Etimológicamente es el ejercicio del poder por voluntad propia, es la autoridad política autoinvestida, cuya facultad de mando no deriva de una fuente exógena. En la práctica, es la forma de organización estatal autoritaria y piramidal, en la que la voluntad de unos pocos decide la suerte y el destino de la colectividad.
Democracia y autocracia son dos formas diametralmente opuestas de ordenación estatal.
La una es la antípoda de la otra. Las características que asisten a la una son negadas en la otra. Lo único que tienen en común es que ninguna de ellas se da en la realidad en su forma más pura. Las dos son modelos meramente conceptuales. La >democracia es una meta inalcanzable que, como todas las metas, sirve para señalarnos el camino. Y puesto que lo que la caracteriza y define es la participación popular así en la toma de decisiones sobre los asuntos de interés general como en el disfrute de los bienes y servicios de orden económico-social, el mérito está en aproximarse a ella y en bregar para establecer un orden de cosas en que los pueblos tengan un alto grado de participación en el diseño y ejecución de los destinos nacionales.
Algo parecido ocurre con la autocracia. No hay en la experiencia histórica alguna forma pura de autocracia que, por definición, es el gobierno despótico de una sola persona —de un déspota— sobre la sociedad políticamente organizada. Esto es un imposible físico. Tan imposible, paradójicamente, como la democracia pura. Porque aun para la ingrata tarea de martirizar a los pueblos se requiere, cuando menos, un grupo de personas —una camarilla—, por reducido que sea. De lo cual se infiere que lo que puede haber, y de hecho ha habido, son regímenes que se aproximan más o se aproximan menos al modelo autocrático.