El concepto puede ser objeto de profundos enfoques de carácter psicológico y político. A lo largo de la historia, la combinación de esos dos factores —la psicología y la política— ha dado lugar a los resultados más sorprendentes y paradójicos. El profesor alemán de psiquiatría y neurología de Tubinga, Ernst Kretschmer, autor de importantísimas investigaciones científicas sobre el carácter de algunos de los grandes hombres de la historia, sostiene, por ejemplo, que Bismark, forjador del Imperio, el “hombre de sangre y acero” que a nada temía y que proyectaba una imagen de fuerza invencible fue, en realidad, un hombre terriblemente nervioso, inseguro y tímido, al juzgar por el testimonio del pintor inglés Richmond, que conoció a fondo al líder germánico. Y de Robespierre, ante cuya presencia palidecían de miedo los monárquicos y los republicanos tibios, dice que fue un ser apocado, hipersensible, nervioso, pedante, que llegaba con facilidad a las lágrimas cuando hablaba de sí mismo.
Sin embargo, a los dos personajes los inescrutables misterios de su vida personal y los acontecimientos de la historia les colocaron en trance autoritario.
Muchos de los grandes hombres de acción de la historia —Federico el Grande, Julio César, Calvino, Napoleón— tuvieron personalidades extremadamente complejas, en cuyo interior bullían los más extraños contrastes.
El autoritarismo, entendido como “voluntad de poder”, es por tanto un fenómeno muy complicado que se forma de la combinación de elementos psicológicos y políticos.
Pero mi intención no es profundizar en los misterios de la personalidad humana, tan compleja y contradictoria, sino mirar desde fuera el hecho objetivo del autoritarismo como una forma de conducción política.
Desde esta perspectiva, la palabra, no obstante derivar de <autoridad, es decir, de la idea de una facultad de mando jurídicamente reglada, denota la tendencia a imponer un poder abusivo e ilimitado en la sociedad.
Para decirlo en otras palabras: mientras que la autoridad es el ejercicio legítimo del poder o el ejercicio del poder legítimo, el autoritarismo está asociado con la arbitrariedad, la ilegitimidad y la antidemocracia.
Son, en general, regímenes autoritarios todos los que, en la relación poder-libertad, acentúan el poder como factor de ordenación social. En ellos se produce un desequilibrio entre los dos elementos de la ecuación política. Pero el concepto, de todas maneras, es muy extenso y cabe en él una amplia de autoritarismos, que puede ir desde el >totalitarismo y la >tiranía hasta el >cesarismo, en diversos grados de exacerbación de la autoridad pública.
Dentro del concepto de autoritarismo están comprendidos, por tanto, diversos regímenes políticos que, bajo distintas invocaciones y en épocas diferentes, han exaltado el poder y han destruido la libertad: el <absolutismo, el >totalitarismo de izquierda y de derecha, las diversas formas de >tiranía y de >dictadura, el >zarismo, el >cesarismo, el >bonapartismo, el >trotskismo, el >leninismo, el >estalinismo, el >despotismo y todas las demás modalidades de exacerbación del poder.
Los regímenes autoritarios pueden obedecer a diferentes orientaciones ideológicas o, al menos, estratégicas: puede haber un autoritarismo conservador, reaccionario, reformista o revolucionario. El autoritarismo no está ligado a los fines del poder sino a la forma de su ejercicio. Por eso pueden darse —y de hecho se han dado— autoritarismos con distinta inspiración ideológica: autoritarismos de derecha y de izquierda, autoritarismos que defienden el orden social y autoritarismos que buscan modificarlo. Repito: lo que define al autoritarismo no es el para qué se ejerce el poder sino el cómo se lo hace. Quiero decir con esto que el concepto de autoritarismo es independiente de las finalidades del poder y se relaciona directamente con la metodología de su ejercicio.
En un esfuerzo por comprender a todas las tipologías autoritarias y de buscar su común denominador, pueden señalarse como características peculiares a todas ellas: la concentración de la autoridad pública en una >elite, la exoneración de limitaciones jurídicas al ejercicio del poder, la mediatización de la participación popular, la conculcación de los >derechos humanos, la reducción de la libertad, la exclusión de los >partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones populares, la supresión del >sufragio en todas sus modalidades —iniciativa popular, plebiscito, referéndum, elecciones—, el imperio de la inseguridad jurídica, eliminación de todo >pluralismo ideológico y, por supuesto, de la >oposición política, inexistencia de división de poderes o un mero simulacro de ella, ausencia de mecanismos de rendición de cuentas de los gobernantes y eliminación de la >opinión pública como factor democrático.
Estos son los rasgos característicos de todos los tipos de autoritarismo que, como dije antes, es un concepto genérico que abarca muchísimas formas del abuso del poder.
El ex primer ministro de Singapur, Lee Kuan Yew, con referencia al llamado “milagro económico” asiático de los años 80 y 90 del siglo anterior, decía que fue logrado gracias a los “autoritarismos blandos” que dirigieron los procesos de crecimiento productivo en los llamados >dragones asiáticos. Esos gobiernos autoritarios, más compatibles con los valores y las tradiciones confucianos de Asia, combinaron ciertas libertades económicas con dictaduras paternalistas y reflejaron, en opinión de sus líderes, los consensos existentes en las sociedades asiáticas de preferir el crecimiento económico antes que las libertades democráticas de Occidente desarrolladas en el marco de regímenes políticos embarazados por el respeto a los derechos humanos. Los gobernantes asiáticos sostuvieron que la legitimación de aquéllos emergía del desempeño económico y no de los abstractos principios de justicia imperantes en los regímenes occidentales.