Se conoce con esta expresión la política desarrollada por el presidente Franklin D. Roosevelt de Estados Unidos hacia América Latina, durante su período presidencial de 1933 a 1945, con la que trató de borrar los abusos e iniquidades contra los países del sur del río Grande que se ejecutaron a través de la >diplomacia del dólar instrumentada a principios de siglo por los presidentes Theodore Roosevelt y William Taft para “proteger” las inversiones norteamericanas en los países latinoamericanos o de la >diplomacia del garrote propugnada también por Theodore Roosevelt desde 1901, cuyo nombre derivó del conocido consejo que él solía dar: “habla suavemente, pero esgrime un gran garrote” (big stick). Fue precisamente a partir de esa época que tomó cuerpo la vieja >doctrina del destino manifiesto, que fue el conjunto de ideas geopolíticas y económicas justificativas del expansionismo norteamericano y en virtud de las cuales se presentaba como lógica y necesaria la conquista de nuevos territorios para ampliar la herencia colonial de Estados Unidos.
Toda la expansión territorial norteamericana se hizo bajo la enseña del “destino manifiesto”. La toma de los territorios del sur, por las buenas o por las malas (California, Florida, Louissiana, Nuevo México, Texas, Puerto Rico), y después las incursiones en el Caribe por “necesidades estratégicas” de defensa de Louissiana y de Florida, se efectuaron en nombre de esta teoría. “El archipiélago cubano —decía en 1823 el Secretario de Estado John Quincy Adams— es por su posición natural un apéndice del Continente norteamericano”. Lo cual indujo a los Estados Unidos a participar en la guerra contra España en defensa de la libertad de Cuba, a fines del siglo XIX, como cuestión inherente al “destino manifiesto”. Lo mismo que las expansiones territoriales de Estados Unidos en las Filipinas y Guam, la invasión a Cuba, la promoción de la independencia panameña, la construcción del Canal de Panamá, la imposición de un protectorado económico sobre la República Dominicana y otras aventuras de la diplomacia norteamericana.
Para tratar de borrar toda esta política de expansión y atropello, el presidente Franklin D. Roosevelt proclamó la conveniencia de establecer relaciones de “buena vecindad” entre las Américas. Roosevelt proclamó una suerte de “hermandad continental” para afianzar la democracia y alcanzar el desarrollo económico. Fue sin duda un gran innovador. Hacia adentro propuso el >new deal (el nuevo trato) e implantó las ideas keynesianas del intervencionismo estatal en la economía. Aplicar estas ideas en la capital mundial del >laissez faire fue una actitud audaz. La política del new deal puso en vigor sistemas de ayuda estatal a los desocupados, programas de obras públicas, creación de puestos de trabajo, alzas salariales, regímenes de protección social, elevación de los precios agrícolas y aumento de la demanda de los consumidores. Las políticas financiera y monetaria se desviaron de la ortodoxia tradicional. Cobró dinamismo la política fiscal y el presidente Roosevelt incluso utilizó el déficit presupuestario como instrumento de lucha contra la crisis. De esta manera logró revertirla y reactivar la economía norteamericana. Y hacia afuera, especialmente en las relaciones con América Latina y el Caribe, propuso la política de la buena vecindad, esto es, de vivir “como buenos vecinos” en el marco del respeto a las determinaciones soberanas de los países situados al sur.
En realidad, fue el presidente Herbert Hoover —quien entró a la Casa Blanca apenas ocho meses antes del desplome de la bolsa de valores de Nueva York y que tuvo la mala suerte de gobernar su país en los años 30 de la gran depresión mundial del siglo pasado— el dueño de la idea de la “buena vecindad” con América Latina y el Caribe. Después de ganar las elecciones en 1929 hizo una gira de amistoso acercamiento por varios países centro y sudamericanos. En sus discursos habló de la “buena vecindad” y de la complementación de relaciones comerciales.
Pero fue Franklin D. Roosevelt quien impulsó con fuerza esta idea y la convirtió en un elemento de su política internacional. Entendió la buena vecindad como respeto a la libre determinación de los Estados y también como solidaridad con sus pueblos a fin de “prestar ayuda conjunta a cualquiera de las hermanas repúblicas presa de pasajera calamidad”, según lo dijo en julio de 1931, dos años antes de ser presidente, en un artículo publicado en “Foreign Affairs”. Insistió en el tema en su discurso de toma de posesión de la presidencia en 1933 y en frases que aún se recuerdan dijo que la buena vecindad es la conducta de quienes viven como buenos vecinos, que se respetan a sí mismos y que respetan a los demás.