo 15, Apolo 16 y Apolo 17— era altamente sofisticado, con tracción en las cuatro ruedas, diseñado para subir cuestas de hasta 30 grados.
Desde otro punto de vista, los impugnadores sostenían que algunas partes de los trajes espaciales estaban unidas por cremalleras, que hubieran permitido escapar el aire interior. La respuesta fue que ellos tenían varias capas internas con uniones de goma precisamente para retener la presurización, igual que los trajes actuales. También se argumentó que era imposible que la presurización interior de aquellos trajes espaciales, que llegaba a 5,2 PSI, permitiera a los astronautas doblar los dedos, las muñecas, los codos y las rodillas. La explicación técnica fue que la presión interna de los trajes Apolo es igual a la de los trajes que los astronautas utilizan para los paseos espaciales del transbordador y de la Estación Espacial Internacional, por lo que los cosmonautas no tuvieron problema de movilidad alguno.
Resulta inexplicable que la NASA —decían los cuestionadores— no hubiera llevado telescopios a la Luna para tomar imágenes de las estrellas sin la interferencia atmosférica terrestre. Falso —replican los otros—, ya que los astronautas del Apolo 16 portaron a la superficie lunar un telescopio de luz ultravioleta con el cual tomaron 178 imágenes de objetos celestes, que fueron publicadas en el Apollo 16 Preliminary “Science Report” y en la revista “Science” en 1972.
Finalmente, los defensores de las misiones Apolo sostenían que las fotografías de los lugares de alunizaje tomadas por sondas espaciales en órbita de la Luna demostraban que allí permanecían abandonados los módulos lunares utilizados por los astronautas en la superficie del satélite, aunque los propugnadores de la teoría del montaje afirmaban que esos restos fueron colocados allí por naves no tripuladas.
En estos términos se desarrolló el debate.
Muchos científicos aceptan, como hecho cierto y comprobado, que la NASA llevó al hombre a la Luna pero creen que ella quiere ocultar algo que pudiera ser una “información perturbadora” para la humanidad y por eso promueve una operación de encubrimiento en gran escala.
Radioaficionados de varios países, que siguieron directamente por medio de sus propios equipos UHF las comunicaciones de voz entre los astronautas y el centro de control de la misión en Houston —conversaciones que la NASA no permitió escuchar al público porque cortó la emisión—, dijeron haber oído un diálogo escalofriante en que los cosmonautas Neil Armstrong y Edwin Aldrin del Apolo 11 se mostraron aterrorizados por la presencia de una nave espacial extraterrestre cerca de ellos en la Luna:
— ¿Qué demonios era eso? ¡Es lo único que quiero saber!, exclamó Armstrong.
— ¡Esas cosas son inmensas, señor!. ¡Enormes, oh Dios! ¡No vais a creerme!, añadió Aldrin. Y afirmó: ¡Os digo que hay otra nave espacial ahí fuera! ¡Están en la Luna, mirándonos!
La NASA, sin embargo, desmintió estas afirmaciones de los radioaficionados y dijo que eran “grabaciones falsificadas”.
Maurice Chatelain, antiguo Jefe de Comunicaciones de la NASA, declaró hace varios años que “los vuelos de Apolo y Gémini fueron seguidos a distancia —y a veces de cerca— por vehículos de origen extraterrestre” y que, cuando eso ocurría, las autoridades militares de la NASA ordenaban silencio absoluto.
Hay científicos que creen que seres no terrícolas estuvieron antes en la Luna, al juzgar por unos monolitos de más de doscientos metros de altura, distribuidos de acuerdo con un patrón regular, que parecen de origen alienígena, descubiertos por el astrónomo William Blair en las fotografías tomadas en 1967 por una de las sondas del programa lunar. La NASA, no obstante, ha negado la existencia de tales ruinas selenitas y ha hablado de “efectos ópticos” para restar importancia al asunto.
Los científicos del Instituto para la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre —Search for Extra-Terrestrial Intelligence (SETI)—, fundado en 1984, están convencidos de que hay seres extraterrestres, aunque todavía no existen los conocimientos técnicos para detectarlos. Por eso desarrollaron un telescopio gigante que empezó a operar en el año 2005, capaz de buscar estrellas y de captar señales a una extraordinaria velocidad.
Una misteriosa y débil señal de radio que parece provenir de un punto situado entre las constelaciones de Piscis y Aries en las profundidades del espacio exterior, recibida en tres diferentes ocasiones por el telescopio de Arecibo en Puerto Rico en febrero del 2003, ha intrigado a los astrónomos porque pudiera proceder de una civilización extraterrestre, según informó la revista “New Scientist” de Londres a principios de septiembre del 2004.
En septiembre del 2003 la astrobióloga norteamericana Margaret Turnbull de la Universidad de Arizona, en Tucson, descubrió un astro “gemelo” del Sol en el extremo norte de la Constelación Escorpio, a 45,7 años-luz de la Tierra, que fue bautizado con el nombre de “18 Scorpii”. La estrella tiene muchas características y propiedades similares a las del Sol —entre ellas, la misma edad: de 4.000 a 5.000 millones de años— y es posible que en torno suyo giren planetas semejantes al nuestro, que alberguen vida.
La NASA, por medio de su Director Michael Griffin, anunció en septiembre del 2005 que cuatro astronautas norteamericanos serían enviados a la Luna en el 2018, en una misión que duraría una semana, es decir, cuatro veces más que las misiones Apolo. Esto ocurriría después de cuarenta y nueve años de la llegada del hombre a la superficie selenita. Se utilizaría una nave muy parecida al Apolo pero con tecnología actualizada, a un costo de 104.000 millones de dólares. El propósito sería “establecer una presencia permanente en la Luna” para misiones a destinos más lejanos, como Marte.
Los rusos, por su parte, proyectaron su primer vuelo tripulado a la Luna para el año 2025, según declaró a la prensa en agosto del 2007 Anatoli Permonov, Director de la Agencia Espacial Rusa Roskosmos, y a Marte, a partir del año 2035.
El 3 de septiembre del 2006 la pequeña sonda no tripulada Smart-1 lanzada desde Korou, Guayana Francesa, por la Agencia Espacial Europea el 27 de septiembre del 2003 —provista de una cámara multicolor de alta resolución, un telescopio de rayos XD-CIXS, un espectrómetro infrarrojo SIR y otros equipos miniaturizados de última generación tecnológica—, después de un largo recorrido, se estrelló contra la superficie de la Luna, tal como estaba previsto, a una velocidad de 7.200 kilómetros por hora. Fue un estrellamiento controlado, al cabo de 16 meses de gravitar en torno al satélite y de observarlo, tomar fotografías tridimensionales, cartografiar sus cráteres, investigar sus procesos volcánicos y tectónicos y recoger otras informaciones útiles para establecer su origen.
El motor experimental de iones que impulsaba a la sonda, alimentado por el Sol, resultó muy eficiente. Entre otros cometidos, esta primera nave espacial europea lanzada a la Luna se propuso fotografiar los artefactos que quedaron abandonados en los lugares visitados por el hombre en las varias misiones Apolo, a fin de desvirtuar las teorías que sostienen que el alunizaje de naves tripuladas fue un montaje. El impacto del Smart-1 sobre la superficie lunar y la nube de polvo que levantó fueron observados desde la Tierra.
Pero además de Estados Unidos y Europa hay otros aspirantes a enviar naves tripuladas a la Luna: Rusia, China, India y Japón. Todos ellos trabajan febrilmente en este proyecto y han incrementado sus esfuerzos financieros, científicos y tecnológicos para instrumentarlo.
Mientras tanto, la NASA con su misión LCROSS confirmó la existencia de significativas cantidades de agua en la Luna e indicó que con ello se abrió un nuevo capítulo en el conocimiento del satélite terrestre y en el entendimiento del espacio ultraterrestre. El 9 de octubre del 2009 la misión LCROSS estrelló un cohete en el cráter Cabeus, cerca del polo sur lunar, cuyo impacto de 2.305 kilogramos de peso lanzó al espacio cantidades de suelo y roca, que permitieron que un pequeño satélite que seguía al cohete las recogiera y procesara su información a la Tierra.
Y el análisis de esas muestras confirmó la existencia de agua en la Luna —que ya se sospechaba desde la década de los años 90 por las informaciones enviadas por varias sondas— y terminó con las especulaciones. El científico Larry Taylor de la Universidad de Tennessee, en un estudio publicado por la revista “Science” en ese año, manifestó que “los isótopos de oxígeno que existen en la Luna son iguales a los de la Tierra, por lo que sería difícil, si no imposible, establecer la diferencia entre el agua de la Luna y el agua de la Tierra”.
La geóloga estadounidense Carle M. Pieters de la Brown University de Rhode Island afirmó que la existencia de agua en la Luna no significaba que hubiera allí lagos, mares o ríos, sino moléculas de agua en medio de rocas y polvo lunares. Al respecto, el profesor Larry Taylor de la Universidad de Tennessee apuntó: “Si se pudiera estrujar un metro cúbico de suelo lunar, se obtendría un litro de agua”.
El radar Mini-SAR de la NASA descubrió en los primeros días de marzo del 2010 más de cuarenta cráteres llenos de hielo en el polo norte de la Luna, situados en lugares no visibles desde la Tierra. Y la agencia espacial estadounidense estimó que podría haber allí al menos 600 millones de toneladas métricas de agua congelada.
En uno de los avances importantes en el dominio espacial, la NASA lanzó el 24 de abril de 1990 el telescopio astronómico Hubble, que entró en órbita de la Tierra a una distancia de 593 kilómetros y que completaba una vuelta cada noventa y siete minutos. El Hubble medía catorce metros de longitud por cuatro metros de diámetro y pesaba más de once toneladas. Y durante su vida útil ha proporcionado información astrológica invalorable sobre el origen de las galaxias y la evolución estelar, ya que como estaba situado fuera de la atmósfera terrestre no sufría la difracción de la luz ni la desviación de las ondas luminosas y podía identificar con mucha mayor precisión los lejanos cuerpos celestes.
A partir de 1993 se han enviado desde la Tierra varias misiones tripuladas de reparación y servicio del Hubble. La misión enviada en el 2002 instaló en él nuevos instrumentos y corrigió los problemas de los giróscopos.
A finales de octubre del 2006, el telescopio robótico Hubble, desde los bordes exteriores de nuestra atmósfera, en un punto orbital situado a 590 kilómetros de altura, captó por medio de su cámara avanzada para reconocimientos las mejores imágenes del violento choque de las galaxias Antannae, ocurrido a 68 millones de años-luz de distancia de nuestro planeta. La colosal colisión de las galaxias dio nacimiento a miles de millones de estrellas que se agruparon como nuevos sistemas solares en el universo. Dijo la NASA, en esa oportunidad, que el choque de las dos galaxias nos da “un avance de qué puede pasar cuando nuestra Vía Láctea probablemente choque con la vecina galaxia Andrómeda dentro de unos 6.000 millones de años”.
En lo que fue una revolución en la astronomía a finales del siglo XX, los astrónomos suizos y los norteamericanos, en dura competencia científica, descubrieron los llamados “planetas extrasolares” o “exoplanetas”, que orbitan alrededor de remotas estrellas diferentes del Sol y forman parte de otros sistemas estelares.
Los primeros descubrimientos de esos lejanos planetas se hicieron a comienzos de los años 90. Después se ubicaron muchos otros. En julio del año 2015 sumaban 1.879 los exoplanetas identificados por científicos de diversas nacionalidades, de los cuales 31 eran posiblemente habitables. El primer exoplaneta, denominado 51 Pegasi b, con una masa equivalente a la de Júpiter, fue descubierto en 1995 por los científicos del Observatorio de Ginebra.
Como parte de los esfuerzos de búsqueda de vida extraterrestre, un grupo de 73 científicos de doce países —algunos de ellos pertenecientes a las universidades de Princeton en Estados Unidos y St. Andrews en Escocia—, utilizando la nueva técnica de microlentes gravitacionales —gravitational microlensing—, descubrió en julio del 2005 un planeta extrasolar muy parecido a la Tierra ubicado en la Constelación de Sagitario, en el centro de la Vía Láctea, a unos veinte mil años-luz de distancia de nuestro planeta. Lo bautizó como OGLE-2005-BLG-390Lb. Su tamaño es cinco veces mayor que la Tierra y orbita alrededor de una estrella cinco veces más pequeña que el Sol.
En abril del 2007 astrónomos suizos, franceses y portugueses, mediante el telescopio espectrográfico más preciso del mundo en ese momento —el High Accuracy Radial Velocity Searcher, de fabricación suiza—, instalado en el observatorio de La Silla en Chile, descubrieron un planeta muy parecido a la Tierra, capaz de albergar vida: el Gliese 581 c. Este denominado exoplaneta, que orbita alrededor de la estrella Gliese 581 en la constelación de Libra, a 20,5 años-luz (10 billones de kilómetros) de distancia de nuestro planeta, reúne las características que “permiten imaginar la existencia de una eventual vida extraterrestre”, según afirmaron los astrónomos que participaron en el descubrimiento. Es el primero entre los cerca de doscientos de su tipo que “posee a la vez una superficie sólida y líquida y una temperatura similar a la de la Tierra”, según dijeron. Tiene una masa cinco veces más grande que nuestro planeta, su gravedad es 2,2 veces mayor y está parcialmente cubierto por océanos. Es un planeta muy parecido a la Tierra fuera del sistema solar. Está situado en una zona habitable, es decir, donde el agua puede permanecer en su estado líquido. Su temperatura se sitúa alrededor de los 20 grados Celsius. Y completa una órbita en torno a Gliese 581 —cuya masa es un tercio de la del Sol— en trece días.
En noviembre del 2012 un equipo internacional de astrónomos del European Southern Observatory (ESO), situado también en el Desierto de Atacama en Chile, informó que había descubierto un nuevo grupo de planetas ubicados a 42 años-luz de distancia de la Tierra, entre los que estaba uno potencialmente habitable, cuya masa —siete veces mayor que la de nuestro planeta— presumiblemente posee agua y está rodeada de una atmósfera estable. Este nuevo exoplaneta guarda con su sol —la estrella HD 40307— una distancia parecida a la de la Tierra con el Sol y gira en torno a su eje al tiempo que orbita alrededor de su astro central, por lo que pudiera tener ciclos diurnos y nocturnos parecidos a los de la Tierra.
El observatorio telescópico espacial Spitzer de la NASA —operado por el Jet Propulsion Laboratory de Estados Unidos— a comienzos de agosto del 2007 captó el choque de cuatro galaxias situadas a 300 millones de años-luz de la Tierra, que quedaron reducidas a una sola gran masa informe de materia sideral de un volumen diez veces mayor que la Vía Láctea. Según la NASA, este fue uno de los mayores fenómenos en la historia de la astronomía. La información suministrada por el telescopio infrarrojo, según afirmó la agencia espacial norteamericana, es “la mejor evidencia de que las galaxias del universo se formaron recientemente a través de grandes fusiones” y que el polvo interplanetario que se encuentra en todo nuestro sistema solar es el resultado de la colisión de cuerpos celestes.
El Spitzer fue lanzado al espacio por la NASA desde el Centro Espacial Kennedy en Cabo Cañaveral el 25 de agosto del 2003 y ubicado en una órbita heliocéntrica para que tuviera un acceso casi instantáneo de los insondables espacios siderales. Forma equipo con el telescopio espacial Hubble para investigar el lejano universo.
El 17 de febrero de 1996, bajo el control de los científicos de la Universidad John Hopkins de Estados Unidos, fue lanzada la sonda espacial Near-Shoemaker hacia una órbita del asteroide bautizado con el nombre de 433 Eros, que deambula a 313,6 millones de kilómetros de distancia de la Tierra, como muchos otros asteroides.
El Eros tiene una forma alargada y mide 33,6 kilómetros de longitud.
En febrero del 2001 la sonda cumplió su misión y envió a la Tierra 160.000 imágenes fotográficas y un mapa tridimensional de esa roca cósmica que data de la formación de los planetas alrededor del Sol y que se supone que está integrada por los materiales más viejos del sistema solar, que se han mantenido inalterados desde sus remotos orígenes. En lo que fue la primera vez que un artefacto construido por el hombre se posó en un asteroide, el Near-Shoemaker, después de 3.200 millones de kilómetros de recorrido y de girar un año alrededor del Eros en una órbita a 24 kilómetros de distancia, se asentó suavemente sobre su superficie pedregosa y envió señales hacia la Tierra mediante su transmisor radial hasta que sus paneles solares se agotaron y dejaron de producir electricidad. Esas señales demoraron 17 minutos en llegar a su destino dada la enorme distancia que separa al asteroide del planeta Tierra.
El gigantesco planeta Júpiter —cuyo nombre derivó del rey de los dioses de la mitología romana— ha sido objeto del especial interés de los científicos espaciales. Es el mayor de los planetas de nuestro sistema solar —1.400 veces más grande que la Tierra—, tiene un diámetro ecuatorial de 142.800 kilómetros y tarda 9 horas y 55,5 minutos en dar una vuelta en torno de su eje. Ubicado en el quinto lugar desde el Sol, toma 11,9 años terrestres para girar alrededor del astro rey. Su atmósfera está compuesta de hidrógeno molecular (H2), según han demostrado las observaciones espectroscópicas. Y en su torno se han descubierto 16 satélites y un sistema de anillos que circulan atrapados por las ondas magnéticas del planeta.
En lo que fue un gran evento histórico, el 4 de diciembre de 1973 la sonda Pioneer 10 —lanzada por la NASA el 2 de marzo de 1972 desde California— fue el primer artefacto espacial que, tras cruzar el cinturón de asteroides, se acercó a Júpiter e hizo observaciones directas sobre su atmósfera, magnetoesfera —magnetosphere—, cinturón de radiación, campos magnéticos y otros elementos del planeta, que son de importancia determinante para los futuros viajes espaciales.
Después las sondas Voyager 1 y Voyager 2, lanzadas por la NASA en diferentes fechas de 1977, se aproximaron a Júpiter el 5 de marzo y el 9 de julio de 1979, respectivamente, y enviaron crucial información sobre el mayor de los planetas de nuestro sistema solar a través de más de 33.000 imágenes y de las numerosas mediciones científicas remitidas a la Tierra por las sondas entre abril y agosto de aquel año.
El 8 de febrero de 1992 la sonda Ulysses pasó a 409.000 kilómetros de distancia del polo norte de Júpiter y realizó una serie de observaciones a distancia.
Desde el Centro Espacial Kennedy en La Florida la NASA envió al espacio el 18 de octubre de 1989 la misión Galileo, compuesta de una sonda espacial y de un orbitador dotados de muy importantes instrumentos científicos, que llegaron a la atmósfera de Júpiter el 7 de diciembre de 1995 e inmediatamente comenzaron a mandar imágenes e informaciones del planeta y sus lunas. El orbitador permaneció por cerca de ocho años recopilando y remitiendo datos sobre la actividad meteorológica, composición química, campo magnético, fuerza volcánica y otros elementos jupiterinos hasta que fue destruido por las altas temperaturas y presiones gravitatorias. La sonda pudo captar durante su misión el choque del cometa Shoemaker-Levy 9 contra la superficie de Júpiter en julio de 1994, a causa de la atracción del gigantesco planeta. Y al cruzar su atmósfera el 21 de septiembre del 2003 descubrió un posible océano en la helada superficie de la luna Europa y la presencia de agua bajo el suelo de las lunas Ganímedes, Calisto y Europa.
El 5 de agosto del 2011 fue lanzada desde el Centro Espacial Kennedy la sonda Juno de la NASA —impulsada por energía solar—, que después de viajar por casi cinco años a la velocidad máxima de 265.541,76 kilómetros por hora —convirtiéndose en el objeto volador más rápido hecho por el hombre hasta ese momento— y de recorrer 3.390 millones de kilómetros —incluidos los 869 millones de kilómetros que separaban a Júpiter de la Tierra y los 560 millones de kilómetros recorridos alrededor del gran planeta—, llegó a la órbita polar de Júpiter el 5 de julio del 2016 con el propósito de estudiar en detalle el enorme planeta gaseoso.
Está en investigación actualmente la existencia de un nuevo planeta que transita por nuestro sistema solar exterior, al que los científicos Konstantin Batygin y Mike Brown del California Institute of Technology (CALTECH) —situado en Pasadena, California— dicen haber descubierto y lo denominan Planeta Nueve. Según ellos, su tamaño es cinco a diez veces mayor que la Tierra y demora entre 10.000 y 20.000 años terrestres en completar su órbita alrededor del Sol.
La NASA, sin embargo, se mostró escéptica ante las afirmaciones de los astrólogos del CALTECH.
El Committee on the Peaceful Uses of Outer Space (COPUOS), establecido con el carácter permanente por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1959 con el propósito de precautelar la vida humana y los bienes del planeta ante los potenciales peligros derivados del uso de las tecnologías de exploración espacial —entre ellos: la caída de objetos desde el espacio sobre la superficie terrestre, dado que miles de artefactos lanzados por el hombre: satélites, cohetes, naves, telescopios, estaciones espaciales, transbordadores y otros —orbitan alrededor del planeta como parte de la “basura” interplanetaria.